En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

jueves, 18 de marzo de 2021

El juego de autores en el Quijote


Cervantes acudió a un recurso viejo de los libros de caballerías con la intención de dar autoridad y exotismo a sus aventuras: los autores del género aseguraban que sus originales habían sido escritos en extrañas lenguas y luego traducidos y vueltos a traducir en complicadas marañas. Así, Garci Rodríguez de Montalvo informaba en el prólogo del Amadís que el manuscrito de Las sergas de Esplandián había aparecido en Constantinopla para ser luego traído a España y trasladado desde su lengua primera, mientras que el Caballero de la Cruz se presentaba como una obra escrita en árabe y vertida más tarde al castellano. Cervantes aplicó sin retóricas estos juegos y los llevó hasta sus últimas consecuencias. La intriga que inventó está poblada de personajes cuya labor es la de escribir, recopilar, traducir, glosar y transmitir al lector los ires y venires de don Quijote. Entre todos ellos forman otra maravillosa andanza, en la que los caminos y las ventas han sido sustituidos por legajos, manuscritos, anales y cartapacios.

Esta artificiosa arquitectura ha traído de cabeza a los estudiosos que han intentado fijar el número e identidad de los personajes de esta trama y delimitar las actuaciones que corresponden a cada uno de ellos. La simple relación de los críticos que se han interesado por el asunto abruma: Edward Riley, Francisco Márquez Villanueva, Anthony Close, Maurice Molho, Robert M. Flores, Helena Percas de Ponsetti, Santiago Fernández Mosquera, Santiago López Navia, José María Paz Gago, José Manuel Martín Morán o Javier Blasco, entre otros. Más que un sistema coherente, lo que Cervantes concibió fue un guiso en el que las cosas terminan siendo algo distinto a lo que eran antes de entrar en la cazuela. Aun así, no debe renunciarse de antemano a distinguir los ingredientes básicos de la receta. Vamos a ello.

Es Sansón Carrasco el primero que avisa de la existencia de varios autores a los que habría que atribuir simultáneamente la responsabilidad del texto en que se narran las aventuras del hidalgo manchego:

[...] dicen algunos que han leído la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote (II,3).

Sin pretender que la listas sea la definitiva, podríamos enumerar a estos:

  1. Para empezar, el lector se encuentra con un primer autor, cuyo nombre se desconoce. A él se debe el grueso de los ocho primeros capítulos, que parecen basarse en autores y testimonios anteriores recogidos en los anales y archivos de la Mancha, así como en su tradición oral.

  2. Le sigue el historiador arábigo Cide Hamete Berengeli, responsable de una Historia de don Quijote, que había sido escrita originalmente en árabe y que recoge lo narrado a partir del capítulo IX de la primera parte y la segunda parte completa. Al hilo de los hechos del caballero, Cide Hamete se permite añadir sus propios comentarios, apostillas y glosas, en buena parte ajenos a la narración.

  3. De ese manuscrito original arábigo, lingsticamente inaccesible, se dice que ha sido traducido por un anónimo moro aljamiado. El morisco recibe como pago de su trabajo “dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo”. A cambio, se compromete a trasladar el original “bien y fielmente”, aunque nadie pueda contrastar la puntualidad de su traducción (I,9). Del manuscrito con la traducción del morisco procede la mayor parte de la información que llega a los lectores castellanos.

  4. A una mano distinta hay que atribuir los versos compuestos por los académicos de la Argamasilla, que se encuentran dentro de una caja de plomo “en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba” y que se recogen al final de la primera parte (I, 52).

  5. La Novela del curioso impertinente, cuyo manuscrito conserva Juan Palomeque el Zurdo y que Cide Hamete reproduce a la letra, tiene, a su vez, otro autor diferente y anónimo, al que también parece deberse la Novela de Rinconete y Cortadillo.

  6. Por último, el personaje que se encarga de poner todos los materiales, en orden y que reproduce en estilo indirecto las diversas fuentes viene a identificarse en el libro como segundo autor. Aunque su existencia solo se menciona por primera vez al final del capítulo VIII, este personaje anónimo es el encargado de leer los textos del primer autor, comprar el manuscrito árabe, encargar su traducción y, sobre el manuscrito de ésta, editar la historia definitiva de don Quijote, glosarla, parafrasearla a veces y eliminar, cuando lo considera conveniente, alguno de sus pasajes. En este texto, en apariencia definitivo, se superponen todos los anteriores y las intervenciones propias del segundo autor. Algo que no llega a quedar del todo claro en su labor es la existencia de un segundo manuscrito que contendría la historia del Ingenioso caballero de 1615, pues cuando don Quijote pregunta si el autor promete segunda parte -en la que, por cierto, se incluye este diálogo-, Sansón Carrasco responde que “en hallando que halle la historia, que él va buscando con extraordinarias diligencias, la dará luego a la estampa” (II,4). Además de sustentar la voz narrativa, este segundo autor también injiere sus propias opiniones y redacta el prólogo de 1605, en el que se identifica como “padrastro” del libro. Lo cierto es que, aun así, no parece tomarse muy en serio su cometido, pues al final de la primera parte pide a los que leyeren la historia “que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo” (I,52).

En el origen de la composición del Quijote, es posible que todo este entramado no fuera otra cosa que un elemento más de la parodia caballeresca. Solo al decidirse a continuar, Cervantes habría convertido al responsable de los capítulos iniciales en “autor primero”. Es este personaje quien aparece como encargado de reunir la información en torno a don Quijote y el que redacta los comienzos de su aventura. De su testimonio se deduce que ha indagado en los anales de la Mancha (I,2) y que ha consultado testimonios diversos y más antiguos sobre el caso: “Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento” (I, 1). Nadie en la novela da ninguna otra noticia al respecto y nada se vuelve a saber de este primer autor. Su texto no parece ser árabe ni traducido de lengua alguna y su personalidad se supone distinta a la de Cide Hamete, entre otras cosas por el voluntario salto narrativo que tiene lugar en el capítulo IX. El párrafo final del capítulo VIII confirma la existencia de un segundo autor que continúa las indagaciones del primero:

Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte (I, 8).

En el capítulo siguiente el lector se encuentra con un yo que altera el curso de la narración:

Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento (I, 9).

Este yo, como el del Viaje del Parnaso, ha de entenderse no en un sentido autobiográfico, sino con una función ficticia y decididamente cómica, al modo de la primera persona que aparece en algunos textos burlescos medievales. El antecedente parece encontrarse nueve capítulos atrás, en la primera frase de la novela: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” (I, 1). En realidad, no se puede saber con seguridad si este yo del capítulo I y el del IX son el mismo (aunque todos los autores se cierran en Uno). Si por un lado cabe la sospecha que esa primera persona inicial es un inciso del segundo autor, por otro la voz pudiera corresponder al autor primero o al propio Cide Hamete, a quien más adelante se atribuye ese olvido voluntario:

Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente (II, 74).

Sea como fuere, ese segundo autor toma en el capítulo IX la palabra para hablar de sí mismo y confesar, entre otras cosas, su condición de lector enfermizo:

yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles” (I, 9).

Las primeras alusiones a la existencia del segundo autor se hacen, como se acaba de ver, en el párrafo final del capítulo VIII. El problema está en determinar a quién pertenece esa voz narrativa que da cuenta de las contrariedades del primer autor y de la curiosidad de su continuador. Cabe identificarla como un gesto retórico del segundo autor, que, al modo de César, se refiere a sí mismo en tercera persona o, en su caso, como un tercer autor que nunca se menciona expresamente en la obra. A la posible existencia de un tercer autor también apuntan las apostillas finales del capítulo LII de 1605, donde se vuelven a marcar distancias con el segundo:

[...] el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas... Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote. Forse altro cantará con miglior plectro" (I, 52).

Nada más puede saberse con certeza y el problema parece de antemano irresoluble.

El Alcaná de Toledo

La faena que la novela asigna al segundo autor comienza por la organización y reescritura de los ocho capítulos iniciales debidos al primer autor. Es también el encargado, bajo su condición de inquisidor en archivos y bibliotecas, de indagar la existencia de alguna continuación y de otros textos que ayuden a reconstruir la historia de don Quijote. La suerte le lleva a dar con el manuscrito de Cide Hamete en la Alcaná toledana, cuya traducción encarga y paga al morisco aljamiado. Sobre este segundo autor recae la responsabilidad de cotejar y revisar todos estos textos, de elaborar la redacción definitiva que llega a manos del lector y de añadir sus particulares juicios. Su continua búsqueda de fuentes le llevará al médico que, en el capítulo LII de la primera parte, dice haber hallado la caja de plomo con los poemas manuscritos de los académicos de la Argamasilla. Las intervenciones de este autor segundo introducen el texto de la traducción y se puede sospechar que también lo parafrasean y lo alteran. Su voz se distingue precisa cuando da entrada al texto traducido, cuando enlaza los capítulos o cuando se detiene a considerar las palabras o las intervenciones del autor. Sirva como ejemplo una de esas glosas que acompañan a la supuesta narración original:

Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido (II,53).

También se deben al autor segundo la factura del prólogo -escrito en primera persona- y la recopilación de los poemas preliminares, atribuidos a Urganda, Amadís de Gaula, Orlando o Solisdán; aunque si hemos de creer que hizo caso al amigo que, según ese prólogo, acudió en su socorro, pudo ser incluso el autor de esos versos:

Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo tomáis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes (I, prólogo).

El descubrimiento de la existencia de Cide Hamete y de su manuscrito le corresponde asimismo al segundo autor y a sus desvelos por dar con el final de

la historia que había quedado en suspenso con la batalla del vizcaíno. Por ello y como intermediario con los demás lectores, muestra una y otra vez su agradecimiento al historiador arábigo:

Real y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente” (II, 40).

Pero esa veneración no le impide manifestar algunos reparos de un más considerable calado:

Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arbigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado… y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor” (I,9).

No es el único que expone ciertas reservas, pues también don Quijote queda desconsolado al recibir la noticia de la condición arábiga del autor de su historia, pues:

de los moros -dice- no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas” (II,3).

A pesar de ello, el manuscrito de la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo seguirá siendo la fuente principal de la narración; y aunque en los primeros capítulos de la segunda parte se identifica al señor Benengeli como responsable de la impresión del Ingenioso hidalgo, no ha de olvidarse que solo era el autor de su Historia.

Esa presencia de Cide Hamete en el texto varía y se multiplica en la segunda parte. Tradicionalmente se ha creído que la semilla del personaje estaba en la imaginación de don Quijote, que, en el inicio de su primera salida, se detiene a cavilar sobre la futura narración de sus andanzas:

¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: “Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel”. Y era la verdad que por él caminaba. (I,2)

La creación del personaje tuvo que estar unida a la expansión del núcleo original de la novela, pues don Hamete no toma las riendas de la historia hasta

el capítulo IX. Aunque Cervantes lo introdujo en escena con toda la pompa imaginable, sólo lo traería a colación cuatro veces más a lo largo de la primera parte. De hecho, su figura desaparece en 1605 a partir del capítulo XXVII y el narrador ni siquiera tuvo a bien volver a mencionar su nombre en el último capítulo. Este primer Cide Hamete es poco más que un juego estructural que apenas aparece al principio o al final de cada una de las cuatro partes del libro, sin entrar en más disquisiciones retóricas. Hubo de ser durante la relectura de esa primera parte que Cervantes intuyera las posibilidades del moro. En aviso de sus renovados propósitos, lo trajo a la primera línea de la continuación: “Cuenta Cide Hamete Benengeli en la segunda parte desta historia...” (II,1). Como ha señalado José Manuel Martín Morán, las cinco menciones de 1605 se multiplican en 1615 hasta treinta y nueve; y es entonces cuando su personaje sirve para construir una confusa red de versiones, traducciones y tramoyas. Sin embargo, la presencia creciente de Cide Hamete Benegeli en la segunda parte terminaría por incrustarse en todo el Quijote, hasta afectar a la percepción de las dos partes.

Desde el principio, la personalidad de Cide resulta contradictoria. Es al mismo tiempo “arábigo y manchego” (I, 22) y, aunque moro, jura como católico cristiano (II,27). Su mismo nombre oscila, y no solo porque Sancho le venga a llamar Cide Hamete Berenjena (II,2), sino porque también el autor segundo lo trueca en Cide Mahamate Benengeli (I,16). De otro lado, don Quijote apunta a sus poderes mágicos para dar explicación a la omnisciencia de que goza:

[...] me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

-Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir (II, 2).

El narrador lo presenta como “historiador muy curioso y muy puntual” (I, 16); y, en efecto, le preocupa la detallada verdad de su relato, discute y deslinda la verosimilitud de los episodios y se eleva como memorioso depositario de los hechos del caballero:

Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean” (II, 47).

Buena parte de las abundantes glosas con que adorna su narración muestran un profundo interés por la retórica, el decoro literario y la correcta disposición del libro. Tiene además sus visos de “filósofo mahomético” que divaga sobre “la ligereza e instabilidad de la vida presente” (II, 53) y se permite juzgar las acciones de los personajes, como hace con los duques:

Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos (II, 70).

El inconveniente de tan estupenda labor está, como hemos visto, en su falta de credibilidad. Para comprender lo contradictorio del personaje no ha de olvidarse que Cide Hamete tiene unos orígenes paródicos. A esa condición burlesca apuntan las dudas sobre su trabajo y su concurso en episodios decididamente cómicos, como la visita nocturna de doña Rodríguez:

Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera, por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor almalafa de dos que tenía” (II, 48).

La misma ironía deja entrever el segundo autor al acudir a su testimonio para nimiedades pamplinosas sobre la montura de la encantada Dulcinea o la naturaleza de los árboles que rodean a los héroes: “

[...] le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele” (II,60).

Como ha explicado E.Riley, “la existencia de Cide Hamete es una especie de burla, y tan afortunada que se perdona casi siempre su evidente despropósito”. A todas luces, la invención del historiador árabe y las marañas de su Historia son una farsa inverosímil que no responde a un mecanismo consecuente ni a la disposición de un planteamiento lógico.

La suerte le deparaba a Cide Hamete el destino inesperado de convertirse en defensor de la historia contra las embestidas de Avellaneda. A partir del capítulo LIX, el señor Benengeli asume la condición jerárquica de primer autor para preservar las prerrogativas del libro contra el apócrifo. De este modo, Cervantes pretendía reafirmar su vínculo exclusivo con don Quijote:

[...] se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles” (II,59).

El asunto ocupará buena parte del prólogo de 1615 y del último capítulo de la historia. Allí, tras la muerte y epitafio de don Quijote, el cronista arábigo decide colgar su pluma, del mismo modo que los caballeros colgaban sus armas y con la intención evidente de dar un fin conjunto a la historia y a su narración. Al igual que Sincero invoca a su zampoña en la clausura de la Arcadia de Sannazaro, Cide Hamete se despide de su pluma y le otorga retóricamente el don de la palabra para que, en primera persona, se dirija al lector en términos similares a los del prólogo:

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote... (II, 74).

La existencia de Cide Hamete y de su Historia acarreaba como dificultad añadida la lengua árabe del historiador y del manuscrito. El segundo autor dice conocer los caracteres arábigos, aunque no pueda leerlos. Para poder dar fin a su labor, precisará, pues, de la asistencia, verbal primero y luego escrita, de un morisco aljamiado, al que contrata para que se ocupe de la traducción:

Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere (I, 9).

La figura del traductor ahonda en la parodia de los libros de caballerías y de sus originales traducidos. La diferencia está en que, en el Quijote, su importancia crece hasta convertirse en único intermediario con el segundo autor y en el aval exclusivo de la verdad de su traducción. Todo lo que sabemos de don Quijote y de Cide Hamete es por medio de esa traducción, lo cual genera, al menos, un inconveniente más: la condición morisca -y, por lo tanto, más bien falaz- que el sujeto comparte con el autor árabe. Los cristianos lectores pueden sospechar que a una mentira le había seguido otra mentira y que libro que tenían en las manos resultaba poco fiable. Sus hechos parecen confirmar los recelos, pues el morisco se había comprometido a traducir las cosas de don Quijote “sin quitarles ni añadirles nada”, y no lo hace. Si, en la primera parte, traduce y desaparece de inmediato, en la segunda se desmanda y termina por embutir sus propias opiniones. Del capítulo V, este intérprete liante confiesa que:

le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio..., pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía” (II,5).

Y al describir la vivienda de don Diego de Miranda se limita a poner un escueto “Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa”, pues, según cuenta el segundo autor, “al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio” (I,18). Para mayor enredo, el segundo autor esgrime unos testimonios indeterminados, según los cuales el cronista árabe se habría quejado de las inexactitudes y arbitrariedades de su traductor:

Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito” (II,44).

Como para fiarse.




Márquez Villanueva, F. (1973): Fuentes literarias cervantinas. Gredos. Madrid. (1975): Personajes y temas del Quijote. Taurus. Madrid.

Martín Morán, J. M. (1990): El Quijote en ciernes. Los descuidos de Cervantes y las fases de elaboración textual. Dell’ Orso. Turin.

1 comentario:

  1. ...creo que es preciso leer, haber leído, varias veces el preciado y precioso libro par poder enfrentarse en aceptable lid a esta página, tan trabajada, tan profunda, tan sesuda, producto de tus muchos trabajos sobre los que trabajaron esta obra...Me aporta nuevas luces y no me oscurecen el empeño de una nueva lectura recién comenzada...Gracias

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