En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 7 de diciembre de 2021

Tiempo de silencio y El Quijote


Tiempo de silencio (1962), una obra descorazonadora con una técnica narrativa y estilo inspirados tanto en modelos clásicos como contemporáneos. La descripción del Madrid de la posguerra contiene también la visión cultural del país: la acción narrativa sirve de soporte a soliloquios, digresiones y descripciones que presentan un panorama de la historia española.

En la primera edición crítica y anotada de la obra, Alfonso Rey estudia a fondo todos estos elementos y ofrece un texto depurado, que analiza y tiene en cuenta los problemas de censura que rodearon a su publicación. La indispensable y muy completa anotación, acompañada de un útil glosario, permite aclarar los referentes culturales, guiños, neologismos lingüísticos, juegos conceptuales y alusiones políticas con que el talento de Luis Martín-Santos enriqueció su novela.

Tiempo de silencio (1962), tuve la suerte de que me cayera en el acceso a la universidad, unos meses después de haberla leído. Por su ironía y crítica velada, mediante el idealismo, es la obra que reintroduce el cervanteo en España, y no, por ejemplo, los ensayos (Unamuno, Ortega y Gasset) o libros de viaje (Azorín) de la generación del 98, tan execrada por Goytisolo, ni las novelas realistas del XIX (para Andrés Trapiello —cuya opinión no comparto—, pues Pérez Galdós "sigue siendo hoy, uno de los escritores españoles que mejor ha entendido la lección cervantina".

La herencia cervantina en Tiempo de silencio se manifiesta sobre todo en el tema del idealismo del protagonista, en los personajes principales y en las meditaciones sobre el significado profundo de las aventuras de don Quijote. Y como he apuntado, también cervantea Martín-Santos en la ironía omnipresente y en el empleo, a menudo paródico, de los más variados estilos y técnicas narrativas que configuran un buen muestrario formal de la modernidad literaria a mediados del siglo XX. La novela contiene afirmaciones sobre el Quijote que ya había apuntado Torrente Ballester en su obra El Quijote como juego, línea que es la que más me seduce de todas las que he estudiado.

Martín-Santos señala claramente el influjo del Quijote. El joven médico investigador don Pedro y su ayudante Amador recuerdan en muchos aspectos a don Quijote y Sancho Panza: en ambos casos, el amo persigue un alto ideal ilusorio (reivindicar la moralidad caballeresca satisfaciendo agravios y enderezando entuertos en la obra cervantina, vencer el cáncer y librar "al pueblo español de su inferioridad ante la ciencia" en Tiempo de silencio) que no llega a realizar en el mundo demasiado grosero y trivial en que le ha tocado vivir. Los escuderos-asistentes que los acompañan oponen a sus sueños un realismo terrestre y mucho pragmatismo: igual que Sancho Panza, Amador es gordo, bondadoso, risueño, optimista, inclinado a comer y beber, y en varias ocasiones siente compasión con su amo desgraciado. La analogía se hace explícita cuando la ambición científica de Pedro se compara con la lucha de don Quijote contra los molinos, buscando la fama, o cuando, durante su primera salida hacia las chabolas, llamadas "soberbios alcázares de la miseria", en un estilo que imita la grandilocuencia épica de los libros de caballerías, Pedro y Amador descubren en el escaparate de una tienda, como si se vieran reflejados en un espejo, "un donquijote en latón junto a un sanchopanza plateado montados con tornillos en un bloque de vidrio negro".

En el fragmento duodécimo, Martín-Santos nos ofrece sus reflexiones sobre el autor del Quijote. Al pasar por la calle donde vivió Cervantes en Madrid, Pedro se pregunta cómo puede haber existido un hombre tan extraordinario en un ambiente tan hostil y cómo es posible que haya creado su excepcional obra a pesar de todas las adversidades de una sociedad que lo obligaba a "cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro que únicamente había de hacer reír". Cervantes en la literatura del Siglo de Oro y Ramón y Cajal en la medicina moderna lograron superar los obstáculos de un determinismo negativo: Pedro quisiera seguir su modelo, pero se desanima ya a medio camino. Sin embargo, Cervantes es también un fracasado, pues no obtuvo en su vida el reconocimiento ni la debida recompensa económica. En el Quijote, la locura del héroe literario funciona como la máscara protectora del escritor que lo ha creado, pues sólo este subterfugio permite creer que la imposibilidad de realizar la bondad sobre la tierra no es absoluta, sino que se debe a la incapacidad de un pobre loco a quien se le permiten licencias que, si se las tomara un cuerdo, serían castigadas duramente con la marginalización, la incapacitación y/o el enclaustramiento en un manicomio:

Lo que Cervantes está gritando a voces es que su loco no estaba realmente loco, sino que hacía lo que hacía para poder reírse del cura y del barbero, ya que si se hubiera reído de ellos sin haberse mostrado previamente loco, no se lo habrían tolerado y hubieran tomado sus medidas montando, por ejemplo, su pequeña inquisición local, su pequeño potro de tormento y su pequeña obra caritativa para el socorro de los pobres de la parroquia (Martín-Santos).”

Cervantes, opinaba Martín-Santos, al verse fracasado y desilusionado, despreciado y olvidado, la literatura le servía de terapia para no enloquecer y escribió sus obras "expulsando fantasmas de su cabeza dolorida" y derramando "sus propios cánceres sobre papeles blancos". Con la intertextualidad quijotesca, Martín-Santos quiso mostrar que el medio social en el que vive Pedro es tan contrario a su proyecto vital como el de la época de Cervantes lo había sido a los ideales de su héroe:

"la epopeya de Pedro es para esta España de la posguerra, para este país de bajamar política y económica y de pequeñas y grandes injusticias, lo que la de Don Quijote fue para la de los Felipe".