En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 2 de enero de 2024

Diván de Tamarit


No lejos de la "Huerta de San Vicente", algo más metida en la Vega,
está la "Huerta del Tamarit", que pertenecía a Francisco García Rodríguez, hermano del padre del poeta, por cuya hija Clotilde García Picossi, sentía predilección Federico, y visitaba con frecuencia esta huerta que le gustaba aún más que la de San Vicente -"Mi tío tiene la más bella dirección del mundo"-.

Federico escribió este conjunto de "gacelas y casidas" (composiciones poéticas arábigas, cortas y de asunto amoroso), atraído por la magia y el embrujo de los poemas del "Ben Quzmán", traducidos por Emilio García Gómez.

Destaca en los poemas la identificación del erotismo, el amor y la muerte. El erotismo es la expresión externa del amor, el elemento de éste que atrae y que encadena fatalmente al individuo con el ser al que ama; destino universal de todo lo viviente que llevará a la muerte y, en su caso, a engendrar a otros seres que desembocarán en el amargo mar del irremediable final.

El poeta escribió este conjunto (diván) de gacelas y casidas entre 1931 y 1934. La concepción de esta empresa se hallaba ya en la mente de Federico diez años antes, fecha aproximada en la que leyó las gacelas amorosas de Hafiz. En las poesías asiáticas encontró profundas conexiones con el cante jondo de su tierra, detectando allí la esencia de lo granadino, literariamente plasmado en los poemas líricos nazaríes que adornaron con sus versos los frisos y las fuentes de la Alhambra. Al margen de estas influencias - más de intención que de forma y contenido-, Diván de Tamarit pertenece a un período de la vida de Lorca en la que éste, tras su viaje a Norteamérica, se reencuentra consigo mismo y redescubre que lo más íntimo de su ser se identifica plenamente con la esencia de Granada.

Se ha depurado su arte. El poeta ya no proyecta sus sentimientos en personajes míticos ni teatraliza las expresiones de los mismos, como en el Romancero gitano. El lenguaje se ha hecho menos críptico que en Poeta en New York. Sus vivencia adquieren una plasmación poética enteramente personalizada, unos rasgos íntimos inequívocos, a gran distancia de la búsqueda estética de lo exótico que singularizaba a ciertas manifestaciones del movimiento modernista. Por el contrario Diván de Tamarit conecta con una tradición occidental y española, en la que se dan la mano el sensualismo desbordante, el afán por lo diminuto, la riqueza de imágenes, el recurso a delicados y preciosistas andamiajes metafóricos sobre los rasgos de la persona amada, la sentida profundización en el tema del amor-muerte. Este ramillete de poemas ofrece una diversidad métrica que sólo de muy lejos recuerda la técnica de los poemas arábigo-andaluces; pero despliega -también sin ninguna duda- una extraordinaria unidad estilística y temática.

El poeta identificado con Granada, “ciudad de agónias dolorosamente lentas”, a diferencia de Sevilla, “donde el hombre es alcanzado por la saeta del amor” y de Córdoba, “lugar para morir”. Si Sevilla es el sol de un mediodía radiante y Córdoba una noche cargada de misterio, Granada es el tránsito que supone el alba o el crepúsculo; el sitio donde la vida diminuta y frágil se siente siempre amenazada de muerte; el espacio por donde corren las lágrimas que arrancan la nostalgia por la alegría perdida y el presagio funesto, y la sangre que mana de una herida por la que se va escapando la vida poco a poco. En "la quietud ceñida por sus sierras", la ciudad más amada del poeta representa el triunfo de la intimidad. Por esa intimidad fluye incesantemente el agua pura del paso del tiempo que baja de los montes, hasta serenarse en estanques e iniciar una y otra vez idéntico ciclo de nacimiento de manantial, discurrir impetuoso de torrente, deslizamiento musical de acequia y serenidad cristalina finalmente de balsa que servirá como espejo a la mortífera luna. La ciudad es, pues, un lugar de solitaria espera, que los granadinos viven asomados a sus múltiples balcones, terrazas, miradores y barandales. Estas claves han de ser muy tenidas en cuenta antes de leer las gacelas y las casidas lorquianas, cuya diferencia radica sólo en el aspecto del amor-muerte que se destaca en cada una de ellas.

El sentido trágico que Federico reveló en tantos aspectos y pasajes de su obra, como una oscura y latente premonición de su propio destino, de su propia muerte, se intensificó en los últimos días de su vida y de ello nos da muestra en "Diván de Tamarit". Si la muerte en su poesía anterior era algo que sucedía a su alrededor, en Divant de Tamarit, es algo que parace sucederle al propio poeta.

Esta es la obra postuma de Federico. En ella ensayaba, como hemos mencionado, una nueva modalidad poética. La huerta del Tamarit, era por esos años su sitio preferido para estar en soledad y aislamiento. Federico canta con voz propia. Ahí está su secreto.

 Gacelas

Gacela del amor imprevisto abre el diván con un apretado simbolismo cuya interpretación exigiría un mayor detenimiento. El vello púbico de la mujer que ansía una fecundación nunca consumada es representado por una magnolia cuyo perfume "nadie comprende". Obsérvese que el poeta no dice que tal perfume no sea percibido por otros como un buen olor, que no atraiga; lo que señala es que no se comprende, esto es, que nadie capta la ardiente sed de maternidad de la mujer que vive un amor episódico e imprevisto ("de cuatro noches"). Por eso la magnolia -la flor de su sexo- es "oscura", pese al blanco luminoso que caracteriza a esta flor en la realidad. La mujer no confiesa sus ansias a nadie; se muerde la lengua, como se sugiere en el poema aludiendo a un pequeñísimo pájaro tropical americano -"el colibrí"- que es "martirizado". De súbito, surgen las mil ideas de muerte que anidan en la mente de la mujer. Quizá por eso su ansia de amor. Efectivamente, esos "mil caballitos persas que se duermen en la plaza con luna de tu (su) frente" representan algo más que los cabellos que reposan en sus luminosas sienes. C. G. Jung ha hecho ver que, en persa moderno, el término "ataúd" se designa como un "caballo de madera"; y en la obra lorquiana el caballo que conduce a su jinete a la tumba constituye una imagen demasiado frecuente para ser olvidada aquí. Refuerza esta interpretación la presencia de la luna -símbolo de la muerte- en esa plaza que designa metafóricamente a la frente.

A pesar del erotismo que insinúa su cintura caliente "enemiga de la nieve", su mirada revela esa mezcla de vida y muerte, simbolizadas respectivamente por los jazmines (la vida inocente y diminuta, siempre amenazada de extinción en su fragilidad) y por el yeso (lo blanco lunar, concretado en la cristalización de lo muerto), y sugiere su ansia de fecundación ("ramo de simientes" que ofrecen a su vez un aspecto mortecino o enfermizo -"pálido"-). El poeta trata de responder a esa mirada ofreciéndole un amor imperecedero, pero el significado de la palabra "siempre" se ve traicionado por el color "marfil" (nuevamente el blanco de la muerte). En última instancia todo amor será necesariamente "furtivo": tanto el que dure "cuatro noches" como el que tenga pretensiones de eternidad. Nuestros besos de amor sólo encontrarán la vida que se escapa ("la sangre de sus venas") por la boca del ser a quien se los damos, y la boca cerrada para siempre ("ya sin luz"), muerta, de aquél que los recibe.

 

Gacela de la terrible presencia gira entorno a los terribles sentimientos que suscita en el amante la presencia desnuda de la persona amada.

El amante prefiere una catástrofe de dimensiones cósmicas y biológicas a que dicha persona se desnude ("ilumine" su cuerpo) ante él, enseñándole su cintura joven ("fresca"). Tal catástrofe queda descrita en imágenes sumamente eficaces: inundaciones (agua que "se queda sin cauce"), viento que no tiene valles por los que correr, corazón humano que pierde su nobleza y su bondad ("la flor del oro"), animales que dialogan con aquello que precisan para alimentarse y sobrevivir ("los bueyes que hablan con las grandes hojas") o que mueren a causa del ambiente mismo que requieren para desarrollarse ("que la lombriz se muera de sombra"). También el enamorado elige ver brillar "los dientes de la calavera" y que los gusanos ("los amarillos") se adueñen ("invadan") el producto que se obtiene de ellos ("la seda").

Hay tragedias no imaginadas sino reales cuya contemplación no aterroriza tanto al amante como ver desnuda a la persona amada: el amanecer (interpretado como "el duelo de la noche herida luchando enroscada con el mediodía"), el crepúsculo que mata al día con su "verde veneno" (esto es, produciéndole una lenta agonía), y las muertes individuales, entendidas como la ruptura del delicado equilibrio existente entre la vida y su aniquilamiento ("los arcos rotos donde sufre el tiempo"). El propio cuerpo desnudo del ser ansiado surge como algo sufriente ("negro") que puede causar dolor al igual que las esquinas de un cactus. Ante lo terrible de esta presencia, el poeta prefiere seguir sumido en su solitaria obsesión por aquella parte del cuerpo humano que más le sugestiona: las nalgas ("en un ansia de oscuros planetas").


En la Gacela del amor desesperado los amantes acaban comprometiendo que su amor no es otra cosa que un morir del uno a causa del otro. De este modo, el encuentro feliz es imposible: amor y vida son tan irreconciliables como lo son el día y la noche. Ante esto, la voluntad decidida de los enamorados resulta impotente. Si el encuentro es diurno porque "la noche no quiere venir", los amantes se encuentran dispuestos a hacer frente a lo que el día tiene de terrible (su "sol de alacranes" y su sequedad esterilizadora que quema la lengua "por la lluvia de sal"). Si la cita es nocturna porque "el día no quiere venir", la noche se presenta como el reino de unas agua hediondas ("turbias cloacas de la oscuridad"), plagado de repugnantes animales ("sapos") a los que el poeta está dispuesto a entregar su corazón herido por el amor (su "mordido clavel"). Como el momento favorable para el encuentro amoroso no llega nunca ("ni el día ni la noche quieren venir"), cada uno de los enamorados ha de morir por la ausencia del otro. En suma, ni la presencia ni la ausencia del ser amado confieren alegría y vida al individuo enamorado.

Tras plantear esta alternativa sin solución posible, García Lorca hace entrar a Granada en los dos poemas que vienen a continuación.


Gacela de amor que no se deja ver, donde la ciudad aparece como la enamorada del poeta, quintaesenciada en un vislumbrar la luna a través de la enredadera de un jardín y en el viento ágil y rápido que como "una corza" se levanta con el sol rosáceo del ocaso.

El autor no aspira a ver a Granada: le basta con escuchar la campana de la Vela, que suena en la torre de la Alcazaba que se asoma a la ciudad, marcando inexorablemente el paso del tiempo. Para lograr esto, adorna a su amante con flores de mágicos significados ("una corona de verbena"), recuerda a los recuerdos de su niñez (a su "jardín de Cartagena", expresión extraída de una popular canción infantil) y se entrega sexualmente a un cuerpo anónimo.


Gacela del niño muerto. Dedicado a un niño ahogado por la crecida de un río. El agua es compañera de juegos de los niños granadinos ("todas las tardes el agua se sienta a conversar con sus amigos"). Pero también puede causarles la muerte con harta frecuencia. Por eso el fenómeno cotidiano del declinar del día -identificando éste con un muchacho herido- semeja y supone la muerte de un niño. En este crepúsculo concreto que describe el poema revolotean con "alas de musgo" todos los ahogados en el río. Tras la lluvia torrencial ("un gigante de agua") que ha arrasado el valle sacrificando animales ("perros") y flores ("lirios"), un viento puro ("limpio" de nubes) despeja el cielo. En este momento de imprecisos contornos crepusculares ("por las grutas del vino"), el poeta descubre el cadáver del niño ahogado, y al sostenerlo entre sus manos, las sombras que éstas proyectan prestan alas al muchacho convirtiéndole en un arcángel helado.


Gacela de la raíz amarga. La esencia del amor es la amargura. Aquello con lo que se alimenta al amor (el erotismo) resulta fácil de simbolizar por una raíz amarga.

Sobre las mil terrazas de Granada se extiende un cielo convertido en campo de batalla para las mil estrellas ("ventanas" celestes) que se enfrentan entre sí, como enjambres de mortecinas ("lívidas") abejas. Hasta la mano del niño más inocente -"la mano más pequeña"- se encuentra impotente para devolver la vida a lo que ya ha muerto: en lenguaje metafórico, para romper la compuerta y permitir que vuelva a fluir de nuevo el agua estancada en la esclusa. El dolor debido al presentimiento de la propia muerte, concretado en la calavera que se esconde tras el rostro expresivo del ser viviente -"el interior de la cara"-, nos afecta hasta la planta de nuestros pies. Con todo, el poeta pide al amor, al que llama "enemigo", que saboree la amargura de su raíz.


Gacela del recuerdo de amor. Federico ruega a su amante que no le arrebate el recuerdo de su amor. El veneno de éste -evocado por la cicuta y los membrillos emponzoñados- ha producido sus efectos. La nieve del invierno atormenta al árbol que en su día fue frondoso y estuvo cargado de dulces frutos ("el cerezo"). De este modo, el enamorado se halla en un estado de insomnio interminable -"toda la noche, en el huerto mis ojos, como dos perros"- o de sonambulismo agónico. Lo único que le distingue de los muertos es que éstos duermen un sueño reposado, mientras que el suyo constituye una auténtica pesadilla. Pese a la apariencia externa, su alma ha muerto: su corazón es "de yeso". En el viento y en la madrugada de invierno proyecta su temor enfermizo. Ya no hay lugar para la cita amorosa, pues por "el arco del encuentro" crece una planta de muerte, y el cuerpo del ser amado -incapaz ahora de atraer- semeja un valle gris que va difuminandose tras la niebla.


Gacela de la muerte oscura significa tal vez la mejor expresión de los deseos y temores más íntimos de Federico. El poeta ansía morir, si su muerte supone un sueño tranquilo, purificador, que ningún otro ser humano considere definitivo. En este estado de paz, sus labios seguirían ofreciendo el cobijo y el alimento de un establo repleto de dorada paja; aprendería a llorar de un modo que le limpiara de toda culpa pasada; continuaría siendo amigo del viento y experimentando incluso la enorme pena que hoy arranca lágrimas de sus ojos. Sólo el inocente que se suicida -"el niño oscuro que quería cortarse el corazón en alta mar"- podría acceder quizá a un estado así. Este sería el sueño de las manzanas, el simbólico fruto que, separado del árbol, continúa presentando un aspecto de saludable y perfecta paz. Pero el autor teme que lo que aguarda al hombre después de muerto y entregado a la tierra sea una serie de horribles tormentos: que la hierba martirice su cadáver, que éste sea pasto de hormigas, de alacranes y de esa luna que el amanecer transforma en devoradora serpiente. Y es que, para García Lorca, un cuerpo que aún contiene sangre puede muy bien sentir una sed devoradora, aunque externamente su boca parezca putrefacta.


Gacela del amor maravilloso. Ante esta perpestiva aterradora, la visión del amor, como consuelo efímero, puede incluso resultar gratificante al lector. Aquí el ser amado representa el contrapunto de un medio ambiente hostil. Frente a un campo reseco y estéril, la planta del amor es el esbelto junco que crece en un paraje rico en agua o un jazmín humedecido por el fresco rocío. Frente al calor insoportable de un verano andaluz ("sur y llama"), el amor equivale a una nevada que lleva el frío ansiado al pecho del enamorado. Pero la fuerza del medio acaba imponiéndose al pasajero consuelo del amor. El campo muerto y el cielo llameante encadenan las manos del poeta y laceran su cuerpo malherido.


Gacela de la huida. Ante el presentimiento de la propia muerte y la noticia de la muerte de otros que llena sus oídos "de flores recién cortadas", ¿qué otro recurso cabe al poeta sino huir, perderse en un mar infinito que le aleje de quienes le rodean o en el corazón inocente de ciertos niños que ignoran la tragedia que les aguarda? Todo contacto amoroso lleva en sí el recuerdo de la muerte. Tras el rostro expresivo de los seres vivientes es posible ver la calavera que parece sonreír al mostrar toda su dentadura ("la sonrisa de la gente sin rostro"). Hasta tocar a un niño recién nacido implica recordar la inerte osamenta de un caballo descarnado. Este es el destino del hombre, y hasta los dedos de su manos no parecen sino hechos para semejar raíces secundarias hundidas en la tierra. Por eso, sin miedo a los posibles riesgos ("ignorante del agua"), el poeta se entrega a la búsqueda de una muerte en la que pueda acceder tal vez a un reino de radiante luz que le libere para siempre de la terrible oscuridad del mundo subterráneo.


En la Gacela del amor con cien años, el autor retorna estilísticamente a la antigua tradición que, en sus primeras aventuras literarias, plasmara en sus canciones. El poeta presenta a cuatro mozos que se pasean en busca del un amor. Cada uno de ellos va cayendo en las redes amorosas que le hacen desaparecer del grupo. Su ausencia queda designada con la disminución progresiva de una interjección -"¡ay!"-, que expresa dolor y pena. Al final del poema, ya nadie se pasea entre los arbustos del jardín. El amor ha ido acabando paulatinamente con los cuatro galanes.


La Gacela del mercado matutino es una pieza magistralmente elaborada -fiel en su hechura al "primor berberisco" inequívocamente granadino-, popularista y clásica; perfecta en su técnica, sin que ello suponga impedimento alguno para la espontaneidad y la sinceridad de la expresión. El granadino arco del Elvira es un elemento común en muchas canciones populares. García Lorca lo elige como escenario al que acude para ver pasar a un ser desconocido del que se ha prendado y al que ansía conocer, enjugar sus lágrimas ("beber sus ojos") y sentir (o sufrir) el contacto de su cuerpo. La persona que ha atraído de este modo al poeta es quizá victima de otros amores que han empalidecido su rostro ("desangrado la mejilla") y herido su frágil sinceridad (su "cristal"), mientras que sus ardientes palabras ("semilla de llamarada") sólo han encontrado la frialdad ("la nieve") como respuesta. Al saber ese ser anónimo que a su vez es objeto de amor, pregona entre la multitud que acude al mercado ("entre los montones de trigo") la pasión oculta del poeta, lo cual produce a éste un enorme dolor. Sus imprudentes palabras cristalizan poéticamente en ese "clavel enajenado", cuyo color destaca intenso entre la muchedumbre gris que le rodea. En suma, Federico sintetiza en una espléndida frase exclamativa la paradójica situación del enamorado: "¡Qué lejos estoy contigo, qué cerca cuando te vas!" Este hermoso poema pone fin a las gacelas de Diván de Tamarit.

 

Casidas

El nuevo grupo de nueve casidas se inicia con la Casida del herido por el agua. Esta junto con la del llanto que le sigue, son, a juicio de García Gómez -el arabista que prologó la frustrada edición de Diván de Tamarit en 1936- "de un granadino delirante".

El agua de Granada vuelve a protagonizar un poema lorquiano. Es de advertir que ese agua, quizá por la multiplicidad de sus estados, adquiere en la ciudad del Darro y del Genil un mágico y ambiguo significado. No es, ciertamente, el agua domesticada de los jardines neoclásicos que sirvió de diversión a aristócratas aburridos, ni el agua inmensa del mar amargo al que se asoman ciudades andaluzas como Málaga y Almería. El agua granadina es fuerza en movimiento, algo que hay que domar con sabiduría árabe, como a un potro salvaje, para que, canalizada y medida, lleve la vida a los cultivos de la vega. Estancada en pozos tiene usos domésticos, pero a la vez constituye una tentación irresistible para quien, por incurables penas de amor, desea poner fin al tormento de su agonía. Más que ahogar, el agua granadina puede herir, y esta diferencia semántica debe ser muy tenida en cuenta a la hora de leer un poema como el que ahora comentamos. Un individuo se ahoga cuando, por cualquier causa, no entra en su cuerpo el aire que requiere para vivir. Lo externo a él es, en este caso, algo que le beneficia y que vitalmente necesita. La herida, en cambio, se produce cuando entra en su cuerpo algo que le perjudica y que le es ajeno, algo que le mata: cuando, como aquí, lo que entra en sus pulmones es agua mortífera y no aire vivificador. Desde esta diferencia de matiz, el agua de Granada no ahoga, sino hiere. En consecuencia, su expresión literaria no puede ser otra que la de "un punzón oscuro", algo que, como cualquier arma blanca, es capaz de producir una muerte precedida de una consciente y desgarradora agonía. En esta agonía se debate, pues, el niño inocente que ha sido herido por el agua asaltándole de noche, en medio de su soledad, mientras la ciudad dormía. Y es que, en realidad, como dice García Lorca, los estanques, aljibes y fuentes granadinos "levantan al aire sus espadas"; presentan una actitud amenazadora cuya hostilidad puede descargarse en el individuo menos previsor. Ante el gemido del niño herido por el agua, el poeta se siente extraordinariamente perturbado, y su inquietud le lleva a descender a los pozos y a subir a los muros granadinos para tratar de aliviar la agonía del inocente. Sin embargo, sus intentos serán inútiles. En último término, sólo el agua -domada ahora en onírico surtidor- puede defender al niño del hambre insaciable de las plantas subacuáticas. Los esfuerzos del poeta serán baldíos. Sólo revelarán, en suma, sus propias ansias de morir a su vez.


Casida del llanto. Federico se encierra ahora en el presunto cobijo de su cuarto familiar. Pero los grises muros y las maderas de su balcón no consiguen que dejen de llegar a sus oídos el llanto lastimero de poderoso sonido que el destino fatal genera en los inocentes. Pocas cosas pueden ya alegrarle la vida ("hay pocos ángeles que canten"), mostrarle (“hay pocos perros que ladren") o animarle ("mil violines caben en la palma de mi mano"). Sin embargo, el llanto que arranca la inmensa pena de quien es injustamente tratado difumina esos pequeños placeres y dolores. Ese llanto se impone al viento, y cuando llega hasta nosotros, ningún otro sonido es capaz de acallarle.


En la Casida de los ramos, escrita en los días de la persecución, muy pocos antes de su muerte, expresa la sensación de quien se haya en estado de declive psicofísico que preludia el fatal desenlace.

En la huerta del Tamarit el poeta vive el final de un verano que comenzó brillante y que se torna muy negro, el otoño se adelanta. Las umbrías arboledas se encuentran expuestas al fuerte viento y a las lluvias torrenciales que traerán la llegada del otoño. Estos presagios se materializan en "unos perros de plomo" y después en un grupo muy numeroso de niños anónimos e impasibles ("niños de velado rostro"). Una manzana que pende del manzano -símbolo de la vida enamorada- contiene en su carne prieta todo un futuro de sollozos. Un ruiseñor -ave del amor- reúne para perpetuarlos los suspiros del enamorado, pero un faisán -representación del desdén vanidoso- los va relegando al olvido ("los ahuyenta por el polvo"). En todo el ambiente se respira un presagio de muerte. Incluso los valles ("con el agua en las rodillas") aguardan las inundaciones que producirán los aguaceros otoñales. Bastará un viento ligero para que "se caigan los ramos", que ignorando su fragilidad se han dormido "como si fueran árboles", esto es, como si fueran lo bastante fuertes como para no quebrarse a la menor embestida. El elefante -atinada concreción de lo gigantesco en cuanto antítesis de todo lo frágil y diminuto- es introducido para designar metafóricamente el avance arrollador de las sombras a la caída del sol. Ahora no es ya la indefensión de los ramos vegetales cuya caída está próxima lo que congrega y atrae las miradas de los seres hostiles (perros y niños) que andan al acecho. Esta debilidad que amenaza ruina es la del propio poeta. Imperceptiblemente se ha trasladado a su cuerpo y a su alma la amenaza que se cierne sobre la fragilidad del mundo que le rodea.

 

Casida de la mujer tendida. La imagen de la mujer desnuda y tendida sobre un lecho es un tema que, a lo largo de la historia, ha atraído con mucha frecuencia al pincel, al cincel y a la pluma. García Lorca dedica a él una de sus más difíciles casidas.

La contemplación de una mujer en semejante situación suscita en un primer momento sentimientos serenos de perfección espacialmente limitada. Ese cuerpo tendido es la superficie terrestre, sin que la vertical de caballos o de juncos alteren la estática horizontalidad de una imagen que queda confinada a la pureza de su forma. Ahora bien, la paz que trasmite esa figura viene determinada por el hecho de que se encuentra fuera del tiempo. Esta es la razón de que esté "cerrada al porvenir". No obstante, este desnudo artístico y puro es capaz de despertar viriles pasiones, como denota metafóricamente "el ansia de la lluvia" o "la fiebre del mar" en cuyo "inmenso rostro" no aparece el rubor (no encuentra "la luz de su mejilla"). La evocación de la pasión sexual arrastra inexorablemente el recuerdo de la sangre: sangre de la mestruación, de la desfloración y del parto. Esa sangre introduce en las tranquilas alcobas femeninas un elemento dramático y amenazador que "suena" y eleva "espadas fulgurantes", aunque la mujer desconozca el trágico sino de todo lo frágil y diminuto ("el corazón del sapo o la violeta").

El tono sereno del comienzo de la casida -visión primera y como tal superficial de un desnudo femenino- retrocede ante la previsión de lo que esa figura de mujer, una vez erotizada, puede provocar. Introducida en el tiempo, esto es, con una visión de futuro, la mujer aparece como generadora de enfrentamientos y de muerte. En su vientre anida ahora "una lucha de raíces". Muy cerca de manchas de sangre ("rosas tibias") que la desfloración dejará entre las sábanas, todo un tropel de seres ya muertos gimen esperando el momento de su entierro. El comienzo de la vida y su final se hallan, pues, íntimamente unidos. Y la mujer representa la mejor encarnación del círculo cerrado de la vida. Una vez leído todo el poema, el color frío y lívido ("de plata") que el poeta atribuye al confín del desnudo femenino revela su más profundo y trágico significado.

 

Casida del sueño al aire libre. En una primera lectura, la quinta casida produce la impresión de que estamos ante el planteamiento de un enigma. Ningún otro poema del Diván se encuentra tan preñado de esotéricas combinaciones simbólicas. Sin embargo, García Lorca lleva a cabo un juego del que ya hiciera uso en sus primeras composiciones literarias: el de presentar elementos antitéticos y tratar de transferir a cada uno de ellos rasgos del otro para concluir en la imposibilidad de su síntesis. Los elementos que aquí se contraponen son muy usuales en la producción lorquiana: el jazmín (lo diminuto, lo frágil, lo inocente, lo femenino) y el toro (lo fuerte, la maldad gratuita, lo brutalmente masculino). Ambos elementos se hallan inmersos en un cosmos insensible y sin límites ("pavimento infinito"). El poeta crea hábilmente el tono de un escolar ejercicio de gramática; y lo hace enumerando cuatro palabras vinculadas sólo por un lazo puramente formal: ("mapa", "sala", "arpa" y "alba"). Partiendo de estos ejercicios académicos, una niña sueña una síntesis ("un toro de jazmines"), cuya imposibilidad se encarga de destacar la metáfora del cuarto verso: un toro degollado sólo puede equipararse a la trágica grandiosidad de un crepúsculo rojizo ("sangriento" como el potente animal). Los cuatro versos siguientes introducen una condición que, en caso de que se pudiera cumplir, posibilitaría la síntesis antedicha. Supongamos, pues, que el cielo infinito -favorecedor de la antítesis a causa de su impasibilidad- "fuera un niño pequeñito". Los jazmines dispondrían entonces de noches en las que el sueño les ayudaría a recobrarse de sus profundas inquietudes, y el destino trágico del toro -morir en la plaza- se trocaría en un retozar eterno por el cielo "azul sin lidiadores". En suma, el corazón humano tendría ante sí la posibilidad de lograr un apetecible equilibrio (estaría "al pie de una columna"). Tras esta momentánea huida que la niña realiza mediante el sueño ingenuo, los ocho versos restantes nos devuelven a la trágica realidad: el cielo es gigantesco ("un elefante"); el jazmín es inocente, pero carece de vida superior (es "un agua sin sangre"); y la niña no tiene poder alguno, pues no es más que algo sumamente frágil e insignificante (un quebradizo "ramo nocturno"), perdido por un cosmos insensible y enorme ("por el inmenso pavimento oscuro"). Entre lo que representa el jazmín y el toro, el hombre sólo puede dormir o estar despierto, sufriendo la tortura que le causa el presentimiento de su muerte. Esto se sugiere metafóricamente en la casida aludiendo a unos "garfios de marfil", es decir, a un instrumento hiriente compuesto de un material óseo cuyo color recuerda además la palidez cadavérica.

Lo diminuto (el jazmín) llevará siempre en sí la amenaza de lo gigantesco y perturbador ("un elefante y nubes"), y lo fuerte (el toro) habrá de cargar con el peso de la culpa por la muerte del ser frágil ("el esqueleto de la niña").

 

La Casida de la mano imposible ha de ser interpretada, a mi juicio, en un contexto de sentimientos y ansias que confieren un carácter unitario a toda esta segunda parte del Diván. El poeta no busca ya un cuerpo ajeno, sino tan sólo una mano amiga, una mano que, herida también en su día por el amor como la suya propia, haya renunciado igualmente a la relación sexual y erótica, tornándose blanca, pura ("pálido lirio de cal") y apacible ("una paloma"). Lamentablemente, el título del poema indica a las claras la imposibilidad de que exista una mano así. Pero ello no es obstáculo para que el poeta diga que por tener a su lado una mano semejante, sería capaz de renunciar para siempre al sueño y al sexo (de pasar "mil noches sin lecho"). Ciertamente que esta mano de la amistad pura -mano casi maternal- no conduciría a un cielo de ultratumba, pero podría impedir que, tras el tránsito definitivo, "la luna con boca de serpiente" que aparece en la Gacela de la muerte oscura, no atormentarse al cadáver del poeta, poniendo así alas a su muerte, como hiciera Federico con el niño ahogado a quien convirtió en "arcángel de frío". "Lo demás" (amor, erotismo, sexo) tiene un inexorable final: "pasa". El rubor que produjo el amor ya es algo anónimo, ha muerto para siempre, se ha convertido en luna ("astro perpetuo"). Desde esta descorazonadora perpestiva, parece que el faisán de la Casida de los ramos que relegaba los amores al olvido, ha triunfado sobre el ruiseñor que agrupaba para el recuerdo los suspiros de amor.

Amor, erotismo y sexo son, pues, "lo otro", lo que se distingue meridianamente de la pureza de esta mano amiga que, en este momento de desesperanzado declive, concreta el objeto de las ansias de paz y de cobijo que mueven a Federico. Frente a esa mano de la amistad pura, el amor es algo pasajero que nos hace sufrir: un "viento triste" que se lleva "en bandadas" las hojas de los hombres.

 

En la Casida de la rosa continúa manifestándose esta búsqueda de algo muy distinto de lo perseguido hasta entonces. El poeta -identificado aquí con ese símbolo de la belleza y el amor que es la rosa- no ansía ya una vida renovada ("la aurora"), ni la ciencia, ni el descanso ("sombra"), ni tan siquiera la belleza y el amor ("la rosa no buscaba la rosa"). Se ha quedado casi eternizado en su fragilidad ("en su ramo"), "inmóvil" en medio del cielo, reducido a pura carne y a un puro dormir ("confín de carne y sueño"). Y desde esta inercia angustiada, busca algo nuevo, "otra cosa": la mano de una amistad pura. El hecho de que en el último verso de este poema la rosa siga buscando otra cosa, ¿acentúa el carácter de frustración definitiva que tendrá inexorablemente esta persecución de un imposible?


En la Casida de la muchacha dorada, es otra muestra de canción literariamente depurada a partir de coplas tradicionales y populares. Se trata del tema de la muchacha que acude a bañarse en una mágica noche, obedeciendo tal vez a una antigua creencia que atribuía propiedades fertilizadoras a las aguas en el momento mismo de iniciarse la estación estival. Parece que va a producirse el triunfo de la armonía y del amor: una muchacha dorada dora las aguas en las que se baña; trasmite el color de su tesoro -su sexo virgen- al medio que le rodea, como Soledad Montoya traspasaba a sus ropas el color de su pena negra. El amor -simbolizado en el canto del ruiseñor- se ha encarnado en la joven. Sin embargo, pronto surge la luna. Cuando se inició el baño, las algas y las ramas en sombra sobresaltaban a la muchacha. Ahora, la noche se ha hecho clara, pero la luz del astro maléfico es "de plata mala" (falsa) y pone al descubierto unas montañas yermas ("peladas"), como presagio de que el baño no logrará conferir fecundidad a la enamorada joven. En los versos siguientes, ésta se muestra blanca, en contraste con el color rojo ("llamarada") que han adquirido las aguas. ¿Las ha coloreado así la sangre manada de la virgen, como parece sugerir el hecho de que ésta se encuentre lívida? ¿Se ha abrasado en la llamarada del amor que ha quemado las alas del ruiseñor? La llegada del alba hace que se proyecten en el cielo "cien caras de vaca" -símbolo de la maternidad-, pero ésta surge "yerta y amortajada", en clara indicación de que el ansia de fecundidad de la muchacha ha quedado definitivamente frustrada. Esto hace de ella la encarnación misma de las lágrimas. Finalmente, serán las aguas las que doren a la doncella, pero ésta, infecunda, ha quedado sumida en el olvido: es "una blanca garza", esto es, un viento que pasa rápido y se pierde para siempre a lo lejos. 

 

Casida de las palomas oscuras. Es el poema que cierra el libro. Vuelve a aparecer el día y la noche, que en la Gacela del amor desesperado impedían el encuentro de los enamorados. Ahora, concretados en el sol y la luna, darán una respuesta burlona e ingenua al interrogante del poeta, ansioso de conocer el momento de su muerte. A lo largo de la casida se irá revelando que semejante pregunta no puede ser contestada, pero el andamiaje de la composición está montado sobre el tono de burla infantil que acentuará su sentido con los disfraces adoptados por el día y la noche: "palomas oscuras", "águilas de nieve". Cuando el poeta formule su pregunta por segunda vez, habrá aparecido una muchacha desnuda. Se nos adelanta ya que ésta es ninguna y que la luna y el sol se identifican entre sí. La última vez que surgen éstos, se muestran como dos palomas desnudas. El poeta no vuelve a hacerles por tercera vez su pregunta. Ha comprendido que la muchacha desnuda que era ninguna constituía un disfraz más del sol y de la luna. El día y la noche no sólo se identifican entre sí, sino que son ninguno: esto es, están sometidos, al igual que el hombre, a una extinción irremediable.

El poeta, inmerso en el tiempo ("con la tierra por la cintura") no puede saber por medio de otros seres que también son tiempo (el día y la noche) cuándo se producirá su muerte. El sol y la luna son, pues, "vecinos" del hombre. Mediante la burla, dos elementos cósmicos han tratado de ocultar a la fragilidad inquieta del hombre el hecho de que, pese a su apariencia de eternidad, se hallan sometidos a un mismo destino. La idea central de la casida coincide, así, con la expuesta con García Lorca en el verso que cierra la tercera parte del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías: "¡También se muere el mar!".

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