En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

lunes, 1 de enero de 2024

Romancero Gitano


Lo publicó en 1928 y alcanzó un enorme éxito de ventas. Consecuencia del éxito Federico entró en una profunda depresión. Es por la depresión por lo que su padre le pagó el viaje a Nueva York con la esperanza de que se recobrase."Retablo de Andalucía" lo llamó Federico, sin que quepa calificación más precisa. Fue un reto que se lanzó a sí mismo para expresar lo que hay de universal en el alma andaluza, usando el romance, tal vez el poema más característico de la lengua castellana.

El título pone de manifiesto el valor subversivo de la obra, ya que el romance es una forma conectada con la historia y cultura de España, mientras que el gitano es nómada y ahistórico. De ahí que el título Romancero gitano sea un oxímoron en toda regla, pues el material del que se sirve altera la función del romance como transmisor de hechos y personajes gloriosos.

Los poemas no son narraciones, sino pinturas, cuadros plásticos presentados con un agudo sentido de las posibilidades y limitaciones que ofrece el espacio escénico, de la fuerza que adquiere lo que sucede a los ojos del espectador y lo que se sugiere más allá de su mirada. Se trata en suma de captar el drama de la vida, del dolor y de la muerte, hacerlo poesía, expresándolo con la metáfora más atinada y creativa; de plasmar en una breve escena el sentido más íntimamente humano. Y ello sin concesiones al localismo colorista, al recurso literario fácil y trillado, a la imitación de lo clásico o a la audacia pedante de un arte de vanguardia.

García Lorca ve la tragedia del ser humano desde el cuerpo y el alma de lo gitano andaluz, esto es, desde "lo más elevado, lo más profundo, lo más aristocrático de su tierra". En este sentido, su Romancero no tiene nada de vulgar y, en consecuencia, no es fácil de entender. Lo cual no quiere decir que no impresione, que no deleite, que no sacuda psicológicamente, aunque no se posean las claves de sus símbolos. Por encima de toda lógica, las pasiones que se entrecruzan en el Romancero transcienden el ámbito de lo sociocultural; más aún, muestra a las claras la debilidad de lo socialmente establecido de la época, para frenar o para canalizar los ímpetus vitales primitivos. Ello es lo que hace que la perspectiva del gitano resulte la más adecuada para enunciar esta "verdad andaluza y universal".

El gitano es, ciertamente, el hombre que vive al margen de la sociedad, no tanto porque ésta le margine cuanto por la imposibilidad de uno y otra para asimilarse mutuamente. En el gitano fluye la intensidad del hombre primitivo, la vida pura, irregulable por leyes establecidas, la que capta el mundo con una sensibilidad habituada a los espacios abiertos, al aíre libre, a proyectar en los fenómenos cósmicos sus estados de ánimo. Y Federico, niño criado en el campo y trasplantado a una ciudad provinciana, dispone de una sensibilidad extraordinariamente apta para situarse en semejante perspectiva, para hacerla suya y para hacer literatura desde ella.

En este sentido, los personajes del Romancero son anecdóticos. Si Cervante hizo que sus protagonista principales fueran gente del pueblo y no de la nobleza como anteriormente habían sido, la osadía del poeta granadino consiste en sustituir a los caballeros y doncellas de los romances históricos por figuras extraídas de una cultura popular, dándoles inmortalidad mediante una expresión literaria magistral. Antoñito el Camborio, Soledad Montoya o el Emplazado no son sino distintas versiones de un único personaje, de un especial sentimiento que se expresa en todos y cada uno de los poemas: la "pena negra". Esa pena no tiene nada que ver con la melancolía ni con la nostalgia ni con ninguna aflicción o dolencia del ánimo; si no que es un sentimiento más celeste que terrestre; pena andaluza que es una lucha de la inteligencia amorosa con el misterio que la rodea y no puede comprender.

¿Qué es lo que no puede comprender ese hombre asocial que es el gitano? Parece claro: que el amor conduzca a la muerte, que el ser humano esté destinado a amar y que ello sea la causa de su perdición, tanto si se consuma su pasión como si se consume en una espera interminable; que la llamada imperiosa del sexo comporta en su respuesta dolor y acabamiento, sin que quepa racionalización moral alguna de este proceso fatal. He aquí, pues, lo que impresiona del Romancero es la muerte del inocente que cae ingenuamente en las redes del amor o que es víctima de la pasión injusta de otros.

No es de extrañar, entonces, el atractivo que para el poeta tienen los seres humanos que se encuentran en la fase misma del despertar sexual: el gitanillo de la fragua encandilado por la luna; la gitana Preciosa asaltada por un viento de tormenta que los temores eróticos de la niña convierten en viejo sátiro; la muchacha que se arroja al aljibe, cansada de esperar a un amante que no llega; la monja a la que las tapias conventuales no protegen de las ensoñaciones de su fantasía; Antoñito el Camborio, víctima de la envidia de sus primos; el emplazado que presiente una muerte cercana de la que no puede escapar; Olalla, la mártir, que sufre mortalmente el erotismo sádico de sus verdugos; Amnón, arrastrado a la consumición de su inclinación incestuosa...

El Romancero lorquiano es, así, la descripción minuciosa de muertes violentas y de dolores inmensos, que no cabe racionalmente explicar. ¿Por qué muere a navajazos Juan Antonio el de Montilla? ¿Quién ha herido de muerte al jinete en el Romance sonámbulo? ¿A que se debe la pena negra de Soledad Montoya? ¿Por qué el Amargo está emplazado a morir? ¿Qué razones tenían los guardias civiles para destruir la ciudad de los gitanos? Lo que está en juego son la fuerzas psicobiológicas -y en consecuencia las transhistóricas-, que luchan infinitamente en un universo cerrado. Sus manifestaciones en tiempos y en personajes concretos no tienen otro sentido que el del ejemplo: son variaciones de una tragedia que obsesionaba a Federico y que constituye el tema central de todas sus obras.

La preeminencia de lo psicobiológico sobre lo sociocultural explica la atemporalidad de los poemas del Romancero. El poeta no tiene, pues, inconveniente en mezclar personajes bíblicos con guardias civiles, gitanos andaluces con romanos imperiales, mártires cristianos con sultanes persas, arcángeles folclorizados con hombres de la vega mitificados por la tradición popular. Todo ese espléndido crisol de razas que es Andalucía se despliega en un mosaico en el que, pese a su dispar procedencia, ninguna pieza resulta desajustada.

El acierto en las metáforas y en las imágenes es definitivo: "Polisón de nardos", "bronce y sueño, los gitanos", "los yunques sonámbulos", "alma de charol", etc. Así el romance popular adquiere renovada vitalidad entre el equilibrio pleno de lo popular y lo culto. Lorca es el máximo representante de la metáfora, coincide mucho en eso con Góngora.

En el Romancero la naturaleza participa en las congojas humanas. La naturaleza aquí no es solo un marco de paisaje sino que forma parte de la acción. Asimismo logra el triunfo completo de la realidad sensual. Paisajes, plantas, astros, no aparecen como elementos descriptivos, sino que hablan y sugieren por sí mismos. Son emisarios y ecos del cielo y están poseídos de una fuerza cósmica.

La naturaleza se refleja poéticamente salvaje y agresiva, como los humanos que viven en su ámbito. Ya es más que personificación, es un antropomorfismo plástico y sensorial que lo abarca todo. Su insistencia es el gran acierto del poeta.

Federico le da a la poesía un aire tradicional. Usa el estribillo y glosa la copla y estribillo. Constantemente coinciden dos temas opuestos: lo real con lo irreal; lo sagrado con lo profano; la gracia con el dramatismo; y no menos importante es la contraposición que hace de otros dos extremos: la vida o el amor y la muerte.

Como se ha dicho en el Romancero Gitano los protagonistas son arrastrados por una eterna pesadilla. Van luchando entre la vida y la muerte. Lo encontramos a través de palabras enigmáticas, imágenes misteriosas y símbolos repetidos, sin menoscabo de su eficacia poética. La luna toma un papel simbólico de personificación máxima de la muerte, del maleficio o del amor. La naranja es emblema de amor y felicidad, aquí sobre todo es donde realza la fantasía creadora, nunca igualada en la poesía española.

Se advierte la tradición de realismo en el ahora y aquí.

El simbolismo: Un objeto o un ser que retratan una situación, un anhelo o un estado de ánimo. Puede ser un árbol, el viento, el barco, etcétera. El emblema en la canción tradicional o folclórica. Un simbolismo más concreto es éste: olivos, limón clavel, etcétera. El amor encendido es la naranja; el desabrimiento o amargura del amor es el limón. Comentaremos algunos de sus poemas:


Romance de la luna, luna

Es el primer poema, en el que se nos muestra bajo la luna -símbolo de la muerte- encandilando, gracias a una danza ambigua, a un gitanillo que se encuentra solo en la fragua. Este trata de ahuyentarla con amenazas ingenuas y con palabras que parecen extraídas de un mágico ritual. Una blancura espectral, expresión de la inocencia y de la muerte, colorea el romance, subyugando tanto al niño como a los gitanos que retornan a sus hogares. En medio de este ambiente mágico, se escucha el canto de mal agüero de la zumaya y el galopar de un jinete, tocando el tambor del llano -preciosa metáfora-, en sugerencia simbólica de que la vida del niño está tocando a su fin. Es ésta una muerte dulce, pues el gitanillo cae en un sueño sin despertar, sumido en el embrujo, y es llevado por la luna a las alturas, mientras los gitanos lloran a gritos al descubrir la muerte del inocente.

Podemos apreciar también en este poema su preferencia por la noche.

Hay repeticiones intensivas como: "el niño la mira, mira", "el aire la vela, vela". Hay personificación: ...mueve la luna sus brazos… /y enseña lúbrica y pura,/ sus senos de duro estaño. Hay dialogo: niño, déjame que baile...


Preciosa y el aire

Como una rápida mutación teatral en la que, para la escena siguiente, se aprovechan elementos de la anterior, en este romance el poeta convierte a la mortífera luna en objeto de metáfora. Ahora es el pandero ("luna de pergamino") que viene tocando la gitanilla Preciosa (nombre de resonancias cervantinas) a través de un camino encharcado ("anfibio sendero") por las aguas del cercano mar.

El sonsonete del pandero ahuyenta el silencio de una tarde tranquila, haciéndole caer al mar en el que bulle la vida. Nada parece presagiar la cercanía de la tormenta: los carabineros duermen "vigilando" una colonia inglesa, mientras los peces son presentados como gitanos que juegan con caracolas y con ramas de pino. De pronto, se levanta un viento de tormenta, rasgado de relámpagos ("lenguas celestes", "estrellas bajas"); se escucha el rumor del mar, y sus olas son vistas metafóricamente como el fruncimiento del ceño de una superficie lisa hasta entonces. Toda la naturaleza reacciona al ser sacada de su sopor. Las nubes que ocultaban el sol hacen que los olivos palidezcan; el viento arranca sonidos a "las flautas de umbría" de los árboles y consigue que en las blancas rocas erosionadas se oiga el chocar de las olas ("el liso gong de la nieve"). Preciosa se siente perseguida por el caliente viento estival, convertido ante los ojos de su imaginación en el viejo sátiro al que una antigua mitología había atribuido el papel de violador de doncellas. La gitana se refugia en la casa del cónsul inglés quien en su duda de sí se encuentra ante una niña o ante una mujer, le ofrece leche y ginebra, a fin de que ella elija, para reponerse de su miedo, la bebida que prefiera. He aquí la encantadora ambigüedad de este romance: Al final, el lector no sabe exactamente si a la niña le ha asustado la tormenta o la proyección de sus fantasías eróticas en el "viento hombrón" que le ha perseguido esgrimiendo la "espada caliente" de su falo; como no sabe si es niña o es mujer, pues nos quedamos sin saber si Preciosa elige la ginebra o la leche.

 

Romance sonámbulo

Es el poema representativo de este libro. Rafael Alberti lo consideraba el mejor poema de Federico. Y es, sin duda, uno de los grandes poemas de la poesía española. Su "verde viento" nos tocó a todos, dejándonos su eco en los oídos. El onirismo lorquiano alcanza aquí sus máximas cotas. La propia frase "verde que te quiero verde" repetida con insistencia como en un conjuro, no parece tener un sentido claro, es una formulación imprecisa en el tránsito entre el sueño y el despertar o entre la vigilia y el dormir.

Es una de las muestras más evidentes de la pasión repetida por el color. Veinticuatro veces nombra el color verde, como una especie de letanía al romance. Este color se presenta aquí como paisaje de fondo que sirve de decoración a los personajes "de verde carne", "pelo verde", formando armonía de color con una serie de matices de gama verdosa. Verde que te quiero verde, que, para ponerlo más claro se podría traducir por “joven que te quiero joven”.

Nos introduce en el sueño al principio del romance y nos saca de él al final del mismo. A la vez, colorea la escena de una mágica luz verdosa y simboliza, a mi juicio, la pura vida vegetativa a la que ha quedado reducida la existencia de la gitana en su espera interminable. Efectivamente, en una extraña noche de iluminación lunar se vislumbra la figura fantasmal de una muchacha asomada a una baranda en actitud de aguardar a alguien. Su actitud ensoñadora y ya sin esperanza le ha situado en la frontera que limita la muerte -el barco sobre la mar- y la vida con amor -en caballo en la montaña-. Todo confluye en ella, pero la muchacha no parece reparar en otra cosa que en su propia ensoñación. Empieza a amanecer. Es la hora en la que se producen las muertes que ponen fin a las lentas agonías y toda la naturaleza muestra su lado más áspero y hostil.

Bruscamente, como en sueños, entran en escena dos personajes sin que se sepa por qué. Parecen ser el padre y el amante de la gitana, que vienen enfrascados en un típico chalaneo. El joven viene malherido, y desea cambiar con el padre de la muchacha los símbolos de su vida aventurera (caballo, montura, cuchillo) por un cobijo que le permita morir "decentemente" (casa, espejo, cama, sábanas, manta). Pero el gitano viejo no dispone ya de nada, pues la triste espera de su hija ha hecho que las cosas de su propiedad le resulten extrañas. Ambos sumidos en el dolor suben una cuesta hasta llegar a la casa, desangrándose uno y llorando el otro su desgracia. Al final de este fragmento se ha producido una mutación que no debe pasar desapercibida al lector: la baranda en la que esperaba apoyada la gitana es ahora el brocal de una aljibe; la redondez de la luna es identificada con la de la bóveda en donde "retumbaba el agua". La muchacha va a llevar a cabo su suicidio. Versos después se retomará la secuencia: veremos primero su rostro reflejado en la superficie móvil del agua y al poco tiempo nos será presentada flotando ya sobre ella como sostenida por un rayo reflejado de la luna, solidificado en un carámbano. En el intermedio, el padre declara al gitano joven cuanto tiempo le estuvo esperando su hija; pero, al igual que la madre de Bodas de sangre, no le culpará de su muerte.

La noche participa del dolor íntimo de los gitanos, intimidad que interrumpida por el golpear en la puerta de unos guardias civiles borrachos que tal vez vengan a prender al mozo o a sacar del aljibe el cuerpo de la muchacha suicida. El romance acaba repitiendo los versos tercero y cuarto, con la diferencia de que esta vez han sido separados por un punto. Es la indicación de que lo muerto ("el barco sobre la mar") ya ha quedado al fin separado de lo vivo ("el caballo en la montaña").

Lo más sorprendente es el valor de la fantasía poética y la eficacia con que Lorca sabe recrear simples hechos, como el suicidio por despecho o por pena.

Hay personificación: Las cosas la están mirandola higuera frota su viento/ con la lija de sus ramas… Hay simbolismo: "Soñando en la mar amarga..." (profunda tristeza). Hay dialogo: "Compadre, vengo sangrando…" Hay metáfora: Trescientas rosas morenas/ lleva tu pechera blanca… Hay símbolo: La luna aparece como símbolo siniestro que acompaña el trágico fin de la gitana. Hay reiteración: ¡Cuántas veces te esperó! / ¡Cuántas veces te esperara!


La casada infiel, según el profesor granadino Juan Carlos Rodríguez, trata dos temas: el amoroso-sexual (sin caer en la tragedia) y el tema de la ejemplaridad social (es decir, de lo que debe hacerse o evitarse). Aunque el «yo» sujeto lírico del poema de Lorca es un hombre que evita la querella (“No quiero decir por hombre, / las cosas que ella me dijo”) y se lamenta de su errada elección. El amor dolorido de una mujer por el engaño de un hombre es un tema presente en la lírica popular hispánica, sin embargo aquí el engañado es el hombre, algo difícil de comprender en aquella época.

El "que" intensificativo del primer verso ("y que yo me la llevé al río"), propio de un arranque de copla, confiere al romance un carácter gitano. La anécdota es descrita por su propio protagonista, quien se empeña en salvaguardar su moral explicando que creía que la mujer era soltera y que le agradeció sus favores con un regalo. El hecho de que la aventura sexual se produzca en la noche de Santiago -noche de sabor mágico para Federico, como se aprecia en otros muchos poemas- añade una "cósmica sugestividad" a la situación.

Hay aciertos poéticos indudables; por ejemplo, en el fragmento en el que el poeta alude a que, cuando la oscuridad ambiental anula la visión, el sentido del oído se torna especialmente sensible. Así, al apagarse las luces de la ciudad -probablemente tras la fiesta de Santiago en el barrio trianero de Sevilla-, el oído capta con viveza el canto de los grillos y el crujido de la falda almidonada de la moza. Al tratarse de una noche sin luna (los árboles parecen más altos al no tener "luz de plata en sus copas"), es el oído, y no la vista, quien intuye la línea del horizonte, fijada por los ladridos de los perros. El acto sexual es descrito con metáforas de singular erotismo ("sus mulos se me escapaban como peces sorprendidos"), siendo ahora el sentido del tacto el que ocupa el primer plano, al distinguir las zonas frías y las calientes de la gitana. ¿Cabe, por último, una forma más atinada de señalar la entrega gustosa de la hembra al varón que ha de especificar cómo éste la monta "sin bridas y sin estribos"?


Antoñito el Camborio

Poema de gran estética. El Camborio es un personaje muy popular en la vega granadina. Son dos poemas con títulos de resonancias evangélicas: "prendimiento" y "muerte".

A excepción tal vez de sus alabanzas a Sánchez Mejías, en pocas ocasiones piropea Federico con tanto entusiasmo y admiración. El poeta reúne en este personaje todo lo que hay de aristocráticamente intuitivo en la raza gitana, comenzando por citar su ascendencia y la vara de mimbre que simboliza su dignidad. La imagen de Antoñito se perfila con alusiones a su tez ("moreno de verde luna", "cutis amasado con azucena y jazmín"), sus andares, su cabello, su voz ("de clavel varonil"), su ropa y atuendos ("corbata carmesí, "zapatos color corinto", "medallones de marfil") y su afición a actividades lúdicas y derrochadoras (ver corridas de toros, cortar limones con el único fin de tirarlos a la acequia que bordea el camino). En su referencia de colores, al verde le sigue el rojo, que sugiere y que nombra: "Bañó con sangre enemiga", "su corbata carmesí", "voz de clavel varonil", "fueron tres golpes de sangre". Después el pintor, no sólo colorea al gitano y su indumentaria, sino que además vemos al dibujante delineando un perfil. Más adelante podemos ver la plasticidad de un cuadro al óleo con todos sus matices: “A la mitad del camino/ cortó limones redondos,/ y los fue tirando al agua/ hasta que la puso de oro.”

De pronto aparece la guardia civil. Como en el resto del Romancero, no se indica por qué ésta prende al gitano. Explicar el motivo de un enfrentamiento concreto restaría fuerza a lo que es una enemistad radical. El poeta prefiere ceñirse a la pérdida de dignidad de Antoñito al no oponer resistencia a sus enemigos mortales, e interviene en el poema directamente para increpar al gitano y recordarle su ilustre ascendencia.

El declinar del día es una proyección a escala planetaria del ocaso de la raza gitana. El abanico de rosados rayos de sol poniente se metaforiza en una "larga torera", esto es, en sugerir que el día despliega un capote y le sostiene por una de sus puntas, prestando así su color al mar y a los arroyos. La brisa del crepúsculo es un caballo que salta unos montes fatídicos ("de plomo"), mientras las aceitunas de los característicos olivos de la zona aguardan el momento de madurar ("la noche de Capricornio"). Estas metáforas toreras se prolongan en el romance de la muerte de Antoñito. Allí las luces siderales reflejadas en el río son "rejones clavados de agua gris", y los erales de las dehesas ansían el capote del torero ("sueñan verónicas de alhelí").

Si Antonio se entrega sin lucha a los guardias civiles y éstos pueden beber tranquilos el zumo de limón del llanto agrio de los gitanos, teniendo a uno de sus mejores ejemplares encerrados en el calabozo, no sucede lo mismo cuando sus cuatro primos Heredias, movidos por la envidia que le profesan, asaltan a traición al mítico Camborio. Ahora el gitano hace honor a su estirpe en una lucha desesperada, durante la cual hiere a sus atacantes, da "saltos de delfín" escurridizos ("jabonados") y muerde las botas de sus enemigos con la fuerza de un jabalí. La superioridad numérica de sus primos es la causa de la muerte de Antoñito. Con todo, no es tanto la envidia lo que mata al protagonista de este romance, sino un odio ancestral, avivado a lo largo de generaciones, entre familias o dinastías. Estas son las "voces antiguas" de muerte que cercan a Antoñito junto al Guadalquivir. Con su muerte, el Camborio entra de plano en la inmortalidad del recuerdo y de la tradición. La postura que adopta al expirar de perfil queda acuñada en una moneda sempiterna. Los ángeles hacen su aparición ante el cadáver, y uno de ellos, agitanado, pone un cojín bajo su cabeza y otros -nubes ruborizadas por la luz del alba- enciende el candil funerario de un pálido sol.

Federico presentó a Antoñito el Camborio en la lectura que hizo del poema en la residencia de estudiantes como "gitano verdadero, incapaz del mal, como muchos que en estos momentos mueren de hambre por no vender su voz milenaria a los señores que no poseen más que dinero, que es tan poca cosa".

Tenemos reiteraciones como: "A la mitad del camino", en los versos noveno y decimotercero. "A las nueve de la noche" en el primer y quinto verso de la cuarta estrofa. Hay comparación: Mientras el cielo reluce como la grupa de un potro...


Romance del Emplazado

Creo que ningún poema impresiona tanto como este. Lo que aquí obsesiona no es ya sólo la muerte segura, sino la muerte a plazo fijo, determinada con exactitud en cuanto a la fecha y al lugar: el 25 de agosto, de noche y en unos "montes imantados", que atraerán a la víctima con irresistible magnetismo.

Lo que interesa del protagonista de este romance no es su persona, su identidad, sino lo terrible de su destino. Por eso el poeta no da su nombre; será designado por un apelativo: el de "Amargo", "el Emplazado". Dos meses dura exactamente el martirio del gitano. El 25 de junio toma conciencia, en estado de sonambulismo, de su trágico sino y desde esa fecha hasta la de su muerte vivirá en un insomnio perpetuo, sin otra compañía que la de su caballo, con el que llegará a identificarse hasta formar un solo ser, un mitológico centauro.

El Emplazado "no mira al otro lado", esto es, al mundo de lo que ya ha muerto; allí donde reina el descanso eterno de un sueño tranquilo. Lo que le obsesiona es el acto de morir. Su existencia -como la de la gitana del Romance sonámbulo- es ya puramente vegetativa. Sólo la dedica a comprobar, con una baraja fría como la muerte, la verdad de lo que le ha sido revelado en sueños. Esta idea obsesiva le asalta con la insistencia de los martillos que golpean los yunques sin cesar, a la manera del acompañamiento monótono y mecánico de un martinete.

He aquí el clima asfixiante que García Lorca consigue crear en este poema. El "volumen", la "acometividad" y la "fuerza" de la tragedia del Amargo encuentran su parangón en la embestida del agua que experimentan unos muchachos que se bañan en el nacimiento de un manantial cuyas olas son designadas como cuernos de "densos bueyes". Es tanta la distancia que separa lo vivo de lo muerto que el gitano debe habituarse a la nueva existencia que habrá de soportar dentro de su tumba. Federico sugiere aquí una posibilidad que le inquieta extraordinariamente y a la que acudirá en otros de sus poemas: la que los muertos sigan experimentando algo cuando yazcan en la tierra. Ello exige un aprendizaje para después de la muerte, un prepararse a hacer frente a las malas hierbas que nacerán en el costado del cadáver, a la cal que blanqueará la fosa, al frío del cuerpo sepultado.

En cuatro versos separados, el autor indica que el plazo concedido al gitano ha llegado a su mitad. Es el 25 de julio, fiesta de Santiago. La Vía Láctea -conocida también como "Camino de Santiago"- se concreta en un "espadón de nebulosa" esgrimido por el Apóstol guerrero. El cosmos se muestra indiferente a la tragedia del hombre (guarda "grave silencio", le ha vuelto la "espalda"). Aún más, el cielo, al ser "combado", hace de inmenso fanal bajo el que queda sin escapatoria la suerte del Amargo.

Tampoco en este romance nos describe el momento de la muerte. Cuando éste ha pasado, la víctima alcanza la serenidad, el equilibrio y la grandeza estoica -"de duro acero romano"- que confiere al cadáver la sábana bien planchada en pliegues de la mortaja.

Federico, antes de leer el dialogo-poema del Amargo en la residencia de estudiantes contó la siguiente anécdota: "Teniendo yo ocho años y mientras jugaba en mi casa de Fuente Vaqueros se asomó a la ventana un muchacho que a mí me pareció un gigante y que me miró con un desprecio y un odio que nunca olvidaré y escupió dentro al retirarse. A lo lejos una voz lo llamó: ¡Amargo, ven!”

Desde entonces el Amargo fue creciendo en mí hasta que pude descifrar por qué me miró de aquella manera, ángel de la muerte y la desesperanza que guarda las puertas de Andalucía. Esta figura es una obsesión en mi obra poética. Ahora ya no sé si la vi o se me apareció, si me lo imaginé o ha estado a punto de ahogarme con sus manos. La primera vez que sale el Amargo es en el Poema del Cante Jondo, que yo escribí en 1921. Después, en el final de mi tragedia Bodas de sangre se llora también, no sé por qué, a esta figura enigmática".

 

Burla de don Pedro a caballo

En el segundo poema de los tres históricos de Romancero, García Lorca recoge del romancero popular el personaje cómico de Don Bueso, convertido aquí en Don Pedro. Sin embargo, la comicidad tradicional se torna en este caso ironía burlona ante la ingenuidad de un lloriqueante caballero que busca hogar y esposa ("venía en la busca del pan y del beso"), y que encuentra la muerte, en medio de su caminar, quedando su figura relegada al anonimato.

La historia no es narrada sino transcrita a un tiempo onírico, esto es, presentada en escenas separadas ("lagunas"), cuya ilación se sugiere más que se expone. Ello confiere a los fragmentos del romance un tono de adivinanza propuesta al lector, en un intento por parte del autor de burlarse del afán de darle una explicación lógica al poema. Detrás de las imágenes, cabe, sin embargo, vislumbrar una tesis característicamente lorquiana: la búsqueda del amor, a impulsos de una pasión incontrolada ("montando en un ágil caballo sin freno"), acarrea al hombre una muerte anónima. Don Pedro es, pues, un antihéroe, cuyo destino final no serán las páginas de la historia, sino el interior de una charca donde su cadáver olvidado servirá a las ranas de compañero de juegos. El llanto oscuro del protagonista, ante unas ventanas desiertas golpeadas por el viento, recuerda la pena negra de Soledad Montoya. El agua estancada, símbolo de la muerte, en cuanto que imagen de sangre que no circula, sirve de hilo conductor al romance. En la primera laguna se refleja el astro de la noche. La oposición entre la realidad y la ilusión no puede salvarse sin que se produzca una catástrofe cósmica. Esta catástrofe es la que sugiere la ocurrencia ingenua y juguetona de un niño que manda a la noche que toque sus platillos: los formados por la luna celeste y por su reflejo en el agua. En su caminar, Don Pedro llega a una enigmática ciudad, de resonancias bíblicas, como indica la posibilidad de que se trate de Belén y el bosque de cedros que la rodean. El equilibrio delicado entre la vida y la muerte ya se ha derrumbado (Don Pedro "pasa por arcos rotos"). Surgen dos mujeres y un viejo portando anticipadamente velones funerarios. Los chopos niegan que el caballero consiga cumplir sus ansias, mientras que el ruiseñor -pájaro del amor- continúa creyendo que aún puede abrigar esperanzas.

Con esta incertidumbre se da paso a la segunda laguna. En ella se produce la muerte del caballero, que continuaba en vida al comienzo de la misma ("bajo el agua siguen las palabras"). Un círculo de sangre ("de pájaros y llamas") sobre la superficie ondulada de la laguna ("el peinado del agua"), indica que el caballero ha caído en ella herido de muerte (en un "sueño concreto y sin norte"). Las mujeres y el viejo del fragmento anterior van ahora al cementerio. Algunos testigos han presenciado la muerte de Don Pedro ("conocen lo que falta"). Poco después es hallado muerto su caballo. La ausencia se plasma en un unicornio mitológico que introduce ("quiebra" por efectos de la refracción) su cuerno en el agua. Los rojizos rayos de la mortífera luna hacen arder la ciudad a la que antes llegara el protagonista. Pero la estrella de éste -"marinero" perpetuo durante el navegar de la vida- se encuentra ya en el polo opuesto al de aquél cuya existencia guiara.

En la última laguna, Don Pedro ha enmudecido para siempre ("bajo el agua están las palabras"); su voz perdida ha vuelto a la tierra convirtiéndose en barro. Tras su muerte, el caballero de aventura anónima, seguirá viviendo una aventura subacuática, a la que el tono de burla de este romance despojará de todo elemento terrorífico para reducirla a un eterno jugar con insignificantes batracios.

Thamar y Amnón

El libro se cierra con el tercer romance histórico, el fantástico romance de Thamar y Amnón, convertidos aquí en dos judíos agitanados, como respuesta del poeta al carácter popular que la historia de su incesto había alcanzado en la tradición andaluza.

García Lorca extrae la historia de la Biblia y comenta en una de sus lecturas "es un poema gitano-judio, como era Joselito, el Gallo, y como son las gentes que pueblan los montes de Granada y algún pueblo del interior cordobés. Y de forma y de intención es mucho más fuerte que los desplantes de “La casada infiel”, pero tiene en cambio un acento poético más difícil, que lo pone a salvo de ese terrible ojo de guiña ante los actos inocentes y hermosos de la Naturaleza".

El escenario es, inequívocadamente, un verano andaluz y, más concreto, almeriense, según parece evocar esas "tierras sin agua", esa superficie agrietada por la sequedad ("llena de heridas cicatrizadas") sobre la que cae la luz blanca como un cauterio. El calor del sofocante verano trae desde lo lejos la tormenta, sembrando "rumores de tigre" (truenos) y "llama" (relámpagos). El viento resecado transporta el balar de un rebaño. El autor logra un efecto acertadísimo: aplica al aire el rizado del pelo de las ovejas, y a los balidos de éstas lo cálido de su lana.

Perfilando el escenario, se procede a dibujar la actitud y la situación de los personajes. La hermana -Thamar- se encuentra cantando ("soñando pájaros en su garganta"), totalmente desnuda para conseguir un poco de frescor ("pide copos a su vientre y granizos a sus espaldas"). Su hermano Amnón, consumido física y psíquicamente por la pasión incestuosa ("delgado y concreto"), apostado en una torre, la ve salir de esta guisa a la terraza. En medio de su obsesión, no es ya la luna lo que contempla, sino "los pechos durísimos de su hermana". El silencio absoluto del ambiente permite que destaquen finísimos sonidos: el rumor impetuoso de Amnón, similar al de una flecha que acaba de clavarse; el canto de la tentación que entona a escondidas un animal portador de muerte ("la cobra")... Hasta el agua de pozo que llena las jarras se suma a la quietud ambiental, en abierto contraste con el nerviosismo y la alteración de Amnón a quien su ansia insatisfecha no concede reposo en su cama. Sus ojos son como pájaros que se posan en un lado y otro de la alcoba, sin detenerse en ninguno de ellos. La luz lunar descubre pasajeramente un anticipo de la sangre que luego correrá por la blanca piel de Thamar, tras la pérdida de la virginidad.

Al fin, Amnón se ha introducido furtivo en el cuarto de su hermana y entre ellos tiene lugar un delicado diálogo. El varón pide a la hembra que acceda a sus apetencias carnales. Los pezones de los enhiestos pechos se le antojan las bocas de dos peces que le lanzan una llamada irresistible. Con los oídos de la imaginación, escucha ya el leve sonido (el del capullo de una rosa al abrirse) de los dedos de su hermana acariciando su piel. Cuando Amnón consuma la violación, es ya pleno día y el cielo arroja sol a cubos sobre "la delgadez de la parra". Antes, los caballos del rey han anunciado con sus relinchos la transgresión de una ley sagrada, que era lo que significaba para los judíos el incesto. Ahora será un coro de plañideras el que lamente el crimen, mientras unas vírgenes gitanas recogen con veneración, ayudadas por blancos pañuelos, del sexo de Thamar ("flor martirizada") la sangre de su virgo destrozado. El violador ha de alejarse en su jaca para escapar de las flechas que le lanza un conjunto de esclavos negros. Su padre (el rey David) entristecido, cortará las cuerdas de su arpa, a cuyo son ya nunca volverá a cantar.


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