En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Sancho y la religión según el padre Campaña


Y si cristiano fue el andante hidalgo, cristiano viejo fue su escudero. Sancho era hijo del pueblo, de aquel pueblo español donde tantos frutos dio la simiente evangélica. De esta tierra esponjosa y fértil, labrada en aquella sazón por las predicaciones de Fray Luis de Granada y del Beato Juan de Avila; por la palabra concisa y nerviosa de Fray Diego de Estella, y la hondamente sentida del que escribió Los trabajos de Jesús., y la arrogante y enérgica de Malón de Chaide; por el misticismo santamente caballeresco de la Doctora de Avila, y el dulce y melancólico de San Juan de la Cruz, y el clásico y suave de Fray Luis de León; era hijo de aquel pueblo que se solazaba y regocijaba en sus populares fiestas con los autos sacramentales de Calderón de Lope y de Valdivieso, y donde antes Jorge Manrique, calzando espuela y ciñendo espada, cantaba, en medio del tropel de la batalla, aquella mansa elegía a la muerte de su padre, que se nos sale del alma en el rumiar de las penas del vida; y después el gran satírico D. Francisco de Quevedo dejaba a las veces sin concluir las epigramáticas aventuras del Gran Tacaño para filosofar sobre la Providencia de Dios y las evangélicas hazañas del Apóstol de las gentes, Sancho, en fin, era hijo de esta tierra bendita, saturada de cristianismo como las vegas de agua, que mandaba naves a Lepanto conquistadores a América, tercios a Flandes, teólogos a Trento, Velázquez al Calvario y Murillos al Cielo, para dar vida y forma humana en los lienzos a los misterios de nuestra fe.

Y cierto, Sancho debía ser hijo de su tierra, y lo fue. Zafio ganapán, encortezado, malicioso, bellaco; con más refranes, obedientes a su voluntad, que tuvo Lope de vasallos consonantes y Quevedo de burlas, y de lance picarescos el Lazarillo de Tormes, Sancho fue cristiano viejo y borbota la fe de su alma a hora y deshora, y, á las veces, cuando se le espera zahareño y aferrado á lo material y positivo, resulta manso y generoso; cuando ignorante y falto de toda luz, se le halla con puntas de teólogo; y cuando se le aguarda arrastrándose por la tierra tras los ajos y bellotas con que dar hartura á su hambre inextinguible, se le encuentra regalándose con los manjares del espíritu y las esperanzas de la otra vida.

Después del fantástico volar del Clavileño, en que Sancho dice que vio desde la región del fuego chica la tierra y mezquina y a los hombres enanos ó pigmeos, como quisiesen pasar aquellos nobles y descansados señores alegres las burlas adelante viendo que se tomaban por veras y el Duque le dijese a Sancho:

...que se adeliñase y compusiese para ir á ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban aguardando como el agua de mayo. Sancho se le humilló, y le dijo: después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, templó en parte en mi la gana que tenía tan grande de ser gobernador, porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, ó que dignidad ó imperio el gobernar á media docena de hombres tamaños como amilanas, que á mi parecer no había más en toda la tierra? Si su señoría fuere servido de darme una tantica parte del Cielo, aunque no fuese más de media legua, la tornaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.” (II, 42)

Quería Sancho mejor gozar de una partecita del Cielo, sin afanes ni cuidados, que gobernar en toda la tierra.

Y en vísperas de salir para la ínsula, cuando ya casi tocaba con sus manos el deleite de mandar y ser obedecido, y disponer de lo ajeno como de lo propio; cuando otros se venden por negros y pasan por herejes, y dejan al descubierto su honra primero que el gobierno se les vaya de las uñas, Sancho está resuelto a dejarlo todo, si con la ínsula se ha de perder su alma; y así le dijo a Don Quijote, que, dudoso de su buena disposición y entendimiento, le resquemaba el espíritu con dudas y zozobras:

Señor, si á vuesa merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un solo negro de la uña de mi alma que á todo mi cuerpo; y así me sustentaré Sancho á secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más que mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos; y si vuesa merced mira en ello verá que sólo mesa merced me ha puesto en esto de gobernar, que yo no sé más de gobiernos de ínsulas que un buitre-, y si se imagina que por ser gobernador me ha de limar el diáblo, más quiero ir Sancho al Cielo que gobernador al inferno.” (II, 43)

Las cuales respuestas no las diera Sancho si no fuera cristiano, para quien antes que todas las ínsulas ó imperios, y tierras y playas de garamanta o indios, es buscar el reino de Dios y su justicia.


Biblioteca virtual de Andalucía.

Artículo publicado en la revista “La Alhambra”.

P. Francisco JIMÉNEZ CAMPAÑA.

Loja (Granada) 23-5-1850, Madrid 18-2-1916.

Religioso calasancio. Orador. Poeta.

Académico de la Lengua.

Tiene dedicada una estatua en Loja.


domingo, 19 de septiembre de 2021

El Avellaneda: la mejor parodia del Quijote


El Quijote de Cevantes tiene, entre otros objetivos, una crítica burlesca hacia determinadas características de su tiempo y de su espacio: política, sociedad, ideas religiosas y filosóficas… En definitiva, es un fuerte crítica del mundo existente, de la sociedad que le rodea, en una concepción ateísta y racionalista de la vida, en la línea, que según Gustavo Bueno luego seguiría Baruk Spinoza. Sin embargo, el autor del Avellaneda se limita a intentar degradar a Cervantes y su Quijote, y, para ello, utiliza los recursos de la parodia, pero sin buscar efectos cómicos, no quiere hacer reír al lector, sino perjudicar la obra de Cervantes. Así, se podría afirmar que el Quijote de Avellaneda es una parodia degradante de la primera parte del Quijote de Cervantes, y no una parodia cómica o burlesca del mismo.

Persigue que el lector perciba la novela de Cervantes como un texto escrito por un necio, Cervantes, y protagonizado por otro necio, don Quijote, acompañado de personajes de muy baja consideración como puede ser Sancho Panza. Para conseguirlo utiliza la parodia que desde la preceptiva la definimos como la imitación burlesca de un referente serio. Pero, como hemos dicho, Avellaneda, sea quién sea, tiene poco sentido del humor, por lo que usa más la degradación que la burla.

En el hipertexto de Avellaneda, la imitación del hipotexto de Cervantes se articula en tres dimensiones con las siguientes relaciones:

Relaciones de semejanza o analogía.

Avellaneda reproduce episodios semejantes con intenciones diversas. Don Quijote y Sancho están presentes de forma semejante en ambos textos. Dulcinea, sin embargo, analógicamente, esta suprimida en el Avellaneda y sustituida por una mujer de las más baja consideración.

La imitación con un fondo retador de unos escritores a otros era muy frecuente en el siglo de oro, con el fin de superar al autor imitado, cosa que en absoluto consigue el Avellaneda. Son muchos los episodios imitados del de Cervantes, entre los que podríamos destacar: la pérdida de rucio de Sancho en los capítulos 7 y 21; el de la disputa por el ataharre, que en el de Cervantes tenía lugar en la Venta de Palomeque junto al asunto del Yelmo de Mambrino.

Avellaneda construye su Quijote como una imitación peyorativa que no consigue mejorar al de Cervantes debido, entre otros motivos, a su empeño en degradarle.

Criterios de proximidad o paralelismo.

Se repiten muchas de las características narrativas y estructurales. En el Quijote de Cervantes, el cronista, el historiador arábigo que cuenta la historia, que en realidad no cuenta nada, porque es una figura retórica, tiene su paralelo en el Avellaneda en el sabio Alisolán. Otra estructura en paralelo es la acumulación sistemática de relatos intercalados protagonizados por el ermitaño como narrador o por el soldado Bracamonde, que cuentan una serie de historias con un discurso narrativo similar a lo narrado en el Quijote de Cervantes. Dialécticamente mantienen una posición frontal, pues si las de Cervantes están escritas en un racionalismo antropológico, las del Avellaneda lo están en un racionalismo teológico tridentino. Tenemos también en los preliminares del Avellaneda un soneto burlesco que podemos considerar en paralelo con los de la primera parte del de Cervantes. Igualmente podemos hablar de la proliferación de secuencias donde aparecen gigantes y encantadores…

Cervantes hará lo mismo en su libro de 1615, pero no para deagradarlo sino para mejorarlo. El ejemplo más relevante es el personaje de Alvaro Tarfe, personaje que toma Cervantes del Avellaneda, y que en el Quijote de 1615, el mismo personaje, compara al don Quijote y Sancho, de uno y otro libro, con clara ventaja del cervantino. En el Avellaneda, su secretario, don Carlos, se disfraza de princesa Burlerina para reducir a don Quijote y llevarlo a Toledo con el fin de recatarlo de un alevoso príncipe de Córdoba, en imitación a lo que en el de Cervantes había hecho Dorotea disfrazándose de la Princesa Micomicona.

Otro ejemplo de paralelismo se da cuando el protagonista, don Quijote, interrumpe y destruye la representación de una comedia de Lope de Vega que se titula el Testimonio vengado, haciendo unos destrozos comparados a los que, en el cervantino, don Quijote causa en el Retablo de Maese Pedro, en el que está detrás el galeote Ginés de Pasamote, para muchos el autor del Avellaneda, y muy criticado en el Quijote cervantino.

En el episodio de las tres labradoras, donde Sancho encanta a Dulcinea y engaña a su señor, se reproduce literalmente un dicho popular: “¡jo, que te estrego, burra de mi suegro!”, que hace referencia a la expresión que hacen las damas que acompañaban a la supuesta Dulcinea, considerando como una burla el lenguaje engolado de don Quijote.

Todas estas relaciones paralelas pretenden degradar el Quijote cervantino por encima de cualquier tipo de gracia. Esto demuestra que uno y otro autor sabían lo que el otro estaba escribiendo, pues circulaban entre el pueblo los papeles de ambas obras antes de su publicación. Alfonso Martín Jiménez, en su novela “Hacen falta cuatro siglos para entender a Cervantes”, afirma que Cervantes escribió la segunda parte teniendo delante el manuscrito del Avellaneda, y que la menciona por primera vez cuando esta obra se publica de hecho.

Criterios dialécticos.

Con argumentaciones completamente enfrentadas. El ejemplo más claro es el de Ducinea, una mujer ideal en el Quijote 1605, y después, en el de 1615, una mujer idealizada, frente a la vulgaridad de la prostituta Bárbara que acompaña a don Quijote en el Avellaneda.

Don Quijote en la obra cervantina posee una locura ingeniosa, construida desde la cordura de Alonso Quijano con intenciones lúdicas, cómicas, burlescas, y con una profunda crítica de la sociedad, la política, el clero, la nobleza inoperante… El Quijote de Avellaneda tiene la locura de un necio, un personaje que no tiene gracia alguna, y que toda la importancia que tiene se la debe al Quijote de Cervantes.

Si Cervantes tenía como objeto de la parodia humorística todos los idealismos de su tiempo, el objeto del Avellaneda es simplemente la degradación del Quijote de Cervantes. El Avellaneda carece de humor, un libro escrito con mucha mala leche y poca gracia, que su único objetivo es destruir a Cervantes y a su Quijote.

La principal enseñanza de Quijote de Cervantes, según apunta Jesús G. Maestro, aún hoy día, mucha gente no la ha comprendido: que todo idealismo conduce irremediablemente al fracaso.



Texto basado en la Crítica de la interpretación literaria, y en el Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno.



martes, 7 de septiembre de 2021

El mito: Dulcinea


La lectura compulsiva de los libros de caballerías han movido al hidalgo Alonso Quijano a convertirse en el caballero andante don Quijote de la Mancha y a enamorarse de una aldeana, Aldonza Lorenzo, a la que, en su locura, transforma en Dulcinea. Si para reforzar su voluntarista condición de caballero, don Quijote recurre a la épica clásica y a todo su imaginario, algo semejante hará con Dulcinea:

yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. (II, 32)

El repertorio amoroso de la antigüedad enriquecerá notablemente las manifestaciones discursivas de su amor por Dulcinea:

Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi aposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella, que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios calificados (…)

Suelen las fuerzas de amor

sacar de quicio a las almas,

tomando por instrumento

la ociosidad descuidada.

Suele el coser y el labrar

y el estar siempre ocupada

ser antídoto al veneno

de las amorosas ansias. (II, 46)


Amadís, como icono de los caballeros andantes, y Dulcinea, estarán estrechamente unidos en su afán mimético:

Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere, del cual se dirá lo que del otro se dijo, que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros. (I, 26)

Don Quijote reconoce que el linaje de Dulcinea no entronca con familias ilustres: no ha perdido del todo su contacto con la realidad:

No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia, Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. (I, 13)

Pero, a pesar de ello, reivindica claramente su derecho a idealizar absolutamente a quien ha convertido en su dama. Don Quijote decide que su idea supere en todas las perfecciones a todas las mujeres famosas de la literatura y la historia. Y a pesar de encontrarse en un episodio netamente caballeresco -don Quijote quiere imitar la penitencia de Amadís-, nombra a Elena y a Lucrecia para significar que Dulcinea las sobrepuja:

Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos. (I, 25)

Elena y Lucrecia son dos paradigmas de belleza: griega una, romana otra; mujeres que, al ser forzadas, provocaron dos acontecimientos fundamentales en la historia griega y romana: la guerra de Troya y la expulsión de los reyes en Roma. Para don Quijote esas mujeres son más prototípicas, más universales, más oportunas para expresar la idealización que ha hecho de Aldonza.

Esta inmersión del mito de Dulcinea en los mitos clásicos se verá reforzada en la segunda parte de la novela, en el contexto de una conversación entre don Quijote y la duquesa. Dulcinea no sólo contiene y supera las perfecciones exaltadas de las mujeres antiguas, sino que, para el caballero, merece la pintura y declamación de los mejores pintores y oradores de la antigüedad:

Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle ante los ojos de vuestra grandeza, aquí sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la viera en él toda retratada; pero ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?

¿Qué quiere decir demostina, señor don Quijote

-preguntó la duquesa—, que es vocablo que no le he oído en todos los días de mi vida?

Retórica demostina —respondió don Quijote— es lo mismo que decir retórica de Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón, que fueron los dos mayores retóricos del mundo. (II, 32)

Tanta comparación entre Dulcinea y las famosas mujeres le hacen casi olvidar a don Quijote su confesión realista de la primera parte sobre el linaje de Dulcinea:

Dulcinea es principal y bien nacida; y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos, a buen seguro que no le cabe poca parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar será famoso y nombrado en los venideros siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y España por la Cava, aunque con mejor título y fama. (II, 32)

En II, 46, el propio don Quijote define como pintura la idealización que ha hecho de Dulcinea:

Pintura sobre pintura

ni se muestra ni señala,

y do hay primera belleza,

la segunda no hace baza.

Dulcinea del Toboso

del alma en la tabla rasa

tengo pintada de modo

que es imposible borrarla. (II, 46)


Volviendo al escenario de Sierra Morena, una vez que don Quijote ha evocado la memoria de Elena y Lucrecia, es lógico que se acuerde del modo de escribir de los antiguos, cuando decide enviar una carta a Dulcinea a través de Sancho:

Todo irá inserto —dijo don Quijote—; y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles o en unas tablitas de cera, aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. (I, 25)

Y también es razonable que en la propia carta a Dulcinea se pueda hallar un eco ovidiano:

El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. (I, 25)

Y que el regreso de Sancho lo evoque en términos de laberinto:

Cuanto más, que lo más acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Perseo. (I, 25)

El nudo de relaciones amorosas que se desencadenan en las historias intercaladas de la primera parte de la novela alimenta continuamente la pasión de don Quijote, al tiempo que subrayan la contraposición entre amores posibles e imposibles.

El capítulo I, 43 nos presenta a don Quijote fuera de la venta, por la noche, dirigiéndose a su amada Dulcinea. Dos episodios estructuran este capítulo: el del amor de don Luis por doña Clara, y el de don Quijote por Dulcinea. Dos discursos amorosos; el primero, de don Luis, con una equilibrada referencia clásica: al piloto Palinuro y a los triunfos romanos. El de don Quijote, en cambio, se desborda de noticias clásicas y míticas: la idea platónica, los diferentes tipos de amor de Aristóteles, la militia amoris, y la invocación a la luna y al sol como deidades. La mención al sol le permite recordar, finalmente, el mito de Apolo y Dafne.

En el caso de don Luis, el amor es correspondido en el corazón de su amada, pero se interponen entre ellos barreras sociales. El amor de don Quijote, en cambio, es quimérico: Dulcinea no le conoce, ni es tal como don Quijote se la imagina. El canto de don Luis lo oye doña Clara, aunque se tapa los oídos como los compañeros de Ulises en la Odisea. Las palabras de don Quijote sólo las escuchan la hija de la ventera y Maritornes, que trazan un plan para burlarse del caballero.

Las referencias mitológicas de don Luis se insertan en los tópicos líricos renacentistas. Las de don Quijote agudizan la situación esperpéntica de don Quijote:

¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! ¿Y qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por solo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas suplícote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado. (I, 43)

El “no me acuerdo bien” de don Quijote acentúa el realismo de sus palabras, pronunciadas a la luz de la luna, pero introducen al mismo tiempo un elemento jocoso, en la línea de la crítica a los eruditos que hace Cervantes en el prólogo de la primera parte del Quijote. En su discurso no podía faltar el tópico de la militia amoris.

¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por solo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? (I, 43)

En la misma escena, don Quijote es requerido a través de un agujero por Maritornes, a quien el caballero toma por una dama del castillo, por lo que ve peligrar su fidelidad a Dulcinea y se pone en guardia, pero se muestra capaz de complacer en todo lo demás a la dama:

si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela, que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía de dárosla encontinente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma. (I, 43)

En su exaltación, don Quijote promete lo imposible, un mechón de los cabellos de Medusa y los rayos del sol, sintiéndose emulador de las hazañas de Perseo, que degolló a la gorgona y utilizó su cabeza para petrificar a sus enemigos. El caballero, en su locura, se cree lo que dice. Maritornes y el lector ríen ante la hipérbole desmesurada.

En la segunda parte de la novela, Sancho recibe el encargo de visitar a Dulcinea, menester que resuelve engañando a su amo con tres campesinas. Ahora los papeles se intercambian, y es don Quijote quien dice lo que ve y Sancho asegura ver lo que no ve. El caballero se cree su platonismo; Sancho juega con él. Previamente, don Quijote había aleccionado a su escudero con las señales del amor proceden de la tradición amatoria ovidiana:

Anda, hijo —replicó don Quijote—, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado. Finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos, porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca: que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes las acciones y movimientos exteriores que muestran cuando de sus amores se trata son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guíete otra mejor ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del que yo quedo temiendo y esperando en esta amarga soledad en que me dejas. (II, 10)

En (II, 11), avanza don Quijote mohíno, apesadumbrado por el encantamiento de Dulcinea. Sancho trata de animarle y su amo intenta recomponer la imagen auténtica de su dama que ha visto el escudero. En esto aparece ante ellos una carreta repleta de personajes de farsa ataviados con sus ropajes. Unos personajes externos apuntalan el desconcierto de don Quijote con símbolos amatorios clásicos. Entre los personajes se encuentra el dios Cupido, denominación romana para el dios Eros, tal como solía ser representado, con arco, carcaj y saetas. El caballero, loco de amor, se topa de bruces con quien en la mitología clásica hería de amor a sus víctimas. Al igual que Apolo, don Quijote persigue a su Dulcinea esquiva. Y como Dafne se metamorfoseó en laurel, así, la pretendida Dulcinea que cree ver don Quijote, se ha transformado –por mor de un encantamiento-, en una basta campesina.

Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino cargada de los más diversos y estraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en blanco, excepto que no traía morrión ni celada, sino un sombrero lleno de plumas de diversas colores. Con estas venían otras personas de diferentes trajes y rostros. (II, 11)

Don Quijote, que transforma en farsa la realidad que toca, tiene dificultad para identificar una comedia verdadera. La presencia de Cupido le induce a interpretar la comitiva en clave clásica, y viene a su cabeza la barca de Carón.

Carretero, cochero o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más parece la barca de Carón que carreta de las que se usan. (II, 11)

Tras la sorpresa y el temor viene el diálogo y la calma. Pero no tarda en surgir el conflicto: se alborota Rocinante, que galopa asustado y cae a tierra, y con él el caballero. Un farsante se lleva al rucio de Sancho, y don Quijote se apresta a plantar batalla.

Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los de la carreta; y juzgando por las palabras la intención del que las decía, en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella el Emperador, el Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido, y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala esperando recebir a don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. (II, 11)

En el capítulo siguiente, (II, 12) don Quijote y Sancho comentan el episodio de la carreta. La Reina y el dios Cupido han llamado especialmente la atención del caballero:

Todavía —respondió don Quijote—, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al redropelo y te las pusiera en las manos. (II, 12)

Los clásicos como punto de comparación

A nadie puede extrañar que en la cultura del humanismo se mire a los clásicos griegos y romanos como punto de referencia. Pero en el Quijote, esta actitud puede trasformarse en comicidad cuando es el hidalgo quien la ostenta y habla poseído por su locura.

Y es que don Quijote no sólo se compara a sí mismo o a Dulcinea con personajes clásicos, sino que también los verá de alguna manera encarnados en las aventuras que provoca. Así, por ejemplo, en el episodio de los molinos de viento nombra a un gigante de origen clásico: Briareo.

Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar. (I, 8)

En esta ocasión don Quijote no rememora al gigante Goliat, ni a Morgante, Caraculiambro, Malambruno o Fierabrás. Lo clásico se reviste del prestigio de lo prototípico. Ante esos presuntos enemigos –los gigantes– don Quijote utiliza expresiones épicas, algunas de ellas de origen virgiliano:

La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. (I, 8)

Don Quijote, por voluntad propia, y por introducirse de lleno en el mundo caballeresco de las novelas que ha leído, se sitúa en un plano épico, y considera que está en orden de batalla. En este ambiente, el pensamiento y la literatura clásica le proporcionan reflexiones sobre la guerra y todo un imaginario épico.

Los sabios y no sólo los encantadores serán recurrentes para don Quijote para sus continuos desbarajustes, porque el hidalgo necesita una justificación intelectual ante el fracaso de una realidad que no se muestra dispuesta a seguir los dictados de su imaginación. Así, el caballero encuentra la explicación de su fracaso contra el molino:

Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. (I, 8)

La frase de Cicerón es sabia. Su aplicación al hecho descabellado de atacar a un molino de viento incrementa la sátira de la acción quijotesca.

Diez capítulos después, en I, 18 dos simples polvaredas, contrapuestas la una a la otra, provocan de inmediato en la mente de don Quijote la imagen vivísima de dos ejércitos enfrentados. Cabe destacar la mixtura de elementos clásicos y caballerescos. La confusión de las manadas de ovejas y carneros con ejércitos tiene un claro acento épico, de ahí que se hayan visto reminiscencias de la Ilíada, del combate entre Áyax y Héctor y de la locura de Áyax.

Este es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; este es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando. (I, 18)

Don Quijote describe profusamente a los componentes de los ejércitos, uno de los parlamentos más alucinados de toda la obra:

¿Qué? —dijo don Quijote—. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana. (…)

A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí están los que bebían las dulces aguas del famoso Janto; los montuosos que pisan los masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia; los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte; los que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo; los numidas, dudosos en sus promesas; los persas, arcos y flechas famosos; los partos, los medos, que pelean huyendo; los árabes de mudables casas; los citas, tan crueles como blancos; los etiopes, de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus rostros con el licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas del divino Genil; los que pisan los tartesios campos, de pastos abundantes; los que se alegran en los elíseos jerezanos prados; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas; los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso; los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra. (…) Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con piedras como el puño. (…) —¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta. (I, 18)

El imaginario épico atraviesa toda la novela, y suele ser índice del estado enajenado del protagonista. Tras ser derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, don Quijote parte de Barcelona rumbo a su lugar. Su ánimo abatido le lleva a exclamar: “¡Aquí fue Troya!”, parangonando así su situación con la de Eneas tras la caída de su ciudad. No atribuye la derrota a su negligencia, sino a la fortuna, como en el caso de los troyanos, que por mediación de algunos dioses habían perdido la guerra contra los griegos.

Al salir de Barcelona, volvió don Quijote a mirar el sitio donde había caído y dijo:

¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias, aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas, aquí se escurecieron mis hazañas, aquí finalmente cayó mi ventura para jamás levantarse! (II, 66)

Las hipérboles en las bravuconadas de don Quijote despiertan la hilaridad por su fuerte efecto cómico. El caballero compara la posible venganza de los manteadores de don Quijote con la guerra de Troya, acaecida por el rapto de Elena.

Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo, que, a no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Helena. La cual si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquel, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene. (I, 21) .




Maraval (1976) Utopía y contrautopía en el Quijote

Marcos Villanueva (1995) Trabajos y días cervantinos

Martí Alanís (1991) Las utorías en el Quijote

Menéndez Pidal (1920) Un aspecto en la elaboración del Quijote

Menéndez Pidal (1991) La lengua castellana del siglo XVII


El mito: mímesis


La literatura caballeresca y clásica sume a don Quijote en un profundo deseo de mímesis. La palabra escrita tiene para él cierto carácter sagrado. La verosimilitud que en mayor o menor medida adorna a las obras literarias –no olvidemos, por ejemplo, que las novelas de caballerías españolas son más realistas que las italianas- le incapacitan para distinguir entre lo histórico y lo literario, entre la ficción y la realidad.

No es esta una actitud nueva. Los antiguos soldados griegos, por ejemplo, veían en la épica homérica una pauta de actuación. Pero la actitud de don Quijote es tanto más cómica cuanto más anacrónica. El hidalgo tiene un modelo de conducta en Amadís y en otros caballeros andantes: busca la excelencia y se sirve de la mímesis para llevar a cabo su propósito:

Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfeción de la caballería. (I, 25)

Aun dentro de su locura, don Quijote no ha perdido por completo la capacidad de discernimiento y sopesa qué acciones debe imitar y cuáles no:

Y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre por cierto significativo y proprio para la vida que él de su voluntad había escogido. Ansí que me es a mí más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas. (I, 25)

Puede subyacer en esta discriminación su mala experiencia con los molinos de viento (I, 8), que consideraba gigantes a los que hender.

La actitud de don Quijote es estética, no sólo porque su obrar se base en sus lecturas literarias, sino porque él mismo se compara a un pintor:

En efecto —dijo Sancho—, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar?

¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más. (I, 25)

Este texto sigue a otro, inserto en el viaje de don Quijote y Sancho por Sierra Morena, en que el hidalgo abunda en la comparación entre la pintura y la mímesis. Don Quijote desea hacer penitencia emulando a Amadís, en un episodio netamente caballeresco, tanto por su propósito como por la conversación que mantiene con el escudero, en la que le instruye sobre los móviles de su conducta.

Para exponer el concepto de imitación, el caballero recurre a dos héroes de la antigüedad –Ulises y Eneas-, citando a los artífices de su gloria –Homero y Virgilio-. Y es que aunque las novelas de caballería sean la falsilla de su actuación y la causa de su locura, como don Quijote vive en la época del humanismo, entiende que las obras épicas más acabadas son las de Homero y Virgilio. Por eso, si ha de hablar de preceptiva literaria recurre a la Ilíada, la Odisea y la Eneida.

Digo asimismo que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas, y así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio en persona de Eneas el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. (I, 25)

Si el sustrato de su actuación es la mímesis clásica, en su apóstrofe al mundo circundante aparece con fuerza el mito. Tras invocar a los rústicos dioses, don Quijote exclama:

Este es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Este es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada: oíd las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas y a quejarse de la dura condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes: así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois aunque en vano amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o a lo menos no os canséis de oílla! (I, 25)

Si hemos comprobado que Amadís es el personaje literario que más influye en el obrar quijotesco, la cultura grecolatina será el fundamento de su reflexión teórica y un caudal inagotable para extraer ejemplos, pensamientos e imágenes poéticas.

Para sus hazañas caballerescas Alejandro y César serán los personajes de la historia antigua que don Quijote tenga más presentes, y Virgilio será el autor épico que le proporcione un mayor número de expresiones e imágenes.

En (II, 3) don Quijote hará una reflexión muy parecida a la que acabamos de analizar:

A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero.

Don Quijote, que no duda de la verdad histórica de los personajes sobre los que versa la obra de Homero y Virgilio, en la soledad de Sierra Morena, medita sobre los héroes caballerescos que trata de imitar, sin abstraerse del imaginario clásico:

En esto y en suspirar y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía; (I, 26)

Alejandro Magno


El gran conquistador macedonio tiene en común con el hidalgo manchego el afán de emulación de las gestas épicas. La diferencia estriba en que el primero lo llevó a cabo en la historia y el segundo en la ficción. Pero en ambos la obsesión es muy acusada.

Así, por ejemplo, cuando Alejandro destruyó la ciudad griega de Tebas, que se había rebelado contra él, “tan sólo perdonó la casa del poeta Píndaro”, tal era el respeto que le profesaba.

En otra ocasión, “emulando al mítico héroe griego Protesilao en su camino hacia Troya, Alejandro, que amoldaba su conducta a la de los héroes homéricos, fue el primero en desembarcar; visitó la ciudad de Troya y ofreció un sacrificio sobre las tumbas de diversos héroes”. La acción guerrera de Alejandro tiene en los héroes unos puntos claros de referencia.

Ese afán de emulación lo vemos en Alejandro, y lo comprobaremos también en Julio César, quien, precisamente, se decidió a acometer empresas más ambiciosas cuando contempló en Cádiz una estatua del conquistador macedonio.

Cervantes vive en una época de intenso deseo de emular el estilo y el arte de los antiguos, y en un país en el que, como don Quijote, muchos sintieron el deseo de imitar las hazañas caballerescas –conquista de América, por ejemplo- en lo que se ha denominado el artificio de lo heroico. De esa manera buscaban zafarse de una existencia anodina en una España en que la nobleza había perdido buena parte de sus prerrogativas.

Este maridaje entre ficción y realidad se hace presente también en algunas novelas de caballerías, como Tirant lo Blanc, más realista que otras obras del género.

No pocos estudiosos han puesto de manifiesto que Cervantes critica con el Quijote no sólo las novelas de caballerías, sino también el quijotismo –valga el anacronismo- de sus coetáneos en la emulación del espíritu caballeresco. En este marco general podemos entender mejor las referencias a Alejandro Magno en el Quijote, que, además, acentúan el carácter satírico de la obra, dada la desproporción entre el hidalgo y el general.

Lo que el mito era para Alejandro y su ejército, así era el imaginario caballeresco para don Quijote. “En su avance desde Drangiana Alejandro llevó a cabo su más brillante gesta al hacer cruzar a su ejército por las nieves del Hindu-Kush, cadena montañosa que a sus hombres les pareció el Caúcaso, pues creyeron haber encontrado las marcas de las cadenas que habían retenido atado a Prometeo, y desde cuyas cumbres, según el testimonio de Aristóteles, uno podía vislumbrar el extremo oriente del mundo”.

Don Quijote también añadirá a la lectura literal de los acontecimientos una lección simbólica en clave caballeresca y épica.

Alejandro, como don Quijote, padecía de cierta megalomanía, facilitada por las creencias de la época. “En Egipto giró una visita privada al oráculo de Zeus Amón, en el oasis de Siwah, en pleno desierto. Guardó secreto sobre las preguntas que formuló al oráculo así como sobre las respuestas que le dieron, aunque el sacerdote le había dado la bienvenida saludándolo como «hijo de Amón», título que añadía una nueva dimensión a su figura mítica y que reafirmaba sus creencias de ser descendiente del propio Zeus”. (…) “Durante su vida fue ampliamente aclamado como figura divina, como hijo de Zeus, y al parecer él mismo creía en su propia divinidad, creencia a la que le había inducido su propia madre. Se esforzó sin dudas en emular a esos otros hijos de dioses, a los héroes homéricos”.

Don Quijote, cristiano, no se sentirá investido de la divinidad, pero sí llamado a la misión de restaurar la caballería andante y, desde luego, a buscar con ahínco una fama inmortal:

Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte, así que casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea. (II, 6)

El caballero se engaña porque piensa que tiene más aptitudes para las armas que para las letras, cuando es evidente lo contrario. Don Quijote es inteligente, culto y un gran orador. Es un hombre de entendimiento especulativo, capaz de extraer leyes generales de los acontecimientos particulares, de aplicar sus conocimientos humanísticos a la realidad, para hacer juicios prospectivos. Pero la lectura de las novelas de caballerías ha trastocado su juicio, haciéndole pensar que está más dotado para la caballería, de modo que la busca de la fama heroica, al igual que para Alejandro, se ha convertido en uno de los móviles de su actuación:

Bien parece un gallardo caballero a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero armado de resplandecientes armas pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares o que lo parezcan entretienen y alegran y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos estos parece mejor un caballero andante que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, solo por alcanzar gloriosa fama y duradera. (II, 17)

Hay más ejemplos de cómo la identificación de Alejandro con los héroes homéricos le induce a imitar sus gestos. En una ocasión “estalló en el trascurso de un banquete una violenta reyerta entre Alejandro y Clito, un viejo oficial y antiguo amigo de Alejandro. Este empuñó un arma y mató de un tajo a Clito en un momento de ira del que luego tuvo que arrepentirse amargamente, retirándose a su tienda como hiciera Aquiles en la Ilíada homérica”. En el otoño del 324 “murió su íntimo amigo Hefestión, y Alejandro dio muestras de su más sentido dolor, como en la Ilíada de Homero hiciera Aquiles con Patroclo”.

La épica homérica modula las pasiones del héroe; de modo semejante a como lo hará en don Quijote la épica caballeresca. Ya en (I, 1) nos encontramos una referencia a Alejandro. El narrador nos descubre el pensamiento del hidalgo sobre el nombre que debe dar a su caballo. Tras ironizar acerca de las condiciones del rocín, indica que don Quijote lo considera con más cualidades que el caballo de Alejandro Magno, Bucéfalo, y que el del Cid Campeador, Babieca.

No le vienen a su mente caballos del ámbito caballeresco, sino de la historia antigua e hispana. Don Quijote no sólo se trasfigura a sí mismo, de hidalgo en caballero andante, transforma su montura igualmente en un animal heroico. El efecto irónico nos lo ofrece la propia locura del hidalgo, adobada con los comentarios del narrador, que recurre asimismo a un texto clásico en latín para resaltar la precariedad de Rocinante.

Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que «tantum pellis et ossa fuit», le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque —según se decía él a sí mesmo— no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí procuraba acomodársele, de manera que declarase quién había sido antes que fuese de caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar «Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. (I, 1)

La comparación de Rocinante con Bucéfalo y Babieca se entiende burlesca después de que, pocos capítulos después, en (I, 5), don Quijote inicie su regreso a casa tras su primera salida, maltrecho por caerse con su caballo cuando trataba de arremeter contra unos mercaderes y tras haber sido apaleado por un mozo de mulas. Pese a la evidencia, se intensifica su locura caballeresca y romancesca, como podemos ver en el diálogo que mantiene con su convecino Pedro Alonso:

A esto respondió el labrador:

Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.

Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. (I, 5)

Su declaración confirma lo que venimos diciendo hasta ahora: que su locura caballeresca no se extiende sólo a la emulación, -y aún superación, como él mismo dice- de los héroes de las novelas de caballerías, sino de todos los que, en la ficción o en la realidad han realizado grandes gestas. Y por eso cita a los nueve de la Fama, entre quienes se hallan Héctor, Alejandro y César. Reivindica una libertad absoluta para ser lo que quiere ser. Pero ese querer ser parte de unos ejemplos concretos del pasado, puntos referenciales de continuo para él. Su imaginación obvia completamente la realidad. La caída de Rocinante pone en evidencia su mala disposición para el combate, pero don Quijote sigue sin dudar de sus magníficas condiciones, que ha exaltado sobre las de Bucéfalo y Babieca.

En los inicios de la segunda parte del Quijote, volvemos a encontrarnos con Alejandro Magno, en compañía de Julio César, en un capítulo donde comprobamos que el bagaje conceptual del caballero procede de tres ámbitos: el bíblico, el clásico y el caballeresco. Empieza don Quijote con una frase que nos recuerda a san Pablo, para expresar la estrecha relación que existe entre amo y escudero. La ocasión la brinda el recuerdo del traumático episodio del manteamiento de Sancho.

Eso estaba puesto en razón —respondió Sancho—, porque, según vuestra merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a sus escuderos.

Engáñaste, Sancho —dijo don Quijote—, según aquello «quando caput dolet», etcétera179.

No entiendo otra lengua que la mía —respondió Sancho.

Quiero decir —dijo don Quijote— que cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo. (II, 2)

Verosímilmente, Sancho afirma su desconocimiento del latín, algo que cabía esperar, pero que nos hace más explícita la distinción de los dos planos –culto y vulgar- en los que está cada uno situado. Por si la referencia bíblica no fuera clara, don Quijote hace unas preguntas de claro eco evangélico:

Pero dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos y pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo, qué es lo que dicen de mí por ese lugar. ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? (II, 2)

Como acostumbra a suceder, don Quijote no distingue entre ficción y realidad. Para él, todo lo que esté en letra impresa cobra vida. Por eso, cuando quiere glosar a Sancho la idea de que la virtud siempre es perseguida, enumera personajes históricos entreverados con mitológicos y caballerescos. Sigue cierto orden en su enumeración, ya que comienza con personajes históricos –César y Alejandro, (sin seguir la secuencia temporal entre los dos generales)-, y continúa con uno de los héroes más conocidos de la mitología Hércules; concluye la serie con los hermanos don Galaor y Amadís de Gaula. El emparejamiento de Alejandro y César trae a nuestra memoria las Vidas paralelas de Plutarco.

Mira, Sancho —dijo don Quijote—: dondequiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia180. Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho. (II, 2)

Así como Alejandro se comparaba con los héroes homéricos y César con Alejandro, don Quijote se parangona a su vez con los dos generales, a quienes añade dos personajes centrales del imaginario caballeresco.

La última muestra de enajenación de don Quijote estará provocada precisamente por la contemplación de escenas mitológicas. Al observar en un mesón una pintura que plasma la historia de Dido burlada, la lee de inmediato en clave caballeresca y se siente capaz de haber evitado la caída de Troya y la destrucción de Cartago.

En una dellas estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando el atrevido huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía de señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por el mar sobre una fragata o bergantín se iba huyendo. Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía a socapa y a lo socarrón, pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:

Estas dos señoras fueron desdichadísimas por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara a aquestos señores yo, y ni fuera abrasada Troya ni Cartago destruida, pues con solo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias. (II, 71)

Julio César


Si Alejandro Magno despierta en don Quijote una profunda admiración, como conquistador por excelencia de la historia griega, Julio César será, en el ámbito romano, el general más citado y encomiado por don Quijote, en un paralelismo que nos vuelve a recordar a Plutarco. La primera referencia a César en la obra –no por su nombre- la hallamos en (I, 5), donde don Quijote menciona a los Nueve de la Fama, entre los que estaba incluido el general romano. El texto “-Yo sé quién soy…”, lo hemos trascrito al tratar de Alejandro.

Cervantes nunca cita explícitamente a Josué ni a Judas Macabeo en el Quijote; y a David, sólo una vez en el prólogo de la primera parte . Alejandro Magno, en cambio, aparece dieciséis veces en las obras completas de Cervantes, once de ellas en el Quijote. Héctor el troyano, en cinco ocasiones, (tres en el Quijote), y César, ocho.

Al rey Arturo sólo lo encontramos en cinco ocasiones en el Quijote, a pesar de que todo él está lleno de referencias a novelas de caballerías. Nueve veces se alude a Carlomagno en la novela, y una a Godofredo. Entre los Nueve de la Fama Cervantes cita más a griegos y romanos que a judíos y medievales.

La siguiente, y última, referencia a los Nueve de la Fama, la hallamos en (I, 20). Es una frase de don Quijote especialmente importante, pues también es programática: atisba una nueva aventura y explica a su escudero las razones de su valor. No sólo cabe destacar que el caballero empareje a los Nueve de la Fama con otros héroes caballerescos -entremezclando ficción y realidad- sino también que don Quijote hace suyo el mito de la edad dorada, profundamente clásico, para justificar su salida a los campos como caballero andante.

En la segunda parte de la novela don Quijote se percibe ya como parte del grupo de los héroes. Si ellos fueron difamados, ¿por qué no había de serlo él?

Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. (II, 2)

El caballero se prodiga en el encomio de César, utilizando tres superlativos: para defenderse de las críticas, parece exonerar de vicios a los personajes que cita. 

Una locura de corte platónico

Don Quijote posee una prodigiosa memoria. En ella ha almacenado casi fotográficamente muchos de los textos caballerescos que ha leído. Ese material constituye como un arsenal de ideas innatas que va a utilizar para interpretar el mundo. En (I, 50), conversando con el canónigo, don Quijote hace un largo discurso donde entrelaza de modo prodigioso el lenguaje y los tópicos caballerescos, donde aparecen también elementos de origen clásico:

¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? (I, 50).

Algunos de los rasgos de la locura de don Quijote se han relacionado con aspectos de la filosofía platónica, como por ejemplo

a) el furor poético:

tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas semejantes. (…) Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura. (I, 18)

b) la transformación amorosa:

Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que humana, y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intricable red amorosa y con gran cuita en sus corazones, por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. (I, 21)

c) la búsqueda de nombres significativos:

Y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre por cierto significativo y proprio para la vida que él de su voluntad había escogido. (I, 25)

d) el ámbito de las metamorfosis:

Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no le deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no se abra camino mi espada, con la cual poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en breves días. (I, 37)

En este capítulo I, 37 se interpretan los acontecimientos con imágenes extraídas del mundo clásico. La resolución de su embarazosa situación es considerada por don Fernando como la salida de un “intrincado laberinto”; que es la verdadera causa de la transformación de la princesa Micomicona es expresada por don Quijote con una frase atribuida a Plinio:

pero el tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos”; las dificultades que atraviesa el hombre de letras son sintetizadas por el caballero como “Scilas y Caribdis”.

La imagen de la metamorfosis, para don Quijote, no es simplemente un recurso ocasional para explicar la transformación de una princesa. Su actuación está firmemente arraigada en la noción de encantamiento, extraída de las novelas de caballerías, prisma a través del cual justificará constantemente su actuación y le proporcionará una clave para interpretar los acontecimientos en que se ve envuelto.



Maraval (1976) Utopía y contrautopía en el Quijote

Marcos Villanueva (1995) Trabajos y días cervantinos

Martí Alanís (1991) Las utorías en el Quijote

Menéndez Pidal (1920) Un aspecto en la elaboración del Quijote

Menéndez Pidal (1991) La lengua castellana del siglo XVII



El mito: la Edad de Oro

La edad de oro

El mito clásico que más influye en don Quijote es el de la Edad de Oro, pues refuerza su propósito de actuar como caballero andante, al insuflar en su mente la necesidad de instaurar un mundo mejor, aquel que existió una vez y que desapareció. Esto nos mueve a preguntarnos si estamos ante un texto utópico.

Dos son a grandes rasgos los tipos de escritos en los que aparece la utopía desde la antigüedad: los filosóficos y los histórico-etnográficos. En el Renacimiento, además, Santo Tomás Moro creó un género específico con una obra cuyo nombre ha hecho fortuna Utopía.

El Quijote no es un texto filosófico, aunque se pueda extraer de él un pensamiento y, desde luego, no es un libro histórico. Tampoco es una utopía al estilo de Moro. Sin embargo, no son pocos los autores que han estudiado la utopía en el Quijote.

La novela cervantina en su estructura más básica es una sátira de las novelas de caballerías. Las novelas de caballerías, de gran éxito en la Baja Edad Media y en el Renacimiento, constituían una literatura de evasión. El heroísmo y el amor caballeresco se despliegan en un marco irreal y, aunque quizás tales novelas no puedan considerarse propiamente utópicas, en la medida en que describen un mundo imaginario, con animales maravillosos -inspirados en buena medida en la mitología clásica- y hechos sobrenaturales, sí podemos observar cierta connaturalidad entre ellas y los textos de los que venimos hablando.

En el Quijote la utopía está presente no tanto en el conjunto de los personajes de la obra como en su protagonista. Utopía en la que el caballero logra, en buena medida, envolver a Sancho. El hidalgo, al sentirse llamado a encarnar los valores caballerescos, interpreta la realidad circundante a la luz de la ficción que ha leído en los libros de caballerías, viviendo en una particular utopía, que no consiste simplemente en la materialización del imaginario caballeresco –gigantes, encantadores, princesas...- sino, -y quizás esto es lo más importante-, en el deseo de construir un mundo ideal, más justo.

El hidalgo no sólo habita en una utopía mental, sino que esta se traslada a su existencia real –real dentro de la ficción-impulsándole a la lucha por construir un mundo acorde con el sueño imaginado:

a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído (I, 2)

En este contexto es donde se inserta el mito clásico de la Edad de Oro, al que don Quijote dedica un discurso programático pero que ya en I, 2 anuncia que volverá:

Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. (I, 2)

Aun viviendo el caballero en la era de Gutenberg, su mirada está tan fija en los tiempos pasados, que privilegia en su discurso los medios de comunicación pretéritos: bronces, mármoles y tablas. Más adelante, en I, 9, el narrador explicita irónicamente el contenido de la misión del caballero: desfacer agravios, socorrer viudas y amparar doncellas.

Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas147, y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle: que si no era que algún follón o algún villano de hacha y capellina o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. (I, 9)

Dos capítulos después, hallamos el texto base del mito de la Edad de Oro en el Quijote, uno de los más célebres de la novela. Para hablar del pasado, comienza con las mismas palabras que había usado en (I, 2) “Dichosa edad” para referirse al futuro:

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien escusar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. (I, 11)

Poco antes de su discurso sobre la Edad de Oro don Qujote aplica el omnia vincit amor virgiliano a la caballería andante.

porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala. (I, 11)

Como don Quijote vive de la literatura y todo lo que observa es tamizado y reinterpretado por sus lecturas, la contemplación de unas bellotas le mueve a pronunciar su discurso. Los cabreros captan la monomanía de su invitado, e instan a que un joven enamorado cante una letra amorosa. Se cierra así el círculo de lo bucólico: el caballero trasfigura la realidad.

Si el hidalgo no poseyera ese acervo cultural no pasaría de ser un bufón, y carecería de unos conceptos que, aunque con frecuencia de modo indebido, puede aplicar a su propósito y hacerlo más creíble a sus ojos y a los de los ignorantes.

Comparemos este texto con otros de la literatura grecorromana, para analizar los elementos comunes y los innovadores. Para don Quijote, la Edad de Oro tendría las siguientes características:

- Es una edad dichosa y santa.

- No hay propiedad privada, sino una comunidad de bienes.

- La naturaleza animada (abejas) e inanimada (árboles, fuentes y ríos) ofrece espontáneamente sus bienes a los hombres, para su sustento y su cobijo; sin necesidad de agricultura.

- Paz, amistad y concordia.

- Vestido honesto, sencillo, sin adornos y natural.

- Lenguaje amoroso sin artificio.

- Justicia sin favoritismos y sin necesidad de jueces.

- Doncellas honestas.

El discurso de don Quijote hunde sus raíces plenamente en el tratamiento clásico de este mito. Lo comprobamos en la evocación de los rasgos de la Edad de Oro que hallamos en autores antiguos, como Arato de Solos, ( Fenómenos); Tibulo, ( Elegías, I, 3,); Ovidio, ( Metamorfosis, I); Virgilio en Bucólicas, IV, donde el poeta no canta una edad que pasó, sino una que retorna, en Geórgicas, I, y en Geórgicas, II, el poeta armoniza la Arcadia con la Edad de Oro; en Eneida, VI, Virgilio describe la morada de los bienaventurados, en que no hay propiedad privada; y Juvenal, ( Sátira, VI)

Los autores antiguos describen una situación: son espectadores, no protagonistas de la historia. Tan sólo Virgilio señala implícitamente a Augusto como garante de una nueva Edad de Oro.

Don Quijote, sin embargo, se siente plenamente protagonista de lo que para otros puede ser calificado de mito, pero que él percibe como real. En este sentido, podríamos hablar de un mesianismo en don Quijote, aplicado a sí mismo, y de ahí la persistencia en su propósito, pese a los frecuentes fracasos que cosecha.

El mito de la Edad de Oro vertebra plenamente su imitación caballeresca y le confiere una trascendencia de la que carece en absoluto la mera mímesis de Amadís y otros caballeros andantes.

Don Quijote, que reúne en su discurso todas las características fundamentales de este mito que señalaron los antiguos, declara a Sancho -nueve capítulos después de su discurso- que él está especialmente llamado a reinstaurar esa edad:

Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. (I, 20)

Al hablar de los Nueve de la Fama, entre los que estaban Héctor, Alejandro y César, don Quijote enlaza con la edad antigua. No se detiene en la medieval.

El discurso sobre las armas y las letras (I, 37) está relacionado por el propio narrador con el de la Edad de Oro, quien irónicamente reviste a su personaje en ambos momentos de una especie de espíritu profético:

movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir: (I, 37) (…) Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. (I, 38)

Don Quijote no ha perdido del todo el juicio, y analiza con realismo lo desmesurado de su propósito –aunque sea a modo de inciso- pues se da cuenta de que vive en la era de las armas de fuego.

A comienzos de la segunda parte de la novela resurge con fuerza la interiorización del mito de la Edad de Oro por parte de don Quijote, poco antes de aprestarse a una nueva salida, lo cual ofrece a sus interlocutores la evidencia de que sigue por sus fueros perdidos. El caballero rechaza de plano que sea un loco y vuelve a exponer su pensamiento, que es deudor de este mito, del programa pacificador de Augusto, del mesianismo novotestamentario y, por supuesto, de las novelas de caballerías:

caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, solo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo, y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que solo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. (II, 1)

Poco después don Quijote adoctrina específicamente a Sancho sobre la Edad de Oro:

y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra, que entiendo que de las que ahora se usan es la dorada. (II, 2)

El narrador trabaja para que no dejemos de percibir la megalomanía del protagonista desde la óptica de la ironía, y forja marcos bucólicos que ayudan al lector a comprender el deseo de don Quijote de hacer su vida contigua a la literatura. Describe la naturaleza con rasgos propios de la Edad de Oro:

En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del Oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados con su venida. (II, 14)

El caballero se sigue percibiendo a sí mismo como escogido, el protagonista de la tarea de resucitar la Edad de Oro, y en esa clave lee los acontecimientos:

Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; (II, 16)

Don Quijote no se limita a evocar una edad pasada, sino que proyecta hacerla presente. Cervantes une así el mito grecolatino con la caballería andante medieval. El caballero se siente, como caballero, llamado a restaurar esa Edad de Oro, haciendo de su vida un afán por construir una utopía.

En este sentido podríamos decir que Cervantes forja un nuevo modo de utopía. Ya no es la que describe un historiador o etnógrafo con visos de verosimilitud. Tampoco es la que concibe un filósofo que diseña un mundo mejor. No es ni siquiera el género creado por Moro en su Utopía. La utopía de Cervantes es la que trata de implantar un loco, que la ha interiorizado y que lucha denodadamente por hacerla real, transformando la realidad que la circunda, mirándola con ojos idealistas.

Según Maravall, “Cervantes transforma este legado clásico con todo cuanto hace de ese mito literario una utopía política, tal como se había venido utilizando en el siglo XVI: desprendimiento de toda referencia mitológica; reducción a dos de las cuatro edades en el antecedente de Ovidio, con lo que el contraste entre ambas cobra mucho mayor vigor; identificación expresa de la edad de hierro con su presente; introducción del elemento caballeresco, y, sobre todo, su conversión en objeto de una voluntad de reforma que pretende su restauración, sin que en ningún momento se presente ésta como una reproducción imposible del modelo clásico, sino como nueva visión de una sociedad natural establecida sobre los supuestos del momento, aunque esta última congruencia es lo que Cervantes niega a Don Quijote, haciéndole marchar de fracaso en fracaso”.

Perdonar a lo humildes y castigar a los soberbios

Las palabras virgilianas que dirije Anquises a su hijo Eneas y que explican la futura misión del pueblo romano, son asumidas por don Quijote como síntesis de su misión caballeresca y restauradora de la Edad de Oro.

En (II, 18) le ofrece a don Lorenzo, el hijo poeta del Caballero del Verde Gabán, la posibilidad de que le acompañe y aprenda de él esas virtudes.

Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle cómo se han de perdonar los sujetos y supeditar y acocear los soberbios, virtudes anejas a la profesión que yo profeso. (II, 18)

El programa virgiliano está plenamente asentado en la mente de don Quijote, de modo que la solicitud de doña Rodríguez de que haga justicia a su hija, halla una respuesta inmediata en él, como cabía esperar, e insiste en que el parcere subiectis et debellare superbos es “el principal asumpto de mi profesión”.

Buena dueña, templad vuestras lágrimas o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales por la mayor parte son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y, así, con licencia del duque mi señor, yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré y le desafiaré y le mataré cada y cuando que se escusare de cumplir la prometida palabra. Que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a los humildes y castigar a los soberbios, quiero decir, acorrer a los miserables y destruir a los rigurosos. (II, 52).

La opción pastoril

La literatura pastoril, igualmente de raigambre grecolatina, le tienta después de su fracaso y le ofrece una vía de escape de la caballería que aún no suponga el regreso a la realidad.

A su vuelta de Barcelona pasa don Quijote por un prado donde anteriormente habían visto a unos pastores en una fingida Arcadia:

En una aldea que está hasta dos leguas de aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas, vecinos, amigos y parientes nos viniésemos a holgar a este sitio, que es uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los mancebos de pastores. (II, 58)

y propone a Sancho transformarse en pastores, pues ya no puede ejercer la caballería, por haber sido derrotado:

Este es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo «el pastor Quijótiz» y tú «el pastor Pancino», nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos o de los caudalosos ríos. Darános con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no solo en los presentes, sino en los venideros siglos. (II, 67)

Don Quijote no sólo domina la retórica, sino que es dominado por ella. Piensa que, de alguna manera, la bella expresión de una realidad poética, en este caso, el mundo pastoril, basta para que se haga realidad. 


Maraval (1976) Utopía y contrautopía en el Quijote

Marcos Villanueva (1995) Trabajos y días cervantinos

Martí Alanís (1991) Las utorías en el Quijote

Menéndez Pidal (1920) Un aspecto en la elaboración del Quijote

Menéndez Pidal (1991) La lengua castellana del siglo XVII