En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Aquel vacío de aquella tarde



Aquella tarde, sin saber que hacía, salí fuera y descubrí la oscura luz de la tormenta. Había dejado de llover. Decidí abandonar la abstracción a la que mi mente me llevaba y percibí la realidad con la intensidad con la que en una época remota las cosas habían atravesado mis sentidos. Sin ignorar que transgredía alguna norma, escrutaba rostros y conversaciones que nada me interesaban. Entré en un bar buscando el optimismo de un vaso de vino, pero iba solo y el camarero se escondía serio, lacónico, huraño, tras un enorme bigote. El vaso de vino me hizo caer un poco más bajo.
Pasé por delante de la basílica, miré el cartel del mendigo y leí en su cara sonriente, ¡no puede ser verdad! En las vidrieras vi mi rostro deformado por el cristal y por mi estado, ¡en realidad no era mi rostro, era el de ese que me suplanta! Entré. Había mujeres mayores en los bancos, y algún hombre también mayor, desordenados como las notas de un pentagrama con renglones juntos. Entre las sombras, la intimidad de la huida y el recogimiento que el lugar requería, subí hacia el altar mayor sintiendo la humedad, la cera, el incienso y una mezcla de perfumes antiguos; evocando escenas de mi infancia, ya tan lejana. De pronto, abstraído e invisible, me imaginé en el balcón del campanario, mirando hacia abajo con ojos de adolescente, y vi una sombra otoñal que parecía la mía, esa que me acompaña y tendré que dar por mía, junto al confesionario de una capilla lateral, fuera del tiempo, fuera de mí, fuera del pentagrama que dibujaban los bancos. Fue cuando todo se iluminó, las cien pesetas o los cincuenta céntimos, habían caído por la ranura, oí su rodar metálico, para que el dorado del retablo me sacara de la penumbra, de mi concentrada abstracción. Cuando el altar se apagó de nuevo me senté en un banco, dibujando una nueva nota, un “do” o un “fa” sería, u otra; lo que no era seguro es un “mi” ni un “sol”. Quise buscar el recogimiento para que, como nota musical que era, no desafinar saltando de un “re” a un “la”, quise detener mi pensamiento pero tenía abierto un boquete de irracionalidad tan grande como un agujero negro y oía el eco de mis pasos que me arrastraban hacía el altar mayor de mis obsesiones, hacía el santuario de mis miedos. Sonó un golpe a mis espaldas y vi dos notas que se escapaban del pentagrama desafinando en su huida, buscando en silencio la sinfonía de la calle.
Volví la cara y vi la espalda de una joven arrodillada en el banco de delante, baje la vista con la codicia de mejores años que, para mi sorpresa, aún me quedaba, y después, atrevido e irreverente, imaginé formas que la ropa interior no dibujaba sobre los pantalones vaqueros. Subiendo un poco vi que tenía una sensual media melena. Abstraído pero concentrado en su geografía mis ojos subían o bajaban llevados por la batuta del invisible director, entonces, de pronto se interrumpió la música, la joven de suaves curvas, de sensual melena, de imaginadas costuras, se levantó y al girarse golpeó mi imaginación mostrándome una barba desaliñada de talibán occidentalizado o, tal vez, de seminarista arrepentido metido a ideólogo de la tendencia cristiana del pesoe.
Salí atolondrado. De nuevo deambulé confundido. Regresé a casa ignorando mi nombre, mi edad y dudando de la escala Kinsey, tan aturdido que no sabía quien era ni a donde iba, pero, avispado de mí, lo intuí enseguida, cuando tropecé con un arisco naranjo que alguien como yo debió poner en la acera, y una mujer que barría las flores caídas de un enmarañado jazmín; supuse, que me tomó por su marido y, con una voz familiar, me mandó fregar los platos de la comida; me reforzó esa opinión cuando una chica que se parecía a la mujer me tomó por su padre -supuse con más firmeza-, y me mandó cambiar la botella de butano; y no me quedó duda alguna cuando un joven al que le asomaba el bigote me pidió diez euros y nada más dárselos se dio media vuelta en dirección a la calle diciendo: -¡hasta luego tronco!- Respiré profundamente por el alivio de saberme en casa y que mi familia me reconociese. Esos son los momentos que, a veces, marca la felicidad.
 
Del cinamomo al laurel, 56