En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

jueves, 2 de noviembre de 2023

Puesto ya el pie en el estribo

 


Antes de marcharse de este mundo, el escritor más grande que han dado las letras españolas, Miguel de Cervantes, comenzó un largo adiós personal en su Viaje del Parnaso, una obra escrita en tercetos en la que el también autor de El Quijote cuenta el viaje al monte Parnaso para librar una alegórica batalla contra los malos poetas, que también abundaban entonces... El libro se publicó en 1614, cuando apenas faltaban dos años para que el escritor dijese adiós a este mundo y, como no había triunfado en poesía y tampoco podía imaginar el éxito sin fin del que iba a gozar la novela de su entrañable loco, es célebre aquel comienzo del Parnaso que sonaba ya tan conclusivo...

Yo, que siempre trabajo y me desvelo

por parecer que tengo de poeta

la gracia que no quiso darme el cielo.

El cielo le tenía reservadas otras gracias, pero es fácil adivinarlas a toro pasado. El caso es que él se fue consolando en esa dura realidad sin demasiados aplausos que había vivido y, en el prólogo de su última obra –escrito cuatro días antes de morir-, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada ya póstumamente e imprescindible para entender al alcalaíno, también incluyó varias modalidades de despedida. Una en prosa, para cerrar:

¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!.

Otra en verso, en la propia dedicatoria del prólogo a don Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII Conde de Lemos:

Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

gran señor, esta te escribo...

Su propio Don Quijote, en el lecho de la cordura, dando paso de nuevo a Alonso Quijano, inició así su testamento:

Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía...

Hasta para decir adiós hay que tener gracia, aunque Cervantes creyera que no la tuvo... La tuvo tanto como nuestro poeta del Renacimiento, Garcilaso de la Vega, quien, casi un siglo antes, en su Égloga segunda, dice por boca del pastor Albanio:

Adiós, montañas; adiós, verdes prados;

adiós, corrientes ríos espumosos;

vivid sin mí con siglos prolongados.

¿Qué hubieran pensado ambos, Garcilaso y Cervantes, de haber levantado la cabeza dos o tres siglos después? La poeta gallega y romántica Rosalía de Castro se apuntó a esa modalidad lírica de las despedidas y, en uno de sus Cantares gallegos, dejó escrito:

Adiós, ríos; adiós, fontes;

adiós, regatos pequenos;

adiós, vista dos meus ollos;

non sei cándo nos veremos.

Y eso que faltaban más de veinte años para su muerte de veras. Fue justo otro siglo después cuando un poeta de la Generación del 27, quizá el que había decidido despedirse para siempre de nuestro país con más antelación –sin morirse siquiera-, Luis Cernuda, se despidió de la vida fijándose en lo que más había valorado en ella. En Desolación de la quimera (1962) liga la letra de un célebre tango con el texto cervantino para decir:

DESPEDIDA


Muchachos
Que nunca fuisteis compañeros de mi vida,
Adiós.
Muchachos
Que no seréis nunca compañeros de mi vida,
Adiós.
El tiempo de una vida nos separa
Infranqueable:
A un lado la juventud libre y risueña;
A otro la vejez humillante e inhóspita.

Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires.
Que yo pronto he de irme, confiado,
Adonde, anudado el roto hilo, diga y haga
Lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí no supe.
Adiós, adiós, compañeros imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida.

Federico García Lorca, en cambio, con una personalidad tan distinta pero que profetizó como nadie su propia muerte en varios de sus poemas. En Canciones, en el poema “Despedida” con dos versos de pura advertencia parece despedirse:

¡Si muero,

dejad el balcón abierto!

En la "Casida de los ramos" de Diván de Tamarit, escrita en los días de la persecución, muy pocos antes de su muerte, expresa la sensación de quien se haya en estado de declive psicofísico que preludia el fatal desenlace:

Por las arboledas del Tamarit

han venido los perros de plomo

a esperar que se caigan los ramos,

a esperar que se quiebren ellos solos.

Un contemporáneo suyo del otro lado del Atlántico, el peruano César Vallejo, dijo de sí mismo en un poema titulado “Piedra negra sobre piedra blanca”, compuesto entre 1931 y 1937 y publicado póstumamente en Poemas Humanos en 1939:

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París –y no me corro-

tal vez un jueves, como es hoy de otoño.

Innovador como nadie en la pura conciencia del lenguaje que manipulaba a su antojo, aquel poema continuaba así:

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso

estos versos, los húmeros me he puesto

a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto

con todo mi camino, a verme solo”.

Unamuno falleció en la tarde del 31 de diciembre de 1936, lamentándo que Dios hubiera abandonado de aquella manera a España. Con este pensamiento se desplomó sobre la mesa camilla. Exactamente treinta años antes, la tarde del último día de 1906, escribía un poema titulado, Es de noche, en mi estudio.

Es de noche, en mi estudio.
Profunda soledad; oigo el latido
de mi pecho agitado
es que se siente solo,
y es que se siente blanco de mi mente
y oigo a la sangre
cuyo leve susurro
llena el silencio.
Diríase que cae el hilo líquido
de la clepsidra al fondo.
Aquí, de noche, solo, este es mi estudio;
los libros callan;
mi lámpara de aceite
baña en lumbre de paz estas cuartillas,
lumbre cual de sagrario;
los libros callan;
de los poetas, pensadores, doctos,
los espíritus duermen;
y ello es como si en torno me rondase
cautelosa la muerte.
Me vuelvo a ratos para ver si acecha,
escudriño lo oscuro,
trato de descubrir entre las sombras
su sombra vaga,
pienso en la angina;

pienso en mi edad viril; de los cuarenta
pasé ha dos años.
Es una tentación dominadora
que aquí, en la soledad, es el silencio
quien me la asesta;
el silencio y los sombras.
Y me digo: “Tal vez cuando muy pronto
vengan para anunciarme
que me espera la cena,
encuentren aquí un cuerpo
pálido y frío
la cosa que fuí yo, éste que espera ,
como esos libros silencioso y yerto,
parada ya la sangre,
yeldándose en las venas,
el pecho silencioso
bajo la dulce luz del blando aceite,
lámpara funeraria.”
Tiemblo de terminar estos renglones
que no parezcan
extraño testamento,
más bien presentimiento misterioso
del allende sombrío,
dictados por el ansia
de vida eterna.
Los terminé y aún vivo.

Es un poema autobiográfico, que habla de las cosas que ocurren en ese justo momento. Está hablando de una realidad, así podríamos decir que es una obra literaria donde no existe la ficción, pues está hablando de lo que en ese momento siente fisiólgica y psicológicamente.

Unamuno, me hace recordar el soneto de Quevedo Desde la torre de Juan Abad.

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.

Y en este soneto reflexiona sobre la fugacidad de la vida: siente cómo el tiempo avanza inexorablemente y se acerca la muerte, y nos apremia a no confiarnos de la juventud y a tomar consciencia de nuestra condición mortal.

¡Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¡Qué mudos pasos traes, oh, muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!
Feroz, de tierra el débil muro escalas,
en quien lozana juventud se fía;
mas ya mi corazón del postrer día
atiende el vuelo, sin mirar las alas.
¡Oh, condición mortal! ¡Oh, dura suerte!
¡Que no puedo querer vivir mañana
sin la pensión de procurar mi muerte!
Cualquier instante de la vida humana
es nueva ejecución, con que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana.

En efecto, la gracia (de despedirse) que el cielo no había sabido darle, supuestamente, a Cervantes se extendió allá por donde lo hizo nuestro idioma. La poeta argentina Alfonsina Storni también quiso despedirse antes de su suicidio, preocupada más por las cosas que por ella misma.

Las cosas que mueren jamás resucitan,

las cosas que mueren no tornan jamás.

¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda

es polvo por siempre y por siempre será!

Y escribió en un bello poema de dodecasílabos:

Cuando los capullos caen de la rama

dos veces seguidas no florecerán…

¡Las flores tronchadas por el viento impío

se agotan por siempre, por siempre jamás!

¡Los días que fueron, los días perdidos,

los días inertes ya no volverán!

¡Qué tristes las horas que se desgranaron

bajo el aletazo de la soledad! (…)

¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!

¡Adiós mi alegría llena de bondad!

¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,

las cosas celestes que no vuelven más!”.

Más metaliterario y menos lírico, el chileno Jorge Teillier dejó escrito:

...y me despido de estos poemas:

palabras, palabras –un poco de aire

movido por los labios- palabras

para ocultar quizá lo único verdadero:

que respiramos y dejamos de respirar”.

Angel González, en estos versos, se refiere a la muerte que implica el olvido. En su reflexión, el hecho de que las personas nos recuerden, hace que nos podamos mantener vivos.

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace

inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita…

Entre Bukowski y Juan Ramón será difícil encontrar alguna similitud: uno creador del realismo sucio y el otro preocupado por que no tocaran más a la rosa, como nos advierte en Piedra y cielo. Pero ambos nos dejaron unos emocionantes poemas, cada cual a su manera, que eran unas inolvidables despedidas en sí mismos. El de Bukowski empieza directamente:

Esperando a la muerte

como un gato

que saltará sobre la

cama.

Y luego convierte el texto en un poema de amor a destiempo:

Estoy apenado por

mi esposa.

Ella verá este

cuerpo

rígido

y blanco.

Lo sacudirá una vez, entonces

quizás de nuevo:

Hank’

Hank no

contestará.

No es mi muerte lo que

me preocupa, es mi esposa

sola con esta

pila de nada.

Quiero que sepa

que todas las noches

durmiendo a su lado.

Incluso las discusiones

inútiles

fueron cosas espléndidas.

Y las duras

palabras

que siempre tuve miedo de

decir

pueden ahora ser

dichas:

Te amo”.

El poema de Juan Ramón Jiménez no habla de su mujer, Zenobia Camprubí, porque aún no la conocía. Y pese a que él no había cumplido aún los treinta años, la conciencia de su finitud resume todas las despedidas literarias del modo más bello y sencillo a la vez:

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu errará nostálgico…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido…

Y se quedarán los pájaros cantando.

Cualquier despedida literaria, al fin y al cabo, precede al viaje definitivo. Y, como no, también lo ha hecho mi paisano y amigo Enrique Morón, en uno de sus poemas, un soneto clásico de rima consonante que titula “El poeta piensa en la muerte” de su poemario Del tiempo frágil (1999):

Pasada ya la cumbre de la vida,

estoy bajando al sur de la ladera

con el miedo precoz de a quien espera

un lago al fondo y una barca hendida.

Vencido el tiempo, la ambición vencida,

he de cruzar, del lago, a la ribera

opuesta, donde habita y donde espera

la parca sombra de la noche herida.

...