En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 22 de abril de 2018

Cervantes y Avellaneda: historia de una enemistad

 

Un trabajo de Felipe Pedraza Jiménez


Lectores ávidos y desocupados

El Quijote fue un enorme éxito editorial, pero no el único ni siquiera el mayor de aquellos tiempos. Unos años antes, en 1599, había aparecido la obra que reveló a Cervantes que había público para este tipo de relatos extensos e inspirados en la realidad contemporánea. La novela que descubrió esta pasión lectora de una parte importante de la sociedad española y europea de su época fue Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Y un año antes, en 1598, otro colega y muy pronto enemigo de Cervantes, Lope de Vega, había sacado a la luz un extenso relato, con muchos versos intercalados, titulado Arcadia, del que se conocen 18 ediciones del siglo XVII. ¡Todo esto en una sociedad en la que aproximadamente el 90% de la población no sabía leer!

Estos ejemplos demostraron a Cervantes que, a pesar del analfabetismo imperante, había un público deseoso de dedicar tiempo, mucho tiempo, a una actividad tan rara y antinatural como la de engolfarse en la lectura de largas historias. Hay indicios que nos llevan a pensar que al propio Cervantes, que confiesa ser «aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles», le sorprendió esta pasión masiva.

Es generalmente admitido que, al empezar la redacción del Quijote, su autor no pretendía escribir una novela en el sentido moderno (es decir, larga), sino una novella al estilo italiano, es decir, una novela corta, más accesible a todo tipo de lectores. Eso parecen revelarnos las versiones primitivas de Rinconete y Cortadillo y de El celoso extremeño que nos han llegado a través del códice Porras y de la edición que Isidoro Bosarte publicó en el Gabinete de lectura (1788).

A diferencia de lo que es común entre los narradores cuidadosos y mirados, que liman en sucesivas correcciones las huellas de sus dudas creativas, Cervantes prefiere dejar a los ojos del lector los zurcidos de que inevitablemente se compone cualquier obra extensa. Eso es lo que encontramos en la transición entre los capítulos 8 y 9 del relato publicado en 1605, o, lo que es lo mismo, en el paso de lo que entonces constituía el final de la Primera parte y el comienzo de la Segunda.

Es posible, y aun probable, que ese momento de duda viniera provocado por dos acontecimientos capitales para la historia del Quijote: uno interno: la invención de Sancho, y otro externo: el éxito de la Primera parte de Guzmán de Alfarache. La conjunción de ambos animó a Cervantes a ensanchar la idea primitiva y construir un extenso relato de unas 600 páginas que, además, anunciaba una segunda parte. Se embarcó y culminó la tarea, pero no dejaba de sorprenderse de que hubiera tanta gente en condiciones de comprar y leer este tipo de obras. Por eso el prólogo del Quijote de 1605 está significativamente dirigido al “desocupado lector”.

Estas son en realidad las primeras palabras del Quijote. Y son muy significativas. Centraremos pues nuestro interés más en el “desocupado lector” que tenia en mente Cervantes, que en “el lugar de la Mancha”. La obra empieza, con la invocación de un receptor que disponía de tiempo y tenía manifiesto interés en las aventuras de un personaje “seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios” (I, prólogo, pág. 67). Se remata con los versos paródicos de los “académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha” y con la promesa, trufada de ironía, de continuar el relato, que reitera en las palabras finales que tuvieron mucho de premonitorias:

(…) se animará a sacar y buscar otras [historias], si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invención y pasatiempo (I, cap. 52, pág. 513).

(…) tiene intención de sacallos a luz [los versos carcomidos de los académicos de Argamasilla],

con esperanza de la tercera salida de don Quijote. (I, cap. 52, pág. 516).


La promesa inclumplida

Muchos estaban deseosos de que apareciera la prometida Segunda parte y tercera salida de don Quijote; pero pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y siete, ocho, nueve años después la promesa seguía incumplida.

¿Por qué Cervantes no se lanzó a escribir de inmediato la Segunda parte, sobre todo si tenemos en cuenta que sufría verdaderas estrecheces y vivía entre dificultades económicas? No lo sabemos, pero se me ocurren tres posibles razones.

La primera. El éxito del Quijote le había supuesto un beneficio económico limitado, entre mil y mil quinientos reales, ya que había vendido el privilegio al librero Francisco de Robles y, además, la mayor parte de las ediciones se hicieron fuera del reino de Castilla sin reportarle un real.

La segunda. Pudo sentir cierto vértigo debido al éxito: temió decepcionar a los entusiastas lectores de la Primera parte y no revalidar su crédito. Sabía que en los apasionados de cualquier arte late casi siempre un fondo de escepticismo —quizá de envidia— ante cualquier autor que sorprenda y maraville. Quieren —queremos— que demuestren que la flauta no sonó por casualidad.

La tercera. Sabemos que la obsesión de los últimos años de Cervantes estuvo en lo que él creía que iba a ser su gran novela: Los trabajos de Persiles y Segismunda, un relato culto, complejo, difícil, exótico y peregrino, simbólico y trascendente... No es que renunciara a la gloria que le había dado el Quijote, pero no se conformaba con eso.

Sea por la razón que fuere, Cervantes fue dilatando la entrega de la Segunda parte.


La redacción y primeras ediciones del Quijote de Avellaneda

Cuando ya habían pasado cinco años sin que se tuviera noticia de ella, un individuo culto, muy culto —no era un “ingenio lego”, como se dijo de Cervantes—, pero admirador de la literatura popular que encarnaban tanto el Quijote como las comedias de Lope de Vega, decidió cumplir la promesa, al parecer olvidada por el primer autor, y enfrentandose dialécticamente a éste. Así debió de nacer el Quijote firmado por Alonso Fernández de Avellaneda.

No sabemos la fecha en que se compuso (solo podemos precisar que hubo de ser antes de la primavera de 1614 y presumiblemente, antes del verano de 1613, fecha de la aparición de las Novelas ejemplares, por las razones que más tarde señalaré). Sin embargo, en los primeros párrafos alude a un hecho histórico y social de extraordinaria trascendencia:

El sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero, dice que, siendo expelidos los moros agarenos de Aragón, de cuya nación él decendía, entre ciertos anales de historias halló escrita en arábigo la tercera salida que hizo del lugar del Argamesilla el invicto hidalgo don Quijote de la Mancha, para ir a unas justas que se hacían en la insigne ciudad de Zaragoza (Cap. 1, pág. 13).

Las órdenes de expulsión de los moriscos de Aragón las hizo públicas el gobierno del duque de Lerma el 10 de mayo de 1610. Posiblemente, esa es la fecha aproximada en que se inició la redacción.

Si aceptamos esa fecha, todo encaja razonablemente bien. En tres años el tal Avellaneda compondría su novela y se dispondría a publicarla, cosa que hizo en Tarragona, en la imprenta de Felipe Roberto, durante el verano de 1614.

La especie de que el Quijote de Avellaneda no se imprimió en los talleres de Felipe Roberto en Tarragona no parece tener más base que las palabras, irritadas aunque irónicas, de Cervantes en el prólogo del Quijote de 1615:

¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote ; digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona (II, Prólogo, pág. 527).

En su edición. Luís Gómez Canseco, sugiere que el autor estaba más preocupado de que saliera el libro, que de cómo o dónde saliera, buscó un impresor fuera de Castilla, se dirigió a Cormellas y este, “para no meterse en camisa de once varas, [decidió] trasladar la tarea a un impresor secundario, como Felipe Roberto, con cuya casa, asentada en Tarragona, mantenía buenas relaciones comerciales”. Es posible que así ocurriera, pero no veo la necesidad de dar esa vuelta por Barcelona, cuyo único fin —a lo que se me alcanza— es justificar que Cervantes situara la impresión del Quijote de Avellaneda en la ciudad condal (II, cap. 62, pág. 947). Resulta más fácil suponer que lo que se presenta en el relato de 1615 es una noticia imprecisa, bien por falta de información: el propio Cervantes suponía erróneamente que su novela se había publicado en Barcelona (I, cap. 3, pág. 479); bien por la libertad que tiene la ficción para separarse de la verdad documentada.

Una primera licencia, expedida por el doctor Rafael Ortoneda, se dio el 18 de abril de 1614. La autorización definitiva, firmada por el canónigo Francisco de Torme y de Liorí, lleva fecha de 4 de julio.


Legitimidad y legalidad de la continuación

Lo que hizo Alonso Fernández de Avellaneda (continuar la obra que otro escritor había dejado inacabada) no es algo raro ni en su época ni en la nuestra. Él mismo recuerda otras situaciones parecidas:

... nadie se espante de que salga de diferente autor esta Segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos [Boiardo, Ariosto, Barahona de Soto, Lope, incluso Góngora y Quevedo, a su manera]? Las Arcadias [Sannazaro, Lope de Vega], diferentes las han escrito; la Diana [Jorge de Montamayor, Salvador Gil Polo...] no es toda de una mano… (Prólogo, 5)

En efecto, fue muy frecuente en la literatura del Siglo de Oro que diversos escritores continuaran o recrearan las obras que habían alcanzado éxito. Ocurrió con nuestros primeros clásicos: las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique conocieron numerosas versiones, glosas, ampliaciones; La Celestina tuvo una nutrida lista de continuadores y recreadores; lo mismo pasó con el Lazarillo de Tormes.


El odio secular a Avellaneda

Son muchos los lectores, ¡y los críticos!, que se enfrentan al Quijote de 1614 con una actitud beligerante, tomando decididamente partido. Luis Gómez Canseco, uno de los más rigurosos y objetivos estudiosos de nuestra novela, habló del odio que rezuman muchos de los comentarios.

Nicolás Antonio, en el siglo XVII, se limitó a señalar que le faltaba el genio cervantino (y es verdad); pero ya en el XVIII, Gregorio Mayans y Siscar, que dedica numerosos párrafos al caso Avellaneda, cargó con inusitada rabia contra este “envidioso de la gloria de Miguel de Cervantes Saavedra y codicioso de la ganancia de sus libros [que] se atrevió a escribir y publicar una continuación de aquella historia inimitable”.

Estos aires belicosos han recorrido la historia crítica. Varios estudios califican de crimen, fraude y engaño (aunque con distinto alcance e intención) esta creación literaria en su mismo título. No falta quien ve en ella una imperdonable vileza, e imagina a su autor cruel e inmisericorde, despiadado, revanchista y pendenciero, dominado por el resentimiento y la envidia, reconcomiéndose, con diabólica complacencia, en el horrendo pecado que ha cometido... Prácticamente todos se baten en defensa de Cervantes injusta y vilmente zaherido.

Ese odio a Avellaneda tiene mucho de quijotesco. Se vive tan intensamente la imaginada batalla intelectual de hace cuatro siglos, que nos vemos impelidos a intervenir para tratar de deshacer el entuerto cometido al dar a la luz una novela que se presentaba como continuación de la cervantina.


Avellaneda y la Segunda parte de 1615

Lo cierto es que Alonso Fernández de Avellaneda creó una obra sumamente interesante, que merece una lectura atenta, y un análisis sereno. Con toda seguridad le hizo un extraordinario favor a Cervantes y a nosotros, los lectores.

Posiblemente, gracias a él se acabó de escribir y se publicó la Segunda parte del Quijote cervantino. Además de las razones que antes apunté (la limitada rentabilidad económica y el miedo al fracaso), pudo haber otro motivo para que Cervantes fuera dejando de lado la continuación, a pesar de que Francisco de Robles, el librero-editor, estaría pinchándole.

Se había convertido, por antonomasia, en el escritor cómico e hilarante, al que algunos podrían considerar por ello intrascendente, sin reparar en el relieve antropológico de la risa. Y su proyecto de años se convirtió en obsesión con Los trabajos de Persiles y Segismunda. Carlos Romero, lo apuntó sagazmente:

Al artista, ya viejo e incluso cansado de sentirse llamar “escritor festivo”, “regocijo de las musas”, etc., le había de resultar imprescindible un triunfo de “otro tipo”: un éxito incluso menos clamoroso pero, esta vez, con una obra seria.

De esta sensación nació posiblemente su último esfuerzo creador: culminar la redacción de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, novela de compleja estructura, continuadora de una reputada tradición clásica, que exige al lector una dedicación más sesuda y una formación cultural más vasta.

Es razonable pensar que al aparecer el Avellaneda, posiblemente en el otoño de 1614, había redactado cincuenta y muchos capítulos de su Segunda parte. Y es, cuando trabaja en el capítulo 59, cuando llegó a sus manos el Quijote de Avellaneda. En éste capítulo del “verdadero”, es donde don Quijote y Sancho, que están en una posada, oyen la conversación de don Juan y don Jerónimo sobre la conveniencia de seguir con la lectura de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha:

¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que

hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que

pueda tener gusto en leer esta segunda.

Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en este más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.

Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:

Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad…

(II, cap. 59, pág. 918).

Si Cervantes hubiera escrito la Segunda parte de manera lineal, sin adelantarse ni retroceder respecto a la acción narrada, nos encontraríamos con que desde 1605 a 1614 había escrito 58 caps. y 224 fols. del impreso (448 págs.). La media: 6,44 capítulos, 24,8 fols. (unas 50 págs.) por año.

Un año después, en el otoño de 1615, publicó un libro de 74 capítulos y 280 fols. Es decir, en unos meses tuvo que escribir 15 capítulos y el texto de 56 fols. (112 págs.) del impreso. Además, intuimos que volvió sobre sus pasos para rehacer episodios anteriores (por ejemplo, el del retablo de maese Pedro). El ritmo de escritura tuvo que ser particularmente vivo entre el otoño de 1614 y los primeros meses de 1615, en que el libro se presentó (no sabemos en qué estado) para las preceptivas

censuras. La irritación que le produjo la obra de Avellaneda fue para él un acicate, sin el cual quizá hoy no tendríamos el Quijote de 1615. En todo caso, se trataría una obra distinta en muchos de sus aspectos capitales. A lo largo de la historia literaria, la indignación ha sido una musa fértil y, en muchas ocasiones, felicísima.


La cólera de Avellaneda y el prólogo de las Ejemplares

La crítica acostumbra a ver a Avellaneda como un declarado enemigo de Cervantes, al que ofende e insulta. Hay que matizar —ya se ha matizado— esta cuestión. En el cuerpo de la novela no existe nada que nos haga suponer enemistad o inquina hacia él. El único texto alegado por la crítica más suspicaz es un chistecillo del cap. 4 en que se relaciona el apellido del genial escritor con los cuernos (ciervo >Cervantes) y con la vejez (por referencia a las ruinas del castillo de San Servando o Cervantes, a las afueras de Toledo):

que aquel Cu es un plumaje de dos relevadas plumas, que suelen ponerse algunos sobre la cabeza, a veces de oro, a veces de plata y a veces de la madera que hace diáfano encerrado a las linternas, llegando unos con dichas plumas hasta el signo [de] Aries, otros al de Capricornio, y otros se fortifican en el castillo de San Cervantes (Quijote apócrifo. Cap. 4, págs. 47-48).

Pero estas ocurrencias eran de dominio público y se repiten muchas otras veces en el Siglo de Oro (por ejemplo, en Góngora), sin que tengamos que suponer referencias directas a la irregular vida familiar del novelista.

Donde sí se encuentran expresiones irrespetuosas y ofensivas, además de una cerrada defensa de Lope, al que Cervantes había atacado con saña en el Quijote de 1605, es en el prólogo. El tono, mucho más directo, personal y ácido, difiere del que encontramos en el resto del volumen, lo que ha llevado a algunos estudiosos a pensar que su redacción se debe a una mano distinta. Nicolás Marín, desarrolló esta hipótesis con el rigor, la finura y el escepticismo que pide el método científico, y propuso la posibilidad de que el prólogo lo hubiera escrito otro autor, incluso el mismo Lope de Vega.

En nuestra reciente edición, Milagros Rodríguez y yo, hemos apuntado una hipótesis que creemos novedosa:

Quien lo escribe (entiéndase: quien pudo haberlo escrito) es “otro Avellaneda”, un Avellaneda que ha pasado de la admiración por Cervantes (de ahí que emprendiera la ardua

tarea de continuar su obra) a la irritación y, como consecuencia de ella, a una más cerrada y clamorosa defensa del dramaturgo satirizado en el Quijote de 1605.

Rosa Navarro subrayó en 2005 cómo Avellaneda leyó con extrema atención el prólogo de las Novelas ejemplares, presumiblemente poco después de aparecer en Madrid, en agosto de 1613, lo que no deja de ser un indicio más de su entusiasmo por la producción cervantina. Para esas fechas debía de tener acabada o a punto de acabar su novela. Estoy convencido de que recibió con interés y complacencia el irónico comentario sobre las reacciones que provocó el prólogo del Quijote de 1605 y el donoso autorretrato que traza Cervantes. No le parecería mal el recuerdo de los tiempos heroicos de Lepanto ni se molestó porque se jactara de ser “el primero que he novelado en lengua castellana”. La sorpresa, desagradable para el que había puesto tanto empeño en continuar las aventuras del hidalgo manchego, estaba en el penúltimo párrafo: y primero verás, y con brevedad, dilatadas las hazañas de don Quijote y donaires de Sancho

Este anuncio arruinaba todos los esfuerzos realizados y todas las esperanzas puestas a lo largo de los tres años que debió de durar la redacción de la novela. Inmediatamente, las mismas palabras que había leído complacido (el autorretrato de Cervantes, los recuerdos heroicos de juventud, los comentarios sobre la creación del nuevo modelo de novella) cambiaron su valor y sentido.

El prólogo del Quijote de Avellaneda debió de escribirse inmediatamente después de haber leído el de las Ejemplares. Como ha mostrado Rosa Navarro, se estructura como una réplica, en caliente, a los puntos que el propio Cervantes había desarrollado en sus palabras al lector:

1. Las reacciones que provocó el prólogo de 1605: «no me fue tan bien […] que quedase con gana de segundar con este».

2. Su manquedad: «Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parezca fea, él la tiene por hermosa».

3. Su vejez: «que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano».

4. Su labor literaria: «ejercicios honestos y agradables [que] antes aprovechan que dañan».

A todo ello replica, echándolo a mala parte, el enrabietado Avellaneda:

1. Prólogo: «menos cacareado y agresor de sus lectores que el que a su Primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra».

2. Manquedad: «digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir de él que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos».

3. Vejez: «Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes».

4. Labor literaria: «sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas»; «comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas».

En medio, naturalmente, dedica varios párrafos a defender la legitimidad de su actuación, al continuar la historia de don Quijote y a defender con entusiasmo al autor más directa y claramente atacado en el Quijote de 1605: a Lope de Vega, «quien tan justamente celebran las naciones más estranjeras y la nuestra debe tanto por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inumerables comedias».

No parece que la cólera del prólogo incitara a Avellaneda a rehacer su novela y a trufarla de alusiones o referencias satíricas a Cervantes. Le bastaron las páginas preliminares para el desahogo.