En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 12 de abril de 2022

Historia de un mito

Verdades y mentiras sobre García Lorca y su mundo.

Autor: Manuel Escudero Puga.


 Todo está a punto para la publicación. Como los preliminares parece ser que me corresponden, os pongo a continuación la Introducción:

¿Quién es Manuel Escudero? Probablemente, muchos lectores se hagan esta pregunta que yo me hice hace unos años leyendo la columna que publica en Diario JAÉN. Una y otra semana, leía (leo aún) sus ideas, satisfecho cuando coinciden con las mías y motivado por las nimias discrepancias que a veces me surgen. Resultó que descubrí -no hace mucho- que de niños fuimos amigos, compañeros de internado en el Seminario Menor de Granada. Pasada casi toda una vida, nos volvimos a encontrar y me hizo un regalo, de esos que nunca se olvidan: un poema, un romance, una oda, a mi pueblo, titulada “A Cádiar”. Por lo dicho, comprenderá el lector, de quien solicito indulgencia cuando avance por estas atrevidas líneas, mi admiración por el autor. Mi satisfacción ante la petición de que redactara, como el simple lector que soy, estas palabras introductoras que ahora empiezo a escribir. El autor sabe ya que lo haré con todo mi agradecimiento, por ser el primer lector de esta su nueva obra, con la osada pasión que pongo en todo aquello que mueve mi interés, y con la nula pretensión de objetividad en lo que diga.

Escudero es granadino como Lorca, con quien comparte no solo su nacimiento, sino el oficio de poeta, la pasión por la rima y la fe intrépida en el poder de la palabra. Por lo que he podido constatar en nuestra retomada amistad, nunca ha considerado la poesía como algo aislado de la vida, sino que ésta, como en Federico, ha sido y es un reflejo de su vida, de su pathos, y de su tiempo. Es autor de varios poemarios, como Recuerdos y homenajes (Jaén 2001), Buscando la luz (Jaén 2006), Romancero de la Contraviesa (Jaén 2012), Campo de Olivos (Jaén 2014), Sonetos del atardecer (Granada 2018). Aunque hoy no toque hablar de la poesía de Escudero, que es lo que esencialmente escribe, sí diré de pasada que en ella se trata de la vida, del pasado, del amor, de emociones y sentimientos…, del ser humano en suma. Así que repetiré aquella máxima que decía que, para saber de un autor, el camino más seguro y más corto es acudir a su obra. En ella, encontramos numerosos homenajes o recuerdos de García Lorca; en Recuerdos y Homenajes, tiene cinco poemas dedicados a Federico, en los que juega con sus propias metáforas:

(...)

No hay tarde que no te nombre

entre suspiro y suspiro.

No hay pena que no te lleve

ni dolor que no hayas sido.

En Sonetos del atardecer, vuelve la memoria de Federico con nuevos poemas que giran en torno a la idea de su muerte.

(...)

Federico murió por ser poesía,

amor total y llanto y sufrimiento.

Murió sin esperar, de odio cruento,

de dos disparos a su fantasía.

Escudero admira profundamente la poesía de Lorca, sus metáforas, de la que bebe en toda su obra poética con una sensibilidad pareja; pero recela de la preceptiva marcada por las instituciones culturales, aflorando la heterodoxia cuando es necesaria para sostener su coherencia en el compromiso con la verdad y con su profunda fe.

Hablar de verdad sobre la figura de Federico es un acto muy comprometido, sobre todo cuando no se habla desde la verdad oficial. El enfoque de Escudero no cabe duda que está realizado desde su profunda fe como creyente, pero tampoco cabe duda que también lo hace desde un trabajo muy serio y la más insobornable objetividad; objetividad que deviene incuestionable en tanto que sus afirmaciones y, cuando no puede afirmar algo, por el motivo que sea, su verdad se revela como sugerencia, recordándonos aquel eco machadiano de Proverbios y Cantares:

¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.


En el libro que te dispones a leer, amigo lector, hay muchas pistas que te llevarán a tu verdad sobre Federico García Lorca; la Verdad es posible que nunca la sepamos: parece haber muchas conciencias empeñadas en ello. Sin embargo, Escudero ha indagado a fondo: no le ha bastado la reputada opinión de Ayllón, ni la acreditada maleta de Penón, ni la extensa documentación de Fajardo, ni la inmediación a los hechos de Nestares; tampoco ha sido suficiente con el trabajo y la fe de Gibson, y, mucho menos, las lecturas interesadas o dirigidas del tema. Ninguna de todas ellas ha pasado por alto; pero, sobre todo, su verdad, está apoyada en un sus largos años de trabajo e investigación, en los que ha vuelto atrás en numerosas ocasiones para corroborar o colegir. Yo mismo le he acompañado recientemente para, una vez más, escudriñar sobre el terreno; y, con él, he recorrido la trágica ruta; y he entrado, en Víznar, en la casa de una adorable señora, que nos contaba lo que su padre vivió de primera mano en aquellos fatídicos días de agosto.

También hemos hablado del poeta, conscientes de que, al definir a Federico, las palabras que usamos limitan su universo artístico. Determinarlo como poeta es ya una acotación para sus cualidades. Así, me ha hecho constatar algo que ya sospechaba: la colosal grandeza y universalidad de Lorca; un poeta en quien se agotan los adjetivos, el hombre que nace para hacer de la vida poesía, y para compartir esa poesía con quienes lo rodeaban. La obra de Lorca, sobre todo su poesía, es unas veces lírica, muchas dramática, y, con frecuencia, trágica; está dotada de una sensibilidad extraordinaria, pero es muy poco inteligible, pues de sus metáforas creacionistas o expresionistas solo él conocía su último significado, algo muy propio de un autor que, ante todo, escribía por la necesidad de expresarse, siendo secundario para él el lector.

En sintonía con Escudero, diré que, cuanto más profundizo en Lorca, como autor y como hombre, más convencido estoy de que no era en absoluto político; sé que se sintió bien con la República, con la “Barraca”, pero igual que se podría haber sentido con otra forma de gobierno que le hubiera dejado hacer aquello que a él le salía del alma. Más aún: pienso que son pocas las ideas sociales que muchos achacan a su obra. Éstas aparecen con Poeta en Nueva York, donde mira la vida de esta urbe desde arriba, situándose en un plano superior a la catástrofe que retrata. Sí hay en toda su obra amor, y más que “amor”, hay erotismo. Sobre todo, erotismo masculino: el hombre fértil, el brío, el viento huracanado… a lo que se opone “el agua estancada”, que en la poesía o en el teatro remite siempre a la infertilidad, como en el caso de Yerma, la mujer que no puede tener hijos por culpa de su marido, que siempre está viendo agua estancada; como en Bodas de Sangre donde la novia escapa con el macho alfa. El principal tema en Lorca son los hombres que no son suficientemente viriles; y la mujer es siempre una intermediaria para demostrar esa facultad del hombre. En ningún mundo, como en el de Bernarda Alba, las mujeres se “matan” por un hombre, por Pepe el Romano, por el que se pelean las cinco hermanas, y por el que, hoy día, habría que llevar al psiquiatra a la madre. En El Público, dice un personaje, Julieta, sancionando esta idea de amor que planea en toda su obra: “A mí no me importan las discusiones sobre el teatro ni el amor. Yo lo que quiero es amar".

El título de esta obra que ahora tienes en tus manos, Historia de un mito, no cabe duda de que es muy acertado: que Federico García Lorca se ha convertido en un mito es una realidad que nadie puede discutir; que la historia consiste en una crónica de hechos reales, una biografía, no es menos cierto. De eso trata este libro. Pero esta precisión encierra una paradoja, pues es la descripción real (historia), de una fantasía (mito). Lorca es en realidad un genio indiscutible por su facultad para crear usando la palabra, por su sensibilidad proyectando la imagen, al que, después, otros hemos convertido en “mito”, y es aquí donde surge la duda. ¿Es pretensión de Manuel Escudero desmitificar a Lorca? Eso debes juzgarlo tú, estimado lector, advirtiendo que el “mito” está muy relacionado con las creencias y los intereses de grupo.

Federico es como un juego de cajas chinas: en el interior está el hombre lleno de pasión, de optimismo, de miedo, interesado de muchas cosas y aburrido de otras tantas; en la siguiente caja está el personaje que él mismo se construyó, enfrentado a aquella sociedad conservadora y decadente. Y, rodeándolo todo, está el mito que ha llegado hasta nuestros días... Escudero parece romper la manera en que se ha abordado casi siempre la vida de Lorca: como si, en clave profética, desplegara un programa biográfico preestablecido, como si ya desde el principio supiera que acabaría anunciando su propia muerte, como parece presagiar en la "Casida del herido por el agua": Quiero bajar al pozo / quiero morir mi muerte a bocanadas; o en la Casida de las palomas oscuras, en la que se formula un extraña pregunta, como extraña es la respuesta del sol y de la luna:

Vecinitas, les dije,

¿dónde está mi sepultura?

En mi cola, dijo el sol.

En mi garganta, dijo la luna.

¿Sería consciente el poeta de que casi un siglo después, jueces, políticos, magistrados, críticos literarios, investigadores, etc., iban a formularse esta misma pregunta? También nos responde a esto Escudero, y lo hace con indudable valentía. Manuel, trata, no sin esfuerzo, de olvidar al mito. Parece perseguir lo contrario: verlo como a una persona de carne y hueso, una persona que quiso dedicarse, desde muy niño, al teatro, a la poesía, a la palabra... Se ha preguntado el porqué de cada suceso, y cómo habría actuado cualquier persona de la época en sus circunstancias, no el mito que hoy conocemos. También se ha hecho, y con igual denuedo, la misma interrogación respecto a los actores que rodearon su tragedia, y de todos ellos sugiere una respuesta.

Se ha escrito tanto de García Lorca que estarás pensando, amigo lector, qué novedades aporta este libro. Pues las hay, y algunas muy concretas que podrás descubrir a lo largo de sus páginas. Yo generalizaré un poco con la idea de seducirte a bucear en él: la provocadora temática de muchos de sus dramas; los dudosos negocios del padre del poeta; la lucha entre familias, entreverada con el ambiente de preguerra en el entorno de Federico; la interesada porfía en la búsqueda de los restos del poeta; el silencio clamoroso de la familia; las directrices en torno al mito tácitamente impuestas por la Cátedra; los oscuros ardides de la Fundación…

Resumiendo, el autor de este libro se ha “echado al barro”, con todo lo que expresa esta metáfora de trabajo, compromiso, y satisfacción. Sin embargo, aunque el autor “se moje” a lo largo de toda su obra, es al lector a quien corresponde la última palabra. Lo que al final importa siempre es nuestra propia interpretación de un texto, que sin duda puede diferir de la que hagan los demás lectores e incluso de la del propio autor… Lo que es muy evidente, es que Escudero ha puesto a nuestra disposición suficiente material como para enriquecernos y poder formarnos nuestras propias opiniones.

José F. Alvarez

Con motivo del centenario del nacimiento de Lorca, escribía Múñoz Molina en el Pais semanal, en agosto de 1998: "Cuántos dueños tiene Federico, cuántos herederos y administradores, cuántos parásitos, cuántos enemigos a los que no apacigua ni los años tan largos que ya lleva en la muerte, cuántos apóstoles y mangoneadores póstumos que se empeñan en erigir su fantasma en símbolo de causas políticas o sexuales, o peor todavía, en estampita de un mugriento andalucismo folclórico a la medida inepta de los enchufados culturales de la autonomía (...) Va siendo hora, cuando cumple 100 años, de que lo dejen en paz unos y otros, parásitos y predicadores..." 

Cuán lejos está de cumplirse este deseo del autor de Beatus ille. Cuándo comprenderemos que Federico no pertenece a nadie, y pertenece a cualquiera que se sienta aludido por una frase suya. Cuándo comprenderemos que la mejor manera de conmemorarlo, de recordarlo, es leer en voz alta uno de sus poemas: ese que te dejó dibujado, porque parecía dirigido a ti, como él dijo en una de sus cartas, "un plano de tu deseo".






Junto a este olivo mataron a Federico. Está situado en la curva de la carretera que une los pueblos de Víznar y Alfacar, junto a Fuente Grande.

El mismo olivo en la actualidad, situado en el interior del Parque.



Vínar, en Palacio de Cuzco en la actualidad.



Los abuelos y los tíos de Federico. Estos cuadros genealógicos me los hice para no perderme con los personajes


En Francisca Alba se inspiró el drama de "La casa de Bernarda Alba"

Los padres y los hermanos de Federico García Lorca

Los "Roldan-Benavides", familia de los "García-Rodríguez", socios de don Federico en la azucarera, y, después, enemigos irreconciliables.

Otras siete entradas de este blog sobre Federico García Lorca: https://lacocinaquenosgusta.blogspot.com/search/label/Lorca

Otras dos entradas de este blog sobre Manuel Escudero Puga: https://lacocinaquenosgusta.blogspot.com/search/label/Escudero



lunes, 11 de abril de 2022

El Caballero del Verde Gabán


Dice de él Márquez Villanueva del personaje del Caballero del Verde Gabán: “No hay personaje explorado más a fondo por el autor en toda la obra”, aunque habrá que suponer que con exclusión de don Quijote y Sancho.

Es evidente que supone una contraposición al modo de vida de don Quijote. Esta perspectiva se ve afectada por la valoración que cada crítico haga de la figura de don Quijote. Con la idealización romántica de don Quijote, empezaron las interpretaciones negativas del personaje del Caballero del Verde Gabán en el que ven un carácter poco heroico, y por perseguir una felicidad material y familiar. Algunos críticos de la segunda mitad del siglo XX, esos que persiguen un Cervantes maestro del doble discurso por una supuesta heterodoxia ideológica, o bien por atribuirle el máximo grado de complejidad artística, han tratado de encontrar en el personaje de don Diego de Miranda una significación más o menos velada. Sin embargo, son también numerosos los partidarios de una interpretación positiva del personaje, hasta el punto de que algunos ven en él un anhelo íntimo del propio Cervantes, el de vivir de forma acomodada. A. Sánchez incluso va más allá al encontrar un parecido físico entre el personaje, con la descripción que de sí mismo da Cervantes en el prólogo de las Novelas ejemplares:

la edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave”(Quijote II, 16)

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente bien lisa y desembarazada, de alegres ojos” (Novelas ejemplares, Prólogo)

Diego de Miranda, formula la mejor caracterización del protagonista, sintetizada en el binomio locura/cordura:

ya le tenía por cuerdo, ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto” (II, 17).

Y su hijo reitera esa misma interpretación, de un modo muy expresivo:

él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos” (II, 18).

El episodio del Caballero del Verde Gabán se introduce en el contexto de la inesperada victoria de don Quijote sobre el Caballero del Bosque (Sansón Carrasco disfrazado de caballero andante). En el inicio del capítulo XVI de la Segunda Parte el narrador muestra la satisfacción que rebosa don Quijote por su reciente victoria:

Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote su jornada” (II, 16).

La victoria le hace olvidarse de todos los malos momentos pasados hasta entonces y creerse el más valiente caballero andante:

Imaginándose por la pasada victoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y encantadores; no se acordaba de los innumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses (II, 16).”

Pero la victoria se había producido, de manera bien poco heroica, al aprovecharse de que el caballo del contrincante no se había movido de su sitio y este no había podido poner la lanza en ristre. Don Quijote, arremete violentamente (y “sin peligro alguno” para él, como recuerda el narrador) a quien se encontraba inerme a su merced.

Es en ese momento de felicidad y vanagloria de don Quijote cuando aparece el nuevo personaje, montado en una hermosa yegua y vestido con un llamativo gabán verde. Una ropa elegante y un color que era costumbre utilizar para el viaje y para la caza. Algunos críticos han encontrado en el vistoso traje, que llama la atención hasta el punto que se le acaba denominando “el del Verde Gabán”, la base de partida para su interpretación del episodio.

Así, Márquez Villanueva, que no duda en afirmar que don Diego de Miranda “viste como un papagayo”, relaciona el llamativo colorido de su vestimenta con los colores distintivos del bufón de corte. En su interpretación, la ropa de don Diego es la de un loco, un signo de su locura equiparable a los requesones derretidos en la cabeza de don Quijote. Del mismo modo, establece un paralelo entra la locura de don Quijote enfrentándose a los leones y la de “salir por ahí vestidos de verde”. Desde este presupuesto, se establecería en su opinión un paralelo entre las dos locuras: la “locura cuerda, rebosante de riesgo”, de don Quijote y la “cordura loca, acolchada de precauciones”, de don Diego.

Por el contrario, Gingras (1985) y Bernis (2001), han puesto de manifiesto claramente que la vestimenta de don Diego es la apropiada para un viajero de su posición social y riqueza. Bernis explica que el gabán “jironeado de terciopelo” no se corresponde con las piezas triangulares llamadas jirones que se incorporaban a las prendas para darles mayor vuelo, sino que son simplemente tiras o listones de color superpuestos en los límites del gabán para darle una mayor dignidad. Los borceguíes, de origen morisco, se habían convertido en el calzado típico del jinete hispano. También era habitual que el color del jaez del caballo armonizara con el de los borceguíes.

El narrador hace una descripción detallada del traje de don Diego de Miranda para transmitir una imagen precisa del personaje. Y, en esa descripción, el gabán es bien relevante, que traslada una imagen de dignidad y prosperidad. Las observaciones no ofrecen dudas: a don Quijote le parece “hombre de chapa” (discreto, juicioso) y el narrador se encarga de resaltar que “en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas”. El resto de su descripción física se corresponde también con la dignidad que se ha destacado. Hasta la mirada, “entre alegre y grave”, tiene rasgos positivos: una mirada que no da muestras de orgullo o de frialdad, sino que incita a la conversación amigable. Las dos figuras, cada una en su singularidad, llaman la atención del otro:

“… y si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde” (II, 16).

La interpretación de la figura de don Diego no ofrece demasiadas dificultades para don Quijote porque llega en seguida a la conclusión de que es un hombre discreto y de confianza. No ocurre lo mismo con la de don Quijote, que produce notable extrañeza: “semejante manera ni parecer de hombre no le había visto jamás”. Le admira la delgadez del caballo, la altura de don Quijote, la flaqueza y color amarillo del rostro, las armas, el ademán y compostura, porque se trata de una “figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra”.

El propio don Quijote no solo advierte la atención con que le examina el viajero sino que es consciente de que la extrañeza que suscita está justificada. Se explica, y hace ostentación de que su historia circula ya impresa:

Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiera maravillado […] quise resucitar la ya muerta andante caballería [...] he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo: treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia” (II, 16).

La presunción de la que hace gala: “en casi todas o las más naciones del mundo”, y las hiperbólicas cifras de ejemplares impresos (los treinta mil volúmenes que da por seguros y los treinta millones que espera), aunque hoy no nos sorprendan, resultaban entonces un clarísimo disparate, que ponía en evidencia la vanidad desenfrenada del personaje. En contraste, Sansón Carrasco había formulado un cálculo mucho más realista en los comienzos de la Segunda Parte: “el día de hoy están impresos más de doce mil libros” (II, 3).

La declaración de don Quijote no solo no resuelve la sorpresa y extrañeza del viajero sino que la aumenta porque no cree posible que haya caballeros andantes ni “historias impresas de verdaderas caballerías (...) ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías?”.

La palabras del Caballero del Verde Gabán son una muestra cortés de su sentido común, que pone en duda la existencia de caballeros andantes y, además, descalifica a los libros de caballerías por fingidos e inmorales, recordando el debate, en la Primera Parte, sobre estos libros del cura y el canónigo con don Quijote y la contraposición con los libros de historia.

La réplica de don Quijote, defendiendo la veracidad de las historias caballerescas, le lleva al viajero a sospechar de su locura, pero espera a tener más elementos de juicio

...de esta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato y aguardaba que con otras [razones, palabras] lo confirmase» (II, 16).

La dialéctica de los personajes no es meramente una cuestión literaria sobre los libros de caballerías y su historicidad, como había ocurrido en la Primera Parte con el cura y el canónigo. Ahora el debate es de mayor alcance, la de dos estilos de vida, tal como se va a poner de relieve en el resumen de sus vidas y en las demás circunstancias que aparecen a lo largo de tres capítulos.

La confrontación entre los dos personajes se había iniciado con la imagen anacrónica y desgarbada de don Quijote (la delgadez de su caballo, la longitud de su cuerpo, la flaqueza y color amarillo del rostro, la armadura desfasada y medio recompuesta), enfrentada a la potente imagen visual de don Diego de Miranda, montado en una magnífica yegua, de paso vivaz, y su vistosa vestimenta, que revelan su buena posición social, además de mostrar, en su forma de ir a la moda, que su mundo es, sin género de dudas, el actual, sin la nostalgia del pasado que pretende vivir don Quijote.

Por supuesto, la confrontación entre los dos modelos se pone de manifiesto con claridad en la síntesis de sus dos vidas. Es don Quijote quien solicita al viajero que le dijese quién era, pues él lo había hecho antes, al notar la extrañeza con que lo miraba.

Don Quijote había sintetizado su vida respondiendo solo a su idea de ser un caballero andante. No refiere su experiencia vital, sino la de sus modelos caballerescos, que no se corresponden en nada con la suya. En realidad, no ha llegado, pese a sus deseos, a socorrer viudas, doncellas, huérfanos y pupilos:

Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo [‘comodidad’] y entregueme en los brazos de la fortuna, que me llevasen donde fuese servida [‘donde ella quisiera’]. Quise resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que tropezando aquí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros andantes (II, 16).

En cambio, la síntesis que don Diego proporciona de su vida remite a una experiencia que corresponde de manera concreta a un tipo social y a un estilo de vida que podemos situarlo con el contexto social de la época, al de un hidalgo rural acaudalado. Refiere una experiencia que corresponde a un modelo social de su tiempo, no a una convención literaria mucho más imprecisa:

Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que destos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados y nonada escasos; ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor (II, 16).

Don Diego inicia el discurso de su vida con una muestra de generosidad: la invitación a comer, que será la primera de las señales de la hospitalidad que le caracteriza: acoge en su casa a don Quijote y Sancho, dispensándoles un trato magnífico.

Villanueva de los infantes (Foto de Antonio Molina)

Se trata, pues, de un hidalgo rural, como don Quijote, que vive en una aldea próxima al lugar del encuentro. Pero, a diferencia de este, es un hidalgo acomodado, lo que le sitúa un grado por encima en el estamento de la nobleza rural: el de los caballeros. Si Alonso Quijano pasaba la mayor parte de su tiempo en la ociosidad - lo que propicia su desmedida afición a los libros de caballerías-, don Diego vive para su mujer, sus hijos y sus amigos. No caza con halcón (actividad en exceso aristocrática y gravosa) ni con galgo, como lo hacía Alonso Quijano, sino perdices con el reclamo y conejos que saca de su madriguera el “hurón atrevido”. Una caza enfocada, pues, a la productividad, a conseguir en el menor tiempo posible el mayor número de piezas, que servirán como alimento.

Es una caza con engaño, que según Percas de Ponsetti es reveladora de la falsedad de don Diego, aunque la caza con reclamo o con red, en su época, no se percibía como una argucia innoble (la caza o la pesca deportiva es un concepto de nuestra época). Si lo era para la alta aristocracia, que la justificaba como un ejercicio preparatorio para la guerra. Hay notables diferencias entre la caza con galgo de Alonso Quijano y la que lleva a cabo don Diego. La caza con galgo, más entretenida, sería apropiada solo para quienes tuvieran abundante tiempo sin ocupaciones. El galgo solo caza liebres y, por muy bien que se diera no podría conseguir más de unas pocas liebres por jornada, en cambio, con el hurón podrían obtenerse veinte o treinta conejos en el día.

Tiene un número nada despreciable de libros “hasta seis docenas”, algo menos que don Quijote, que tenía más de cien. Una biblioteca variada, que no da opción en ella a los libros de caballerías. Es, pues, una biblioteca modélica (Sánchez Aguilar la compara con la de Carlos V en Yuste al final de su vida), en la que da prioridad a los libros que le interesan como lector. Aunque hay espacio para los libros de historia y de devoción, manifiesta una clara predilección por los de “honesto entretenimiento”, siempre que “deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención”, requisitos que muy pocos libros cumplen a su juicio. Esos requisitos que exige don Diego a los libros de entretenimiento se corresponden de algún modo con las recomendaciones del personaje del amigo del autor, en el Prólogo de la Primera Parte:

«procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo (…) procurad también que (…) el discreto se admire de la invención» (I, Prólogo).

Podría pensarse que, al menos en lo que respecta a los libros de “entretenimiento”, don Diego estaría manifestando las preferencias de Cervantes (en tanto en cuanto este hable por boca del personaje del amigo del autor, un evidente desdoblamiento de la voz autorial).

Como no cabría esperarse de otro modo, don Diego oye misa diariamente y se confiesa “devoto de Nuestra Señora”, además de confiar en la “misericordia infinita de Dios Nuestro Señor”. Una religiosidad intachable pero sin excesos, alejada de cualquier ostentación, que no resulta llamativa, pero que se manifiesta sincera y evangélica. En cambio, su comportamiento moral aparece descrito con mayor precisión. No solo es espléndido con vecinos y amigos y caritativo con los pobres, sino que, se manifiesta activamente contrario a la murmuración, a juzgar el comportamiento de los demás y a la hipocresía y vanagloria, además de perseguir la concordia.

Refiere, pues, un comportamiento que es todo un programa moral. Algunos críticos han situado esas ideas morales en el epicureísmo cristiano de raíz erasmista. La espontánea reacción de Sancho “pareciéndole buena y santa (la relación de su vida)”, que le besa los pies casi con lágrimas y que explica como una forma de santidad “me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida”, reflejaría, aún desde la simplicidad candorosa de Sancho, la admiración que produciría su comportamiento.

La intervención de Sancho da pie a que don Diego, en lugar de negar la santidad al modo hipócrita de tantos eclesiásticos, rechace la atribución de Sancho de un modo sincero, sin rastro de vanagloria, a la vez que muestra admiración por la simplicidad y bondad natural de Sancho:

No soy santo (…), sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno como vuestra simplicidad lo muestra”.

Frente a la espontánea muestra de veneración de Sancho, capaz de sacar “a plaza la risa de la profunda melancolía de su amo”, el silencio de don Quijote es interpretado por Márquez Villanueva como una negación de la ejemplaridad moral del personaje, además de suponer el hermanamiento entre don Diego y Sancho Panza. Pero la profunda melancolía de don Quijote no es aludida aquí como una reacción nada favorable a la relación de su vida que acaba de hacer don Diego, sino una referencia a su carácter, a su tristeza, en contraste con la risa que logra suscitar Sancho.

Don Quijote conduce ahora el diálogo por otros derroteros al preguntarle al caballero por sus hijos. La respuesta de don Diego se centra en la decepción que para él supone que su hijo, estudiante en Salamanca, en lugar de dedicarse al estudio de las leyes o la teología, que facilitaban el acceso a las profesiones mejor remuneradas y más prestigiosas (los cargos de la Iglesia y de Audiencias o Consejos Reales), se entregue por completo al estudio de la poesía. Las palabras de don Diego manifestando esa íntima contrariedad, nos llevan a una interpretación negativa del propio personaje:

«tengo un hijo, que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy», II, 16.

Resulta incomprensible que el desencuentro entre padre e hijo en esta cuestión sea, en la interpretación de Márquez Villanueva, la causa por la que el personaje se desmoronaría de su carácter ejemplar para acabar representando una variante de locura. No puede atribuirse un papel tan desmesurado a la decepción del padre porque el hijo no satisface sus aspiraciones. Se trata en realidad de un problema bien frecuente, al que don Quijote da una respuesta bien sabia:

Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres (…); y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso (II, 16).

Don Quijote añade, además, que cuando el estudiante tiene medios económicos suficientes, es decir, que no necesita el estudio de una profesión para ganarse la vida, bien podrían dejarle los padres seguir su vocación, incluso la de la poesía, “menos útil que deleitable”.

De manera que la contrariedad de don Diego con la vocación de su hijo se convierte en un medio para tratar, por boca de don Quijote, un problema sin duda candente, el de las dimensiones de la injerencia de los padres en la vocación de los hijos. Además, esa preocupación de don Diego le proporciona un rasgo de humanidad, convirtiendo lo que era un modelo de conducta excesivamente teórico en un personaje mucho más próximo a los problemas reales de los padres con los hijos.

La muy razonable respuesta de don Quijote se encamina después a la defensa de la poesía, convirtiendo de este modo la discrepancia de don Diego con la vocación de su hijo en una hostilidad hacia la poesía en general, interpretada por algunos críticos como una oposición entre carácter práctico y altura de miras. Pero don Diego ha mostrado su decepción porque no se ocupe en las ciencias prestigiosas, las que proporcionan los puestos más renombrados y lucrativos (no resultaría tan extraña esta aspiración del padre, ni mucho menos), mientras que el hijo se dedica a las discusiones técnicas en las que había desembocado algún humanismo:

«Todo el día se lo pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio» (II, 16).

Si bien su hijo, don Lorenzo, es poeta, su obsesión le emparenta más bien con los gramáticos o con el tipo de estudioso que ha convertido el humanismo en una mera técnica, no muy distante por tanto del escolástico.

En el capítulo siguiente, la aparición por el camino de un carro con dos leones enviados al rey da lugar a un episodio, el del enfrentamiento de don Quijote con los leones (la “desatinada aventura”, II, 16), que va a tener una importante incidencia en la relación entre los dos personajes (y, para algunos críticos, en la valoración del Caballero del Verde Gabán). Desde que este ha visto la extraña figura de don Quijote y ha oído sus opiniones está a la espera de formarse un juicio sobre él, aguardando a que sus palabras le confirmasen la primera impresión, la de que se trata de “algún mentecato” (II, 16). En cambio, la extensa intervención sobre la afición poética del hijo resulta de todo punto digna de aprecio, de manera que don Diego va mudando de opinión:

«admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opinión que de él tenía de ser mentecato [...]satisfecho en extremo de la discreción y buen discurso de don Quijote» (II, 16).

Pero el episodio va a comenzar de un modo bien distinto. Sancho acababa de comprar unos requesones a unos pastores, depositándolos en la celada de su amo. Cuando don Quijote, a la vista del carro, le reclama su celada con urgencia, Sancho, apurado, se la entrega con los requesones dentro. Su amo se la coloca a toda prisa en la cabeza sin reparar en los requesones, que, exprimidos, empiezan a soltar su suero, corriendo por el rostro y la barba del hidalgo. La reacción de don Quijote ante lo que aparece —para él— como incomprensible suceso resulta de todo punto cómica. Las palabras de don Quijote y la justificación de Sancho, echándole la culpa a los encantadores, producen otra vez la sorpresa de don Diego:

«¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? [...]todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba [...]¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? […] ¡Ta, ta! —dijo a esta sazón entre sí el hidalgo—. Dado ha señal de quién es nuestro buen caballero: los requesones sin duda le han ablandado los cascos y madurado los sesos […] no le pareció cordura tomarse [‘enfrentarse’] con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote» (II, 17).

La determinación de don Quijote de enfrentarse sin motivo con los leones y sus cómicas palabras llevan a don Diego a confirmarse en su primera impresión sobre la locura de don Quijote. Y un poco más adelante el narrador confirma esa opinión. Por dos veces trata don Diego de impedir el enfrentamiento con los leones con argumentos muy razonables:

Los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de salir bien de ellas, y no aquellas que de todo en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más que estos leones no vienen contra vuestra merced, ni lo sueñan: van presentados [‘como presente’] a Su Majestad, y no será bien detenerlos ni impedirles su viaje (II, 17).

A los sensatos razonamientos de don Diego ofrece don Quijote una displicente y descortés respuesta:

Váyase vuesa merced, señor hidalgo (…), a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí o no estos señores leones (II, 17, pág. 672).

Sin darse por ofendido por las palabras de don Quijote, don Diego insiste en disuadirle de su temeraria pretensión. Piensa incluso en impedírselo por la fuerza:

Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante; que era tentar a Dios acometer tal disparate, a lo que respondió don Quijote que él sabía lo que hacía. Respondiole el hidalgo que lo mirase bien, que él entendía que se engañaba (…) pero viose desigual en las armas y no le pareció cordura tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote» (II, 17).

Frente a la arrogancia y descortesía de don Quijote en sus intervenciones, don Diego no se siente ofendido (ningún caballero se vería ofendido por un loco) y trata de salvarlo de lo que parece una muerte absurda. Don Diego ha definido muy bien el carácter temerario y, sobre todo, gratuito del enfrentamiento. Buena parte de los críticos que ensalzan la valentía demostrada por don Quijote en la aventura frente a la sensata prudencia de don Diego se sirven, para poner por encima la actitud de don Quijote, de las palabras en las que este reconoce como dos extremos la cobardía y la temeridad, señalando que:

«menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y toque en el punto de cobarde» (II, 17).

Una valoración negativa de la temeridad de don Quijote podríamos verla en un comentario del narrador, cuando el ventero es molido a palos por dos hombres que se marchaban sin pagar, acerca de cómo resulta inevitable que el que no sabe medir sus fuerzas sufra las consecuencias de su temeridad: «sufra y calle el que se atreve a más de lo que sus fuerzas le prometen» (I, 44). También podría verse un correlato entre los argumentos de don Diego para disuadir a don Quijote y los de Lotario a Anselmo ante su disparatada y temeraria pretensión, que acabará en tragedia. Y el propio don Quijote va a defender en otros lugares una tesis muy similar a la de don Diego (quien había afirmado que «la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza», II, 17). En primer lugar, cuando sale huyendo ante la lluvia de piedras del escuadrón de los del rebuzno. Ante el reproche de Sancho por haber huido, don Quijote afirma que «la valentía que no se funda sobre la base de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo» (II, 28). Un capítulo antes, había explicado en un muy sensato y razonable discurso las razones que justificarían tomar las armas y arriesgar la vida, afirmando que quien lo hace sin motivo suficiente carece de todo razonable discurso:

Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables y que obliguen a tomar las armas, pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso (II, 27).

Los críticos que aprecian el arrojo de don Quijote en el episodio de los leones pasan por alto no solo que Cervantes diferenciaría muy bien la temeridad gratuita de la valentía (él mismo había dado ejemplos de valor en la batalla de Lepanto y en el cautiverio de Argel), sino que el arrojo de don Quijote causa resultados contraproducentes casi siempre. Por ejemplo, el joven Andrés, cuando reencuentra al caballero, le echa en cara su acción:

«déjeme con mi desgracia, que no será tanta, que no sea mayor que la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo» (I, 31).

En el episodio de los encamisados, el clérigo herido por don Quijote expone cómo los resultados conseguidos son opuestos a lo que declara («es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios»):

No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos –dijo el bachiller–, pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que quedaré agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos que vais buscando aventuras (I, 19).

De manera paradójica, cuando se necesita su violencia —con la que amenaza a cualquiera que se cruce en su camino—, como en el caso del ventero, maltratado por dos huéspedes, don Quijote se niega a darla con un pretexto cómico: primero, manifiesta que no puede defender al ventero hasta obtener la licencia de la princesa Micomicona y, conseguida esta, porque quienes le golpean no son caballeros (I, 44).

La tensión implícita en la temeridad que quiere llevar a cabo don Quijote, desoyendo las repetidas y juiciosas advertencias de don Diego y el leonero, queda rebajada sustancialmente por los elementos cómicos introducidos por el narrador. En primer lugar, al poner de relieve cómo el dolor de Sancho por lo que cree segura muerte de su amo no llega a superar al miedo a los leones:

...lloraba Sancho la muerte de su señor (…); pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro” (II, 17).

En segundo lugar, por la referencia que hace el narrador a los hiperbólicos elogios de Cide Hamete, que inevitablemente ponen en guardia al lector (como todo lo que Cide Hamete):

Y es de saber que llegando a este paso el autor de esta verdadera historia exclama y dice: «¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento [‘por encima de cualquier encarecimiento’] animoso don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo (…) ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras [‘y no de las que llevan la marca de Julián del Rey’, armero famoso], con un escudo no de muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto, por faltarme palabras con que encarecerlos» (II, 17).

El obvio valor simbólico del enfrentamiento con el león, presente tanto en la épica (el león que se doblega ante el Cid, que va desarmado, en el Cantar de Mio Cid) como en los libros de caballerías, queda aquí parodiado por la forma en que el narrador combina las indicaciones que realzan el arrojo de don Quijote con otras que revelan el desprecio que el león muestra hacia el esforzado caballero. Por un lado, el león, al abrir la jaula, parece de “grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura”, y, al sacar la cabeza de la jaula, el narrador comenta su “vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad”. Pero, por otro lado, el narrador indica cómo, en contraste con la tensión de la escena, el león bosteza bien despacio “y con casi dos palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro”, y cómo, “el generoso león, más comedido que arrogante”, ignora a don Quijote y le muestra “sus traseras partes”, en un gesto que resulta simbólicamente despectivo (frente a los leones que lamen los pies al profeta Daniel o el que baja la cabeza ante el Cid), a la vez que el narrador degrada cómicamente el arrojo de don Quijote (“no haciendo caso de niñerías ni de bravatas”):

...después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula” (II, 17).

El desprecio que el león manifiesta hacia don Quijote, que le está aguardando espada en mano, podría tener como base la creencia, a la que alude Erasmo, de que las fieras no hacen daño a los locos (al igual que tampoco son castigados por los hombres).

La aventura de los leones resulta paradójica porque el narrador ha parodiado su función simbólica, aunque, por otro lado, don Quijote habría dado muestras de un valor excepcional —si no fuera un acto de locura—, digno por primera vez en toda su historia de darle fama y renombre (de hecho, el leonero, desconocedor de la locura del caballero, promete contar la hazaña al mismo rey). Para don Diego, en cambio, la aventura le confirma que lo que dice don Quijote es “concertado, elegante y bien dicho”, pero lo que hace le parece “disparatado, temerario y tonto” (II, 17).

Aunque aprecia su intrepidez, don Diego se ha reafirmado con lo que ha ocurrido en la locura de don Quijote, que, en relación a la sabiduría de lo que dice, le convierte en un “cuerdo loco y un loco que tira a cuerdo”. Así, a su hijo le explica que le ha visto:

¿Qué más locura puedes ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? ¿Y qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones? (II, 17). (…) «hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos; si bien, para decir verdad, antes le tengo por loco que por cuerdo (II, 18).

Otra consecuencia del episodio es, por un lado, servir de confirmación a don Diego de la locura de don Quijote, y, por otro, que don Diego, como resultado de ese convencimiento, le trate como tal, es decir, desiste de razonar discretamente con él, como había hecho hasta entonces, y sigue la máxima popular de no llevar la contraria a los locos:

...no le pareció cordura tomarse [‘enfrentarse’] con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote (...) todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel [‘la aguja de la balanza’] de la misma razón, y (…) si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo depósito y archivo (II, 17).

Aunque, a diferencia de los duques o don Antonio Moreno, don Diego no se burlará de sus ensoñaciones caballerescas ni se aprovechará de ellas para divertirse a su costa. Antes, al contrario, le tratará con extrema cortesía y generosidad. La estancia de don Quijote y Sancho en la casa de don Diego refleja la hospitalidad del caballero rural y de su familia, a la vez que proporciona una nueva ocasión, esta vez en diálogo con el hijo, don Lorenzo, para examinar la condición de don Quijote. El caballero va a ser recibido con muestras de sincera hospitalidad por el hijo, y la mujer de don Diego se esmera en agasajar a los invitados. La generosidad de don Diego se muestra también en el ofrecimiento que hace a su invitado en la despedida:

La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho amor y de mucha cortesía (…) Casi los mismos comedimientos [‘cortesías’] pasó con el estudiante» (…) quería la señora doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar [‘agasajar’] a los que a su casa llegasen (…) que tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en su grado [‘a su gusto’] le viniese, que le servirían con la voluntad posible (II, 18).

El diálogo que se entabla en la casa entre don Quijote y don Lorenzo, el hijo de su huésped, no solo sirve para juzgar al caballero, obedeciendo el encargo del padre:

háblale tú y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo que más puesto en razón estuviere” (II, 18).

Como había ocurrido antes, en el diálogo con don Diego, ahora también aparecerán los temas literarios de manera preeminente. A propósito de la afición poética de don Lorenzo, tratan del género de las glosas, de las justas literarias y sus premios (al igual que de los premios académicos) e, inevitablemente, de la caballería andante. Don Lorenzo acepta la invitación de don Quijote de recitar una glosa y un soneto, lo que provoca el hiperbólico elogio de don Quijote:

¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado […] por las academias de Atenas […] y París, Bolonia y Salamanca!” (II, 18).

El disparatado elogio da pie al narrador para comentar la irresistible fuerza de la adulación, aunque sea en boca de un loco:

¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuanto te extiendes, y cuán dilatados límites son los de tu jurisdicción agradable! (II, 18).

La facilidad con que don Lorenzo cae en los brazos de la adulación, a pesar de que poco antes había concluido con seguridad la locura de don Quijote, recuerda la burla de Erasmo de los poetas por su debilidad ante la adulación En boca de la Estulticia:

él es loco bizarro y yo sería mentecato flojo [‘débil mental’] si así no lo creyese” (II, 18)

El encuentro con don Diego de Miranda desempeña, como se ha señalado, una importante función, la de ofrecer un examen de la locura de don Quijote, juzgada por el prisma de don Diego y de su hijo. Si la disonancia entre los hechos y buena parte de las palabras de don Quijote producen la confusión inicial de padre e hijo, ambos acabarán sacando una conclusión, que se revela como el juicio más atinado en toda la obra sobre la locura del caballero. Don Diego afirmará de él, casi como resumen de otras intervenciones ya citadas:

le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos», si bien «antes le tengo por loco que por cuerdo” (II, 18).

El juicio de don Diego no está basado, como el de otros personajes de la Segunda Parte, en un condicionante previo, su conocimiento del personaje por la lectura de la Primera Parte de su historia, como recuerda el narrador, sino que está determinado en lo que le ha oído y visto hacer. El examen se produce por duplicado, gracias a la intervención del hijo, don Lorenzo. Instigado por su padre, enjuicia a don Quijote, en situaciones distintas, para llegar a la misma conclusión, que, si bien es rotunda, proporciona una acertada definición del personaje: “él es un entreverado [‘entremezclado’] loco, lleno de lúcidos intervalos” (II, 18).

Por otra parte, hemos visto que todo el episodio del Caballero del Verde Gabán viene a ser una contraposición de dos modelos morales y, en especial, sociales: el del anacrónico y desvariado caballero andante frente al del caballero acaudalado que se dedica a hacer el bien a los suyos. No se trata solo de la confrontación entre la aventura y el sosiego, entre el camino, abierto a un sin fin de posibilidades, y la casa, donde todo está más o menos previsto. Además de dos formas de entender la vida, son dos maneras distintas de actuar, dos modelos de comportamiento social para personas que pertenecen al mismo estamento. Por un lado, la búsqueda ilusoria de fama, en la que las motivaciones altruistas (socorrer viudas, doncellas y huérfanos) resultan irreales y los fines conseguidos, casi siempre los contrarios a los declarados. La ansiedad de la fama, del renombre, está tan imbricada con las motivaciones teóricamente altruistas, que se muestra predominante. Por otro lado, aparece ahora el modelo de quien es capaz de conseguir el bienestar material y espiritual de sus prójimos (familia, amigos, vecinos), haciéndoles partícipes de sus bienes y extendiendo sus virtudes. Por los rasgos de conducta que muestra, en especial, el tipo de caza que efectúa, podríamos deducir que esa abundancia de bienes, procede, más que de la trasmisión hereditaria —como sería el caso de la nobleza de título con posibles (el caso de don Fernando en la Primera Parte o los duques en la Segunda)—, de la eficaz administración y explotación de la hacienda propia, como había ocurrido, en la Primera Parte, con la de Dorotea, cuyos padres podían aspirar a ser considerados dentro del estamento de caballeros, pese a ser labradores, «gente llana», ya que «su riqueza y magnífico trato les va adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros » (I, 28). La diferencia se encontraría en la hidalguía de don Diego, afirmada por él y reflejada en el escudo de armas de su casa. Si Dorotea se ocupa de administrar eficazmente su hacienda, cabría deducir que don Diego lleva a cabo esa misma actividad con gran provecho. Podría pensarse, por los rasgos que nos proporciona Cervantes, los pequeños detalles que construyen al personaje, que la base de su riqueza es la supervisión eficaz de su hacienda, el control de criados y peones: el ojo del dueño es el estiércol que más engrasa la tierra.

Si bien resulta indudable que el modelo de don Diego se construye también sobre determinadas cualidades morales (el epicureísmo cristiano de raíz erasmista), la confrontación entre los dos modelos, los representados por don Diego y don Quijote, no se efectúa en el plano moral fundamentalmente sino en el vital y social, en la forma de vida que dan muestra, la anacrónica y desatinada de don Quijote —en cuanto que se identifica con los caballeros andantes, no en relación con sus virtudes morales y sus sabias opiniones sobre otros temas— y la sensata y productiva de don Diego.

Don Diego refleja sin duda valores morales del epicureísmo cristiano, pero no se constituye en un ejemplo del mismo sino de un modo de vida que tiene naturaleza social. El epicureísmo reniega de la actividad enfocada a conseguir riqueza, mientras que propone, en cambio, alcanzar la felicidad a través de la ataraxia. La riqueza en sí misma no es un valor para don Diego sino la prosperidad. Aun cuando prosperidad o utilidad son conceptos que adquirirán un enorme relieve un siglo más tarde, podemos ver en don Diego a un personaje cuya vida aparece encaminada con ese fin (además de otros propósitos morales ya señalados: rehuir la murmuración, la vanagloria y la falsa piedad, perseguir la concordia, etcétera). No se trata, por supuesto, del concepto de utilidad que tan importante papel desempeñará en el ideario de la Ilustración (la utilidad pública, el fin al que deben encaminarse las actividades de los hombres), sino una utilidad concebida con una finalidad mucho más reducida: familia, amigos y vecinos.

Frente al epicureísmo, no hay referencias que puedan apoyar el énfasis en don Diego en la idea de la contención ante los deseos, de desapego ante los bienes de fortuna, una idea fundamental en el epicureísmo. El texto tampoco da pie a considerar en don Diego, la mesura, la contención ante los bienes terrenales que propugnan los epicúreos. Podemos ver en él a un personaje que emplea su inteligencia, su discreción en obtener la máxima prosperidad a sus posesiones en beneficio suyo y de sus próximos.

Para don Diego la caza no sería un simple entretenimiento, un elemento del ocio de la nobleza (que había sido justificada en último término, aunque hubiera perdido ya ese valor, como ejercicio preparatorio para la guerra). Por el modo con que la lleva a cabo, la caza sería para él una actividad productiva, una forma de aprovechar las riquezas de la naturaleza, una más de quien se ocupa del gobierno y administración de su hacienda, de dirigir la siembra y la recolección, los lagares, el ganado, las colmenas…

Por las mismas razones, habría que desechar la oposición entre vida activa y ociosa que se ha visto tantas veces en la confrontación entre don Quijote y don Diego. La estancia de don Quijote en la casa de don Diego supone, desde luego, un paréntesis de paz y ocio en la trayectoria de aquel, enfocada a la aventura; pero no podemos extender esa conclusión a la vida de don Diego, a quien podemos suponer que, si confiesa ser “más que medianamente rico”, no lo obtenido únicamente por

herencia sino gracias al ejercicio de su discreción, de su saber hacer en el gobierno de la hacienda, como en el caso de otros labradores ricos en el Quijote. Si don Quijote contrapone el modelo de los caballeros andantes con los cortesanos, don Diego no se corresponde en absoluto con aquellos. Su modo de vida le aproxima al tipo social del labrador rico, empeñado en conseguir el bienestar material.

La frontera de la hidalguía que separa a don Diego de los labradores ricos es en el Quijote una divisoria permeable por el dinero, como puede observarse en el caso de los padres de Dorotea, a quienes, pese a tratarse de villanos, la riqueza les va permitiendo alcanzar casi insensiblemente la categoría social del caballero. Para Cervantes, la riqueza agraria podía convertirse en un camino válido para adquirir honra, como en el caso del padre de Leandra, del que se dice que la virtud coloca en un lugar más elevado la honra que había adquirido ya por su riqueza:

había un labrador muy honrado, y tanto, que aunque es anejo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba” (II, 51).

La interpretación romántica del Quijote, que, como es sabido, idealiza al protagonista, lleva a una descalificación automática de los personajes que se oponen a los designios del caballero o que se ofrecen como modelo enfrentado (el caso de don Diego de Miranda). No solo se enjuicia al personaje sin atender a lo que indica el texto de manera meridiana sino que, relegándole sin más al estereotipo del hidalgo rural con abundantes medios económicos, no se le sitúa en el contexto de la dinámica entre el sistema de valores y las experiencias sociales propias de su clase.

El creciente interés de los nobles por una gestión eficiente de sus propiedades hay que situarlo en el contexto del cambio cultural que había desencadenado el Humanismo, propiciando una nueva mentalidad enfocada a una virtud cívica que, frente a los valores aristocráticos de rechazo del trabajo y de la ostentación, valora la frugalidad y la productividad económica. Incluso podría apreciarse también una dimensión religiosa de plena actualidad por la controversia luterana: la de la salvación por las obras. Esa nueva moral social puede llevar a que se considere el trabajo agrícola compatible con la nobleza. Don Diego de Miranda, pese a que sin duda se lo podría permitir y supondría un signo de distinción social, no mantiene halcón (ni siquiera galgos), porque resultaría un derroche incompatible con su mentalidad. Caza con hurón y con el reclamo del perdigón precisamente por su productividad, no porque produzca mayor solaz. Su condición de caballero, con un linaje atestiguado por el escudo de armas sobre la puerta principal, no llega a ser un obstáculo para que su dedicación fuera muy semejante a la de Dorotea con el propósito de la productividad, de la gestión eficiente de la hacienda.

Pese a que, como hemos visto, el Caballero del Verde Gabán resulta caracterizado por su discreción, el modelo social que representa no se corresponde con el del cortesano. No es la discreción que actúa guiada por los criterios de elegancia o sutileza, sino la de la bondad activa, la de un modelo social utilitarista. El modelo social que propone Cervantes en el personaje de don Diego sería un reflejo de un cambio moral y social —que cristalizará más adelante— consecuencia del nuevo contexto social y económico y de los nuevos paradigmas que el Humanismo había contribuido a establecer. Una vez más Cervantes se adelanta a su tiempo.

 

 

Bibliografía

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- Sanchez Agular, Agustín (2005) Eráse una vez don Quijote (Vicens Vives)