En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

viernes, 15 de marzo de 2024

La miopía de los despachos

 

En los despachos se habla de oídas mientras en el terreno se lucha



Si Esquilo presumió de luchar en la batalla de Salamina, allá por el 480 a.c., para Cervantes no existe nada tan trascendental como el haber participado en la Batalla de Lepanto (1571). Su heroica actuación tuvo un efecto decisivo en su vida, en la física y en la espiritual: quedó lisiado de la mano izquierda, pero además el Quijote contiene un diálogo latente con esa experiencia bélica en la que se honraba haber intervenido en defensa de nuestra civilización amenazada militarmente de ser aniquilada.

Por ello, cuando el prólogo del Avellaneda, su autor o autores hacen una larga burla de Cervantes, refiriéndose a su avanzada edad, e incluso a la inutilidad de su mano izquierda:

...hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos.

El alcalaino esgrime en el suyo de 1615 que sus heridas no las recibió golfeando en una reyerta de taberna, sino luchando en defensa de España y la cristiandad: “en la más alta ocasión que vieron los siglos”.

Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.

Su comportamiento fue tan heroico que recibió de don Juan de Austria una recomendación escrita para su ascenso a Capitán, documento que, al ser apresado, le supuso un largo cautiverio a la espera de la una sustanciosa recompensa por ser persona principal. Esto mismo, paradógicamente, le pudo preservar la vida tras sus cuatro intentos de fuga -pues la pela es la pela en todas partes- (El 26 de septiembre de 1575, Cervantes fue capturado por los corsarios berberiscos, y llegó a ser un preso del arráez Dalí Mamí en Argel, quien estuvo a las órdenes del capitán Mamí Arnaut, el más cruel y fiero enemigo que tenían los cristianos). El rescate no llegó de manos de la corona, pues como demuestra Pedro Insúa, Felipe II, agobiado por las deudas, se olvidó de los cautivos (los banqueros alemanes y genoveses se ve que eran aún más duros que los moros). Cevantes se quejaría de ello en en el soneto al túmulo de Felipe II, donde dice: “fuese y no hubo nada”. Pedro Insúa afirma que la indolencia del rey le llevó a perder en los despachos, lo que su hermano Juan de Austria, el hijo del rayo, ganaba en la guerra.

Cervantes siempre puso las armas por encima de las letras, y de eso da fe en el célebre discurso de las armas y las letras que pronuncia don Quijote (I-37):

Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.”

No se refería específicamente a la literatura, no iban por ahí los "tiros", sino por las tareas administrativas en manos de inexpertos, sobre todo al Derecho, a las Leyes. Disparaba su arcabuzazo de palabras contra quienes desde sus despachos hablan «de oídas», y legislan sin consultar a los que conocen la calle, o dirigen desde el cómodo despacho mientras los soldados luchan y mueren en el campo de batalla.

Don Quijote critica la invención de la pólvora, que mata a distancia: “endemoniados instrumentos de la artillería(I-38). ¿Qué diría hoy de los misiles de largo alcance cuya acción devastadora, potencialmente, rebasa los 5.000 kilómetros de distancia? “El fin de la guerra es la paz”, argumenta aristótelicamente. De algunas guerras, debemos precisar hoy día, pues otras se hacen o se alargan para probar nuevas armas de los que no están en guerra, para asegurar o conseguir influencias, o simplemente para desestabilizar una zona por cualquier tipo de interés.

Y concluye más adelante don Quijote, en el mismo discurso:

El alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta”.

Y ¿a quién no le pesa el alma si es persona cabal? -me dijo una vez el "errático"-, si en la vida humana las preocupaciones son el verdadero sentido de la vida, y lo absurdo de la vida parece ser el empeñarse en buscarle sentido a la misma vida.

También nuestros años, o nuestra edad tiene sus sombras, pero como dijo Gandalf, o Tolkien en su magna obra El señor de los anillos:No podemos elegir los tiempos que nos toca vivir, lo único que podemos hacer es decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado”.

El ser humano, como caballero andante, o como el caballero andante, siempre estará pesaroso de algo. Como Cervantes, en tanto que estemos vivos, siempre seremos inconformistas con muchas de las cosas que suceden en nuestro espacio y tiempo. Otra lección de Cervantes: y es que en Cervantes está todo.

lunes, 26 de febrero de 2024

El milagro de la palabra


En el libro El jardín de los senderos que se bifurcan, concebido en 1941, Jorge Luis Borges nos ofrece, en el relato «Pierre Menard autor de El Quijote», un acercamiento a la teoría literaria vigente ahora, a principios del siglo XXI, que pone el acento no tanto en el texto, sino en la manera cómo se lee e interpreta un escrito. Ese cuento es la apoteosis ficcional del lector.

Pierre Menard, personaje inventado por Borges, es un autor del siglo XIX que quiere escribir El Quijote. Su propósito no es el mismo de los contemporáneos de Cervantes que desearon continuar con las aventuras del Caballero de la Triste Figura para aprovechar el éxito del libro y hacer escarnio de su autor. Tampoco se propuso añadir páginas que se le hubieran olvidado a Cervantes, como fue el objetivo del ecuatoriano Juan Montalvo; sino que quiere rescribir la inmortal obra para ser el verdadero autor de El Quijote y ofrecer como propio, línea a línea, coma a coma, ese texto prodigioso.

Un volumen así, de un autor del siglo XIX, es para el lector completamente diferente, aunque sea idéntico, en cada palabra, al que publicó Cervantes. Si el texto se lo atribuimos al llamado Manco de Lepanto, el lenguaje utilizado es el natural al de la época que le tocó vivir al escritor español, a fines del siglo XVI y principios de siglo XVII, pero si pensamos que lo escribió un escritor francés del siglo XIX, el lenguaje nos resulta anacrónico, propio de alguien que conoce el castellano como segunda lengua y que tiene que suplir el habla diaria con el conocimiento que dan viejos libros. En dos palabras, la idea social que tengamos del autor, modifica la interpretación del texto.

Para Borges, todo texto, es definitivamente original porque el acto de creación no está en la escritura sino en la lectura. El crítico francés Gerad Genette (1966:37) continuando esta idea de Borges, sostiene que la génesis de una obra, en el tiempo de la historia y en la vida de un autor, es el momento más contingente e insignificante de su duración. El tiempo de las obras no es el tiempo definido por la escritura, sino por el tiempo indefinido de la lectura y de la memoria. El sentido de los libros está delante de ellos y no detrás, está en nosotros. Un libro no tiene una interpretación definitiva, no es una revelación que debemos sufrir, es una reserva de formas que esperan un sentido, es «la inminencia de una revelación que no se produce» y que cada uno debe crear, basándose en los propios esfuerzos, como decimos en el habla cotidiana.

Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) está considerado el escritor más importante de la lengua española. Su libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, conocido popularmente como El Quijote, es el libro más leído, después de La Biblia. Si algo, fuera de su talento literario, hay que admirar en el hombre Cervantes, es su tenacidad, la voluntad a toda prueba de llevar adelante sus planes, por encima de las las dificultades que la vida le iba poniendo delante.

La primera parte de El Quijote apareció en 1605. Ni antes ni después ha habido un golpe de fortuna como ése. El libro concebido inicialmente en prisión daba rienda suelta a la melancolía y el enfado de su autor, pero era sobre todo una reflexión de vida. Cuando nos internamos en sus páginas nos divertimos y aprendemos. Don Quijote tenía, cuando se lanzó en busca de aventuras, la misma edad que Cervantes y también su mismo aspecto físico. La pareja Quijote-Sancho, al principio símbolos de los sueños y de la realidad, se ha convertido en la más popular de las ficciones literarias. Cervantes expresa lo más profundo que tiene en sí y lo hace con distintas máscaras, obteniendo así una gran libertad para expresarse. El resultado es una ambivalencia de actitud que discurre por todo el libro y aumenta su complejidad. El caballero y su escudero deambulan por España en busca de aventuras, siguiendo el capricho de Rocinante, el único caballo en la literatura que tiene personalidad.

En el texto se establecen una serie de contrastes fijos que determinan los niveles de tensión. Uno de ellos es una situación real y lo que ésta parece a don Quijote. Existe también una expresa diferencia entre los sentimientos nobles y exaltados del caballero y la astucia y egoísmo del campesino Sancho y, de otro lado, una oposición entre los sensatos y agudos argumentos de Don Quijote (loco cuerdo lo llamó el propio autor en boca del Caballero del Verde Gabán) y sus virulentas fantasías cuando el asunto de la caballería preocupa a su magín. Cada situación hace entrar en juego dos de estos contrastes por lo menos y el lector queda con el ánimo en suspenso, hasta saber precisamente cómo se decidirá el conflicto.

Cervantes tenía, como bien se sabe, una desmesurada vocación literaria, y El Quijote ocupaba un lugar preferencial en sus preocupaciones, pero tal hubiera demorado la segunda parte, o no la habría terminado si no hubiera aparecido un libro apócrifo, el llamado ahora Quijote de Avellaneda que pretendía continuar las hazañas del hidalgo manchego. Espoleado por su imitador, Cervantes dio esa segunda parte de su libro en 1615, que redondea las aventuras de sus dos héroes.

Volvamos al principio. La primera parte del libro, aquella de 1605, se tituló El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y la segunda, de 1615, El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Poco se ha reparado en esta ligera diferencia en el título y el rótulo de la primera, el que ha prevalecido para denominar a la novela completa. Todo hace pensar que Cervantes empezó a escribir la novela en 1598. Comienza con una dedicatoria al duque de Béjar. Después nos encontramos con un prólogo en el que se dilucida el propósito de ofrecer una invectiva contra los libros de caballerías; también hay pullas contra Lope de Vega, que había adelantado opinión contra el libro. En la época se acostumbraba que los autores de obras literarias pidiesen a escritores de fama poesías laudatorias para encabezar sus libros.

El propósito irónico de Cervantes quedó claro para los lectores desde el principio, pues inserta a continuación del prólogo una serie de poesías burlescas firmadas por fabulosos personajes de los mismos libros de caballería que se proponía parodiar, lo que también podría ser una manera de convocar a las musas que le eran esquivas. Hallamos sonetos firmados por Amadís de Gaula, don Belianís de Grecia, Orlando el furioso, el Caballero del Febo. Así, el lector puede advertir desde el principio que tenía entre manos una obra de intención satírica y paródica.

La narración se abre con una descripción de las costumbres y estado del protagonista Alonso Quijano, Quijada, Quesada o Quejana. Algunos consideran esta fluctuación de apellidos, como uno de los habituales descuidos de Cervantes, pero existe otra interpretación, aquella que considera más bien la familiaridad con un personaje que necesita ser ubicado, pero por el que no se guarda especial consideración. Tratándose de un personaje de alta alcurnia, Cervantes no se habría permitido esas vacilaciones. Sin embargo, conforme va avanzando la narración, prevalece Alonso Quijano por encima de otras denominaciones.

Este hidalgo tiene cincuenta años, una mediana posición, menguadas rentas que gasta en la compra de libros de caballerías, cuya lectura lo ha conducido a la locura. Obsérvese que desde las primeras líneas del libro, hasta casi el final, don Quijote tiene observaciones llenas de sensatez sobre los más variados asuntos. Es, lo que, acomodándonos al espíritu del libro, podemos llamar un loco «temático». Don Quijote no distingue entre realidad y fantasía tratándose del tema de la caballería y, por consiguiente, cuando se trata de su amada, la sin par Dulcinea; pero en cualquier otro asunto, discurre como el más sabio de los mortales. Como sostiene Gerald Brenan, Cervantes ha hecho a su caballero no sólo más noble, y, pese a sus ansias de renombre, más desinteresado que cualquiera de las personas que nos presenta como cuerdas, sino más inteligente. Un buen ejemplo se hallará en los deliciosos pasajes en los que don Quijote multiplica los argumentos sutiles y convincentes en apoyo de una opinión que todo el mundo puede ver que es errónea. Su inteligencia trabaja más lúcidamente cuando la tesis es difícil de defender. El tema de la locura del Quijote ha hecho correr ríos de tinta. Bástenos decir por ahora que se engarza con una característica de Cervantes que es una de las claves de su modernidad: el desinteresado deleite en lo absurdo, que se complementa con una afición al doble sentido, voluntad de sugerir más que de declarar, gusto por la ambigüedad y la sutileza, en sí mismas. El humorismo más corriente en la época, inglés o francés, tenía implicancias morales, por lo que ahora nos parece menos gracioso. Un poco arbitrariamente puede compararse también a Cervantes con un escritor irreverente de los tiempos actuales, un vanguardista aficionado al disparate puro.

Es así como en la novela Alonso Quijano decide hacerse caballero andante y salir por el mundo en busca de aventuras. Limpia lo mejor que puede una viejas armas que habían sido de sus bisabuelos, y, como no tenían celada, las completa con unos endebles cartones. He aquí el primer grueso desacomodo que llama la atención del lector de esa época. Don Quijote a principios del siglo XVII sale con una armadura que corresponde a finales del siglo XV. Pero no solamente ocurre con la vestimenta. El espíritu arcaico está sobre todo en la manera de comprender la vida y en el lenguaje arcaizante de los libros de caballería. Pero no se tome esta frase al pie de la letra. Conviene matizarla. Cervantes adorna el lenguaje de su época con frases que corresponden a otra, pero el libro en su conjunto responde a las necesidades expresivas de la época en que fue escrito. Quijote habla de un modo arcaizante, pero todos los demás personajes usan el lenguaje corriente en aquellos días.

Alonso Quijano toma como montura un viejo rocín de su propiedad al que bautiza como Rocinante, nombre que le pareció «alto sonoro y significativo» y adopta el nombre de don Quijote de la Mancha, para lo que antepone el don, al que no tenía derecho, y desfigura su apellido, Quijano, con el cómico sufijo «ote». Todo esto es difícil de advertir ahora, pero basta una meditación ligera para advertir la intención de Cervantes. Percibiendo que todo caballero andante debería estar enamorado de una dama a la que se podría encomendar en los trances peligrosos y a quien debería ofrendar los frutos de sus victorias, decide hacer dama suya a una moza labradora «de muy buen parecer» llamada Aldonza Lorenzo, de la que tiempo atrás había estado algo enamorado sin llegar a darle cuenta de sus sentimientos. Y así se va construyendo el imaginario erótico de nuestro héroe. Dulcinea, si reparamos bien, no aparece un solo instante en las páginas de la novela. Don Quijote, en cuya mente se ha verificado la identidad entre Aldonza Lorenzo y Dulcinea, mantendrá esa yuxtaposición celosamente en secreto. Sólo una vez se lo comunica a Sancho cuando necesita enviarle un mensaje a Dulcinea. Así, el escudero sabe la verdad de lo que pasa en la imaginación de su amo. Sancho, en este asunto, engaña dos veces a don Quijote, primero inventándole una escena entre él y Aldonza y después, en la segunda parte del libro, haciéndole creer que Dulcinea es una zafia labradora con la que se encuentran en el camino. Podemos concluir en que si bien Aldonza Lorenzo no aparece nunca en el relato, está muy presente en el imaginario de los dos personajes principales. Don Quijote hablará y obrará siempre como si se tratara de una nobilísima princesa llamada Dulcinea del Toboso. Aldonza Lorenzo es un personaje desfigurado en dos direcciones: idealizada por Don Quijote que la convierte en paradigma de dulzura y nobleza, nobleza degradada por Sancho que hace de ella un monstruo de fealdad y una hembra zafia y soez. Toda la novela se basa en un error, producto de la locura del protagonista que, como se ha dicho, es sensato y prudente en todo lo que no roce con su desviación monomaníaca.

Sancho, con su rusticidad, su avidez, sus miedos y sus sandeces, sirve de contrapunto a las divagaciones metafísicas y amorosas de don Quijote. Al principio es un campesino rudo y hasta cierto punto tonto que no sabe a que tipo de aventuras se ha metido, pero poco a poco va adquiriendo picardía, familiaridad con el mundo fantástico de don Quijote, e inclusive cuando llega a ser gobernador de la deseada ínsula, tendrá juicios certeros y sanos juicios, dictaminando con propiedad en casos de justicia verdaderamente complicados. A partir de la aparición de Sancho Panza, la novela cobra un brío que solo las grandes narraciones tienen. En El Quijote, como explica Gerald Brenan, encontramos aquello tan indefinible pero realmente existente que es el sabor de la España de fines del siglo XVI y principios de XVII. La mayor parte de los escenarios por los que se desplaza la inmortal pareja de Quijote y Sancho son las caminos, las ventas y posadas, que el propio Cervantes conocía a la perfección pues los había recorrido innumerables veces en su condición de recaudador de impuestos. Ese espacio inmenso, proteico, le permitió incluir en su narración a todos los tipos humanos imaginables: clérigos, alguaciles, pastores, comerciantes, condes, barberos, bachilleres, forzados, damas, aldeanas, venteros, mozos de cuerda, doncellas, dueñas, que van entrando y saliendo de la narración sin ser olvidados por los protagonistas. Si la narración da en un primer momento la impresión de ser lineal y que el autor para evitar la monotonía que suele atribuirse a las novelas largas, va intercalado relatos que distraen al lector como el relato hermosísimo de El curioso impertinente u otras historias que cumplen la misma función, descubrimos después, especialmente en la segunda parte, que el recurso más extendido y mejor utilizado por Cervantes es de otra laya: los episodios, inclusive los más apartados de la trama central, se relacionan por un sistema de lo que llamaremos de «ecos» con las peripecias de Quijote y Sancho. Dicho de otro manera, los episodios considerados secundarios en una primera lectura, no están puestos en cada lugar sólo para dar coloratura, indispensable para evitar desmayos en la lectura; son filamentos, delgadas venas de un torrente sanguíneo central, del cual viven y al cual alimentan. Tan es así que el lector cuando cierra el libro, después de terminarlo, tiene la sensación, de que nada falta y nada sobra en esa narración prodigiosa.

Las mejores partes de la novela, es difícil dudarlo, son las conversaciones entre Quijote y Sancho. Mientras uno representa el altruísmo, el otro encarna el propio interés; mientras uno sabe las cosas que dicen los libros, el otro conoce lo que le enseña la vida. Pero a medida que el libro avanza ambos se influyen recíprocamente. El zafio Sancho se va tornando sensato y el soñador Quijote termina por renunciar a la caballería. Estas vidas enlazadas, vivifican y ayudan a diversificar toda la narración, constituyendo un par inmortal que camina por el mundo. Existe un instante crucial en la vida de Sancho y Quijote: es el momento en que Sansón Carrasco informa al amo y al criado de que su historia anda ya impresa en libros. La reacción ante la fama de don Quijote y de su escudero es diversa: el amo, que la ha creado de la nada, pura y sin mancha en su propia mente, la recibe receloso, temiendo que la gloria real no sea tan limpia y bella como la soñada. Sancho, en cambio, se entrega con ingenuidad al goce de este nuevo placer, sentimiento preparado por el novelista con mano maestra.

Habían trascurrido diez años después de la aparición de la primera parte de Don Quijote cuando Cervantes, en 1615, dio a la imprenta la segunda parte. Un año antes, en 1614, un autor desconocido, Alonso Fernández de Avellaneda, cuya identidad no se ha podido determinar, publicó en Tarragona una continuación apócrifa de la novela cervantina con el título de Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, en cuyo prólogo atacó desmedidamente al autor que estaba plagiando. A la distancia, sin embargo, podemos interpretar la aparición de la novela espúrea, como un sesgado homenaje a Cervantes. La aparición de ese libro que se apoderaba de sus personajes causó desazón al gran Cervantes, pero no le hizo perder el hilo de lo que venía pergeñando, antes, más bien, aprovechó algunos episodios de su emboscado antagonista, para aclarar la verdadera autoría de El Quijote.

Uno de los episodios más conmovedores del libro ocurre en el capítulo XXI del primer tomo, cuando don Quijote y Sancho se encuentran con una comitiva formada por doce hombres encadenados que caminan custodiados por guardianes que los conducen, como delincuentes que van, a cumplir la condena remando en las galeras del rey. Don Quijote los detiene y toma conocimiento de las fechorías que han cometido. Entre los galeotes está Ginés de Pasamonte, el más cargado de delitos. Don Quijote, interpretando sesgadamente uno de los fines de la caballería medieval -dar libertad al forzado o esclavizado- aunque ello suponga el olvido de los principios de justicia y de castigo de los malhechores que constituía uno de los puntos esenciales del código caballeresco. Cuando Ginés de Pasamonte y el resto de forzados, son liberados, don Quijote les pide que se presenten ante Dulcinea del Toboso, en nombre del Caballero de la Triste Figura, que es como lo había bautizado Sancho a don Quijote, con su anuencia. Al negarse los galeotes, montó en cólera don Quijote y trató de don hijo de puta a Ginés de Pasamonte, llamándolo Ginesillo de Parapilla. A caballero y escudero les llovieron las piedras y quedaron descalabrados. Viéndose tan mal parados don Quijote dijo a su escudero:

Siempre, Sancho, he oído decir que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar.

El ejemplo propuesto, uno entre tantos otros ricos episodios del libro, nos dan indicios de que El Quijote surgió de las largas y penosas experiencias de frustración y fracaso de Cervantes. La desilusión es uno de los grandes temas de la literatura española y el que mejor la encarna es Cervantes. Gerald Brenan dice que los españoles, que ponen sus esperanzas muy altas, esperan un milagro que las realice, se sienten con frecuencia decepcionados por la vida y que Cervantes también se había iniciado con mucho optimismo, pero la renunciación era ya parte considerable de su naturaleza. Todo esto es verdad, pero acaso no corresponda exclusivamente a los españoles, sino a la especie humana, que asocia madurez con postergación del deseo y con la aceptación de la realidad. En todo caso, quisiéramos rescatar también el otro lado de Cervantes y de su don Quijote: la desaforada capacidad de la idealización de la mujer amada y la fe insobornable en la literatura como vehículo de comunicación entre los hombres.


Referencias bibliográficas

ALBORG, Juan Luis (1967): Historia de la literatura española. Tomo II. Gredos, Madrid.

BRENAN, Gerarld (1958): Historia de la literatura española. Losada. Buenos Aires.

CERVANTES, Miguel (2004) [1605-1615]: Don Quijote de la Mancha. Real Academia Española. Asociación de Academias de la Lengua Española. San Pablo.

DE RIQUER, Martín (1959): «El Quijote». En: Diccionario literario. González Porto-Bompiani. Tomo VII. Montaner y Simón. Barcelona.

GENETTE Gerard (1966): Figures. Edicions du Seuil, Paris.

KENKIK, Malveena (1970): Cervantes. Salvat, Madrid.


lunes, 19 de febrero de 2024

Un escritor rebelde


Un
amigo mío que conoce mi afición a hablar del Quijote, me dijo ayer que cruzando el Almanjáyar, en vez de atracarlo, estuvieron a punto de le darle una conferencia sobre el Quijote. Sabiendo por dónde iba, le pregunté: ¿Eran muchos? Y me dijo: solo uno, pero con mala leche y mucha disposición. Para concluir, solo acerté a decir: ¡Virgen Santa, adónde vamos a llegar!

Pues, ¡Virgen Santa! Hablemos una vez más de Cervantes y “quítenme allá esas pajas”. Lo haré con un matiz que pocas veces se atreven a desarrollar quienes lo estudian porque pertenece más a la ficción que a la investigación, pues yo no quiero ser riguroso. Así que hoy me alejo del estudio para instalarme en la elucubración verosímil, en la ficción justificada.

Cervantes, trata en sus obras tanto la vanidad, el orgullo, el egoísmo, la soberbia o la envidia, como la ternura, la generosidad, la amistad o la paz, además de la entrega amorosa, los pilares para la convivencia o el ideal estético. La vida de Cervantes, aún edulcorada por sus biógrafos, no es ejemplar ni edificante. Quien escribe El Quijote es un hombre cuya intimidad se nos escapa de forma irremediable. No sabemos nada, o casi nada, de los años de infancia y adolescencia, salvo las ciudades que frecuenta. Perdemos su pista para encontrarlo de repente en Italia al servicio del joven Acquaviva, o en Madrid después de sus comisiones andaluzas. Ignoramos todo sobre las razones profundas de la mayoría de sus decisiones: ¿Por qué huye a Italia? ¿Por qué se alista en las galeras de don Juan de Austria? ¿Por qué se casa con una joven veinte años menor que él? ¿Por qué abandona el domicilio conyugal tres años después? ¿Qué motivaciones lo impulsan a publicar La Galatea a la edad de 38 años? ¿Por qué un vacío de veinte años sin publicación? Y añado la que más me interesa: ¿Quién es Cervantes cuando a la tardía edad de 57 años para un escritor de tan breve andadura publica el mejor libro de los tiempos? ¿Un recaudador de impuestos jubilado, un desempleado que no se esfuerza por procurase unos ingresos estables, un holgazán de sus hermanas, un negociante en asuntos menores? ¿O es un excombatiente malogrado? ¿Fue sencillamente un buscavidas como su padre, o un errabundo como su abuelo? ¿Y cómo explicar sus amores con Ana Franca? ¿Y qué decir de la hija del genio de las letras, Isabel Saavedra, que no pudo leer la obra de su padre porque fue analfabeta? ¿Y habría que explicar siempre a su favor los repetidos encarcelamientos, sus humillaciones ante los poderosos y las desavenencias con sus iguales...? ¿Cómo pudo personaje tan gris llevar a su libro principios tan juiciosamente coloreados y a la vez tan universales?

Indagaremos sobre lo que se conoce, y añadiré, insinuante, lo que se ignora, en un intento por dibujar, aunque sin certeza probada, otro perfil del escritor. Tengo para ello un principio universal, el de que toda biografía es un libro de ficción. No quiero emborronar las miserias, en todo caso engalanar los muchos éxitos que el autor del Quijote no conoció, y la importancia de su obra.

Toda novela, sin embargo, por artificiosa que sea, es un libro autobiográfico en la que el autor labra, imprime, esculpe, acaricia y diluye logros y miserias a un tiempo, distribuye sin remordimientos todo aquello que quiere desnudar de su vida sin que se note. Esa información es abundante y variopinta, aunque se muestre con la astucia de un pintor o con la fineza de un poeta o con la elegancia de un arquitecto. Aunque Cervantes siempre juega al despiste, los textos de El Quijote nos desvelan una multitud de ideas insospechadas sobre su autor. El personaje que buscamos no se reduce al individuo que conocieron sus allegados, ni a la sucesión de mitos, buscamos el perfil perdido, esa personalidad que despierta y reaviva en nosotros el placer de conocerlo como conocemos al mejor de nuestros amigos.

Muchos han sido los que han ahondado en la biografía del escritor. Pero el perfil queda, a pesar de los esfuerzos, incompleto, fragmentado, salpicado de lagunas. Por eso, creo posible añadir algo. ¿Qué vecino de Miguel el recaudador podría aventurar que aquel hombre de estirpe dudosa, de pasado confuso, de actitudes punibles, de continuo errar, que visitó la cárcel incluso después del éxito, iba a ser el gran escritor? El propio Cervantes, en definitiva, no fue consciente del verdadero tamaño de su logro y, muy probablemente, se fue sin saberlo. El desvalido escritor se quedaría estupefacto, boquiabierto, espantado, asustado y extrañamente orgulloso si contemplara la cantidad de actos, homenajes, lecturas, publicaciones, comentarios, elogios, estanterías, ediciones, versiones, traducciones, dibujos, camisetas, tazas para café, esculturas y mil cosas más construidas en su honor. Pues bien, ni de Cervantes, ni del Quijote se dirá nunca todo lo que en ellos cabe.

La vida del niño Miguel, del soldado, del héroe de Lepanto, del desdichado Cervantes y del tullido escritor no escapa en ningún momento a la polémica, no transcurre suave casi nunca. Desde que su actividad ciudadana se inicia con una probable deuda con la justicia a la edad de veinte años, hasta la disputa por la propiedad del Quijote apócrifo, su vida son continuos tropiezos. Desde que durante muchos años, tras su muerte, diez localidades se disputaban su patria chica, hasta sus eternas polémicas sobre su linaje o desarraigo.

¿Qué rasgos principales de la obra exteriorizan, descubren, o alumbran la personalidad del escritor? Una hipótesis plausible, una tesis inequívoca: la subversión en don Quijote y en su creador como precepto, la indisciplina como norma, la insurrección como estética. ¿Y cuál es la nueva estética que conquista la personalidad de Cervantes y deja su impronta el El Quijote? Hablemos de las subversiones.

La identidad desbaratada

Tanto el autor como el personaje carecen de señas de identidad, de esos rasgos por los que identificamos a la mayoría de los individuos. Esa característica es también propia de los seres que viven, como el manchego, fuera de las exigencias de los ambientes, en el extrarradio de los tácitos principios que delimitan la convivencia. La obra y el autor subvierten los principios de identidad.

Identificamos a las personas por su nombre, por su ciudad, por su profesión y solo añadimos su carácter si tenemos la ocasión de descubrirlo. Es fácil oír Esa es Ana, de Alfácar, profesora de lengua, simpatiquísima… y con cuatro pinceladas construimos las tres cuartas partes de la identidad exigible, aunque, después, nos gusta añadir algo más, como el origen familiar con una frase del tipo su padre fue panadero o, como en el caso de Quevedo, pertenecía a una familia de la baja nobleza, que se había integrado en el alto funcionariado y en la servidumbre de palacio.

¿Y qué diríamos de un Cervantes, autor, que ya ha cumplido los cincuenta y siete años?

En cuanto a su nombre, parece dejar anclado al escritor si no fuera porque todos sabemos de qué manera mariposeó con su apellido Saavedra, que fue el que le adjudicó a su hija, y también el nubarrón sobre los apellidos de don Quijote, y las provocativas confusiones con el de la mujer de Sancho. Está claro. Se complace en la confusión de la identidad.

En cuanto a su origen ciudadano, conocemos que fue bautizado en Alcalá, criado en Valladolid y Sevilla, huido a Italia, peregrino por los mares, cautivo cinco años en Argelia, instalado de nuevo en Madrid, y luego, cautivo del azar, se instala en Esquivias, Toledo, donde vive con su mujer, Catalina Salazar, tres años, pero no echa raíces. Viajero por Andalucía, provisional en Sevilla, unos años en Madrid y de nuevo en Valladolid… ¿De dónde es Miguel de Cervantes? Tiene tantos desarraigos que carece de ciudad. Lo dice claro cuando no quiere acordarse de la patria chica de Alonso Quesada, ni llevarlo a los lugares que han marcado la vida del autor.

Miguel abre los ojos de chiquillo al mundo en Valladolid. Allí se ha trasladado su familia en busca de mejor acomodo. El espectáculo que impregna las pupilas del niño Miguel es el de una ciudad poblada por unas cuarenta mil almas, vasto campamento de clima desagradable y húmedo donde, según cuentan, los cerdos se revuelcan en plena Corredera de San Pablo. Y junto a ellos, las iglesias de fachadas labradas, los palacios que se instalan junto a la Plaza Mayor y que causaban ya la admiración de los visitantes, calles comerciales, tiendas de lujo, avalancha de negociantes, estudiantes, servidores, monjes, mendigos que se apretujan intramuros en un movimiento sin tregua. En palabras de un viajero holandés, ciudad salpicada de “pícaros, putas, pleitos, polvos, piedras, puercos, perros, piojos y pulgas”.􀍟Una moderna Babilonia, refugio de los jornaleros que eran los mejor pagados de España. En 1561, cuando ya la familia se había trasladado a Sevilla, Valladolid fue asolada por un incendio que destruyó sus casas de madera. En la reconstrucción recuperó un urbanismo moderno, hoy ya irreconocible. Con esa nueva ciudad se encontró Cervantes en su visita como cincuentón inmediatamente anterior a la publicación del Quijote: plaza mayor con quinientos pórticos y dos mil ventanas, calle de los orfebres bordeada de ricos bazares, nuevos palacios, nuevas iglesias, umbrosos paseos bordeando el Pisuerga. La ciudad era el símbolo mismo de la moderna prosperidad que albergaba a la corte. Pero Cervantes no es de aquí, ni de ninguna parte, ni siquiera de Sevilla que era por entonces, en la época de su tercera ciudad, lugar de encuentro de todos pícaros de altos y bajos vuelos, foco de atracción de cuantos huían de un trabajo honrado, ciudad decadente para el artesano y mediocre para la vida campesina, capital de la delincuencia y el crimen: mendigos, lisiados, vagabundos, fulleros, rufianes, bravucones, matones... Italiano después por huida tras el episodio de Antonio de Sigura, marino y soldado por oficio, argelino por cautiverio, madrileño por bohemio y vagabundo, andaluz por profesión, vallisoletano por protección, y madrileño de nuevo, quien lo iba a decir, para la muerte. Cervantes no elige las ciudades. “No nací en un rincón de España, podría decir con Sócrates: soy ciudadano del mundo”. Ese es, precisamente, el que descubre al hombre de la Mancha como ciudadano universal, sea japonés o australiano, y esa era la intención de un hombre cosmopolita. He aquí su desbaratada patria chica. El perfil de ubicación de identidad, emerge subvertido.

Y qué diremos en cuanto a su profesión ¿Quién es la persona que va a publicar el Quijote? Lo expresamos de manera tajante y provocadora: nadie. No tiene empleo conocido y prefiere no recordar los que tuvo. Trasladémoslo al mundo moderno: ¿un jubilado? ¿Un desempleado? ¿Un marginado? Literariamente es mucho, aunque casi nadie lo sepa, socialmente no es nadie. Se ha refugiado, junto con su mujer, que ahora vuelve junto a él, y su hija natural, en la casa de sus hermanas. Probablemente necesita mendigar en la corte y junto a ellas, para procurarse el más elemental sustento. Así lo muestran las sucesivas dedicatorias de la primera parte de El Quijote, y también de la segunda, dedicada a un noble jovencísimo y ambicioso, el duque de Lerma, que tampoco le hizo mucho caso.

¿Podríamos añadir algo en cuanto a su carácter? Pues aquí no cabe la menor duda: una de las personalidades más atractivas y atrayentes que pudieron existir por entonces, e incluso ahora, pero muy poca gente se enteró. Si, se distinguió en Lepanto, donde luchó enfermo y con heroísmo y obtuvo la recomendación de ascenso a capitán que solo le sirvió para que sus secuestradores pidieran por él una alta recompensa. Pasó por la vida sin suerte alguna. Algo así le sucede a su caballero andante, y queda de manifiesto cuando observamos que no fue objeto de un solo aplauso entre sus contemporáneos, me refiero a los contemporáneos que a él le interesaba que lo aplaudieran. Solo Cervantes elogia de vez en cuando a Cervantes. Cuando escribe aquellos versos que dicen:

Yo, que siempre trabajo y me desvelo

por parecer que tengo de poeta

la gracia que no quiso darme el cielo...

Espera, vanidoso, que alguien alce la voz para decir lo contrario, pero ni siquiera ahora entre los lectores contemporáneos lo ensalzamos como poeta con convicción. Para sus contemporáneos el escritor manco fue un desconocido.

En cuanto a su linaje Miguel era hijo, en palabras de la época, de un “médico zurujano”, oficio malquisto e impopular, una especie de barbero que apenas superaba en prestigio a un simple artesano. La casa reconstruida que visitamos en Alcalá de Henares nada tiene que ver con el verdadero origen humilde del novelista, literalmente un don nadie si tenemos en cuenta que desde la época de Carlos V se había difundido en España la manía del don, y Cervantes, que no lo tiene, despliega todas sus artes de estética literaria para concedérselo, no sin ironía, a su héroe. Y lo consigue. Hoy nadie se atreve a llamar al manchego Quijote a secas, sino con el don, don Quijote, sin el privilegio del que su propio autor carece, y a quien nombramos por su nombre, Miguel, o apellido a secas, Cervantes, a diferencia de don Francisco de Quevedo o don Luis de Góngora.

El aislamiento forzoso

Don Quijote, y también su autor, son seres aislados. Conviven con sus semejantes, pero sin sus semejantes. Una distancia, y también una frontera, los aísla, y los instala en su propio mundo. Subvierten, por tanto el principio de convivencia que une a las sociedades.

Héroe y escritor comparten el mismo desarraigo. Solo don Quijote y solo Miguel creen en sus profesiones de caballero y escritor. El cincuentón de la Mancha convence a Sancho y lo convierte en su amigo. Don Quijote será un hombre tan conocido como solitario, tan socialmente acompañado como íntimamente solo, tan estrafalario como digno, tan ilusionado sin ilusiones como derrotado sin derrota, tan solitario en su mundo como acompañado por su mejor amigo que, no siendo el más deseado, se ha convertido en el más complaciente. Sospecho que a poca gente, de los que Cervantes hubiera querido tener a su lado, le interesaba estar con él.

Era costumbre de los escritores del siglo de oro buscarse, entre sus amigos poetas, alabanzas y elogios para su libro. Cuando no los encontraban, era el propio autor quien los escribía atribuyéndoselos a tal cardenal, conde, o rey de las Indias. Cervantes no quiso recurrir a sus amistades o no encontró disposición en ninguno -que esto no queda muy claro-. Aquello se lo reprocha más tarde Avellaneda: le dice que no pudo encargar sonetos a sus amigos porque no le quedaba ninguno. ¿Son ciertas aquellas palabras? Recientemente el profesor Alfonso Martín Jiménez, de la universidad de Valladolid, ha investigado sobre la autoría del Quijote apócrifo en su libro El Quijote de Cervantes y el Quijote de Pasamonte. Y atribuye el pseudónimo de Avellaneda, y por tanto la autoría del libro, a Jerónimo de Pasamonte, amigo de Miguel desde la época de Lepanto, y enemigo el resto de sus días. Eso explicaría que Ginés de Pasamonte, remedo de aquel, sea el único personaje de El Quijote que sale mal parado, vilipendiado y tratado con desazón y rivalidad. Contrasta esta desidia con la bondad dada en el Quijote al bandolero histórico Roque Guinart, a quien tanta violencia se le atribuye, y que tan generosamente suaviza Cervantes.

Hablemos ahora de la compañía femenina. ¿Quién es la mujer que hay detrás de Cervantes, esa que contribuye al equilibrio del gran artista? En el momento de la aparición del Quijote, como decíamos, Cervantes vive en un auténtico gineceo. Catalina está con él; después de muchos años alejado de ella, la ha rescatado de Esquivias para llevársela al domicilio familiar. Allí viven también sus tres hermanas: Magdalena, Andrea y Luisa. Y también su hija natural, Isabel de Saavedra; y a ella se añade una sobrina, Constanza. ¿Quién está detrás de Miguel? Probablemente nadie, aunque sí en su mente, y a distancia, la mujer idealizada, la que tan bellamente preside, también desde la ausencia, las páginas de El Quijote.

Retrocedemos unos años, hasta 1584. Por entonces cumplía los 38. Este año es determinante en su futuro: conoce en enero a Ana Franca, mujer casada que sería meses después madre su hija Isabel. Y en septiembre conoce a la joven Catalina de Salazar, casi veinte años menor que él, y en diciembre se casa con ella. Y tres años después, como Alonso Quijano, Cervantes abandona a su esposa en Esquivias en busca de una vida errante. No es un adiós definitivo a Catalina, pero se parece mucho a una fuga, la de su héroe. Una nueva etapa comienza en su vida viajera y vagabunda que ha de durar casi quince años. Por su parte don Quijote conoció de joven a Aldonza Lorenzo, y luego no la vuelve a ver. Pero el caballero se luce en la distancia con sus amores con Dulcinea, y se estrella en la presencia, en situaciones como la de Dorotea. Es un casto enamorado, es un amante platónico, o lo es cortés, y no lucha por un fin junto a su amada, sino por la continuidad, por la retórica de las invocaciones. Dulcinea es una primera condición. Cuando don Quijote ve a Dorotea sentada a orillas de un río, vestida de hombre, cabellos rubios que de repente se desatan al viento y caen undosos por el hombro, queda extasiado, suspendido. Unas páginas más allá Sancho le pide a su señor, que se case con Dorotea, puesto que es princesa, aunque solo sea en la ficción dentro de la ficción, pero don Quijote no rompe su fidelidad. Dorotea, Dulcinea, la inspiración en Melibea, en ese orden, con esa rima, son también las mujeres del escritor. Dorotea es, en esta subjetiva y voluntariosa interpretación, Ana Franca, ese amor impetuoso que le proporcionó la única descendencia. Dulcinea es Catalina de Salazar, a quien Cervantes mostró tanto amor como distanciamiento: siempre está con ella sin estarlo. Melibea es el ideal que se distribuye en las 39 o 40 o 41 mujeres del Quijote, según las contemos en presencia o referencias. Pero la conclusión, el resultado, es el aislamiento. Héroe y autor, caballero y artista tienen el mismo grado de consideración y probablemente de castidad.

El Quijote subvierte el concepto de compañía hacia una nueva percepción muy distante de convencionalismos.

La frustración incesante

Don Quijote y su creador viven en continuo conflicto, en permanente fracaso. Solo una especial manera de concebir el mundo le proporcionan el antídoto necesario para la subsistencia. La frustración no es una excepción en sus vidas, sino la norma.

Nos colocamos de nuevo en ese momento mágico de los 57 años cuando va a aparecer el Quijote. ¿Qué llevan don Quijote y su autor a las espaldas? El manchego se ha ocupado de su hacienda y ha leído en su refugio libros de caballería. En el distanciamiento de su triste familia: un ama y una sobrina de quienes sabemos muy poco, y lo agobien otro poco con sus excesivos cuidados. Se refugia en la ficción de sus libros, y un día cambia su hogar por aventuras. Poco conocemos de su pasado, y parece decirnos que mejor olvidarlo. No es necesario conmemorar desengaños. En una nueva vida -parece pensar-, tal vez se encuentre mejor acomodo. Y como no existe, fiel a sí mismo, se compromete a crearla.

Del pasado de Cervantes sabemos mucho más, pero de ninguno de sus conflictivos episodios aparecen lamentos en El Quijote. Cuando solo cuenta veinte años resuena su primera frustración con el episodio de Antonio de Sigura. Durante mucho tiempo se mantuvo en secreto, a veces pretextando que pudo tratarse de un seudónimo, a veces relegándolo al silencio porque el documento judicial no decía mucho a favor. Pocos biógrafos ponen hoy en duda aquel triste incidente de juventud que empieza a condicionar su vida. De repente aparece en Roma, probablemente para huir de los diez años de destierro a que fue condenado.

Luego se suceden los desengaños que siempre consideró la mejor lección de la vida. En el capítulo 9 de la segunda parte del Quijote nos dice: “… es menester tocar las apariencias con las manos para dar lugar al desengaño”, que es como reconocer los palos que le anda dando la vida. Si bien fue un soldado heroico demostrado en “la más grande ocasión que vieron los tiempos”; en la vida le sirvió de poco, más bien podemos asegurar que le perjudicó cuando al apresarlo le encontraron la carta con la recomendación del ascenso, igualmente fracasó como aspirante a un puesto en las Indias porque nadie confió en él, como recaudador porque acabó en la cárcel y como escritor porque dejo de serlo durante veinte años... o quizá podríamos aventurarnos a decir que empezó a serlo cuando ya nadie apostaba por él. Sin duda Cervantes, como Alonso Quijano, se valoraba más de lo que los otros lo hacían, incluso desde sus oficios de camarero o criado, de soldado, de cautivo, de recaudador o de desempleado…

Pero concentrémonos en su principal fracaso, el de escritor. La Galatea, su primera novela, publicada aquel mismo año de Ana Franca y Catalina Salazar, es una sucesión de microcosmos sentimentales ligados por un juego de equilibrios y contrastes, al hilo de una narración cuyo lento avance queda detenido periódicamente por amplios paréntesis. Cervantes no da continuidad a su oficio probablemente porque pocos lectores le han dejado un hueco para hacerlo. Por eso, poco tiempo después de su edición, nadie recuerda su obra.

Hastiado de los reveses de la fortuna y con 43 años, cansado de recorrer Andalucía en una mula y chocar con la iglesia, con negativas, calumnias y hostilidades, y para no volver a casa con la cabeza gacha, y vivir a costa de una esposa o una hermana, presenta en Madrid un memorial dirigido al presidente del Consejo de Indias acompañado de una detallada hoja de servicios en la que solicita sea servido de hacerle merced de un oficio en las Indias. La respuesta es una nueva frustración, busque por acá en qué se le haga merced, que es algo así como decir váyase usted a tomar viento. Le quedan quince años de penalidades antes del Quijote, algunos desengaños más en la vida y como autor teatral.

Frisa los cincuenta cuando las cuentas de su gestión recaudatoria lo conducen a la cárcel. Probablemente allí se vio condenado a la promiscuidad de los dormitorios comunes, y a la magra pitanza de quienes no tenían con qué mejorar la comida. En ese ambiente es capaz de huir con lo que los psicólogos de hoy llaman la intervención paradójica y los filólogos ironía: solo lo contrario de lo que quiero decir puede expresar lo que siento. La idea es también romántica: don Quijote dado a luz en una cárcel de Sevilla.

En el verano, cinco años antes, Cervantes se despide de Andalucía. Acaban diez años de vagabundeo y adversidades. Ni siquiera tenía un oficio como su padre; con sus antecedentes no podía obtener favor alguno en la corte y para los negocios no tenía ni banca. Es decir, todo a punto para refugiarse en el acto de escribir unas cuantas páginas de la misma manera que Alonso Quijano se refugia en los libros de caballería.

El cincuentón decepcionado regresa a Madrid armado para inmortalizar su nombre. Pero él no lo sabe. Su triunfo está en que precisamente lo ignora, y consigue la gloria cuando ya no espera nada de la vida. Lo encontramos de nuevo en Valladolid en 1604, pero de esos cuatro años, probablemente de redacción, de creación, ignoramos casi todo. Andaba el verano de 1604 cuando por unos mil quinientos reales Francisco de Robles le compra el manuscrito. El precio del volumen se fijó en doscientos noventa maravedíes. La segunda parte también será para Robles, en 1613. Parece ser que Cervantes se dirigió a su antiguo editor solo como último recurso, después de haber mendigado con otros una cantidad mejor. La suma de mil seiscientos reales concedidos por Robles para esta segunda edición no tenía nada de escandalosa.

Cervantes podría haber escrito su diario, para desahogar sus ansiedades, pero él sabía escribir libros de ficción que se parecían a un diario. De haber tenido cuatro maravedíes no habría escrito el Quijote. Él quiere ser alguien, y cuando menos caminos le quedan, cuando más cerradas están las puertas, se abre la inesperada. También Quijano quería ser alguien y, por los métodos más insospechados, lo alcanza. Cervantes, tan vanidoso como humilde, sabe desaparecer en cuanto toma la pluma... Y muere Cervantes, y viven sus personajes.

Es la subversión del infortunio. No se refugia el escritor en llantos y sollozos, sino que subvierte el fin de su escritura; parece pensar: ahora escribiré para divertirme, es lo único que me queda. Trueca el mal por la ironía, el desconsuelo por un poco de sarcasmo, la memoria por el olvido, la vulgaridad por la elegancia, la maldad por la bondad, la racionalidad por la locura, y mediante la locura se hace más racional. Pero su éxito se trueca también en frustración. Cervantes sigue sin saber que es un gran escritor, y eso a pesar de que ahora, por fin, recupera el reconocimiento de sus editores y puede comprobar que el pueblo habla de su don Quijote.

La perspectiva distante

Don Quijote, y por ende Cervantes, se distancian del mundo y subvierten la perspectiva interna, esa que nos obliga a observar la realidad desde donde estamos, sin capacidad para trasladarlos a un lugar imposible, a un punto distante de observación que nos permita contemplar el mundo con la indiferencia que muchos piensan que merece, con la indolencia que solo inspira a los grandes escritores.

Decía Ortega y Gasset que no existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas al sentido universal de la vida sea tan grande, y, sin embargo, no existe libro alguno en el que hallemos menos anticipaciones, menos indicios para su propia interpretación. ¿Por qué no son evidentes las interpretaciones como en tantas otras novelas?

La perspectiva de Cervantes, y eso es un mérito sublime, es una de las pocas capaces de huir de la patria chica, que no la tiene, de su país, del antiguo y del nuevo mundo, para colocarse, a modo de un dios provisional e insólito dominador del bien y del mal. Ese rasgo es, a mi juicio, el más concluyente de la personalidad del escritor, y no lo comparten ni su contemporáneo Lope, ni Quevedo, ni Góngora ni los demás, ni muchos menos los de fuera. Precisamente para transferirle a don Quijote ese distanciamiento, tan difícil de captar, lo catapulta al vacío, allí donde no hay apoyos para la perspectiva en la pérdida de razón más singular que se ha ideado nunca. Ese modo de observar el mundo es, sin duda, el único que puede facilitar la redacción de una gran obra, y el único que puede proporcionarle inmunidad a su autor ante cualquier incómodo acontecimiento de la cotidianeidad.

Hasta que llega el momento decisivo cuando el desempleado Miguel de Cervantes, colocado en una distancia del mundo que cualquier mortal envidiaría, ocupando el pedestal que lo autoriza a manejar con denuedo e intrepidez a sus criaturas, desengañado de todos y de todo y sin esperar nada de de nadie, tan irónico como serio, tan compasivo como exigente, tan libre como condicionado, tan grotesco como sublime, tan real como ilusorio, escribe, relajado y sin prisas, desengañado y sin esperanzas, el mejor libros del mundo y del tiempo. Solo con ese distanciamiento consigue un humor infalible, humor que reside en reírse con la gente, no de ella, como suele ser habitual, por ejemplo, en Quevedo. Un humor reflexivo y silencioso con tal finura que nos deja atontados, embelesados, incapaces de responder. De esta manera eleva a todos sus lectores a una sola condición superior: los hace reyes absolutos de sus risas, de sus melancolías, de sus juicios. Nadie ha amado tanto a sus lectores como Cervantes, en la misma medida que nadie amaba tanto la lectura como don Quijote.

Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no digo más. Cervantes subvierte la perspectiva, la atomiza, la diviniza, la confunde.

Para acabar

Una identidad desbaratada, un aislamiento social forzoso, y una frustración incesante, una perspectiva distante, excepcional. Esos son, a mi juicio, los cuatro pilares de la personalidad del escritor. Cervantes crea un nuevo canon, el suyo: ya nada será igual que antes en la literatura. El nuevo canon alumbra una nueva estética. Unos cincuenta años antes, el Lazarillo de Tormes había abierto camino hacia un nuevo modo de novelar, que tuvo su continuidad en Guzmán de Alfarache o El Buscón, entre otras muchas novelas picarescas. Lo verdaderamente excepcional de la personalidad de Cervantes es que su nueva estética, tan imitable en aspectos parciales, es inimitable en su totalidad. Después de El Quijote, solo tenemos… El Quijote. La imagen del escritor nos la hacemos cada uno de los lectores, y esta no es sino una de ellas.

¿Quién es entonces Miguel de Cervantes? Es un escritor rebelde, subversivo con la estética. Subvierte sus señas de identidad; su adscripción se mantiene permanentemente quebrada, hace aguas. Subvierte el principio de integración ciudadana, el principio de convivencia; es un hombre del mundo fuera del mundo, muy a pesar suyo, añadiremos, que con voluntad o sin ella vive aislado de la gente, en una burbuja inviolable que le facilita su pacífica observación. Subvierte el principio de ascenso social mediante el éxito, porque es un hombre frustrado que se despide de la vida con una sonrisa triste y melancólica. Subvierte el principio de la perspectiva, y logra situarse en un lugar único, tan distinto como distante, para observar el mundo. Solo le faltaba, y lo hizo, dejar su testamento literario para perpetuarse por el orbe y por los tiempos desde su publicación hasta la eternidad.

 

 

Como referencias, además del Quijote, he tenido: El mito de la cultura, y la filosófía de Gustavo Bueno; así como la documentación del MOOC sobre la crítica según el materialismo filosófico)