Un
amigo
mío que
conoce mi afición a hablar del Quijote,
me dijo ayer que
cruzando
el Almanjáyar,
en
vez de atracarlo,
estuvieron
a punto de le
darle
una conferencia sobre el Quijote.
Sabiendo
por dónde iba, le pregunté:
¿Eran muchos? Y me
dijo: solo uno, pero con mala leche y mucha disposición. Para
concluir, solo acerté a decir:
¡Virgen Santa, adónde
vamos a llegar!
Pues,
¡Virgen Santa! Hablemos
una vez más
de Cervantes y “quítenme
allá esas pajas”.
Lo haré con un
matiz que pocas veces se atreven a desarrollar quienes lo estudian
porque pertenece más
a la
ficción
que a la investigación,
pues
yo no quiero
ser riguroso.
Así
que hoy me alejo del estudio
para instalarme en la elucubración
verosímil,
en la ficción
justificada.
Cervantes,
trata
en sus obras tanto la
vanidad, el orgullo, el egoísmo,
la soberbia o la envidia, como la ternura, la generosidad, la amistad
o la paz, además
de la entrega amorosa, los pilares para la convivencia o el ideal
estético.
La vida de Cervantes, aún
edulcorada por sus biógrafos,
no es ejemplar ni edificante. Quien escribe El
Quijote
es un hombre cuya intimidad se nos escapa de forma irremediable. No
sabemos nada, o casi nada, de los años
de infancia y adolescencia, salvo las ciudades que frecuenta.
Perdemos su pista para encontrarlo de repente en Italia al servicio
del joven Acquaviva, o en Madrid después
de sus comisiones andaluzas. Ignoramos todo sobre las razones
profundas de la mayoría
de sus decisiones: ¿Por qué
huye a Italia? ¿Por qué
se alista en las galeras de don Juan de Austria? ¿Por qué
se casa con una joven veinte años
menor que él?
¿Por qué
abandona el domicilio conyugal tres años
después?
¿Qué
motivaciones lo impulsan a publicar La
Galatea
a la edad de 38 años?
¿Por qué
un vacío
de veinte años
sin publicación?
Y añado
la que más
me
interesa: ¿Quién
es Cervantes cuando a
la tardía
edad de 57 años
para un escritor de tan breve andadura publica el mejor libro de los
tiempos? ¿Un
recaudador de impuestos jubilado, un desempleado que no se esfuerza
por procurase unos ingresos estables, un holgazán
de sus hermanas, un
negociante en asuntos menores?
¿O es un excombatiente malogrado? ¿Fue sencillamente un buscavidas
como su padre, o un errabundo como su abuelo? ¿Y cómo
explicar sus amores con Ana Franca? ¿Y qué
decir de la hija del genio de las letras, Isabel Saavedra, que no
pudo leer la obra de su padre porque fue analfabeta? ¿Y habría
que explicar siempre a su favor los repetidos encarcelamientos, sus
humillaciones ante los poderosos y las desavenencias con sus
iguales...? ¿Cómo
pudo personaje tan gris llevar a su libro principios tan
juiciosamente coloreados y a la vez tan universales?
Indagaremos
sobre lo que se conoce, y añadiré,
insinuante, lo que se ignora, en un intento por dibujar, aunque sin
certeza probada, otro
perfil del escritor. Tengo
para
ello un principio universal, el de que toda biografía
es un libro de ficción.
No
quiero
emborronar
las miserias, en
todo caso
engalanar
los muchos
éxitos
que
el autor del Quijote
no conoció, y la importancia de su obra.
Toda
novela, sin embargo, por
artificiosa que sea, es
un libro autobiográfico
en
la que
el autor labra, imprime, esculpe, acaricia y diluye logros y miserias
a un tiempo, distribuye sin remordimientos todo aquello que quiere
desnudar de su vida sin que se note. Esa
información
es abundante y variopinta, aunque se muestre con la astucia de un
pintor o con la fineza de un poeta o con la elegancia de un
arquitecto. Aunque
Cervantes siempre juega al despiste, los
textos de El
Quijote nos
desvelan una multitud de ideas insospechadas sobre su autor. El
personaje que buscamos no se reduce al individuo que conocieron sus
allegados, ni a la sucesión
de mitos, buscamos el perfil perdido, esa personalidad que despierta
y reaviva en nosotros el placer de conocerlo como conocemos al mejor
de nuestros amigos.
Muchos
han sido
los que han ahondado
en la biografía
del escritor. Pero el perfil queda, a pesar de los esfuerzos,
incompleto, fragmentado, salpicado de lagunas. Por eso, creo
posible añadir algo.
¿Qué
vecino de Miguel el recaudador podría
aventurar que aquel hombre de estirpe dudosa, de pasado confuso, de
actitudes punibles, de continuo errar, que visitó
la cárcel
incluso después
del éxito,
iba a ser el gran escritor? El propio Cervantes, en definitiva, no
fue consciente del verdadero tamaño
de su logro y, muy probablemente, se fue sin saberlo. El desvalido
escritor se quedaría
estupefacto, boquiabierto, espantado, asustado y extrañamente
orgulloso si contemplara la cantidad de actos, homenajes, lecturas,
publicaciones, comentarios, elogios, estanterías,
ediciones, versiones, traducciones, dibujos, camisetas, tazas para café, esculturas y
mil cosas más
construidas en su honor. Pues
bien, ni de Cervantes, ni del Quijote
se dirá nunca todo lo que en ellos cabe.
La
vida del niño Miguel, del soldado, del héroe de Lepanto, del
desdichado Cervantes y del tullido escritor no escapa en ningún
momento a la polémica, no transcurre suave casi nunca. Desde que su
actividad ciudadana se inicia con una probable deuda con la justicia
a la edad de veinte años, hasta la disputa por la propiedad del
Quijote apócrifo, su vida son continuos tropiezos. Desde que
durante muchos años, tras su muerte, diez localidades se disputaban
su patria chica, hasta sus eternas polémicas sobre su linaje o
desarraigo.
¿Qué
rasgos principales de la obra exteriorizan, descubren, o
alumbran
la personalidad del escritor? Una
hipótesis
plausible, una tesis inequívoca:
la subversión
en don Quijote y en su creador como precepto, la indisciplina como
norma, la insurrección
como estética.
¿Y cuál
es la nueva estética
que conquista la personalidad de Cervantes y deja su impronta el El
Quijote?
Hablemos de las subversiones.
La
identidad desbaratada
Tanto
el autor como el personaje
carecen de señas
de identidad, de esos rasgos por los que identificamos a la mayoría
de los individuos. Esa característica
es también
propia de los seres que viven, como el manchego, fuera de las
exigencias de los ambientes, en el extrarradio de los tácitos
principios que delimitan la convivencia. La obra y el autor
subvierten los principios de identidad.
Identificamos
a las personas por su nombre, por su ciudad, por su profesión y solo
añadimos su carácter si tenemos la ocasión de descubrirlo. Es
fácil oír Esa es Ana, de Alfácar, profesora de
lengua, simpatiquísima… y con
cuatro pinceladas construimos las tres cuartas partes de la identidad
exigible, aunque, después, nos gusta añadir algo más, como el
origen familiar con una frase del tipo su padre fue panadero
o, como en el caso de Quevedo, pertenecía a una
familia de la baja nobleza, que se había integrado en
el alto funcionariado y en la servidumbre de palacio.
¿Y
qué diríamos de un Cervantes, autor, que ya ha cumplido los
cincuenta y siete años?
En
cuanto a su nombre, parece dejar anclado al escritor si no fuera
porque todos sabemos de qué manera mariposeó con su apellido
Saavedra, que fue el que le adjudicó a su hija, y también el
nubarrón sobre los apellidos de don Quijote, y las provocativas
confusiones con el de la mujer de Sancho. Está claro. Se complace en
la confusión de la identidad.
En
cuanto a su origen ciudadano, conocemos que fue bautizado en
Alcalá, criado en Valladolid y Sevilla, huido a Italia, peregrino
por los mares, cautivo cinco años en Argelia, instalado de nuevo en
Madrid, y luego, cautivo del azar, se instala en Esquivias, Toledo,
donde vive con su mujer, Catalina Salazar,
tres años, pero no echa raíces. Viajero por Andalucía, provisional
en Sevilla, unos años en Madrid y de nuevo en Valladolid… ¿De
dónde es Miguel de Cervantes? Tiene tantos desarraigos que carece de
ciudad. Lo dice claro cuando no quiere acordarse de la patria chica
de Alonso Quesada, ni llevarlo a los lugares que han marcado la vida
del autor.
Miguel
abre los ojos de chiquillo al mundo en Valladolid. Allí
se ha trasladado su familia en busca de mejor acomodo. El espectáculo
que impregna las pupilas del niño
Miguel es el de una ciudad poblada por unas cuarenta mil almas, vasto
campamento de clima desagradable y húmedo
donde, según
cuentan, los cerdos se revuelcan en plena Corredera de San Pablo. Y
junto a ellos, las iglesias de fachadas labradas, los palacios que se
instalan junto a la Plaza Mayor y que causaban ya la admiración
de los visitantes, calles comerciales, tiendas de lujo, avalancha de
negociantes, estudiantes, servidores, monjes, mendigos que se
apretujan intramuros en un movimiento sin tregua. En palabras de un
viajero holandés,
ciudad salpicada de “pícaros,
putas, pleitos, polvos, piedras, puercos, perros, piojos y
pulgas”.Una
moderna
Babilonia, refugio de los jornaleros que eran los mejor pagados de
España. En
1561, cuando ya la familia se había
trasladado a Sevilla, Valladolid fue asolada por un incendio que
destruyó
sus casas
de madera. En la reconstrucción
recuperó
un urbanismo moderno, hoy ya irreconocible. Con esa nueva ciudad se
encontró
Cervantes en su visita como cincuentón
inmediatamente anterior a la publicación
del Quijote:
plaza mayor con quinientos pórticos
y dos mil ventanas, calle de los orfebres bordeada de ricos bazares,
nuevos palacios, nuevas iglesias, umbrosos paseos bordeando el
Pisuerga. La ciudad era el símbolo
mismo de la moderna prosperidad que albergaba a la corte. Pero
Cervantes no es de aquí,
ni de ninguna parte, ni siquiera de Sevilla que era por entonces, en
la época
de su tercera ciudad, lugar de encuentro de todos pícaros
de altos y bajos vuelos, foco de atracción
de cuantos huían
de un trabajo honrado, ciudad decadente para el artesano y mediocre
para la vida campesina, capital de la delincuencia y el crimen:
mendigos, lisiados, vagabundos, fulleros, rufianes, bravucones,
matones... Italiano después
por huida
tras el episodio de Antonio de Sigura, marino y soldado por oficio,
argelino por cautiverio, madrileño
por bohemio y vagabundo, andaluz por profesión,
vallisoletano por protección,
y madrileño
de nuevo, quien lo iba a decir, para la muerte. Cervantes no
elige las ciudades. “No nací
en un
rincón
de España, podría
decir con Sócrates:
soy
ciudadano
del mundo”.
Ese es, precisamente, el que descubre al hombre de la Mancha como
ciudadano universal, sea japonés
o australiano, y esa era la intención
de un hombre cosmopolita. He aquí
su desbaratada patria chica. El perfil de ubicación
de identidad, emerge subvertido.
Y
qué
diremos en cuanto a su profesión
¿Quién es
la persona que va a publicar el Quijote? Lo expresamos de manera
tajante y provocadora: nadie. No tiene empleo conocido y prefiere no
recordar los que tuvo. Trasladémoslo
al mundo moderno: ¿un jubilado? ¿Un desempleado? ¿Un marginado?
Literariamente es mucho, aunque casi nadie lo sepa, socialmente no es
nadie. Se ha refugiado, junto con su mujer, que ahora vuelve junto a
él, y su
hija natural, en la casa de sus hermanas. Probablemente necesita
mendigar en la corte y junto a ellas, para procurarse el más
elemental sustento. Así lo
muestran las sucesivas dedicatorias de la primera parte de
El Quijote, y también
de la segunda, dedicada a un noble jovencísimo
y ambicioso, el duque de Lerma, que tampoco le hizo mucho caso.
¿Podríamos
añadir algo en cuanto a su carácter? Pues aquí
no cabe la menor duda: una de las personalidades más atractivas y
atrayentes que pudieron existir por entonces, e incluso ahora, pero
muy poca gente se enteró. Si, se distinguió en Lepanto, donde luchó
enfermo y con heroísmo y obtuvo la recomendación de ascenso a
capitán que solo le sirvió para que sus secuestradores pidieran por
él una alta recompensa. Pasó por la vida sin suerte alguna. Algo
así le sucede a su caballero andante, y queda de manifiesto cuando
observamos que no fue objeto de un solo aplauso entre sus
contemporáneos, me refiero a los contemporáneos que a él le
interesaba que lo aplaudieran. Solo Cervantes elogia de vez en cuando
a Cervantes. Cuando escribe aquellos versos que dicen:
Yo,
que siempre trabajo y me desvelo
por
parecer que tengo de poeta
la
gracia que no quiso darme el cielo...
Espera,
vanidoso, que alguien alce la voz
para decir lo contrario, pero ni siquiera ahora entre los lectores
contemporáneos
lo ensalzamos como poeta con convicción.
Para sus contemporáneos
el escritor manco fue un desconocido.
En
cuanto a su linaje
Miguel era hijo, en palabras de la época, de un
“médico zurujano”,
oficio malquisto e impopular, una especie de barbero que apenas
superaba en prestigio a un simple artesano. La casa reconstruida que
visitamos en Alcalá
de Henares nada tiene que ver con el verdadero origen humilde del
novelista, literalmente un don nadie si tenemos en cuenta que desde
la época
de Carlos V se había
difundido en España
la manía
del don, y Cervantes, que no lo tiene, despliega todas sus artes de
estética
literaria para concedérselo,
no sin ironía,
a su héroe.
Y lo consigue. Hoy nadie se atreve a llamar al manchego Quijote a
secas, sino con el don, don Quijote, sin el privilegio del que su
propio autor carece, y a quien nombramos por su nombre, Miguel, o
apellido a secas, Cervantes, a diferencia de don Francisco de Quevedo
o don Luis de Góngora.
El
aislamiento forzoso
Don
Quijote, y también su autor, son seres aislados. Conviven con sus
semejantes, pero sin sus semejantes. Una distancia, y también una
frontera, los aísla, y los instala en su propio mundo. Subvierten,
por tanto el principio de convivencia que une a las sociedades.
Héroe
y escritor comparten el mismo desarraigo. Solo don Quijote y solo
Miguel creen en sus profesiones de caballero y escritor. El
cincuentón de la Mancha convence a Sancho y lo convierte en su
amigo. Don Quijote será un hombre tan conocido como solitario, tan
socialmente acompañado como
íntimamente solo, tan estrafalario como digno, tan ilusionado sin
ilusiones como derrotado sin derrota, tan solitario en su mundo como
acompañado por su mejor amigo que, no siendo el más deseado, se ha
convertido en el más complaciente. Sospecho que a poca gente, de los
que Cervantes hubiera
querido tener a su lado, le interesaba estar con él.
Era
costumbre de los escritores del siglo de oro buscarse, entre sus
amigos poetas, alabanzas y elogios para su libro. Cuando no los
encontraban, era el propio autor quien los escribía
atribuyéndoselos
a tal cardenal, conde, o rey de las Indias. Cervantes no quiso
recurrir a sus amistades o no encontró
disposición en ninguno -que esto no queda muy claro-.
Aquello se lo reprocha más
tarde Avellaneda: le
dice que no pudo encargar sonetos a sus amigos porque no le quedaba
ninguno. ¿Son ciertas aquellas palabras? Recientemente el profesor
Alfonso Martín
Jiménez,
de la universidad de Valladolid, ha investigado sobre la autoría
del Quijote apócrifo
en su libro El Quijote de Cervantes y
el Quijote de Pasamonte. Y atribuye
el pseudónimo
de Avellaneda, y por tanto la autoría
del libro, a Jerónimo
de Pasamonte, amigo de Miguel desde la época
de Lepanto, y enemigo el resto de sus días.
Eso explicaría
que Ginés
de Pasamonte, remedo de aquel, sea el único
personaje de El Quijote
que sale mal parado, vilipendiado y tratado con desazón
y rivalidad. Contrasta esta desidia con la bondad dada
en el Quijote
al bandolero histórico
Roque Guinart, a quien tanta violencia se le atribuye, y que tan
generosamente suaviza Cervantes.
Hablemos
ahora de la compañía femenina. ¿Quién es la
mujer que hay detrás de Cervantes, esa que
contribuye al equilibrio del gran artista? En el momento de la
aparición del Quijote, como decíamos, Cervantes vive en un
auténtico gineceo. Catalina está con él; después de muchos años
alejado de ella, la ha rescatado de Esquivias para
llevársela al domicilio familiar. Allí viven también sus tres
hermanas: Magdalena, Andrea y Luisa. Y también su hija natural,
Isabel de Saavedra; y a ella se añade una sobrina, Constanza. ¿Quién
está detrás de Miguel? Probablemente nadie, aunque sí en su mente,
y a distancia, la mujer idealizada, la que tan bellamente preside,
también desde la ausencia, las páginas de El Quijote.
Retrocedemos
unos años,
hasta 1584. Por entonces cumplía
los 38. Este año
es determinante en su futuro: conoce en enero a Ana Franca, mujer
casada que sería
meses después
madre
su hija Isabel. Y en septiembre conoce a la joven Catalina de
Salazar, casi veinte años
menor que él,
y en diciembre se casa con ella. Y tres años
después,
como Alonso Quijano, Cervantes abandona a su esposa en Esquivias en
busca de una vida errante. No es un adiós
definitivo a Catalina, pero se parece mucho a una fuga, la de su
héroe.
Una nueva etapa comienza en su vida viajera y vagabunda que ha de
durar casi quince años.
Por su parte don Quijote conoció
de
joven a Aldonza Lorenzo, y luego no la vuelve a ver. Pero el
caballero se luce en la distancia con sus amores con Dulcinea, y se
estrella en la presencia, en situaciones como la de Dorotea. Es un
casto enamorado, es un amante platónico,
o
lo es cortés,
y no lucha por un fin junto a su amada, sino por la continuidad, por
la retórica
de las invocaciones. Dulcinea es una primera condición.
Cuando don Quijote ve a Dorotea sentada a orillas de un río,
vestida de hombre, cabellos rubios que de repente se desatan al
viento y
caen undosos por el hombro, queda extasiado, suspendido. Unas páginas
más
allá
Sancho le pide a su señor,
que se case con Dorotea, puesto que es princesa, aunque solo sea en
la ficción
dentro de la ficción,
pero
don Quijote no rompe su fidelidad. Dorotea, Dulcinea, la inspiración
en Melibea, en ese orden, con esa rima, son también
las mujeres del escritor. Dorotea es, en esta subjetiva
y voluntariosa
interpretación,
Ana Franca, ese amor impetuoso que le proporcionó
la única
descendencia. Dulcinea es Catalina de Salazar, a quien Cervantes
mostró
tanto amor como distanciamiento: siempre
está
con
ella sin estarlo. Melibea es el ideal que se distribuye en las 39 o
40 o 41 mujeres del Quijote, según
las contemos en presencia o referencias. Pero la conclusión,
el resultado, es el aislamiento. Héroe
y autor, caballero y artista tienen el mismo grado de consideración
y probablemente de castidad.
El
Quijote subvierte el concepto de compañía hacia una nueva
percepción muy distante de convencionalismos.
La
frustración
incesante
Don
Quijote y su creador viven en continuo conflicto, en permanente
fracaso. Solo una especial manera de concebir el mundo le
proporcionan el antídoto
necesario para la subsistencia. La frustración
no es una excepción
en sus vidas, sino la norma.
Nos
colocamos de nuevo en ese momento mágico
de los 57 años
cuando va a aparecer el Quijote.
¿Qué
llevan don Quijote y su autor a las espaldas? El manchego se ha
ocupado de su hacienda y ha leído
en su refugio libros de caballería.
En el distanciamiento de su triste familia: un ama y una sobrina de
quienes sabemos muy poco, y
lo agobien otro poco con sus excesivos cuidados.
Se
refugia en la
ficción
de
sus libros,
y un día
cambia su hogar por aventuras. Poco conocemos de su pasado, y
parece decirnos que mejor
olvidarlo. No es necesario conmemorar desengaños.
En una nueva vida -parece
pensar-, tal vez se
encuentre
mejor acomodo. Y como no existe, fiel a sí
mismo, se compromete a crearla.
Del
pasado de Cervantes sabemos mucho más,
pero de ninguno de sus conflictivos episodios aparecen lamentos en El
Quijote. Cuando solo cuenta veinte
años
resuena su primera frustración
con el episodio de Antonio de Sigura. Durante mucho tiempo se mantuvo
en secreto, a veces pretextando que pudo tratarse de un seudónimo,
a veces relegándolo
al silencio porque el documento judicial no decía
mucho a favor. Pocos biógrafos
ponen hoy en duda aquel triste incidente de juventud que empieza a
condicionar su vida. De repente aparece en Roma, probablemente para
huir de los diez años
de destierro a que fue condenado.
Luego
se suceden los desengaños
que siempre consideró la mejor lección
de la vida. En el capítulo 9 de la segunda parte del Quijote
nos dice: “… es menester tocar las apariencias con las manos para
dar lugar al desengaño”, que es como reconocer los palos que le
anda dando la vida. Si
bien fue un soldado heroico demostrado en “la más grande ocasión
que vieron los tiempos”; en la vida le sirvió de poco, más bien
podemos asegurar que le perjudicó cuando al apresarlo le encontraron
la carta con la recomendación del ascenso, igualmente fracasó como
aspirante a un puesto en las Indias porque nadie confió
en él,
como recaudador porque acabó
en la cárcel
y como escritor porque dejo de serlo durante veinte años...
o quizá
podríamos
aventurarnos a decir que empezó
a serlo cuando ya nadie apostaba por él.
Sin duda Cervantes, como Alonso Quijano,
se valoraba más
de lo que los otros lo hacían,
incluso desde sus oficios de camarero o criado, de soldado, de
cautivo, de recaudador o de desempleado…
Pero
concentrémonos
en su principal fracaso, el de escritor. La
Galatea, su primera novela,
publicada aquel mismo año
de Ana Franca y Catalina Salazar, es una sucesión
de microcosmos sentimentales ligados por un juego de equilibrios y
contrastes, al hilo de una narración
cuyo lento avance queda detenido periódicamente
por amplios paréntesis.
Cervantes no da continuidad a su oficio probablemente porque pocos
lectores le han dejado un hueco para hacerlo. Por eso, poco tiempo
después de
su edición,
nadie recuerda su obra.
Hastiado
de los reveses de la fortuna y con 43 años,
cansado de recorrer Andalucía
en una mula y chocar con la
iglesia, con negativas,
calumnias y hostilidades, y para no volver a casa con
la
cabeza gacha, y vivir a costa de una esposa o una hermana, presenta
en Madrid un memorial dirigido al presidente del Consejo de Indias
acompañado
de una detallada hoja de servicios en la que solicita sea servido de
hacerle merced de un oficio en las Indias. La respuesta es una nueva
frustración,
busque por acá
en qué
se le haga merced, que es algo así
como
decir váyase
usted a tomar viento. Le quedan quince años
de penalidades antes del Quijote,
algunos
desengaños
más en la vida y
como autor teatral.
Frisa
los cincuenta cuando las cuentas de su gestión
recaudatoria lo conducen a la cárcel.
Probablemente allí
se vio condenado a la promiscuidad de los dormitorios comunes, y a la
magra pitanza de quienes no tenían
con qué
mejorar la comida. En ese ambiente es capaz de huir con lo que los
psicólogos
de hoy llaman la intervención
paradójica
y los filólogos ironía:
solo lo contrario de lo que quiero decir puede expresar lo que
siento. La idea es también
romántica:
don Quijote dado a luz en una cárcel
de Sevilla.
En
el verano, cinco años antes,
Cervantes se despide de Andalucía.
Acaban diez años
de vagabundeo y adversidades. Ni siquiera tenía
un oficio como su padre; con sus antecedentes no podía
obtener favor alguno en la corte y para los negocios no tenía
ni banca. Es decir, todo a punto para refugiarse en el acto de
escribir unas cuantas páginas
de la misma manera que Alonso Quijano se refugia en los libros de
caballería.
El
cincuentón
decepcionado regresa a Madrid armado para inmortalizar su nombre.
Pero él
no lo sabe. Su triunfo está
en que precisamente lo ignora, y
consigue
la gloria cuando ya no espera nada de la vida. Lo encontramos de
nuevo en Valladolid en 1604, pero de esos cuatro años,
probablemente de redacción,
de creación,
ignoramos casi todo. Andaba el verano de 1604 cuando por unos mil
quinientos reales Francisco de Robles le
compra el
manuscrito. El precio del volumen se fijó
en doscientos noventa maravedíes.
La
segunda parte también
será
para Robles,
en 1613. Parece ser que Cervantes se dirigió
a su antiguo editor solo como último
recurso, después
de haber mendigado con otros una cantidad mejor. La suma de mil
seiscientos reales concedidos por Robles para esta segunda edición
no tenía
nada de escandalosa.
Cervantes
podría
haber escrito su diario, para desahogar sus ansiedades, pero él
sabía
escribir libros de ficción
que se parecían
a un diario. De haber tenido cuatro maravedíes
no habría
escrito el Quijote.
Él quiere
ser alguien, y cuando menos caminos le quedan, cuando más
cerradas están
las puertas, se abre la inesperada. También
Quijano quería
ser alguien y, por los métodos
más
insospechados, lo alcanza. Cervantes, tan vanidoso como humilde, sabe
desaparecer en cuanto toma la pluma... Y muere Cervantes, y viven sus
personajes.
Es
la subversión
del infortunio. No se refugia el escritor en llantos y sollozos, sino
que
subvierte el fin de su escritura; parece
pensar: ahora escribiré para divertirme, es lo único que me queda.
Trueca el mal por la ironía,
el desconsuelo por un poco de
sarcasmo, la memoria por el olvido, la vulgaridad por la elegancia,
la maldad por la bondad, la racionalidad por la locura, y
mediante la locura se hace más racional.
Pero su éxito
se trueca también
en frustración.
Cervantes sigue sin saber que es un gran escritor, y eso a pesar de
que ahora, por fin, recupera el reconocimiento de sus editores y
puede comprobar que el pueblo habla de su don Quijote.
La perspectiva distante
Don
Quijote, y por ende Cervantes, se distancian del mundo y
subvierten
la perspectiva interna, esa
que nos obliga a observar la realidad desde donde estamos, sin
capacidad para trasladarlos a un lugar imposible, a un punto
distante de observación
que nos permita contemplar el mundo con la indiferencia que muchos
piensan que merece, con la indolencia que solo inspira a los grandes
escritores.
Decía
Ortega y Gasset que no existe libro
alguno cuyo poder de alusiones simbólicas
al sentido universal de la vida sea tan grande, y, sin embargo, no
existe libro alguno en el que hallemos menos anticipaciones, menos
indicios para su propia interpretación.
¿Por qué
no son evidentes las interpretaciones como en tantas otras novelas?
La
perspectiva de Cervantes, y eso es un mérito
sublime, es una de las pocas capaces de huir de la patria chica, que
no la tiene, de su país,
del antiguo y del nuevo mundo, para colocarse, a modo de un dios
provisional e insólito
dominador del bien y del mal. Ese rasgo es, a mi juicio, el más
concluyente de la personalidad del escritor, y no lo comparten ni su
contemporáneo
Lope, ni Quevedo, ni Góngora
ni los demás,
ni muchos menos los de fuera.
Precisamente para transferirle a don Quijote ese distanciamiento, tan
difícil de
captar, lo catapulta al vacío,
allí donde
no hay apoyos para la perspectiva en la pérdida
de razón
más
singular que se ha ideado nunca. Ese modo de observar el mundo es,
sin duda, el único
que puede facilitar la redacción
de una gran obra, y el único
que puede proporcionarle inmunidad a su autor ante cualquier incómodo
acontecimiento de la cotidianeidad.
Hasta
que llega el momento decisivo cuando el desempleado Miguel de
Cervantes, colocado en una distancia del mundo que cualquier mortal
envidiaría,
ocupando el pedestal que lo autoriza a manejar con denuedo e
intrepidez a sus criaturas, desengañado
de todos y de todo y sin esperar nada de de nadie, tan irónico
como serio, tan compasivo como exigente, tan libre como condicionado,
tan grotesco como sublime, tan real como ilusorio, escribe, relajado
y sin prisas, desengañado
y sin esperanzas, el
mejor libros del mundo y del tiempo. Solo con ese distanciamiento
consigue un humor infalible, humor que reside en reírse
con la gente, no de ella, como suele ser habitual, por ejemplo, en
Quevedo. Un humor reflexivo y silencioso con tal finura que nos deja
atontados, embelesados, incapaces de responder. De esta manera eleva
a todos sus lectores a una sola condición
superior: los hace reyes absolutos de sus risas, de sus
melancolías,
de sus juicios. Nadie ha amado tanto a sus lectores como Cervantes,
en la misma medida que nadie amaba tanto la lectura como don Quijote.
Sancho,
pues vos queréis
que se os crea lo que habéis
visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis
a mí
lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no digo más.
Cervantes subvierte la perspectiva, la atomiza, la diviniza, la
confunde.
Para
acabar
Una
identidad desbaratada, un aislamiento social forzoso, y una
frustración
incesante, una perspectiva distante, excepcional. Esos son, a mi
juicio, los cuatro pilares de la personalidad del escritor. Cervantes
crea un nuevo canon, el suyo: ya nada
será igual que antes en la literatura.
El nuevo canon alumbra una nueva estética.
Unos cincuenta años
antes, el Lazarillo de Tormes
había
abierto camino hacia un nuevo modo de novelar, que tuvo su
continuidad en Guzmán
de Alfarache o El
Buscón,
entre otras muchas novelas picarescas. Lo verdaderamente excepcional
de la personalidad de Cervantes es que su nueva estética,
tan imitable en aspectos parciales, es inimitable en su totalidad.
Después de
El Quijote,
solo tenemos… El Quijote.
La imagen del escritor nos la hacemos cada uno de los lectores, y
esta no es sino una de ellas.
¿Quién
es entonces Miguel de Cervantes? Es un escritor rebelde, subversivo
con la estética.
Subvierte sus señas
de identidad; su
adscripción
se mantiene permanentemente quebrada, hace aguas. Subvierte el
principio de integración
ciudadana, el principio de convivencia; es
un hombre del mundo fuera del mundo, muy a pesar suyo, añadiremos,
que con
voluntad o sin ella vive aislado de la gente, en una burbuja
inviolable que le facilita su pacífica
observación.
Subvierte el principio de ascenso social mediante el éxito,
porque es un hombre frustrado que se despide de la vida con una
sonrisa triste y melancólica.
Subvierte el principio de la perspectiva, y logra situarse en un
lugar único,
tan distinto como distante, para observar el mundo. Solo le faltaba,
y lo hizo, dejar su testamento literario para perpetuarse por el orbe
y por los tiempos desde su publicación
hasta la eternidad.
Como referencias, además del Quijote, he tenido: El mito de la cultura, y la filosófía de Gustavo Bueno; así como la documentación del MOOC sobre la crítica según el materialismo filosófico)