En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 17 de abril de 2024

Un paseo por las nubes


Pasado ya San Agustín, el agua de riego siempre es escasa y había que administrarla guiándola con mimo entre las habichuelas con unos surcos leves de la azada, y cambiándola de merga antes que lleguara al final, pero procurando que la corta diese para todos los golpes de las hortalizas. Las cabras pastaban en esos días en los rastrojos del maíz ya cosechado y con las cañas segadas.  
Mi padre me miraba de poco en poco, y si me veía parado, como pensando en Babia, o “armando losetas” -como él decía, y que yo no supe qué quería decir hasta mucho tiempo después-, me buscaba una tarea que siempre era de cumplimiento inmediato. Él, que se abstraía tanto en sus desvelos, no soportaba en mí, que tantos motivos tenía, la contemplación. Me veía titubear y rápidamente me mandaba que me moviese, que -como en aquel día- fuera a llenar la botella de agua a la fuente del Yero, algo más abajo de los prados. Y así lo hacía, así lo hice en aquella ocasión, veloz. Siempre cumplía veloz.
Aquella tarde era una tarde de esas inquietas, como lo era mi padre, como lo era yo –“yo”, en el pensamiento, más que en los hechos que era algo dudoso-. Una tarde de principios de otoño o finales de verano, de esas que el viento cálido te sorprende de pronto y te envuelve por completo con ese polvo seco que se mete por todo el cuerpo, que te golpea como agujas en la piel abierta al calor de esas tardes, que te hace agacharte y cerrar los ojos para protegerte; al arrodillarme en la poza para llenar la botella, vi venir río arriba, un remolino rastrero, que se elevaba bailando con hojas y palos que cogía del cauce seco del río. El remolino llegó a mí impetuoso, amenazador, y me elevó como una hoja descolorida más, y, de pronto, me vi en las nubes sobre el Tajo del Portel, dominando todo el falso valle del Guadalfeo, que entonces contaba con ejércitos de álamos en perfecta formación con sus copas iluminadas por los rayos del sol bailando al son de ese viento indómito debajo de mi atalaya de algodón.
Mi padre, que estaba acabando el riego, me vio despegar alegremente sin darle mayor importancia -esa jugada ya se la había hecho yo otras veces-, y solo hizo un gesto de duda, como diciendo “este niño cuándo sentará la cabeza”. Lo vi acomodarse el sombrero, cambiar la loseta de la “pará”, atar con una tomiza de esparto la espuerta, echarse la “peta” al hombro, y tomar la derrota de la casa en busca de su exigua cena de todos los días, sus habichuelas verdes con patatas.
Una vez alcanzado el máximo vértice de mis acrobáticas ínfulas, el viento me conducía ya suave, por el bulevar de mis sueños, sobre una cama de polvo o algodón, en lo que todo era paz (con los ojos cerrados puedes ver verdaderas maravillas en la quimera; tan claras que pueden ser como la crudeza de la realidad). En mi vuelo vi a San Blas en lo alto del campanario que me saludaba agitando la “roilla” con la que sacaba brillo al campanillo, y a diminutos jóvenes que jugaban al frontón en la pared de la ermita; la empresa de Juan Capelo, en plena producción, ocupando toda la calle con decenas de sillas de enea junto al barranco. Escuché acordes de remerinos de las rondallas que comenzaban a formarse en el poyo del Calvario y grupos de jóvenes que, tras la jornada de la almendra, volvían sudorosos a casa en medios de alegres cantos.
Desde arriba las nubes no cambian, simplemente me llevan como a Aladino su alfombra. No cambian como cuando, a espaldas de mi padre, las miro tumbado en el prado, que al principio se asemejan a un león, luego a un anciano de larga y destartalada barba, y por último se transforman en una chica de firmes pechos saltando a la comba. Nada seguro, puesto que en un abrir y cerrar de ojos, vuelven a cambiar de forma sin cesar, y la chica es de nuevo un aciano que camina lento apoyado de su cayao. Arriba todo son certezas, sé lo que veo, lo que siento, lo que sueño. Cuando tengo los pies en el suelo todo es más confuso…, todo está lleno de nudos, de luces y rincones en sombra, de maravillosas ideas de las que me reconforto y de pensamientos inconfesables de los que me avergüenzo, de formas y conceptos que cambian continuamente, y me pregunto por qué, y entonces me desespero porque no hayo respuesta.
En mi vuelo, miré hacia la sierra y vi los montes azules, y las sucesivas laderas que se apoyan, ondulantes, las unas sobre las otras, como lomos y lomos de animales cansados, y más arriba, casi tragados por los montes y los ríos, los pueblos pegados a la montaña, colgados al precipicio, como un montón de yesones torturados a punto de rodar pendiente abajo…
De pronto comenzó mi vuelo a declinar lentamente para finalizar en las aguas grises de cieno, de limos y manchas verdosas de mocos de rana dibujadas en la superficie de la balsa. Aquel día no llegué al reino de Candaya, como en un momento soñé, como hubiera deseado, pero es que mi viaje estaba dominado por el azar del viento y la ausencia del alígero Clavileño. Solo eran nubes movidas caprichosamente por el viento. Mas vi mi pueblo desde las alturas y a mis paisanos como avellanas afanadas en su quehacer diario, las cabrillas de Baltasar pastando en las Paratas, y en el campo de fútbol, mis amigos en calzoncillos corriendo detrás de la pelota (una incongruencia -pensé con claridad allá arriba en las nubes-, pues sería más lógico ir en pelota detrás los calzoncillos).
Por aquellos días yo creía en la felicidad. La felicidad, sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado está en nosotros; a la creencia de que en la Tierra existía aún el Paraíso -bueno, no estoy seguro si eso lo cría antes, o solo pienso ahora que así lo sentía-. El cura, decía que perdimos el paraíso con el primer hombre o la primera mujer, que tanto da; pero yo, digo ahora, que antes creía en una dicha horizontal, completa, en la que ningún niño pasaba hambre, ni le faltaba techo. En el pueblo era así, teníamos poco, pero había para todos, o así lo veía yo. Quisiera mirar la vida como entonces, creyendo en la felicidad. Pero, hoy, es complicado encontrar esa fe por mucho que rebusquemos; tenemos tanto de todo que solo perseguimos frustraciones, y parece que la miseria y la pobreza necesitan creer en la posibilidad de alcanzar esa dicha. De otro modo ¿cómo podríamos soportar este valle de lágrimas?
Aquella tarde, tras el aéreo paseo, llegué a casa, cansado pero fresco, mojado y embarrado pero contento, justo cuando mi padre acababa de dar cuenta de un ligero plato de sus habichuelas verdes con papas cocidas que ese día, además, llevaban su huevo duro. No dijo nada, miró quejoso al cielo enarcando las cejas, y se ajustó las gafas carraspeando derrotado para que mi madre y yo supiésemos de su pena. Mi padre sentía la necesidad de que, sin decir nada, sus allegados supiésemos de su pena, no soportaba que pudiéramos creerlo más o menos satisfecho si no lo estaba.
Mi madre, que lo sabía todo de todos, todas las penas y alegrías de unos y otros, que nunca necesitaba preguntar nada, cumplió a la perfección con su tarea educativa y aleccionadora: me arreó un buen coscorrón, me retorció la oreja unos ciento ochenta grados, se puso el dedo índice delante de sus labios indicándome que no dijese nada, y me señaló las escaleras en dirección al cuarto de baño. Cuando bajaba, sin ella saber nada del vuelo, la oí decir, “no sé cómo cortarle las alas a este niño”; y a mi padre musitar un “¡si yo te contara!”. Pero mi padre nunca contaba nada.
Esos días de mi juventud, cuando me vuelvo para mirarlos, parecen huir de mí como una ráfaga de polvo y luz, semejante a ese remolino que me elevó por encima de mí mismo, o a esas nevadas matinales de mis años del norte, viendo como la ventisca todo lo arremolina y lo cambia al socaire de una cubierta próxima a la cresta, o al amparo de aquellas barreras que protegían el camino con dudosa eficacia. Siento que, para los que nos dejamos llevar, es difícil distinguir entre lo soñado y lo vivido, o no sabría decir qué parte es más real, pues ¿qué diferencia hay entre los sueños y la vigilia?, si ambos son la realidad de todo ser.
Con frecuencia, cuando me detengo, los susurros del pasado me atrapan sin esperarlo a la manera de viento súbito; no sé por dónde llegan, pero poco a poco acaban metiéndose en la cabeza. Suelen aprovechar los tramos de descuido que preceden al sueño o lo convocan, cuando ya hemos desembarazado de trastos y envases vacíos nuestra buhardilla; en eso no quiero pensar, en eso tampoco, y es como ir pulsando botones y desenchufando clavijas. Pero ahí siguen. ¿qué dicen esas voces? Bordear la pregunta es ceder al peligro. ¿Quién esta hablando? ¿Desde dónde? Se diría que desde una boca tan pegada a nuestra piel que el mismo aliento entrecortado ahoga las palabras que pronuncia. Ecos que trastornan y excitan, y que en vano se procuran ahuyentar.
Esas voces y esos paseos por las nubes de mi niñez siguen visitándome, cada vez más amables, más calmados, y quizás por eso más inquietantes, de tal forma que siento que nunca he vuelto a pisar terreno tan firme como en aquellos días. O tal vez no, y tal vez sean impresiones de ahora, que me hacen pensar que todo se olvida o deforma con el tiempo. Las cosas cambian y los cambios te llevan al olvido de lo que cuadra con aquel ahora, o este entonces. Sí, que cierto es eso: tantas cosas nos suceden sin que nadie se entere ni las volvamos a  recordar...
De aquella época recuerdo sobre todo eso, nada concreto, el deseo de vivir, la confianza, la despreocupación, y mis paseos por las nubes. Y el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, esas horas tan largas que parecían días, y esos minutos que duraban horas. ¡Cuánto daba de sí el tiempo en la niñez!, justo cuando no lo necesitas, o sí. Un desperdicio, o no. O tal vez es que el tiempo no sea nada, un concepto indeterminado, que en realidad son solo las cosas que te ocurren, las cosas en las que reparas, y de niño todo lo que sucede a tu alrededor es nuevo y por tanto emocionante. Eso, ahora creo que lo he dicho: emocionante. Son las emociones las que determinan el tiempo, por eso corre tan deprisa cuando las emociones merman y nos pasan menos cosas de las que suceden a nuestro alrededor. La monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar una huella. Cuánto me gustaría sentir que tengo tiempo, mucho tiempo..., y poder volver a los sobresaltos, a los descalabros, a los sueños imposibles, a los deseos inconfesables, a los coscorrones de mi madre, a los susurros de mi padre, a los paseos sin rumbo por las nubes.


Del cinamomo al laurel, 14

sábado, 13 de abril de 2024

El duende lorquiano

 

 

 -¡Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas!

-Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo,señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguno de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino. (Cervantes. El Persiles.)

 

 

Federico García Lorca es conocido por su habilidad y destreza en el uso de las palabras. Su obra se caracteriza por el ímpetu y la pasión propia de aquel que posee el duende. Pero ¿qué es el duende? Para un materialista, no cabe duda que, como diría Cervantes, es una patraña, una invención, una superstición de la tradición andaluza. Eso es lo lógico pensar. Pero hagamos otra pregunta, ¿creía Federico en el duende? Ese mismo materialista diría que aquí solo cabe una respuesta que es literaria: a Federico le vino muy bien para explicar su expresionismo, su creacionismo y el surrealismo de su obra. Dicho esto, sobre la base de la obra de Lorca y apoyado en sus palabras diré que el duende es esa fuerza creativa desgarradora que penetra en las entrañas de las personas, seduciéndonos, adentrándonos a través del discurrir de la palabra en los misterios que acongojan al hombre.

La inquietud de García Lorca por sondear y penetrar los rincones más íntimos del ser humano nace de un apasionado amor a la vida y de un deseo ardiente de exponer a la muerte la fatalidad innata e inevitable de todo lo viviente. El universo lorquiano está caracterizado por esa reflexión sobre el tiempo que pasa y la muerte que nos acecha de manera segura e implacable y que, lejos de quedarse en un discurso meramente trágico, ofrece al ser humano el impulso más profundo de desplegar su potencial creativo.

En el año 1933, en la Sociedad de Amigos del Arte de Buenos Aires, Federico García Lorca con el título Juego y teoría del duende, impartió una conferencia sobre "el espíritu oculto de la dolorida España". En dicha presentación, Lorca toma la noción de "duende" del folclore y del flamenco y la transforma en una categoría estética que nos desvela la visión de la muerte del pueblo español. Allí, el poeta describe el "duende" no tanto como una cuestión de habilidad, sino como un estilo verdaderamente vivo. Esto es, en contraste con los intelectuales de la época, describe esta noción como una fuerza creativa que surge de ese sentimiento desgarrador que produce la muerte. Para entenderlo nos referiremos a su propia biografía.

Desde su adolescencia desplegó una particular afinidad por el teatro y la música que no se restringía a la música clásica, sino que desarrolló una afición especial por aquella procedente del folclore. Es por este interés por lo que el poeta se sintió pronto íntimamente ligado a su amigo y compositor Manuel de Falla, con el que compartió su amor por la música, el teatro y el cante jondo. En 1922, los amigos organizan un Concurso de Cante Jondo en Granada los días trece y catorce de junio para celebrar el arte del flamenco, que incluía la música, la canción y el baile. Los principales objetivos del concurso fueron: ganar respeto para este tipo de arte; preservar este estilo de la adulteración; recompensar los cantantes que no eran profesionales y mostrar su influencia.

En dicho concurso, el diecinueve de febrero de 1922, Lorca pronuncia una conferencia titulada “Cante jondo. Importancia histórica y artística del canto primitivo andaluz”. Esta presentación, que tenía una intención claramente educativa, nos revela mucho sobre su propia reflexión acerca del duende y de la muerte. Lorca trata de diferenciar el cante jondo, con un origen más antiguo en los sistemas musicales primitivos de la India, del flamenco que derivaría de éste y se constituiría en el siglo dieciocho. En palabras del autor:

Se da el nombre de cante jondo a un grupo de canciones andaluzas, cuyo tipo genuino y perfecto es la siguiriya gitana, de las que derivan otras canciones aún conservadas por el pueblo como los polos, martinetes, carceleras y soleares. Las coplas llamadas malagueñas, granadinas, rondeñas, peteneras, etc., no pueden considerarse más que como consecuencia de las antes citadas, y tanto por su arquitectura como por su ritmo difieren de las otras. Estas son las llamadas flamencas.

El cante jondo emerge de nuestro contexto natural “son un árbol más en el paisaje, una fuente más en la alameda”. Se trata de un canto primitivo que expresa las más profundas gradaciones de dolor y pena. “Es el grito de las generaciones muertas, la aguda elegía de los siglos desaparecidos, es la patética evocación del amor bajo otras lunas y otros vientos”. Este tipo de música captura, pues, la rara complejidad de nuestros momentos más intensos como seres humanos, aquellos que aluden al sentimiento profundo que nos aflige la muerte. Se trata de un canto que nos desvela esas sombras terribles que nos golpean y nos sacuden, aquellas que nos conmueven y nos recuerdan el constante acechar de la muerte.

Vean ustedes, señores, la trascendencia que tiene el cante jondo y qué acierto tan grande el que tuvo nuestro pueblo al llamarlo así Es hondo, verdaderamente hondo, más que todos los pozos y todos los mares que rodean el mundo, mucho más hondo que el corazón actual que lo crea y la voz que lo canta, porque es casi infinito. Viene de razas lejanas, atravesando el cementerio de los años y las frondas de los vientos marchitos. Viene del primer llanto y el primer beso.

En este sentido, el duende será esa fuerza creativa que surge cuando nos vemos cara a cara con la muerte. El esfuerzo difícil que supone superar este inevitable destino, no conlleva un mero padecer y aceptar pasivo, sino que genera un proceso creativo significativo. El duende será esa desgarradora vía desde la que afrontar la muerte que el folclore andaluz nos desvela. Lorca cuenta una historia sobre Pastora Pavon, conocida como La Niña de los Peines (este nombre provenía de unos tangos que solía cantar y que nunca llegó a grabar que decían: “Péinate tú con mis peines, que mis peines son de azúcar, quien con mis peines se peina, hasta los dedos se chupa. Péinate tú con mis peines, mis peines son de canela, la gachi que se peina con mis peines, canela lleva de veras”.

Siguió diciendo Lorca: <<Una vez ella estaba cantando en una pequeña taberna en Cádiz, donde había especialistas en flamenco. “Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgos; y se la enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía en unos jarales oscuros y lejanísimos.” (Juego y teoría del duende) La audiencia no hizo nada, sólo guardo silencio. Entonces La Niña se levantó como una loca, se bebió un gran trago y comenzó a cantar sin voz, sin aliento, con duende:

La Niña de los Peines

La Niña de Los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre, digna, por su dolor y su sinceridad, de abrirse como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.

 

La audiencia no se pudo contener más y la emoción del duende emergió en sus cuerpos, ya que cuando el duende escapa todos pueden sentirlo. Ese sobrecogedor canto que nos conmueve y nos sitúa en un cara a cara con la muerte. Al igual que la Niña de los Peines, Lorca no sólo realiza una teoría estética del duende, sino que introduce el duende en sus propias obras, ofreciendo una visión de la muerte imponente, que nos enfrenta con el vacío que viene después:

 

Los laberintos

que crea el tiempo,

se desvanecen.

(Sólo queda

el desierto).

El corazón,

fuente del deseo,

se desvanece.

(Sólo queda

el desierto).

(Poema del Cante Jondo)>>

Para Lorca, las coplas populares, ya vengan del corazón de la sierra, del naranjal sevillano, de los pueblos de la Vega, o de las armoniosas costas mediterráneas, todas tienen un fondo común: el Amor y la Muerte…, pero un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibila, ese personaje tan oriental, verdadera esfinge de Andalucía. En el fondo de todos los poemas late la pregunta, la terrible pregunta que no tiene contestación. Esto será lo que también marcará el ritmo de su obra: ese hondo problema emocional, la Muerte, que es la pregunta de las preguntas. En otras palabras, en el verso lorquiano encontramos esa angustia hacia la muerte en el que podemos rastrear su propia visión y su reflexión sobre la misma.

Para García Lorca el duende es una alternativa al estilo, al virtuosismo y a la gracia. Lorca distingue entre el duende y otras fuentes de inspiración como el ángel y la musa y la experiencia mística. Afirma que el ángel, puesto que está por encima del hombre, vuela sobre su cabeza derramando su gracia. Es entonces que el hombre realiza su arte sin esfuerzo alguno. Contrariamente, el duende nace y se proyecta desde el fondo del artista. “El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro, desde las plantas de los pies. Es decir, no es cuestión de facultad sino de verdadero estilo vivo, es decir, de sangre; de viejísima cultura y a la vez de creación en el acto” (“Juego y teoría” 151-53). Debido a su carácter indómito la magia del duende no depende de la técnica ni del estudio, ni del estilo logrado con instrucción y práctica. La técnica y el estudio se reducen al mero dominio y perfección mecánica lograda a través de la práctica y la imitación que producen un performance artificial. Por estos motivos, el duende no puede encontrarse en la sofisticación del domino de una técnica. Por el contrario, la imposibilidad de su sometimiento lo mantiene en un estado primitivo, salvaje y natural. De tal manera, el artista debe renunciar a la técnica y al conocimiento aprendido para que el duende pueda manifestarse en una creación pura y auténtica.

Respecto a la musa, contrariamente al duende, la musa es mansa y dulce. “La musa no crea nada por sí misma; es una Sibila que ha adquirido sabiduría y se ha hecho dócilmente sirvienta de un amo” (79). Igualmente, Lorca expresa que la musa “dicta y sopla, es lejana, fría, despierta la inteligencia, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque limita demasiado, eleva al poeta en un trono” (“Juego y teoría 152). La musa es especialmente una fuente de inspiración sofisticada, por lo que la disparidad con el duende se hace más evidente al ser este último primitivo, irracional e instintivo. La verdadera lucha, afirma Lorca, es con el duende que quema la sangre, agota, rechaza las formas aprendidas, rompe los estilos, se apoya en el dolor humano y no tiene consuelo. Ante la presencia de la muerte, el ángel y la musa escapan. En cambio, el duende no llega si no ve la posibilidad de muerte (“Juego y teoría” 153-59). Adversamente a lo que sucede con la musa y el ángel, para conjurar al duende hay que descender, hay que buscarlo en las raíces atávicas y telúricas de la cultura, desnudarse de formas y estilos para postrarse ante él después de luchar y perder la contienda.

Llegar al duende es como una especie de arrebato místico, ya que se busca al duende como se busca a Dios. El mismo Lorca señala que la manifestación del duende es celebrada con gritos de “¡Viva Dios!” y que este grito es la expresión de “una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos”. Santa Teresa describe el mismo episodio de arrebato místico como arrobamientos de la siguiente manera:

Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos ... No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. (Amor libertado del Tiempo, 212-13)


Las tragedias rurales

Lorca manifiesta en “Arquitectura del cante jondo” que se conjura al duende en los momentos más dramáticos y nunca jamás para divertirse, sino para evadirse, para sufrir, y para traer a lo cotidiano una atmósfera estética suprema. Son finalmente fondo común el amor y la muerte tanto en el cante jondo como en las tragedias andaluzas. El tríptico trágico-rural se desenvuelve sobre una base fundamental: el conflicto derivado de las relaciones entre el macho y la hembra. La problemática que se desarrolla a partir de esta base son conflictos emocionales profundos que conciernen a la cultura y a la sociedad andaluzas, intensamente represivas y solemnes. Puesto que existe una noción de muerte omnipresente en la cultura andaluza, la muerte es una presencia inminente en las tragedias lorquianas. La muerte constante es el determinante del fin trágico del héroe. Por este motivo, su destino se convierte en una norma que le lleva inexorablemente al sacrificio de muerte. Es la presencia de la muerte lo que hace posible las manifestación del duende.


Bodas de sangre

En las tragedias rurales de Lorca las mujeres lidian con los obstáculos atávicos que posibilitan la tragedia como el sometimiento obligado a costumbres arcaicas y el profundo sentimiento de honra hondamente ligado a la mujer. En Bodas se muestran la pasión, la angustia ante la muerte inminente y la incertidumbre del hombre ante las vicisitudes de su destino inevitable. El tema central de la obra es el enfrentamiento entre dos hombres, el Novio y Leonardo, por una mujer. La novia huye con Leonardo el mismo día de su boda con el Novio. Por este motivo, los amantes son perseguidos y la historia termina trágicamente cuando ambos hombres se matan en una lucha de navajas. El móvil de la obra es el amor instintivo, pasional e ideal, pero prohibido entre la Novia y Leonardo. La sensualidad, el amor, el odio entre las familias y el trágico destino que conlleva a la muerte ensangrentada y violenta son los elementos que posibilitan la tragedia y la manifestación del duende.

Retomando en su teatro trágico la tragedia simbolista, la visión andaluza característicamente lorquiana se observa en distintos elementos como los caballos, los cuchillos, los jinetes, la magia de los leñadores y la luna, así como las flores, las nanas y la sangre. Puesto que la sensualidad, la sangre y la muerte están íntimamente relacionadas con el duende y este mantiene lazos profundos con lo telúrico, es en la tierra donde se alimenta el dolor enduendado de la Madre. Sobre la sangre derramada de su hijo, la Madre expresa: “Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella” (Bodas 136). La honra, la pasión, el odio y veneración por la sangre conducen a la fatalidad, la cual se va desarrollando, en forma de crescendo, hasta que desemboca en la muerte de Leonardo y el Novio.

Siendo los cuchillos el instrumento sacrificial por excelencia, el ritual de muerte tiene lugar en el bosque, lugar mágico donde aparecen los personajes sobrenaturales de los Leñadores, la Luna y la Mendiga. Este es el mismo bosque mítico que da lugar a los antiguos ritos sacrificiales de las tragedias clásicas. Asimismo, es también el sitio idóneo para la manifestación del duende. Este acecha a los personajes y brota de las entrañas del Novio y Leonardo, de ahí vuelve a la tierra en forma de sangre derramada para impregnar de su esencia el dolor desbordante de la Madre ante el sacrificio y muerte de su hijo.


Yerma

La búsqueda constante del artista por la tragedia moderna española y neosimbolista se observa también en Yerma: el drama de la maternidad insatisfecha. En ella, el misterio inefable de la vida y la presencia de la muerte cobran una fuerza especial debido a los instintos de la protagonista, los cuales se intensifican hasta desbordarse y culminar en su enduendamiento. En Yerma el duende yace dormido dentro de ella, oculto en el fondo de su sangre y listo para surgir vehementemente desde su vientre vacío. A pesar de que la presencia del duende está siempre latente en la obra, es hasta el desenlace cuando por fin se manifiesta irrefrenable y mortal para dar muerte al marido en manos de la protagonista.

La idea central de la obra es la maternidad frustrada en una sociedad en la cual el método primordial de valoración femenina era servir como vehículos para la preservación de la estirpe. La protagonista es incapaz de trascender su naturaleza humana en un hijo, lo que provoca su creciente desquiciamiento. El primer atisbo del duende se encuentra en el nombre de la protagonista. El duende está hondamente ligado a la tierra y Yerma significa tierra árida y estéril. Inevitablemente su nombre es el símbolo de su propia esterilidad, ya sea esta un impedimento biológico propio o de su marido. Por lo mismo, en la protagonista la obsesión por la maternidad que nunca llega crece frenéticamente hasta terminar en un desenlace trágico.

Los hijos para la cultura andaluza simbolizaban la raíz de la vida. Yerma, sin embargo, no logra ser fecundada ni producir hijos. En el primer acto se advierte una relación duende-tierra-yerma en el momento en que Yerma, aún esperanzada, busca el contacto con la fructífera tierra andaluza para contagiarse de su fertilidad: “Muchas noches salgo descalza al patio a pisar la tierra, no sé por qué. Si sigo así, acabaré volviéndome mala” (49). A diferencia de Bodas de sangre, en esta obra la Vieja que le ofrece a la protagonista otro semental para que pueda embarazarse es el único personaje, además de Yerma, que tiene duende. El duende se manifiesta en la Vieja porque ella posee y predica un sentido dionisíaco de la vida. Asimismo, la Vieja, al igual que el duende, es primitiva, natural e instintiva. Ella vive su vida sin frenos ni convenciones sociales y en franca oposición a los preceptos impuestos a las mujeres por la sociedad andaluza en extremo conservadora y reprimente.

Es preciso recordar que para que la verdadera tragedia ocurra, el racionalismo y la lógica deben ser eliminados para dar paso a supersticiones y a creencias en fuerzas sobrenaturales y mágicas. Asimismo, los conjuros y la hechicería se convierten en rituales idóneos para las manifestaciones del duende. Esto se ejemplifica en el cante jondo, donde el uso reiterado de una misma nota es un procedimiento propio de ciertas fórmulas de encantamiento (“Arquitectura del cante” 38). La desesperación de Yerma la lleva a apelar a fuerzas oscuras a través de un conjuro que tiene lugar una noche en el cementerio. Tanto en los ritos del cementerio como en la romería del cuadro final, las creencias en lo sobrenatural también encauzan hacia el duende. Al conjurarlo, el duende surge como un poder oscuro, misterioso y mágico. De igual forma, solo se manifiesta abiertamente ante la presencia de muerte, lo cual ocurre en el cementerio y en la escena final.

El duende también se asocia al erotismo que se desborda y que se expresa a través de la carne. En la canción de las lavanderas del segundo acto abunda un simbolismo erótico-eufemístico que contiene una atmósfera rebosante de sensualidad. Veamos algunos fragmentos:

Por el monte ya llega

mi marido a comer.

Él me trae una rosa

y yo le doy tres

Por el llano ya vino

mi marido a cenar.

Las brisas que me entrega

cubro con arrayán.

...

Hay que juntar flor con flor

cuando el verano seca la sangre del segador.

...

Hay que gemir en la sábana. (Yerma 72)

Sin embargo, al contrario de lo que expresa el coro, en la protagonista la sexualidad tiene como propósito exclusivo la maternidad.

Al no cumplirse su deseo de maternidad y conforme pasa el tiempo, se incrementa la desesperanza y la desesperación en ella. La misma Yerma afirma que “La mujer de campo de que no da hijos es inútil como un manojo de espinos, y hasta mala” (81). En consecuencia, su carácter se endurece y la tensión entre ella y su marido se va acrecentando. Yerma piensa que su esposo es el culpable de su maternidad frustrada, mas su agudo sentido de honra le impide buscar los hijos en otro hombre. Su afán de maternidad se convierte en una obsesión que aniquila cualquier otro sentimiento y termina causando una ruptura espiritual, psíquica y social en ella, viabilizando así la tragedia. Su frustración, llevada hasta el punto de la locura, desemboca en el estrangulamiento de su esposo al darse cuenta que jamás le daría hijos y que ni siquiera los deseaba. El duende va germinando en la protagonista conforme crece su desesperación, acechando el momento preciso para poseerla. Lo anterior ocurre al final del tercer acto, justamente en el momento en que Yerma, enduendada, estrangula a su esposo Juan.

El problema de Yerma comienza siendo un problema biológico y termina siendo un conflicto psicológico. “Ahí están juntas, la debilidad y la grandeza de la Yerma lorquiana. Criatura pasional, irracional, energuménica, quiere imponer su voluntad a su cuerpo estéril” (Yerma 28). Siguiendo esta descripción de la protagonista, algunos de los vocablos vinculados a energúmeno son: irracional, primitivo, iracundo, furioso, violento, exaltado, salvaje, frenético, endemoniado, endiablado, poseído. Por otra parte, el Diccionario de la Real Academia Española lo define como “persona poseída del demonio” y “Persona furiosa, alborotada” (“energúmeno”). El duende se apodera del cuerpo de Yerma de la misma forma en que el demonio posesiona de un ser vivo. A diferencia de Bodas de sangre, en Yerma el duende nace y se manifiesta en la protagonista, y es solo a través de ella que la obra se impregna de duende.


La casa de Bernarda Alba

Su título original fue La casa de Bernarda Alba. Drama de mujeres en los pueblos de España. Esta obra —la cual su autor no viera jamás en escena debido a su muerte trágica y prematura—, es una denuncia del drama de la mujer atrapada en el tiempo y el espacio de una Andalucía rural fosilizada e incongruente con la actualidad de su tiempo. Los personajes son Bernarda Alba y sus cinco hijas Augusta, Magdalena, Amelia, Martirio y Adela, quienes tienen entre veinte y treinta y nueve años. Otros personajes son la Poncia, quien es la criada de la casa y María Josefa, la madre de Bernarda.

Las hijas, solteras y vírgenes todas, están condenadas a vivir en una atmósfera asfixiante y reprimente. Su condena es el resultado del luto de ocho años que les ha sido impuesto por la matriarca Bernarda ante la muerte de su esposo y único varón de la casa. Bernarda manifiesta que “¡En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle! Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas” (La casa 157). El aislamiento extremo al que son sometidas por Bernarda, así como el deseo y la desesperación por el amor que les es negado provoca que los sentimientos de frustración y de intenso odio entre las hermanas se incrementen hasta culminar en la muerte de la hija menor, Adela. Esta se entrega a Pepe el Romano, prometido de su hermana mayor Angustias, y se suicida al creerlo muerto.

En esta obra existe una lucha feroz entre los instintos pasionales y el deseo de libertad de las hijas, quienes luchan contra los criterios de la razón y las convenciones sociales encarnados en Bernarda. Ante la ausencia de un varón Bernarda asume el papel patriarcal y se convierte en la tirana de sus hijas. Irónicamente, a pesar de ser mujer, ella misma se encarga de perpetuar las costumbres profundamente represoras y de cuidar su casta como si fuera un hombre. Afirma Bernarda: “Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón” (158). Las mujeres luchan por reprimir su sensualidad reprimida ante el pleno conocimiento de que sus deseos sexuales y de libertad jamás serán satisfechos. La inexorabilidad de sus destinos da como resultado profundos odios y envidias entre las hermanas, sentimientos que encauzan y posibilitan la tragedia y la manifestación del duende.

Conforme se aproxima el desenlace, el duende irrumpe con una fuerza irrefrenable en las mujeres y las impregna de un intenso deseo sexual, contenido hasta la llegada de Pepe el Romano. En Adela es en quien se manifiesta más el duende, quien despierta en ella los instintos pasionales como una fuerza telúrica y demoníaca. Esto debido a que, a pesar de Bernarda, la hija menor se atreve a satisfacer en Pepe sus instintos amorosos sin frenos ni ataduras sociales. El duende posee a Adela con el poder incontenible de la pasión sexual y la vuelve irracional y salvaje. Vehemente y apasionada, Adela expresa: “A un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique”. Al final de la obra, envuelta en un dolor desgarrante al creer a Pepe el Romano muerto, Adela se suicida por ver perdida su única esperanza de amor y de libertad.

El dolor y la desesperación se suman a la lucha feroz por el macho entre las mujeres enduendadas. Enardecidas con una pasión sexual ya desbordada, los odios a flor de piel y la muerte de Adela son elementos que conllevan a la manifestación total del duende que se venía concibiendo desde el principio de la obra. Al final, como lo hiciera Yerma, Bernarda antepone la preservación del honor a su dolor y sus instintos de madre.

!Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! ... Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! ... ¡A callar he dicho! ... Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!

La dicotomía entre los deseos pasionales y de libertad de las hijas, y la autoridad rígida y represora de la tirana Bernarda provoca una lucha a muerte. En consecuencia, se observan en la obra la casta y el instinto sexual como las piedras de toque que posibilitan la tragedia y el enduendamiento.

En sus tragedias rurales Lorca supo abordar con suprema sensibilidad uno de los temas clásicos de la literatura universal: la percepción del amor como algo inasequible, por lo que estas son un clamor al amor inalcanzable, incapaz de realizarse sin que conlleve a la tragedia. Los grandes asuntos del hombre como el amor, el universo, el destino y la muerte caracterizaron las obras líricas y dramáticas lorquianas. El dramaturgo se centró en la viejísima cultura andaluza rebosada de folclore enigmático y profundo. Esta se encontraba anclada en un pasado escasamente evolucionado; es decir, fuera del dominio del mundo industrializado que amenazaba con obliterar el carácter y las tradiciones andaluzas. Lorca bebe en su creación del folclore: allí el artista se instala y da vida al duende para no desvincularse jamás de lo popular, sino que, por el contrario, rescatar el antiguo espíritu de España.


La muerte en el universo Lorquiano

Diversos especialistas en la obra de Lorca han puesto de manifiesto cómo para abordar los temas centrales el autor emplea frecuentemente símbolos. Pero quizás de entre todos los aspectos a tratar el que más destaca es el de la muerte. Esta obsesión vital que puede rastrearse a través de los distintos elementos será simbolizada a través de una gran variedad de elementos, tales como la luna, el arco, la cal, el agua estancada, la sangre derramada, las hierbas, los metales, etc. El uso de dichos símbolos, junto con el empleo de figuras literarias tradicionales como la metáfora o la prosopopeya, caracterizaran desde sus inicios una obra eminentemente expresiva.

Ya en sus primeras obras podemos rastrear estos recursos, a través de las canciones y romances que el autor escribe para transmitirnos sobre el tiempo y la muerte. Estos se enmarcan en ambientes muy caracterizados por la luz de la noche y del alba en las ciudades andaluzas. El recurso de la luminosidad lo encontramos ya en el «Poema del cante jondo» (1921), en el que Lorca recurrirá a los faroles, velas y candiles para representar a la muerte. Como ha puesto de relieve Javier Salazar en su obra, “Cirios, candiles, velones…”, con su luz amortiguada y balbuciente, son símbolos de la pena que desprenden las saetas, las siguiriyas o las peteneras, cuyas coplas, acompañadas por gritos desgarrados, trazan sobre el aire extraños signos de dolor y muerte. Así leemos en “Candil” de “Seis caprichos”:

¡Oh, qué grave medita

la llama del candil!

Como un faquir indio

mira su entraña de oro

y se eclipsa soñando

atmósferas sin viento.

Cigüeña incandescente

pica desde su nido

a las sombras macizas,

y se asoma temblando

a los ojos redondos

del gitanillo muerto.

(Poema del cante jondo)

En Primeras canciones (1922) y Canciones (1927) transmite desde ese ardor juvenil propio de un excelente poeta retratos de su infancia apasionada en las tierras andaluzas. Así leemos en el poema “Los encuentros de un caracol aventurero”:

Vengo de mi casa y quiero

Volverme muy pronto a ella.

Es un bicho muy cobarde,

Exclama la rana ciega,

¿No cantas nunca? No canto,

Dice el caracol. ¿Ni rezas?

Tampoco: nunca aprendí.

¿Ni crees en la vida eterna?

¿Qué es eso?

Pues vivir siempre

En el agua más serena,

Junto a una tierra florida

Que a un rico manjar sustenta.

Cuando niño a mí me dijo,

Un día, mi pobre abuela

Que al morirme yo e iría

Sobre las hojas más tiernas

De los árboles más altos.

En este poema se aprecian algunos de los elementos principales que Lorca utiliza para simbolizar la muerte (el agua serena frente a la estancada, la hierba, etc.), pero sobre todo cómo la cuestión de la muerte será una obsesión central desde sus inicios. Un poco más adelante, en la “Canción otoñal”, Lorca se pregunta “¿Y si la muerte es la muerte que será de los poetas y de las cosas dormidas que ya nadie las recuerda?”. Esta angustia por el sentir del tiempo, por la premura con la que se van agotando nuestros días, con la congoja que conlleva pensar en el final, en la nada, se palpa por toda la obra. De este modo, en la canción “Lluvia” leemos:

Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores

Y nos unge de espíritu santo de los mares.

La que derrama vida sobre las sementeras

Y en el alma la tristeza de lo que no se sabe.

La nostalgia terrible de una vida perdida,

El fatal sentimiento de haber nacido tarde,

O la ilusión inquieta de una mañana imposible

Con la inquietud cercana del dolor de la carne.

En julio de 1928 Lorca publica su tercer libro poético, el Romancero gitano. Con esta obra el poeta pretende dar voz a un grupo de población menospreciado, pero sobre todo hay que encuadrarla como una obra que se desprende del Poema del cante jondo. En ella aborda la muerte y el choque del mundo gitano con la sociedad a través de una poesía que tiene sus raíces en los cantos populares. Como el propio Lorca indica en Conferencia sobre el Romancero gitano:

El libro es un retablo de Andalucía con gitanos, caballos, arcángeles, planetas, con su brisa judía, con su brisa romana, con ríos, con crímenes, con la nota vulgar del contrabandista y la nota celeste de los niños desnudos de Córdoba que burlan a San Rafael.

Ahora bien, no hay que entenderla como una obra folclórica, sino que Lorca transmite con una maravillosa lírica las diferentes historias, hechos y romances que le van llegando. Así tenemos la “Muerte de Antonio el Camborio” en el que narra el asesinato del Camborio:

Tres golpes de sangre tuvo

y se murió de perfil.

Viva moneda que nunca

se volverá a repetir.

Un ángel marchoso pone

su cabeza en un cojín.

Otros de rubor cansado,

encendieron un candil.

Y cuando los cuatro primos

llegan a Benamejí,

voces de muerte cesaron

cerca del Guadalquivir.

En la misma línea se muestra el “Romance de la muerte de Torrijos”, en el que leemos:

Entre el ruido de las olas

sonó la fusilería,

y muerte quedó en la arena,

sangrando por tres heridas,

el valiente caballero

con toda su compañía.

La muerte, con ser la muerte,

no deshojó su sonrisa.

Sobre los barcos lloraba

toda la marinería,

y las más bellas mujeres,

enlutadas y afligidas

lo van llorando también

por el limonar arriba.

Esta obra se caracteriza por un gran número de elementos utilizados para simbolizar la muerte. Los arcos, especialmente aquellos que forman parte de edificios en ruinas, son un buen ejemplo de ello ya que, como ha destacado Javier Salazar (Arco, yeso y cal: tres símbolos de la muerte), muestran el paso del tiempo y la destrucción. Este elemento recurrente tendrá un significado unívoco relacionado con la muerte y la aniquilación, como podemos leer en el romance “Muerto de amor”:

Brisas de caña mojada

y rumor de viejas voces

resonaban por el arco

roto de la medianoche.

La cal también será otro elemento clave que anuncia la muerte a los protagonistas de Lorca. Es el caso del “El emplazado”, en él una misteriosa voz anuncia al Amargo su final ineludible:

Ya puedes cortar, si gustas,

las adelfas de tu patio.

Pinta una cruz en la puerta

y pon tu nombre debajo,

porque cicutas y ortigas

nacerán en tu costado,

y agujas de cal mojada

te morderán los zapatos»…

En estos romances, al igual que el resto de poemas, podemos apreciar como hay “un personaje común” que cohesiona toda la obra: la Pena. No obstante, ésta no hay que asociarla a la melancolía, la nostalgia, o ninguna otra aflicción o dolencia del ánimo; sino que viene dada por la acechante pregunta que no haya respuesta: la muerte. Así dirá Lorca: “La Pena, que se filtra en el tuétano de los huesos y la savia […]; que es un sentimiento más celeste que terrestre; pena andaluza que es una lucha de la inteligencia amorosa con el misterio que la rodea y no puede comprender.” (Conferencia recital del Romancero gitano).

En este sentido, el poema que mejor muestra esta visión trágica es el “Romance de la pena negra”, en el que Lorca nos expone a Soledad Montoya acongojada por la pena producida por ese ansia sin objeto, por ese “amor agudo a nada con una seguridad de que la muerte (preocupación perenne de Andalucía) está respirando detrás de la puerta:

-¡Soledad, qué pena tienes!

¡Qué pena tan lastimosa!

Lloras zumo de limón

agrio de espera y de boca.

-¡Qué pena tan grande! Corro

mi casa como una loca,

mis dos trenzas por el suelo

de la cocina a la alcoba.

¡Qué pena! Me estoy poniendo

de azabache, carne y ropa.

¡Ay , mis camisas de hilo!

¡Ay, mis muslos de amapola!

-Soledad: lava tu cuerpo

con agua de las alondras,

y deja tu corazón

en paz, Soledad Montoya.

Este personaje común también será el que permeará sus obras teatrales: Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y La casa de Bernarda Alba (1936). Aunque quizás este se hace más palpable en Bodas de sangre, en la que la muerte es encarnada por la luna y la mendiga. En el acto tercero, en la escena del bosque, Lorca emplea la prosopopeya como figura retórica para dar voz a la luna en forma de leñador joven con la cara blanca:

[…] ¿Quién se oculta? ¿Quién solloza

por la maleza del valle?

La luna deja un cuchillo

abandonado en el aire,

que siendo acecho de plomo

quiere ser dolor de sangre.

[…] Pues esta noche tendrán

mis mejillas roja sangre,

y los juncos agrupados

en los anchos pies el aire.

¡No haya sombra ni emboscada,

que no puedan escaparse!

¡Que quiero entrar en un pecho

para poder calentarme!

¡Un corazón para mí!

¡Caliente!, que se derrame

por los montes de mi pecho;

dejadme entrar, ¡ay dejadme! […].

No es casual que Lorca escoja la luna, ya que esta será uno de los símbolos claves con los que Lorca introduce la muerte. Esta será un elemento recurrente ya que, como ha puesto de relieve Manuel Antonio Arango (Símbolo y simbología en la obra de FGL), tiene un poder fatídico, tiene el misterio de vida y de muerte. Arango cree que incluso las fases de la luna (crecimiento, curso y desaparición) corresponden al propio proceso de la vida humana que va desde el nacimiento a la muerte; de ahí que tenga una fuerte relación con los ritos funerarios. En cualquier caso en Bodas de sangre la luna será la muerte, pero también la ayudante de la misma. Ella será la que dejará entrar sus rayos por todas partes, interviniendo en el final trágico que espera a los hombres. “Ilumina el chaleco y aparta los botones, que después las navajas ya saben el camino” le dirá la mendiga. La mendiga será la que conduzca a los muchachos a su inevitable final. Ésta será el personaje que propicie y anuncie el nefasto desenlace, aquella que aviva el trágico sentir de la muerte a través de la violencia desgarradora de la obra:

Flores rotas los ojos y sus dientes

dos puñados de nieve endurecida.

Los dos cayeron, y la novia vuelve

teñida en sangre falda y cabellera.

Cubiertos con dos mantas ellos vienen

sobre los hombros de los mozos altos .

Así fue; nada más. Era lo justo.

Sobre la flor del oro, sucia arena.

De este modo, en Bodas de sangre la muerte acecha a los personajes, se trata de un destino imparable al que se ven abocados y marcará el inescrutable final. En cambio, en La casa de Bernarda Alba y Yerma, la muerte es el tema secundario que da pie a la obra y le proporciona cohesión. En el caso de La casa de Bernarda Alba, la obra da comienzo tras la muerte del segundo marido de Bernarda Alba y la imposición a sus cinco hijas del luto más riguroso. Por su parte, en Yerma la muerte será la opción de la protagonista para resolver el problema que tiene de no poder quedarse embarazada.

En este sentido, será en su celebrado Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935), donde volveremos a encontrar ese sentimiento acongojado que nos deja la reflexión sobre la muerte. La elegía está dividida en cuatro partes, en la que la muerte lo invade todo de manera feroz. Ésta la escribe poco después de una cogida que acabó con el torero y amigo Ignacio Sánchez Mejías (1891-1934).

La obra se divide en cuatro partes con métricas diferentes organizadas como si fuera una sinfonía, en la que se palpa el incontenible y doloroso fin del torero. El poeta va a cantar por la muerte de su amigo, pero en él vamos a encontrar una reflexión aún más dolorosa, aquella que deja ese sentimiento de frustración, de angustia, de nada, el no saber que habrá. La muerte se presenta como algo terrible y fatal porque escapa, no se deja atrapar por esa seguridad cristiana que apunta a la inmortalidad. Para el poeta, lo único seguro es que va a llegar, pero no el qué sucederá.

Ya en la primera parte del poema se advierte la insistencia obsesiva que ocupa la muerte con el uso repetitivo de “a las cinco de la tarde”. Este recurso marcará la terrible victoria de la muerte a través de ese reiterativo recurso, con ese repetido “a las cinco en punto de la tarde”. Acaba el poema remarcando:

A las cinco de la tarde.

¡Ay qué terribles cinco de la tarde!

¡Eran las cinco en todos los relojes!

¡Eran las cinco en sombra de la tarde!

Y nada se puede hacer cuando la muerte se posa sobre la persona. Una vez que ha llegado nuestro momento de poco sirven las intervenciones e instrumental quirúrgico, que al final más que ayudar se convierten en auxiliares de la muerte. De ahí que leamos en la primera parte en una clara referencia al instrumental de la enfermería que poco pudo hacer por él:

El viento se llevó los algodones

A las cinco de la tarde.

Y el óxido sembró cristal y níquel

A las cinco de la tarde.

En la segunda parte, la sangre vertida del torero será el eje que cohesione y una el canto. Será ese elemento común que también encontramos en otras obras de Lorca que muestra de una manera violenta y dolorosa la muerte: “Buscaba su hermoso cuerpo y encontró su sangre abierta.”

De la misma manera, en Bodas de sangre, uno de los leñadores rogaba “¡No abras el chorro de sangre!” Se trata de una visión que el poeta rechaza tal y como él mismo indica al clamar en repetidas ocasiones “¡Que no quiero verla!” Sin embargo, será esta muerte trágica la que convierta, en este segundo canto, al torero en héroe de mito:

No hubo príncipe en Sevilla

que comprársele pueda,

ni espada como su espada

ni corazón tan de veras.

Como un río de leones

su maravillosa fuerza,

y como un torso de mármol

su dibujada prudencia.

Aire de Roma andaluza

le doraba la cabeza

donde su risa era un nardo

de sal y de inteligencia.

Y esta visión se hace más evidente en la tercera parte a través de los distintos lamentos pesimistas que ensalzan esa visión de héroe: “ya se acabó”, “ya está sobre la piedra” “ya duerme sin fin”, “estamos con un cuerpo presente que se esfuma”. Sin embargo, lo más interesante de esta tercera parte es cómo se hace palpable ese rechazo a la eternidad; esa eternidad que nos alivia ante el doloroso destino que supone el fin de nuestra existencia:

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.

Los que doman caballos y dominan los ríos:

Los hombres que les suena el esqueleto y cantan

Con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.

Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.

Yo quiero que me enseñen dónde está la salida

Para este capitán atado por la muerte.

Nadie se libra del destino final, como podemos comprobar en el feroz grito que lanza al final de esta tercera parte: “¡También se muere el mar!” Esta negación a la inmortalidad cristiana se puede rastrear de forma aún más latente en la última parte, titulada “Alma ausente”. Si recordamos las palabras consoladoras de Jesús, este decía “El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá.” Lorca, en cambio, repetirá a su héroe “te has muerto para siempre”:

No te conoce el toro ni la higuera,

ni caballos ni hormigas de tu casa.

No te conoce el niño ni la tarde

porque te has muerto para siempre.

Y este “para siempre” adquiere un sentido de incredulidad y desconfianza en el más allá que se verá claramente reflejado unas estrofas más adelante cuando leemos:

Porque te has muerto para siempre,

como todos los muertos de la Tierra,

como todos los muertos que se olvidan,

en un montón de perros apagados.

Del mismo modo, ya en el prólogo de su Libro de poemas (1921), cuando Lorca interpela directamente a dios para que hunda su cetro en el corazón también le indica:

Mas si no quieres hacerlo,

me da lo mismo,

guárdate tu cielo azul,

que es tan aburrido,

el rigodón de los astros.

Y tu infinito,

que yo pediré prestado

el corazón a un amigo.

Un corazón con arroyos

y pinos,

y un ruiseñor de hierro

que resista

el martillo

de los siglos.

Este poema nos muestra, por tanto, como el autor no despliega una perspectiva fatalista y temerosa. Su visión sobre la muerte no hay que adscribirla a un mero materialismo negro y trágico que reduce al hombre a polvo, ceniza y nada, sino que adquiere otro tamiz. Este poema muestra de una manera formidable cómo la muerte y la reflexión sobre la misma se convierte en fuerza creativa en la obra de Lorca. El poeta realiza este poema descubriéndonos sus más sinceros pensamientos y su más profundo dolor por el fallecimiento de su amigo. Él lo hace a través de palabras que se convierten en melodía y que recogen la propia muerte como una sinfonía con duende que sobrecoge al fallecido. Ya en la primera parte nos estremece cuando leemos:

Comenzaron los sones de bordón

a las cinco de la tarde.

Las campanas de arsénico y el humo

a las cinco de la tarde.

Y la hierbabuena.

Cuando yo me muera

enterradme si queréis

en una veleta.

Así, la muerte en el universo lorquiano aparece a través del duende, esa fuerza que nos acongoja, pero nos hace aflorar nuestro fiero impulso creador. Como dijo el propio Lorca en Teoría y juego del duende, en todos los países la muerte es un fin, pero en España esto no es así, nos levantamos, corremos las cortinas y desplegamos esa dimensión estética que nos constituye y Lorca será un maestro de ello.

Concluiré diciendo una evidencia: no existe mapa ni ejercicio ni guía que nos pueda conducir al duende. No puede haberlo. Se saben los caminos para buscar a dios, dirá Lorca, pero de esa fuerza creativa llamada duende “sólo se sabe que quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo.” (Teoría y juego del duende).

Lorca nos muestra un sujeto pasional, agónico y doliente, antes individuo sentimental que racional, antes psicológico que físico. Esa reflexión desgarradora nos introduce desde el concepto de duende una filosofía de la creación, que alude al potencial humano para sobreponerse a su inevitable destino a través de una fuerza creativa.

La compresión simbólica de la vida lorquiana, una visión que no trata de hallar consuelo en la eternidad, sino que se mofa de ese “aburrido cielo azul”. Lorca no quiere alcanzar la inmortalidad, sino que busca esos lugares en los que el duende aparece, los bordes de la herida, el cuerpo desgarrado, aquellos sitios “donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles”. El poeta nos enseña así a través de su obra de ese impulso por el que los andaluces, interpretamos la muerte no desde el silencio (como hará la musa) o desde las lágrimas (como hará el ángel), sino desde la creatividad del hombre.


Referencías:

Arango, M. A., Símbolo y simbología en la obra de Federico García Lorca. Madrid: Editorial Fundamentos, 1995.

García Lorca, F., Bodas de sangre. Madrid: Espasa Calpe, 1994.

García Lorca, F., Juego y teoría del duende. Barcelona: Nortesur, 2010.

García Lorca, F., La casa de Bernarda Alba. Madrid: Cátedra, 2005.

García Lorca, F., Libro de poemas. Primeras canciones. Canciones. Seis poemas gallegos. Buenos A: E. Losada, 1944.

García Lorca, F., Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Madrid: Castalia, 1988.

García Lorca, F., Poema del cante jondo. Seguido de tres textos teóricos de Federico

García Lorca, F., Romancero gitano. Madrid: Alianza, 2002.

Salazar Rincón, J., Arco, yeso y cal: tres símbolos de la muerte en la obra de FGL, Epos XIV (1998), pp. 277-292.

Salazar Rincón, J., Cirios, candiles, velones... símbolos de angustia y muerte en FGL, E. XV (1999), pp. 199-212.