En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

lunes, 31 de enero de 2022

Frivolidades quijotescas


Todo esto es un ejercicio de imaginación surgido de mis lecturas y de una dudosa conferencia impartida por una cervantista a que escuché con atención en el Centro de Estudios Árabes, sito en el la Cuesta de Chapiz de Granada.

Sumo a esta advertencia dos ideas que me son claras:

  1. Cervantes es español (no nacionalista, que eso no existía en su época) y su principal defensa la hispanidad (con la lengua como cuestión destacada).

  2. Todo el mérito del Quijote y del resto de sus obras es del alcalaino (Cuestión de la que hasta Unamuno me lo hizo dudar en su día. Ya no).


La identidad del hidalgo manchego es un tema más que trillado, y volver a él es trabajo baladí. Como Cervantes en su obra, voy a confundir aquí la realidad y la ficción; voy hablar lo mismo de persona que de personaje; a veces cuando diga “Quijote”, debería decir “Quijada”, y si digo “Quijada” tal vez me esté refiriendo a Cervantes. ¿Por qué? Sencillamente por mi incapacidad de distinguir entre ellos. Con mis lecturas, fiándome de algunos interpretes, he aprendido que “Quijote” representa “locura”, que “Quijada”, “cordura”, y que Cervantes es el artífice de esta deliciosa parodia que nos confunde y lo confunde todo.

No se trata aquí de averiguar si don Quijote era o había sido una persona real, de hecho, para mi propósito, poco o nada importa que fuera un ente real o un ente de ficción, como poco importa su verdadero apellido, el lugar en que nació, o en el que fraguó esta bendita obra. Sin embargo, por ser algo tan fútil, es por lo que me es preciso empezar por ahí. Ante todo me pregunto por qué, después de más de 400 años de la publicación del Quijote, con frecuencia se debate este tema y cien otros, tan triviales como este. Llevo un tiempo preguntándome por muchos de ellos y tropezándome con las tesis posmodernas de que cualquier interpretación es válida al tratarse de grandes obras como el Quijote y de la obra de Cervantes en general. Digo son que son válidas muchas interpretaciones del Quijote, pero no todas. Y es que el discurso cervantino, con sus mil matices, a la vez que, como a tantos que he podido comprobar, me tiene cautivado y, a veces, despistado, en busca de algo nuevo. Estas posibles interpretaciones dan paso a teorías como la que postula la autonomía de la obra literaria, como si tuviera vida propia y el autor no hubiese tenido ideas ni intenciones, sino que fue otro flautista de Hamelin. Dice Félix Martínez Bonati:

El repetido postulado de la autonomía de la obra literaria es sin duda falso si se lo toma en un sentido absoluto. Creo que ni siquiera tiene sentido decir simplemente que la obra literaria es una entidad autónoma (¿qué puede significar eso?). Pero no puede desconocerse que el discurso ficticio está separado de las circunstancias reales de su origen de un modo esencialmente diferente de todo tipo de discurso real. Esta diferencia es constitutiva de su recta comprensión, de su ejecución lectiva”.

En el caso del Quijote estas interpretaciones parecen otorgar autonomía a la novela, pero nada puede ser más falso. La novela, en sus distintos episodios, no se presenta polisémica por arte de magia, sino porque el autor así lo quiere. Es la intención de Cervantes meternos en este berenjenal que nos lleva a interminables debates. Está claro entonces que para que esto sea así, tenemos que declarar que esta obra es un tesoro linguístico que nos permite hacer estas conjeturas, formular tesis, proyectar nueva luz en la oscuridad, echar sombras donde había claridad (quizás sea eso lo hago yo aquí) o incluso sacar alguna joya nueva. Con esto no digo ni quiero insinuar que el valor de esta novela reside solo en su lengua y en su peculiar estilo. El gran acierto de Cervantes reside en habernos dicho lo que nos dijo de la manera en que lo dijo. Esta gran obra es el resumen de todas las filosofías, de todas las religiones, de todos los tipos de amores, de la sicología femenina y masculina, de la condición humana, de la historia de la humanidad, en fin, de la vida. Pero la obra tampoco es un tratado de filosofía, ni de sicología, no es aburrida, como el mismo autor quiere darnos a entender en el prólogo de 1605, al contrario, como el gran poema que es, su fondo y su forma se adecuan perfectamente y son una sola cosa. Eso, lo que constituye esta obra poética es la perfecta armonía entre su fondo y su forma.

Recordaremos que Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote dijo:

en la novela nos interesa la descripción, precisamente porque, en rigor, no nos interesa lo descrito. Desatendemos a los objetos que se nos ponen delante para atender a la manera como nos son presentados”.

Creo que tiene razón sólo en parte (a mi me convence mucho menos que Unamuno, con él solo difiero, en el "ninguneo" del "Autor", con mayúscula), y es al hablar de la descripción, “a la manera” en que Cervantes emprende y desarrolla el discurso narrativo y descriptivo. Se equivoca por completo cuando alaba solo la forma y desacredita el fondo. Ninguna novela podría tener el poder de tenernos encantados, entretenidos y pensativos por tantos siglos si no tuviera gran calidad en su forma y fondo. La lengua hueca, aunque intrigante, termina por cansar pronto. El maravilloso tesoro linguístico contenido en El Quijote, mezcla las “joyas” entre sí y las confunde. En otras palabras, el autor magistralmente dice, como han señalado varios críticos, lo que parece no decir, y, al mismo tiempo, no dice lo que parece decir. Y es que esta obra es tremendamente irónica. Dice al respecto Louis Imperiale:

Todo lector del Quijote ha experimentado aquella extraña sensación de enfrentarse a un texto que nunca dice lo que uno lee a primera vista porque la palabra se retracta constantemente para revolverse, embarullarse, camuflarse, enturbiarse y enredarse, desprendiéndose así de un sentido inicial que estábamos a punto de captar. Aquella inestabilidad de un texto literalmente vivo puede explicar su resistencia ante toda empresa de lectura dogmática o doctrinal”.

Estaría de acuerdo con Imperiale si hubiera dicho que, “muchas veces no dice lo que uno lee a primera vista”. Hay que tener sumo cuidado con palabras como “siempre” y “nunca”, para usar a la ligera. Porque no es cierto que el discurso narrativo cervantino se caracterice siempre por este engañoso lenguaje, aunque si sea muy frecuente. El narrador opuesto a lo que dicen los personajes, porque en medio de la narración y de la descripción tenemos un diálogo tenaz y constante que convierte a los hablantes en seres vivos. No podemos tomar a la ligera el hecho de que el narrador narra y describe, y los personajes hablan con libertad. Si un personaje se va construyendo por sus obras y sus palabras de manera distinta a como lo define el autor-narrador es porque ese narrador lo está permitiendo y porque quiere que así sea. Es decir, siendo el lector consciente de la existencia de un autor, automáticamente confiere más credibilidad a las palabras y a las acciones de ese personaje vivo, del que parece que el autor y el narrador se han distanciado. Es en definitiva el autor la autoridad última, el creador de las reglas de este juego y el creador de los personajes, como así del mismo narrador. Si se entiende que el autor y el narrador son una persona, la misma persona desdoblada, es lógico que un personaje, que debemos considerar la extensión del autor, resulte ontológicamente reforzado por medio de esta técnica narrativa. Al mismo tiempo, en la narración clara y directa se introduce un discurso indirecto y aparentemente secundario o superfluo, que luego resulta ser de primaria importancia. Lo que ocurre es que hay que leer, y releer. Una lectura rápida y desenfadada del Quijote entretiene a cualquier lector. Este es uno de los grandes y más apreciados dones de la novela, la puede leer y disfrutar cualquier persona. Pero el crítico, el estudioso disfruta desgajando y desgranando esta hermosa parodia. Veamos un pequeño ejemplo:

Cervantes en la presentación inicial de Sancho parece decirnos, que el aldeano, vecino de don Quijote, es un “hombre de bien”, pero al añadir lo que parece de secundaria importancia, es decir la oración perifrástica “si es que este título se puede dar al que es pobre”, lo que hace es declarar que Sancho es pobre, y por tanto poner en duda lo que inicialmente había declarado, o sea que es un “hombre de bien”. Esto que parece tan claro y evidente es lo que no se capta con una lectura rápida y descuidada, porque el lector medio se queda con presentado como de importancia primaria. 

Sería conveniente empezar hablando del apellido de don Quijote, porque es a sus antepasados adonde he llegado después de escuchar lo que he escuchado. Por tanto, todo lo dicho hasta ahora sirva de preámbulo y de introducción. La información sobre el apellido del hidalgo es escasa, esparcida y poco fidedigna, ya que según nuestro autor “existe alguna diferencia en los autores que deste caso escriben”. La oración “Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada” tiende a poner en duda la palabra de esos autores. Dice Michael McGaha:

La forma auxiliar quieren aporta matices semánticos muy importantes al verbo decir que le sigue. En este caso quieren decir es una forma de “desacreditar” esas voces, es un intento de declarar que “algunos dicen mintiendo” o, si no “mintiendo”, por lo menos “equivocadamente”. No es igual "quieren decir" que "dicen", por lo tanto, los que “quieren decir” o mienten o ignoran. Esto confiere más autoridad a aquella fuente principal que luego se agota”.

El cervantista M. McGaha, sobre el origen de Cervantes, habla con entusiasmo de la ascendencia judía de Cervantes y quizás de don Quijote, basándose en la obra de la francesa Dominique Aubier. Es evidente que el libro de la Aubier ha abierto los ojos de McGaha a una nueva lectura del Quijote, y parece que el sinfín de argumentaciones, muchas de ellas para mí rebuscadas y estrafalarias, lo han convencido de que la obra maestra de la literatura universal es un libro cabalista, una especie de explicación de la Biblia y del Zohar, obra del judío español Sem Tob de León. Por supuesto que, para Aubier y para McGaha, el autor, como su héroe, nuestro héroe, eran judíos conversos. Creo que Aubier ignora u olvida que, lo que es rigurosamente cierto, es que Cervantes fue el alumno preferido de Lopez de Hoyos, que tenía una escuela hebrea, “oculta y deseada” en Alcalá de Henares.

La obra de Aubier podría ser muy interesante si no fuera por el constante juego dialéctico, por las cientos de preguntas que hace y que ella misma contesta con aciertos irregulares. Refiriéndose al Prólogo del Quijote la autora judeo-francesa dice que “Desde la primera palabra queda hecha la invitación a conjeturar”, y esto es tan cierto como que cada uno empieza a conjeturar de acuerdo con su propia condición social, religiosa, o racial. Madame Dominique añade: “¿qué relación pueden tener las Sagradas Escrituras con este señor Don Quijote? Pues la tiene. En esto estoy con Gustavo Bueno que afirmó que Cervantes era un ateo de educación católica, que consideraba al catolicismo la mejor de las religiones; creo que lo dijo así: “Cervantes prefiere el cristianismo frente al Islam, y el Catolicismo frente al Protestantismo”. Resumo yo, suavizando la cosa pero con una evidencia: era un racionalista escéptico de educación católica

Como el autor no puede confesar el origen de su personaje, se ve en la triste obligación de dejarlo sepultado en sus Anales de la Mancha”. Pero, los Anales de la Mancha, sencillamente quiere decir, “la historia de los habitadores de La Mancha” que recuerdan a don Quijote como “al más casto enamorado y el más valiente caballero” (Prólogo). Los distintos narradores y el traductor no son más que un recurso o un resorte del autor para que ésta parezca una historia verdadera y se diluyan las responsabilidades sobre las ideas que en ella se vierten. Aubier juega con la minúscula y la mayúscula, diciendo que al escribir “La Mancha” dos veces aparece en minúscula en la segunda edición del Quijote, afirmando que ésto la lleva a pensar que no se refiere a la geografía sino que escribiendo "la mancha" quiere decir “la verdad”, debiéndose leer “Don Quijote de la verdad”. Rebuscado ¿no?

Auber hace conjeturas sobre el nombre “Quixote”. Como todos sabemos, en tiempos de Cervantes la “x” se pronunciaba con un sonido silibante, y Aubier señala que "qeshot" significa “verdad” en arameo, y que aparece con frecuencia en el ya mencionado Zohar del siglo XIII. Sabemos que después de la batalla de Lepanto Cervantes fue hospitalizado en Mesina, donde estuvo algún tiempo, y que, como señala Canavaggio, más tarde se le ubica en otras partes de Sicilia, la más grande isla del Mediterráneo, isla de gigantes, de mitos, leyendas y tradiciones caballerescas. También estamos al corriente de su amistad con el poeta siciliano, compañero de cautiverio, Antonio Veneziano. Dice Canavaggio, "No es ilógico, por tanto, imaginar que hubiese aprendido algo del idioma siciliano (da muestra de esto en el Persiles). Considerando los cambios fonéticos que ocurren dentro de una misma lengua con el transcurso del tiempo y considerando que los oídos “extranjeros” a veces no captan los sonidos como los emite el emisor y como los captaría un paisano, no sería tan estrafalario conjeturar que “Quixote” fuera una adaptación del siciliano “picciottu” que, además de significar “joven” como sustantivo, significa también “héroe”, “gallardo”, “valiente”. (A los mil “camisas rojas” de Garibaldi que desembarcaron en Marsala en 1861 para emprender la marcha de la unificación de Italia se juntaron cientos de “picciotti” sicilianos, jóvenes y menos jóvenes, pero gallardos, valientes. Hasta hoy, a los héroes o a los protagonistas de las películas en Sicilia se les llama “picciotti”. Como vemos, teorías hay muchas.

Pero continuemos por otro lado. El “Yo sé quién soy” con el que contestó don Quijote cuando su buen vecino Pedro Alonso, habiéndolo encontrado molido y mal parado, le dijo quién “no” era, aclarándole a él y a nosotros los lectores, que era “el honrado hidalgo del señor Quijana”. También nosotros podemos decir saber quién es: sabemos que vivía “en un lugar de la Mancha”, no sabemos, sin embargo, exactamente dónde, ni mucho menos dónde nació, ni quiénes fueron sus antepasados. Luis Rosales dice que “Don Quijote y Sancho son seres vivos, no son figuras esquematizadas y concluidas, [...] y sus verdaderos antepasados son Amadís de Gaula y Don Galeor”. (De Rosales sí que me fio, su crítica va la por lo poético, por el mito..., pero lo hace con tanta belleza)

Lo del apellido del hidalgo es cierto, pero se trata de sus antepasados literarios. Pero hay quien afirma que la inspiración sobre el héroe le vino a Cervantes de un personaje real (Léase la entrada de este blog: “Reflexiones sobre el protagonista de El Quijote” Etiquetas: Protagonista,Qp2,Quijano,Arciniegas,) por lo que interesa hablar de los padres biológicos de don Quijote, y, para ser exactos, de la familia del padre. Es muy difícil imaginar a sus padres, a sus abuelos y a un don Quijote recién nacido o niño. La historia de don Quijote empieza en “medias res”, y todo el mundo se acuerda del ama y de su sobrina, como única familia del hidalgo. Dudo de que alguien se acuerde de alguna otra alusión a otros parientes. El mismo Rosales, en una nota a pie de página, cita unas palabras del maestro Unamuno, quien se había fijado en el peculiar detalle de no haber, en una historia tan larga, nada referente a los antepasados del hidalgo. Esas palabras conviene citarlas aquí:

Nada sabemos del nacimiento de Don Quijote, nada de su infancia y juventud, ni de cómo se fraguara el ánimo del Caballero de la Fe, del que nos hace con su locura cuerdos. Nada sabemos de sus padres, linaje y abolengo, ni de cómo hubieran ido asentándosele en el espíritu las visiones de la asentada llanura manchega en que solía cazar [...]; nada sabemos de sus mocedades. Se ha perdido toda la memoria de su linaje, nacimiento, niñez y mocedad, no nos la ha conservado ni la tradición oral ni testimonio alguno escrito, y si alguno de estos hubo, jase perdido o yace en el polvo secular.”

Está claro que don Miguel, el vasco quijotesco y universal, tampoco se percató de las pocas palabras a las que he ido aludiendo y a las que quiero llegar... A pesar de las dificultades que se puedan encontrar a la hora de interpretar ciertos episodios, de analizar ciertos personajes, de encontrar detalles significativos, una lectura atenta casi siempre da una respuesta, y nos descubre cosas que no esperábamos y que ni siquiera estábamos buscando. La exclamación de don Quijote “yo sé quién soy” era seguramente de naturaleza ontológica, y con el pasar del tiempo los lectores vamos conociéndolo en su ser primordial, en su intimidad física, moral y espiritual. Pero llega un momento en que el caballero manchego nos revela, de forma inequívoca y por su propia boca algo inesperado, sorprendente y chocante sobre sus antepasados.

Al hablar de los libros de caballerías y de los héroes que pululan por ellos, don Quijote en más de una ocasión menciona a los caballeros del rey Arturo de Inglaterra, los que se conocían como los “caballeros de la tabla redonda”, y por consiguiente menciona la institución de la Caballería Andante. Camino del entierro de Grisóstomo don Quijote le explica a Vivaldo lo siguiente:

Pues en tiempo deste buen rey (Arturo) fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de

"Nunca fuera caballero

De damas tan bien servido,

como fuera Lanzarote

cuando de Bretaña vino."

¿Qué opinaba Cervantes de los ingleses? En La española inglesa encontramos a una reina Isabel conocedora del idioma castellano, tan amante de lo español que nos hace pensar que es ella la española inglesa o inglesa española, y no la niña que había sido raptada por un tal Clotaldo, capitán inglés, en el asedio de Cádiz. Parece extraño que el autor no trate a un hombre que substrae a una niña de las manos de sus padres para llevársela a otro país como a un despreciable monstruo, pero así es. De hecho, al tal Clotaldo no se le pinta tan mal, sino que se le llama caballero, y su mujer, a pesar de tener en casa a una niña robada, es una muy buena persona y casi parece una santa. Es más, como todos sabemos, el hijo, el joven Recaredo, se convierte en el héroe de la novela. estas son las paradojas cervantinas. En el Persiles también nuestro autor da muestra de simpatizar por Inglaterra cuando se refiere a ella como a “aquella discreta nación”. Sabemos que don Quijote con frecuencia habla de todos los posibles caballeros andantes que caben en su memoria, pero menciona concretamente a Lanzarote, a su amante la reina Ginebra y a la dueña Quintañona no solo en el pasaje (I, XIII), sino también en el capítulo XLIX de la Primera Parte y en el XXIII de la Seguna Parte. 

¿Podría significar algo esto? Son tres veces; Aubier se agarró a dos citas con la minúscula. Digo que no, ya que tres ocasiones no son nada en comparación con las innumerables veces que menciona a Amadís de Gaula y a otros caballeros de distintas tierras. Ya he dicho que la condición de cada uno de nosotros en más de una ocasión nos induce a fantasear, a conjeturar, sin embargo, a pesar de que yo no soy inglés, aquí encuentro algo que me huele mucho a británico, y no es por el número de veces que don Quijote menciona a estos personajes “de aquella discreta nación”, sino por unas pocas palabras intrigantes y sospechosas del capítulo XLIX. Parece que estoy insinuando que nuestro hidalgo desciende de británicos...

Para nada. En más de una ocasión, de una manera o de otra, el autor hace hincapié sobre la hispanidad de nuestro héroe. Creo que, su amor por lo británico, territorio enemigo, en su época, de España, es una muestra más de la ambigüedad cervantina. Añadamos que en el primer capítulo, a imitación de Amadís, quien había agregado a su nombre el de su patria, nuestro hidalgo quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de La Mancha (con mayúscula), con que, a su parecer, "declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della”. En el capítulo 9 de la Primera Parte, el autor dice:

Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega”.

En el cap. 49, es el canónigo que, desacreditando los libros de caballerías leídos por don Quijote, le aconseja lo que debería leer “para honra de Dios, provecho suyo y fama de La Mancha; do, según he sabido, trae vuestra merced su principio y origen”.

Por otro lado, poco más delante, haciendo una lista de los valientes caballeros que viven en su mente, algunos de ellos legendarios y otros personajes históricos, es el mismo don Quijote quien informa al canónigo y a los lectores de uno de sus antepasados con estas palabras:

Y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo deciendo, por línea recta de varón), venciendo a los hijos del conde de San Polo”.

No hay que decir más, la hispanidad de don Quijote es indudable e incontestable, y aunque fuera de origen judío, como quiere pensar Dominique Aubier, seguiría siendo español.

Ahora bien, muy pocas líneas más arriba en ese mismo capítulo 49 encontramos de nuevo algo bastante familiar, que nos puede servir para otra frivolidad:

Y también se atreverán a decir que es mentirosa la historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial, y que son apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo, como los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bretaña”.

Como vemos, la dueña Quintañona aparece cada vez que don Quijote menciona a Lanzarote y a la reina Ginebra. Pero no importa dónde haya o no haya aparecido, para don Quijote ella, como todos los personajes de los libros de caballerías, no es un ente ficticio, sino real, verdadero. He afirmado alguna vez que en la obra de Cervantes no hay palabras que sobren, todo, absolutamente todo, cada sílaba, tiene su sentido, su función, su razón de ser. Y es aquí donde el tesoro linguístico y mi frivolidad juegan su papel; es aquí donde he fijado ahora mi atención. ¿Para qué tantos detalles, para qué tantos rodeos? ¿No podría haber dicho lo que querría decir sin añadir lo que parece no venir al caso? Pero es con lo que aparentemente no viene al caso con lo que quiero interpretar que el autor nos puede decir algo de forma camuflada e indirecta. Leamos de nuevo lo último citado y completemos el discurso de don Quijote:

Y también se atreverán a decir que es mentirosa la historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial, y que son apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo, como los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bretaña. Y es esto tan ansí que me acuerdo yo que me decía una mi agüela de partes de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: “Aquella, nieto, se parece a la dueña Quintañona”; de donde arguyo yo que la debía de conocer ella o, por lo menos, alcanzó a ver algún retrato suyo”.

¿Sobre qué bases puede deducir don Quijote que su abuela debía de conocer a la dueña Quintañona? Seguimos en el ejercicio de que el personaje de ficción (la dueña Quintañona) tiene su inspiración en un personaje real (la abuela de Cervantes). Si no fuera posible que la abuela pudiera conocer a inspiración de Quintañona, don Quijote no habría pronunciado estas palabras. Dentro de su supuesta locura su vida anterior sigue inalterada, de hecho el hidalgo no se olvida ni de su sobrina, ni del ama, ni de sus supuestos amigos, el cura y el barbero, ni de su vecino Sancho, quien se convierte en su escudero. Es decir que el recuerdo que don Quijote tiene de su abuela paterna es auténtico, y no hay nada que demuestre lo contrario. Pues bien ¿cómo se le puede ocurrir al buen hidalgo que su abuela pudiera conocer a la dueña Quintañora si esto no fuera verosímil y posible? ¿Y dónde sino que en Inglaterra la abuela hubiese podido conocer a la dueña? Las palabras “de donde arguyo yo que la debía de conocer ella” serían completamente superfluas, si no fuera que Cervantes quisiera darnos a entender algo. Si bien don Quijote nos dice que la abuela conocía a la mejor escanciadora de vino de Gran Bretaña, lo que importa es que pudo conocerla y que “debió de conocerla”. Por lo tanto, “arguyo yo” que la abuela podía ser inglesa y que habría emigrado a España siendo jovencita. De haber emigrado adulta o mayor no habría podido aprender el idioma español, y se supone que don Quijote habría mencionado ese detalle. De haber emigrado muy niña no habría podido recordar a la dueña Quintañona.

¿Es un disparate esta hipótesis? ¿Qué otra interpretación se puede dar a esas palabras que nunca se han tomado en cuenta? Habrá quien no querrá darles ningún significado, pero no se pueden pasar por alto, como si don Quijote no las hubiese pronunciado. Si esta tesis es difícil de aceptar es al menos posible. ¡Qué misterioso y hermoso es este lenguaje cervantino! No le habrá costado mucho a Cervantes poner otras palabras en boca de don Quijote, otras palabras claras y explícitas que disiparan cualquier duda, pero entonces habría desaparecido ese misterio que empuja a indagar y formular una tesis. Podríamos avanzar otra hipótesis, si esta es dura de tragar, y es que la abuela hubiese sido en su niñez otra “española inglesa”, es decir una niña española robada y llevada a Inglaterra y luego reencontrada, o incluso que hubiese sido la hija de emigrantes o diplomáticos españoles que volvieron a España. De cualquier modo, lo extraño es que en 400 años, que yo sepa, nadie se haya percatado de este detalle, ni siquiera los ingleses que fueron los primeros en traducir el Quijote. Igual de misterioso es el hecho de que los británicos hayan profesado admiración, fascinación y amor por la obra de Cervantes, en particular por el Quijote, incluso antes de la traducción de 1612. Como bien demuestra y documenta J.A.G. Ardila, los ingleses ya conocían, admiraban y mencionaban a don Quijote y a Sancho a partir de 1607. Como es posible que Shakespeare hubiese conocido a Cervantes en 1605 cuando aquel, supuestamente, viajó a España con el grupo enviado por el rey Jaime I de Inglaterra al bautizo del príncipe heredero de España.

Todo esto abre una ventana a otra pregunta. Si efectivamente Cervantes, de forma disimulada e indirecta, nos quiso decir que don Quijote descendía de ingleses por el lado paterno, o si por lo menos nos induce a preguntárnoslo, como de hecho hace, ¿por qué lo hizo y con qué intención? Me inclino a pensar que simplemente por ganas de provocar al lector y jugar con él. Todo el Quijote es una especie de provocación donde el lector es de extrema importancia. Las novelas, ésta en particular, para Cervantes no son mero entretenimiento del lector, sino trampas, chispas que encienden su mente con ideas, dudas, preguntas y convicciones. La prueba es el mismo don Quijote como receptor activo de los libros de caballerías, también lo son el ventero y la ventera que no solo gozan, sino que comentan, lo es el traductor, que se atreve a ser el primer crítico de la historia que traduce y apostilla. 

La novela de Cervantes está hecha para ser comentada, y para que nos rompamos la cabeza contra un muro. Pero, de momento aquí me quedo, la respuesta, irrefutable o especulativa, la dejamos para otra ocasión. 

 

 

Textos:

-Aubier, Dominique. Don Quijote, profeta y cabalista. Ediciones Barcelona, Obelisco 1971.

-Ortega y Gasset, José. Meditaciones del Quijote. Madrid. Revista Occidente 1970.

- Martínez Bonati, José. El Qujote y la poética en la novela. Colección Estudios Cervantinos 1995.

-Imperiale, Louis. Cervantes y la ficcionalización de las religiones. Madrid Vervuert 2008.



lunes, 24 de enero de 2022

Para leer el Quijote


Texto de Juan Carlos Rodríguez

Catedrático de Literatura de la Universidad de Granada.

Obra a la que pertenece el texto: "El escritor que compró su propio libro (para leer el Quijote)", con ella obtuvo el primer premio Josep Janés de ensayo literario. Año 2016

Editado en: Granada, Comares, 2001


"Voy a intentar contar algo sobre dos historias. Especialmente cómo y por qué esas dos historias se cruzaron un día y ya no volvieron a separarse nunca. Hasta hoy.

La primera historia es la de Miguel de Cervantes, un nombre y un solo apellido. Años después, sin que sepamos por qué, se añadió el apellido Saavedra, tal como aparece en la portada de la primera edición del Quijote, la que lleva la fecha de 1605.

Escritor que compró su propio libro Quedan aún miles de puntos oscuros en la historia de Cervantes. Pero a nosotros nos interesa resaltar esta cuestión de los apellidos porque en el XVII obviamente los apellidos suponían la clave ideológica para mantener el orden simbólico y de poder en una sociedad tan vertical, tan jerarquizada de arriba abajo, como era la España de la época. Las sociedades verticales o nobiliarias se mantienen, entre otras cosas, gracias a esa presencia brutal, esa imagen frontal del linaje que legitima al de arriba para poner su pie sobre los de abajo. Los apellidos son, evidentemente, la memoria del pasado. Y esa memoria “viva” del pasado es el eje que sostiene todo el edificio de los linajes, del mundo de los ancestros. La sangre hereditaria que vampiriza a los demás para perpetuar la existencia de condes, duques, marqueses, reyes, etc. (y además todo sacralizado). La memoria del pasado es, pues, fundamental en el XVII, y sin embargo el Quijote se escribe desde una perspectiva completamente distinta y nueva: no desde la memoria del pasado sino desde la memoria del presente.

O, al menos, esa es la cuestión básica que pretendo plantear aquí.

Claro que hay más cuestiones en esta historia. De los primeros años de Cervantes sabemos muy poco, y desde luego nada que permitiera augurarle una “carrera literaria”. Sabemos, sí, que la mala suerte le acompañó siempre. ¿Qué más sabemos? Que con veinte años huyó de la península a Italia por haber herido a un tal Segura en un duelo. La orden de detención implicaba cortarle la mano derecha a Cervantes. Nada menos. Cuatro años después lo encontramos enrolado en los famosos Tercios que constituían la columna vertebral del Imperio hispánico y luchando contra los turcos en Lepanto. Allí perdió el uso de la mano izquierda. ¿No es un espejo borgiano? Huye para que no le corten la mano derecha y en Lepanto pierde el uso de la mano izquierda. A mí siempre me ha fascinado esa imagen fantástica (en cualquier sentido) que, repito, parece de Borges: salva la mano derecha pero pierde el uso de la izquierda. Cinco años de soldado fueron muchos años y Cervantes siempre se sintió orgulloso de ese “oficio profesional” del que continuamente alardeó.

Luego otros cinco años largos cautivo en Argel. ¿Qué fue Cervantes en aquel nido de piratas? Sólo pudo ser una “cosa con precio”, y con un precio elevado además. El resto son suposiciones y nebulosas. Es liberado con 33 años y como se le niega el “paso a Indias”, ingresa en el otro gran Aparato nuevo (junto con el Ejército profesional) del nuevo Estado: es decir, ingresa en la Burocracia estatal como recaudador de Hacienda. Casi 15 años recorriendo Andalucía de parte a parte. Como la alta nobleza, la auténtica “sangre azul” no pechaba, es decir, no pagaba impuestos, Cervantes se las tuvo que ver con los ricos, con los campesinos y con la Iglesia. Fue excomulgado y estuvo en la cárcel. La mala suerte le seguía persiguiendo y Hacienda le estuvo pidiendo cuentas durante algún tiempo más. No debió quedarle un buen recuerdo andaluz puesto que Cervantes impide que don Quijote pase de Sierra Morena. Literariamente lo “despeña” en Despeñaperros. No sé si fui muy afortunado al escribir esta frase, pero vale como ejemplo plástico.

¿Qué hace Cervantes entre 1598, el año en que se supone que ya está libre de la cárcel sevillana y en el que escribe el fabuloso soneto Al túmulo de Felipe II —“honra principal de mis escritos”, nos dice él— y 1603 en que se presenta en la Corte de Valladolid para reunirse con su familia compuesta exclusivamente de mujeres? Lo único que podemos decir es que se buscó la vida, esa frase tan española, en pequeños y dudosos negocios, que siempre debieron salirle mal pues llegó a la Corte arruinado y viviendo de alquiler en una casa de vecinos. Y otra vez la mala suerte: en la puerta de esa casa es asesinado una noche el caballero navarro Ezpeleta. El jefe de la policía vallisoletana durante unos días encerró como acusados a Cervantes y su familia femenina: su mujer, Catalina de Palacios y Salazar, sus dos hermanas (Andrea y Magdalena), su hija natural, su sobrina, su prima…

Lo que me fascina es el interrogatorio policial y la respuesta de la hermana Andrea. Cuando se le pregunta quién es Cervantes su hermana apenas puede balbucear: Es un hombre que escribe y que trata negocios.

Un hombre que escribe… Como de los negocios ya hemos hablado es ahora cuando nuestra historia cervantina se cruza inesperadamente con la otra historia, la del Quijote. En un interrogatorio policial.

También nosotros podemos actuar de detectives a través de algunas preguntas. Primera: ¿qué significaba ser escritor en el XVII? Evidentemente en el XVII ser “escritor” era un ornatus más en las casas de los ricos, los nobles o la alta Iglesia. La poesía era el punto más alto de ese ornatus, de ese decorado palaciego; era igual que “la mitra de un obispo”, como nos dice literalmente don Quijote en el segundo libro. El mecenazgo o la protección cortesana resultaba, pues, algo decisivo para los literatos. Por el contrario, ser escritor sin más, ser un escritor solitario, ni era un oficio reconocido ni tenía el menor valor social. Y eso aunque la literatura se considerara un arte liberal y no mecánica, como la pintura o la medicina donde había que pringarse mucho las manos. Y aquí lo increíble: Cervantes, entre los 57 y los 58 años, intenta iniciar (o reiniciar) su carrera de escritor en solitario, sin la menor protección y sin el menor apoyo. ¿Cómo fueron posibles estos diez años últimos de su vida —aproximadamente hasta los 70— en los que Cervantes intenta ganar dinero y fama como escritor solitario? Quizá sea este asombro el que quisiera transmitir ahora. Shakespeare estaba protegido no sólo por algún gran noble sino por su propia empresa teatral; Lope de Vega estuvo protegido también por el teatro, pero muy en especial por la alta nobleza y por la Iglesia (pese a su dudosa vida como sacerdote). Pero ¿por quién estaba protegido Cervantes? Absolutamente por nadie, salvo por la memoria del presente, ese matiz básico que habíamos señalado al principio. La nueva realidad presente era la aparición del primer mercado capitalista; la aparición, pues, del espacio público y del público; la consolidación, en fin, de la Imprenta como “negocio de masas”, con sus libreros y editores.

O de otro modo y para decirlo drásticamente: ha aparecido la lectura laica; ha aparecido la lectura como nueva forma de entender la vida, la lectura solitaria o la lectura en común. Y por eso Cervantes nos dirá que lee hasta los papeles rotos tirados en la calle.

Los materiales que utilizó Cervantes eran las dos mejores salidas que había para que su libro se vendiera en el mercado. La imprenta era ya un comercio como cualquier otro. Y lo mejor que encontró Cervantes fueron dos géneros que se vendían como rosquillas. Quiero decir las caballerías y las vidas cotidianas de la picaresca. Las caballerías habían perdido su aura de dignidad y las leía todo el mundo. Eran un género interclasista, eran una literatura de “masas”. Pero a la vez a lo largo del siglo XVI había aparecido un tema literario inesperado y que también leía todo el mundo. Este nuevo tema inesperado era la vida cotidiana, el nuevo tiempo del reloj y del salario; del sexo y del hambre; la vida de los pobres en la ciudad que se han convertido en un problema social básico. Esas vidas son las que se venden. La gente ahora se aburre leyendo las vidas de los nobles, que sólo eran hazañas guerreras y se aburren leyendo las vidas de los santos, que sólo eran hagiografías o milagros. Lo dice muy bien en el Quijote Palomeque el zurdo (el ventero): a él y a sus segadores les aburren hasta las vidas del Gran Capitán o de García de Paredes (que es un falso guerrero histórico). Lo único que les divierte son los libros de caballerías, que les “quitan canas”, como a la gente de ciudad lo único que le divertía eran las picardías de la picaresca. La vida común y cotidiana se ha impuesto en los libros. Es lo que la gente quiere leer. Y ahí es donde precisamente radicaba el secreto que estaba buscando Cervantes. Un libro que se leyera por todos y en cualquier parte. Un libro que se vendiera suficientemente como para que su editor le pagara el dinero que estaba necesitando. Por eso Cervantes intenta mezclar las cosas, las caballerías y la vida cotidiana para conseguir un éxito como el del Guzmán. Pero tiene un problema. Lleva veinte años de silencio y el público se ha olvidado de sus comienzos literarios.

Aunque el problema del tiempo presenta factores más importantes literariamente hablando.

Cervantes nos va a contar una historia estrafalaria y absurda, y sin embargo necesita que todos nos la creamos como verdad. Por eso la memoria del presente vuelve a ser decisiva. “No ha mucho tiempo que vivía…”, nos indica en el famoso principio del primer Quijote. Es decir, nos indica que va a contar una vida que pasó ayer mismo, que aún se recuerda en la Mancha y que por tanto debemos creérnosla como verdad, por muy alucinatoria que parezca.

Claro que Sancho ampliará aún más la cuestión en el capítulo V de la segunda parte al afirmar que en la nueva época ya no cuenta la memoria del pasado sino, como venimos diciendo, la memoria del presente. Y le pone a su mujer un ejemplo clarísimo. Este ejemplo: cuando él sea gobernador y tenga el poder, todo el mundo se olvidará de que antes habían sido meros labradores y destripaterrones.

Como esta afirmación rompía toda la tradición nobiliaria establecida, Cervantes se cuida las espaldas y llama a esta capítulo apócrifo, falso, porque evidentemente esa lectura de Sancho implica una nueva lectura del mundo. Y Cervantes no quiere meterse en problemas. Sólo quiere que su libro sea un libro de burlas y de entretenimiento para que la gente se divierta. Esa es en apariencia la lectura que Cervantes propone y la que perdurará durante casi un par de siglos: el Quijote como un libro de burlas.

II

Ahora bien, ¿qué es lo que leemos nosotros en los dos libros del Quijote? O más aún: ¿quiénes son Sancho, Dulcinea y don Quijote?

Don Quijote es obviamente aquel pobre hidalgo pobre que gracias a la lectura descubre que puede ser otra cosa, que tiene raíz de hidalgo y que allí, en su casa, están arrumbadas las armas de sus bisabuelos, aquella clase de los hidalgos medievales, de un mundo que alguna vez estuvo ordenado por el código caballeresco y por la sacralización feudal. Ahora, con la aparición del primer capitalismo, esa clase social y su mundo están desapareciendo y el hidalgo decide revivirlo. Limpia las armas, le pone un nombre a su rocín, Rocinante (rocín antes, pero ahora antes que ninguno), se hace armar caballero y sale a arreglar el desorden del mundo según el código caballeresco. Trata de darle un sentido al mundo y a su vida, acompañado de Sancho. Mucho ojo: saca su nombre (don Quijote) de su apellido, porque, como decíamos, en el XVII sin apellido no eras nadie, y a la vez se busca lo único que le falta: una dama. Como la única mujer en la que se había fijado cuando adolescente había sido una muchacha del Toboso, Aldonza Lorenzo —que nunca le hizo caso— ahora la convierte en Dulcinea. Es decir, don Quijote se crea su mundo para a partir de ahí leer el mundo. En realidad nadie lee, escribe o vive en el vacío. Y a raíz de ahí, a través de esa imagen con que Cervantes construye a don Quijote, resulta curioso comprobar cómo cualquier escritor, cualquier novelista, ha seguido siempre el mismo procedimiento: ha pretendido crear un mundo a partir de su propia concepción del mundo.

Don Quijote lo que hace es enfrentar su sentido del mundo al nuevo sentido del mundo establecido. Pero, ¿cómo lo hace? Dando dos pasos atrás y un paso adelante. Dos pasos atrás porque vuelve al mundo de sus abuelos, recupera una memoria perdida y en ese aspecto parece olvidar el presente. Pero no lo olvida en absoluto. Muy al contrario, el nuevo presente (la nueva memoria del presente) es lo que le permite dar el salto hacia delante. El nuevo presente, donde ya está el primer capitalismo, necesita la libertad y don Quijote se encuentra con la libertad y la asume como nadie. Decide elegir su propia vida, como indicábamos, y darle un sentido libre a su vida. Por eso nos fascina. Por esa metamorfosis, por ese paso de pobre hidalgo pobre a caballero libre, a individuo libre, diríamos hoy. Claro que es una libertad brumosa, trucada: lo que nosotros vendemos al capital no es nuestro trabajo, es nuestra fuerza de trabajo, o sea, nuestra vida. Pero con ello (a la vez que se crea el sueño real de la libertad sin explotación) la libertad ha aparecido y de esa libertad se aprovecha don Quijote para elegir su propia vida libre; y de eso se aprovecha Cervantes para intentar ser el primer escritor libre. Claro que libre en sus límites: Cervantes sabe de sobra que su libertad depende del mercado y de ahí que en el primer libro, en el capítulo IX, compre su propio libro en el mercado de Toledo. Pero mucho ojo: lo compra (en vez de encontrarlo mágicamente como ocurría en el Amadís y en los demás libros de caballerías), lo compra, digo, en un momento cumbre de suspense narrativo: lo compra para saber cómo termina la lucha entre don Quijote y el vizcaíno (el vizcaíno pierde porque su mula de alquiler es peor incluso que Rocinante) y para saber el resto de la vida de don Quijote. Cervantes compra, pues, el manuscrito para conocer qué pasa luego, inventándose el suspense y animando así al lector a querer saber más y también a seguir leyendo y comprando el libro. No obstante Cervantes no sabe muy bien lo que se está inventando y tiene miedo de que contar una vida “en largo” (la de don Quijote y Sancho) aburra a los lectores. Y por eso, al llegar a Sierra Morena, hace prácticamente que don Quijote desaparezca hasta que lo volvemos a ver enjaulado como una fiera. Y así Cervantes rellena la última parte del primer libro con historias de diversos tipos pastoriles o de cautivos, etc., las famosas “ensaladas” como se decía en la época. Esto es, mezclar muchas cosas en un mismo plato para que los lectores no se aburrieran con una sola historia, con un solo sabor. Pero este miedo cervantino curiosamente se transmuta en el miedo de don Quijote, caballero aún en aprobación, pues todavía no está en escrito. De ahí que el miedo de don Quijote a tener miedo sea el verdadero protagonista del primer libro: tiene miedo ante los pícaros que mantean a Sancho en la Venta y se excusa luego diciendo que las tapias de la Venta eran muy altas, pero se le olvida decir que la puerta estaba abierta desde que Sancho había salido; tiene miedo ante la procesión nocturna del traslado del muerto, aunque se sobreponga y ataque a aquellos fantasmas nocherniegos y así el propio Sancho se reconcilia con él y a la luz de las antorchas nocturnas lo llama “el caballero de la Triste Figura”, el nuevo nombre. Tiene miedo ante el ruido nocturno de los batanes, el artilugio de madera donde se estiraban las telas con el agua del río a fuerza de golpes, un ruido que hace que Sancho se “cague de miedo” —es literal— y al día siguiente se ría (Sancho) del miedo que “hemos tenido”, un “hemos” que hace que don Quijote se indigne al máximo; tiene miedo, finalmente, de la Santa Hermandad, o sea, de la policía rural del Estado, cuando libera a los presos o galeotes —que son de la Corona— y se refugia en Sierra Morena, aunque explicite a Sancho que no es por miedo sino para hacer penitencia por Dulcinea, como Amadís la hizo con el nombre de Beltenebros en la Peña Pobre por su dama (en verdad don Quijote es declarado “delincuente”y la policía rural intenta detenerlo en el capítulo XLV de la primera parte). Pero, en realidad, en el primer Quijote, si el miedo real o el miedo a tener miedo es el protagonista para el caballero, de hecho Dulcinea apenas pinta nada en este primer libro. 

En este primer libro lo que cuenta es la lectura del mundo de don Quijote como caballero en aprobación, que supone una lectura dual, una lectura doble o alegórica del mundo: para su código caballeresco es obvio que los encantadores pueden cambiar las apariencias de las cosas, aunque no su sustancia; y por eso pueden transformar la apariencia de los gigantes en apariencia de molinos de viento y pueden cambiar la apariencia de dos ejércitos en apariencia de dos rebaños de ovejas. Y por eso también el yo de Cervantes tiene que estar continuamente apareciendo en este primer libro para explicarnos las cosas. En el segundo Quijote, por el contrario, la cuestión ya no se planteará así. El yo de Cervantes se difumina casi por completo y la objetividad de la narración se impone porque para don Quijote ahora todas las cosas son verdad, sencillamente porque todo está en escrito: ya no verá las ventas como castillos, pagará con dinero cuando haya que pagar y creerá en la verdad de su propia mirada, tocando y viendo las cosas. Si todo está escrito, todo tiene que ser verdad. Y en efecto lo tiene todo: Sancho, Rocinante, sus armas, sus aventuras, su vida libre… ¿Qué le falta?

Evidentemente Dulcinea, que también tiene que ser verdad. Por eso en esta tercera salida, en este segundo libro, no salen al azar o a la aventura, sino que van directamente al Toboso, pues don Quijote quiere comprobar la verdad de Dulcinea. Y ahí empieza el verdadero hilo conductor del segundo libro, diríamos su otra forma de miedo: si Dulcinea no es verdad, todo el resto de su mundo se derrumbaría. Y empieza el problema de cómo ver a Dulcinea, real y carnalmente, si Dulcinea no existe.

III

Y quizá convendría hacer aquí un breve excurso: en el primer Quijote la sensorialidad de la escritura es completa. Cervantes comienza contándonos lo que el hidalgo come, cómo viste, su cotidianidad diaria. Pero la sexualidad no existe salvo en un caso: Cervantes sí hace un fabuloso juego de espejos entre la imposible sexualidad de Rocinante y la imposible sexualidad de Don Quijote. El capítulo de los yangüeses y/o gallegos de la primera parte nos muestra a un Rocinante “entero” que se despabila al oler a las yeguas y que intenta comunicar su necesidad con “las señoras jacas”. Y el matiz es definitivo: Rocinante es un caballo “entero”, no castrado, porque Cervantes nos quiere acentuar con ello que el pobre rocín seguía siendo, como las armas herrumbrosas, un caballo “de guerra”, no de labranza. Un nuevo símbolo desgastado de una clase en decadencia. Pero la sexualidad de Rocinante servirá para trasladarnos a la escena “de cama” entre Don Quijote y Maritornes. El brillo de la ironía cervantina resulta aquí destellante, pues Rocinante se acerca a las yeguas luciéndose como galán o como escribe Cervantes en filigrana: “con un trotico algo picadillo”. Que las yeguas lo coceen —pues tienen más ganas de pacer que de lo otro— es algo tan lógico como la paliza que recibe luego don Quijote en la venta al “equivocarse” con Maritornes, uno de los personajes más entrañables del primer libro.

En cambio, en el segundo libro la perspectiva varía: la necesidad de ver real y carnalmente a Dulcinea hace que Don Quijote, en el palacio de los Duques, tema incluso que se le despierten sus “deseos”. Y no se trata sólo de Altisidora. Hasta Cide Hamete se ríe ante la posibilidad de ver cogidos de la mano a doña Rodríguez y nuestro caballero, aproximándose de noche y a oscuras al lecho del dormitorio de Don Quijote.

Pero el problema de la Dulcinea “auténtica” es para Sancho, que se convierte así en el verdadero coprotagonista del libro: ¿cómo encontrar una Dulcinea a la que Don Quijote pueda ver y tocar realmente? Lógicamente Sancho no tiene más que una solución: utiliza ahora él mismo la mirada dual o alegórica, la mirada del hechizo, esa mirada que sabe que sigue latiendo en el inconsciente de Don Quijote. Y así soluciona Sancho el asunto: ve a tres labradoras montadas en tres pollinos o pollinas y decide que una de ellas ha de ser Dulcinea. Así convence a Don Quijote (que está deseando convencerse) de que una de ellas es Dulcinea y Don Quijote se acerca a ella: la chica se asusta o se enfada cuando Don Quijote le habla, incluso se cae de la burra o el burro y vuelve a montarse por la grupa haciendo cabriolas. Pero Sancho ya ha convencido a Don Quijote: aunque haya olido a ajos y a sudor, aquella muchacha es Dulcinea sólo que encantada, y las otras dos eran sus damas, magníficamente vestidas y con magníficas monturas. “Y que yo no haya visto eso, Sancho”, responde lastimeramente Don Quijote, que ya antes le había indicado a Sancho: “Ya te he dicho que no he visto a Dulcinea en todos los días de mi vida”. El problema del tiempo/espacio (carnales ambos) de Dulcinea se convierte así en crucial. Pero el hecho es que, aunque hechizada, Don Quijote ya ha visto a Dulcinea y puede continuar su camino. Volverá a verla, y de nuevo hechizada, en el sueño real, diurno o nocturno, de la Cueva de Montesinos, otra historia decisiva en torno al tiempo de la novela.

Así, en la Cueva, Don Quijote “ve” en efecto que sus pulsiones de vida (el deseo por Dulcinea en cualquier sentido) se configuran de hecho, “cobran forma”, a través de las imágenes de su inconsciente ideológico caballeresco: Montesinos, Durandarte, el palacio de cristal, la figura de Dulcinea desde lejos y su doncella “desde cerca”… Los sueños no son sólo deseos reprimidos sino configuración de deseos. Y eso —ya lo señaló Freud— desde el esclavista Libro de Artemidoro. Id est, también los sueños tienen su “radical historicidad”.

¿Qué otra cosa hay en el segundo libro? El contraste entre la riqueza, la pobreza y la nobleza. Por eso, en las bodas de Camacho, Sancho dice que los linajes ya no cuentan en el mundo, que lo que cuenta es el tener y el no tener. Y enseguida nos encontramos con la nobleza, los Duques aragoneses arruinados pero prepotentes. Y la imagen de Dulcinea continúa. Es la duquesa la que ahora pregunta a Don Quijote si es verdad que no ha visto a Dulcinea en todos los días de su vida. Son los duques los que organizan una farsa teatral al aire libre para indicar cómo se debe desencantar Dulcinea. Es decir, gracias a los más de trescientos azotes que debe darse Sancho. Fijémonos con todo en que esos sádicos duques no se ríen reprimiendo a Don Quijote y a Sancho, sino al contrario, reforzándoles su subjetividad. Sancho será gobernador —aunque al final se escape— y Don Quijote se siente real y verdaderamente caballero tanto ante los duques y las damas como ante sí mismo. Pero lo radical sigue siendo que si al principio del segundo libro sólo le faltaba Dulcinea para que su mundo fuera completo y verdadero, ahora, al final de este libro, tras la derrota de Barcelona, ya no tiene armas y sólo le queda Dulcinea.

Aunque sin duda la importancia decisiva de Dulcinea se hace más evidente aún en el trauma que supone el descubrimiento del libro de Avellaneda en el capítulo LIX de esta segunda parte. Como sin duda se recuerda, cuando los dos jóvenes caballeros de la habitación de al lado hablan en la venta del “falso Quijote”, del libro de Avellaneda. Don Quijote —que los oye— se queda mudo de asombro pero sólo “estalla” al escuchar que el otro Quijote se ha desenamorado de Dulcinea. Ese es el instante en el que sobreviene el desquiciamiento de nuestro caballero: él jamás podría desenamorarse de Dulcinea porque Dulcinea es —literalmente— la última verdad que necesita alcanzar en su vida. Dado que ni para él (ni para Cervantes) ningún libro puede ser “falso”no queda más que una explicación posible. Usurpando su nombre, alguien ha vivido una vida que no es la suya. Sencillamente le han robado la vida (como en el Prólogo a este segundo volumen Cervantes dirá que Avellaneda le ha intentado robar la fama y el dinero). Con plena lógica, la cuestión del Avellaneda se torna así obsesiva. Tanto que en Barcelona, cuando Don Quijote entra en la imprenta (el lugar en que se imprimen libros) lo hace como si fuera la entrada en “su” cielo —quiere ver y tocar materialmente cómo se compone un libro, ya que su vida está “en escrito”, ya que su vida es un libro— y sin embargo sale de esa imprenta como si saliera del Infierno, sufriendo su mayor dolor. Pues ha comprobado que allí también se está componiendo el Avellaneda. Y del infierno supuestamente real nos habla la “falsa muerta” Altisidora, en la breve segunda visita —forzada— de Sancho y don Quijote al palacio de los Duques. Curiosamente Cervantes no se olvida de anotarnos que, en el umbral del infierno, Altisidora ha visto —lo cuenta ella— a los diablos destrozando a patadas, como en un juego, las páginas de un libro diabólico: el Avellaneda. Y por supuesto el hallazgo más genial: cuando Cervantes “arranca” del Avellaneda a uno de sus protagonistas básicos, a D. Álvaro Tarfe, y lo convierte en persona “real” dentro de su novela. En el mesón, D. Álvaro jurará en privado y en público (ante el alcalde, como en un acta notarial) que este Sancho y este Don Quijote son los “verdaderos” y no los falsos que él había conocido en sus otras andanzas caballerescas. Y digo que ese procedimiento es genial, porque el hecho de arrancar a un personaje de un libro para trasladarlo como persona real a otro libro, confirmará la verdad de la literatura (ya lo estaba haciendo Cervantes con el juego de espejos entre la primera y la segunda parte); una verdad que es la que retomarán decisivamente Fielding y Sterne para consolidar la novela (escribiendo “al modo de Cervantes”) ante la burguesía británica del XVIII. No deja de ser sintomático, a la vez, que Stendhal y Flaubert dijeran siempre que su vocación de escritores la habían descubierto leyendo el Quijote desde niños. Pero volvamos a lo nuestro.

Si Avellaneda es la otra obsesión del final de la segunda parte, evidentemente Dulcinea, repito, constituye su verdadero hilo narrativo pues ahora —tras la derrota en las playas de Barcelona— ella es lo único que le queda a nuestro caballero, ya que ha jurado abandonar las armas.

Por eso hasta se pelea con Sancho para que Sancho se azote y Dulcinea se desencante. Pero llegan al pueblo —pensando en hacerse pastores— y de pronto se oye la voz de unos muchachos que dicen: “No la has de ver en todos los días de tu vida”. Y llega una liebre temblando y perseguida por los cazadores y Don Quijote piensa que es Dulcinea y que ya no la encontrará nunca. Por eso Don Quijote enferma de melancolía, por la pesadumbre de haber sido vencido y no haber podido desencantar a Dulcinea. Por eso renuncia a las caballerías, nos da su nombre de hidalgo (Alonso Quijano el Bueno: ahí ya no aparece el Don que ha sido “transgresor” en los dos libros) y “dio su espíritu”, o como añade Cervantes con una ironía literal magnífica: “Quiero decir que se murió”. Curiosamente, acordándose del Avellaneda.

Aunque ya que hablamos de finales —y estamos en el final— quisiera sólo recordar otro final del Quijote que suele olvidarse. Cuando tras la desastrosa aventura del barco encantado, al borde del Ebro, Don Quijote se desespera y nos dice: “Todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más”.

Ese impresionante “yo no puedo más” nos lleva directamente a la pluma de Cide Hamete, que es la última que habla en el libro (porque es la única dueña del tiempo/espacio de Don Quijote). Únicamente a partir de esa pluma colgada en la pared —y que nos manda callar— podríamos quizá seguir hablando del Quijote en su lucha por dar sentido a un mundo que jamás lo ha tenido.

El mundo sólo puede tener “historia”, sólo puede tener sentidos: y así surgió el tiempo (los tiempos múltiples) de la novela. Imagino que la aparición de esta escritura/ lectura laica es tan básica como la pregunta que en el segundo libro, en el capítulo II, se hace Sancho, “espantado”, ante Sansón Carrasco: ¿cómo pudo saber, el historiador que las escribió, las cosas que les habían sucedido a Sancho y a Don Quijote si ellos estaban “a solas”? O la no menos magnífica pregunta de Don Quijote, también ante el que luego será su rencoroso enemigo vengativo, el propio Sansón Carrasco, a propósito de si el libro va a continuar, de si promete el autor “segunda parte”. ¡Y ya está en ella! Estas dos cuestiones claves sobre la verdad literaria constituyen evidentemente la deuda más decisiva que Cervantes dejó en herencia a todos los escritores que vinieron después.

Y a los que nos hemos dedicado a leerlo para comprender de qué hablamos cuando hablamos de literatura."



jueves, 6 de enero de 2022

Los ojos de Galdós


Los ojos de Galdós
podríamos situarlo como el cuarto título de una serie de episodios granadinos o novelas históricas, a modo de los “Episodios Nacionales de Galdós, título al que le anteceden las llamada “novelas río”, que se inicia con “Guardianes de la Alhambra”, “Noches de Bib-Rambla” y “El último romántico”. Otros títulos de temática granadina son: La luna sobre la Sabika, El falsificador de la alcazaba. En El último romántico aparecía un personaje que aquí se convierte en protagonista narrador de la novela. Se trata de Carmela Cid Pardo, hija del periodista Max Cid, acusado injustamente por sus enemigos de haber provocado un incendio en La Alhambra. Estamos en 1890 y Carmela, a pesar de ser una adolescente, es una joven decidida a sacar a su padre de semejante trance. Ese es el comienzo de la novela.

El libro se abre con una cita de Galdós sacada de una carta dirigida a Benavente que, en cierta manera, es un resumen del contenido de la novela: Sin mujeres no hay arte. Ellas son el encanto de la vida y el estímulo de las ambiciones grandes y pequeñas. Origen son y manantial de donde proceden todas las virtudes”. Galdós aparece en la novela como un escritor incansable y como un “donjuan”. Para afirmar esto he acudido a la definición que hace Juan de Mairena del mito: Don Juan es el hombre de las mujeres, el hombre que aman y se disputan las mujeres y a quien los hombres mirarían siempre con cierto desdén envidioso o con cierta envidia desdeñosa.

La novela tiene dos protagonistas indiscutibles: Carmela Cid, la chica granadina llegada a Madrid con la ambición de trabajar en los periódicos de la capital de España, y Benito Pérez Galdós, el escritor más prestigioso de todo el siglo XIX, que la autora revive desde su nacimiento en Canarias hasta su fallecimiento en Madrid el 4 de enero de 1920. Ambos personajes responden a los dos niveles en que se desarrolla la novela de Carolina Molina, integrada por personajes históricos y de ficción que alimentan la trama. La habilidad de la autora para entremezclarlos hace que a veces sea difícil distinguirlos. Sin embargo, los numerosos aconteceres a los que el lector va asistiendo, están repletos de ficción y excasa historia. Entre ellos resaltan: La noche de San Daniel”, una de las primeras manifestaciones de estudiantes, reprimida por el ejército, de la que Galdós se hizo eco a través de la prensa de 1865 con un artículo muy crítico hacia el gobierno.

La publicación de La Fontana de Oro, una historia que transcurría en el Madrid de cincuenta años atrás, en época del Trienio Liberal y cuyo eje narrativo se centra en el famoso café situado muy cerca de la Carrera de San Jerónimo. Esta publicación fue un soplo de aire fresco en la literatura aburrida y burguesa de mediados del siglo XIX. Galdós proponía mirar atrás, buscar en la Historia a través de fuentes fiables, tal y como luego mantuvo con sus Episodios Nacionales. La misma recomendación parece exigir la historia ahora: buscar en las fuentes fialbes.

La  representación de la obra teatral Electra, que supuso todo un hito en la historia del teatro español. Este drama que la autora, haciéndose eco de las críticas más autorizadas, califica de anticlerical, entra dentro de una corriente literaria de marcado signo crítico contra los abusos de la iglesia católica, que ya se había iniciado en Francia. Esto estuvo alimentado en Madrid por un acontecimiento de la vida real, muy aireado por los periódicos de la época, conocido como “El Caso Ubao”. Una joven menor de edad, Adelaida Ubao e Icaza, huérfana de padre y heredera de una gran fortuna, que un cura jesuita, el padre Cermeño, consigue embaucar para que entre novicia en el convento de Esclavas del Corazón de Jesús. Ante la negativa de la familia para dejarla profesar la chica se fugó de su casa y se refugió en el convento. La madre de la menor presentó denuncia y el caso llegó al Supremo. Lo más llamativo fue la elección de los abogados: la familia buscó a Nicolás Salmerón, agnóstico y antiguo presidente de la I República, y los jesuitas a Antonio Maura, el representante de la derecha más tradicional y conservadora. La obra “Electra” de Galdós se hace eco del caso Ubao y prueba de ello es que también se trata de un cura embaucador y una joven que entra en el convento engañada. Su representación, muy elogiada por toda la progresía madrileña, supuso un gran éxito y señala la cima de la carrera dramática de Galdós. Se suma además que las ideas vertidas en “Electra” por Galdós, fue la base de que otros intelectuales de la época crearan la revista del mismo nombre, con la que colaboró Galdós en algún número, en la que se criticaba con dureza a los políticos, dando cuenta de la indolencia histórica de los gobernantes españoles.

Pocos años después, otra obra polémica, Casandra, volverá a confirmar su éxito en escena y su posición anticlerical. ¿Fueron estas obras las que, a la hora en que Galdós fue propuesto para el premio Nobel, llevaron a los sectores más católicos y conservadores a pedir a la academia sueca que jamás recayera tal honor en nuestro escritor? Todo hace pensar que así fue. Téngase en cuenta que en 1922 se lo concedieron a Benavente.

También nos relata la coronación y casamiento de Alfonso XIII, a los que la protagonista acude como reportera de una revista al más puro estilo “peñafiel”, y es testigo directo del atentado que sufrió el joven rey el día de su boda.

Otro punto ampliamente tratado en la novela es el de los amores de Galdós con mujeres de su época que le dan la imagen de un liberal "donjuan". Entre ellas la también escritora Emilia Pardo Bazán, Lorenza Cobián, que le dio al escritor una hija, o la actriz Concha Morell. La autora insiste en el hecho de que algunas mujeres de las novelas de Galdós, aunque entes de ficción, tienen muchos rasgos de las mujeres reales que Galdós conoció y llevó a la cama. Entre ellas, Fortunata y Jacinta, las dos heroínas de su novela más conocida.

Páginas adelante  asistimos en París a la visita que en 1902 le hizo Galdós a la reina Isabel II, que desde 1868, víctima de la revolución conocida como la Gloriosa, vivía en el exilio. Le acompaña la joven Carmela Cid y el embajador de España en París. La reina, muy anciana y obesa, le cuenta a Galdós su pasado, lleno de amoríos y errores, que ella justifica debido a su falta de experiencia y a la falta de buenos consejeros. Vuelven a España sin visitar ninguna de las maravillas que la capital de Francia ofrece al visitante. De nuevo en Madrid asistimos a importantes aconteceres de la historia: inauguración en el parque del Retiro del monumento al rey Alfonso XII, etc.

Pero además de Madrileña novela tiene un segundo escenario, Granada, que en la pluma de Carolina se convierte en refugio y remanso de amor y paz. En esa época de comienzos del siglo XX, ya se ha cubierto una buena parte del río Darro y también había comenzado el trazado de la Gran Vía con la que la ciudad, en pleno apogeo de la época del azúcar, intenta incorporarse a la modernidad. También es Granada la ciudad donde la protagonista conoce a una de las personas más interesantes de la vida real de la época, la escritora Carmen de Burgos. En otro de sus viajes, vive la noche de amor más inolvidable de su vida, y asiste el 31 de diciembre de 1909 a la inauguración del Hotel Alhambra Palace. Por otra parte, Granada, con sus variopintos personajes, es el nexo que une esta novela con las tres anteriores del ciclo Cid.

Cabe preguntarse: ¿Habrá un quinto tomo de esta serie? Yo apostaría que sí, y no se lo digáis a la autora, a la cual no conozco, o conozco solo por sus novelas, pero me atrevo a apuntar que el tema seguirá siendo histórico sutíl, con una mirada krausista, sobre la Guerra Civil, el franquismo, o Lorca. O mezclando los tres a la vez. ¿Apostáis?

Desde el punto de vista literario llama la atención en esta novela la lenta y progresiva transformación de la protagonista que, sin dejar de ser ella, poco a poco, se va convirtiendo en un personaje que parece arrancado de una obra de Galdós: solterona primero, después casada con un hombre que no ama pero que, caído enfermo, lo cuida con esmero, al tiempo que mantiene relaciones con otro hombre que al final le dará una hija.

La novela de Carolina Molina, además de novela río y novela histórica, también tiene algo de novela psicológica. Ese género o subgénero narrativo que dicen que inventaron los rusos, y que nuestra autora resucita, un poco al estilo de Mirbeau, de Maupassant o del propio Galdós.

Carolina Molina, “una granadina nacida en Madrid”


En esta obra el lector va a encontrar un mundo tan complejo y profundo como el alma humana... Y quizás, si pensamos en la protagonista, sería más exacto decir, tan profundo y complejo como el alma femenina. Es, sin duda, una novela sobre el tránsito entre los siglos XIX y XX, muy del gusto que impera en la progresía actual, y es por eso, por mi heterodoxía, y porque a veces he sentido que en lugar de loa hay juicios timoratos sobre don Benito, el cuerpo me pide ahora leer algo más incomodo, algo más profundo, y como de Galdós se trata, hoy mismo, voy a comenzar Misericordia, de lo que sin duda mi amigo Antonio se alegrará.