En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

sábado, 14 de enero de 2023

El ojo del Gran hermano


A la novela 1984, podríamos considerarla, más que una obra literaria, un guion cinematográfico. Tiene componentes literarios, pero no es literatura (visto desde la CRL). Si, es una obra enormemente reveladora, sugerente (de la misma manera que si yo digo “mi corazón palpita como una patata frita”: eso no es una obra poética, es un ripio, que puede ser un pareado con dos versos octosílabos, pero nada más).

Es una distopía: una representación ficticia que se sitúa en un futuro incierto, y el futuro como es algo por construir está fuera del tiempo y del espacio. Presenta características negativas que se desarrollan con conceptos alienantes.

Las utopías, se construyen sobre la base de unos ideales, y se presentan embellecidas y con conceptos positivos, pero lo que para unos es bueno, no tiene por que serlo para todos. Así La República de Platón, que es una utopía, lo será para aquellos que están de acuerdo con ella, para todos aquellos filósofos que estuvieran de acuerdo en el ejercicio del gobierno, pero, para los que no están de acuerdo, los poetas y literatos a lo que Platón quería condenar al destierro, sería una distopía. Así, podemos decir, que la distopía es el reverso negativo de la utopía.

Las obras utópicas se desarrollan en orden a un programa, político generalmente, planteado en términos imperativos, de obligado cumplimiento. La diferencia con la distopía es la interpretación de la misma, generalmente el estar en contra o a favor. Toda utopía tiene unos adversarios que la ven como una distopía. Por todo ello podemos considerar que las características de la utopía son:

  • Como toda literatura programática o imperativa, es siempre crítica con los fundamentos ajenos, siendo acrítica con los propios.

  • Desarrolla un racionalismo idealista. Plantea términos reales de forma irreal (presenta al ser humano con relaciones pacíficas y felices, cuando el ser humano lleva consigo el conflicto, enfrentándose con frecuencia a otros seres humanos, es violento por naturaleza, es emocional y por lo tanto, infeliz por naturaleza.

  • Es algo que sucede en un tiempo indefinido, que presenta toda esta armonía (idealismo) en el ser humano (término real, - no se desarrolla con extraterrestres, son humanos). Como ejemplo hemos apuntado a La República de Platón que, en absoluto, se puede materializar.

Frente a la utopía está la distopía, una forma de literatura crítica o indicativa, que es aquella que tiene un desarrollo racional y ejerce una crítica que no se detiene ni ante sus propios fundamentos. En este ámbito se mueve la obra de Orwell, 1984, que es una distopía para toda la clase media que sufre los imperativos (solo sería utopía para los miembros internos del partido). Las distopía señala todas las relaciones conflictivas que la utopía presenta como ideales felices, armoniosos, perfectos, en definitiva. Lo hace manteniendo los términos reales, pero no los presenta como ideales, sino como relaciones dialécticas que encierran conflictos, de infelicidad, de luchas, de guerras, de opresión, de falta de libertad. En definitiva, la realidad.

1984, es en realidad una novela de terror, en la que los protagonistas somos los seres humanos. No hablamos de espíritus, de realidades de ultratumba de monstruos de varias cabezas, de vampiros, de criaturas extrafísicas, son los seres humanos que, por un totalitarismo político, se convierten en monstruos frente a otros seres humanos.

Esta historia de terror no se produce de casualidad, ni surge de nada, tiene muchos antecedentes. Ya hemos identificado La República de Platón, pero hay muchos más. La imagen de un Gran Hermano que lo ve todo, que todo lo sabe, de una estructura monista de la cual depende todo y se somete todo lo que existe, que penetra en el pensamiento que todo ser humano trata de ocultar al prójimo, eso ha estado presente desde que existe el hombre. Otra cosa es la especial resonancia de 1984, que tras la II Guerra Mundial en la que, la victoria de la democracia, derrotó a los totalitarismos históricos. Al menos ha derrotado a algunos, ya que el totalitarismo no ha desaparecido de la faz de la tierra, sino que parecen resurgir en el siglo XXI, que vemos que estos estados cada vez tienen una fuerza hegemónica mayor (política, comercial y militar), que parecen anunciar una próxima globalización.

No es una casualidad que, a mediados del siglo XX, hayan aparecido tres novelas distópicas, entre ella 1984, de Orwel, que se publica en 1949, se escribe en 1948 y el autor juega con esta cifra, para ponerle título a su obra. Anteriormente, en 1932, se publica Un mundo feliz, otra novela distópica procedente igualmente de la angloesfera; y en 1953 se publica Fahrenheit 451, igualmente distópica. Tres novelas en apenas dos décadas, procedentes del ámbito anglosajón, las tres, desde el punto de vista de la creación literaria, son bastante pobres, son más bien guiones cinematográficos. Sin embargo no son tan pobres desde el punto de vista político o filosófico, al plantear ciertas ideas originales un tanto seductoras. Todas esta novelas plantean el acceso del poder político totalizante, a controlar el pensamiento deliberadamente oculto del individuo. Una visión que está presente desde los orígenes de la vida misma: es inherente al cristianismo con un dios que lo ve todo, es esa figura de los catecismos del siglo pasado, con un triángulo y un ojo en el centro capaz de penetrar hasta en los pensamientos más recónditos de todo ser humano, que no pueden ser ocultados a los ojos de Dios. Igualmente estaría presente esta idea en filosofías, creencias o mitologías anteriores.

1984, parte de una premisa que parece sobrevalorar al ser humano, al suponer que el estado siente interés en aquello que piensan todo ser viviente con la de zoquetes que hay que no piensan nada o no tiene ninguna consecuencia lo que puedan pensar. Premisa que supone una tarea muy compleja, no el conseguirla, que eso está ya superado, pero sí el tratar todo el pensamiento insustancial de la inmensa mayoría.

La utopía de Orwell, va unida a una ucronía, sucede fuera de un espacio definido materialmente, que no responde a una geografía ni a un tiempo real sino a un racionalismo idealista, que supone despreciar la historia, las causas y las consecuencias por la que un hecho ocurre, con lo que el ejercicio crítico desaparece, y ninguna situación en previsible, lo que nos sitúa en la puerta de la tragedia (causas imprevisibles, consecuencias irreversibles).

Cuando la utopía se toma en en serio, se puede incurrir en una idolatría: Platón adora su república para satisfacción de su gremio de filósofos, dentro del cual solo estarán los que piensan como él, porque es natural pensar que los sofistas, y los poetas no estarán conformes con esa república. Toda utopía es un sueño envenenado con miel.

El ser humano, cuando renuncia a su inteligencia para asumir la inteligencia de las masas, cuando no se comporta como individuo, no busca ni la libertad ni la razón, sino que se mete en ilusiones ficticias que son mucho más seductoras, como lo son la religión y la utopía, dogmas o sueños que casan mejor con los totalitarismos que con los regímenes democráticos.

La utopía se diferencia de la literatura fantástica en que esta es una ficción y se percibe como tal, sin embargo, la utopía es tan seductora que puede asumirse como un código civil y penal, como un programa políticamente imperativo en sus planteamientos o en sus forma.

El Gran Hermano Lenin

La construcción literaria del terror a través de utopías para unos o distopías para otros, llevada a cabo a través de ficciones o de programas políticos, como ocurrió en la Alemania nazi, tiene unos orígenes que se sitúan más cerca de la filosofía o la religión que de la literatura, aunque la literatura, también ha contribuido en estas ficciones monstruosas o en estas mitologías homicidas a lo largo de la historia, ficciones que no siempre se han mantenido en el terreno de la filosofía, religión o literatura. Todas estas ideas (espíritu absoluto, ego transcendental, el demiurgo, el motor perpetuo, el ápeiron, el dasein, el superhombre, el inconsciente, el leviatán, la sustancia pura, el dios de los creyentes…) tienen en común el monismo, una idea omnímoda que lo controla todo, que todo lo ve, que todo lo sabe, y que lo fundamenta todo; una idea onnívora que se alimenta de todo… y todo esto es el germen del Gran Hermano, de un líder protector, que suele tener su origen en la filosofía y que es embellecido o se afeado en la literatura, para acabar germinando en la política, donde nos oodemos encontrar con un caudillo, un furer, o un césar, un zar, un emperador, con un líder carismático, que nombraremos con la palabra que venga a cuento. Todo esto es una ficción, pero la ficción se acaba cuando alguien con capacidad para hacerla operativa se la toma en serio. La filosofía, la religión y la literatura, contribuyen a dar a estas ideas un extraño o siniestro culto, porque contribuyen a elaborarla, a mostrarla cual es, en unos casos para prevenirnos, pero en otros a embellecerla como es el caso de 1984 de Orwell, que parece construir un manual de instrucciones, que llegará hasta donde el egoísmo del ser humano sea capaz de soportar.

Toda filosofía tiene su Gran Hermano, toda sofística su ser carismático, toda religión su dios, todo estado busca su caudillo, ya que estas ideas siempre se han movido en torno al poder, y todos sabemos que el totalitarismo seduce más que cualquier democracia: una amenaza perpetua.

En definitiva 1984, es una novela de terror cuyos protagonistas somos nosotros, y que para muchos es un manual de instrucciones necesario.

miércoles, 4 de enero de 2023

El niño que va conmigo

 

Quizá el mayor desconsuelo de la infancia, que anuncia su declive y, al poco, su final, tal como ocurrió con los dinosaurios, los unicornios, los mantequeros, o los tesoros ocultos de los moros en los anchos muros de las casas alpujarreñas, es cuando te das cuenta de que la magia se va esfumando. Quizás, ese día alguien te dices, ¡niño, espabila! Entonces llega poco a poco el abandono del paraíso, sin traumas pero sin pausa, y que tiene que ver con algo así, ¿cómo te lo explicaría yo? Si, con algo así como el conocimiento de aquella frase del Génesis, “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y, como la vida es breve, casi siempre, alguien que se mira en ti, te señala este imperativo, que incluye el deber de darse prisa, de aprovechar el tiempo, de prepararse para el futuro, de ir apartando y olvidándose cuanto antes de los juegos en la placeta, y las pamplinas de la primera edad. Sobre todo de las pamplinas.

Te dicen, con otras palabras mucho mas directas, aquello que Machado dejó escrito, sobre que la vida no es un remanso, sino un camino. Machado, con esto, no nos hablaba de los caminos de los carteros, ni de las veredas de los labradores, ni de las aceras de los panaderos, ni siquiera de las autopistas de los ingenieros; nos habla de las posibilidades, de esas “estelas en la mar”, que nos ofrece la vida sobre la base de nuestro esfuerzo, de nuestras decisiones. El poeta, que también es un filósofo, nos dice que no hay nada determinado. Una defensa sin duda y quizás sin pretenderlo del catolicismo frente al protestantismo, que nos asegura que hagamos lo que hagamos todo está escrito, todo predeterminado. En esto prefiero el catolicismo, en cuyo seno, si peco, me puedo arrepentir y, por tanto, salvar. Pero ese día no te hablan de Machado. Pues, como digo, lo mismo que Machado, alguien cercano, podríamos afirmar que, porque nos quiere, se encarga siempre de abrirnos los ojos. ¡Si hiciéramos caso a los consejos, y no esperásemos a aprender a fuerza de palos y caídas…! En todo caso, sea por lo que sea, nos percatamos un día -a todos nos pasa- de que no hemos venido al mundo a jugar sino a hacernos mayores y a recorrer ese camino y a representar nuestro papel en la vida, un papel que escribimos nosotros mismos poco a poco. Aprendemos que el juego y la lírica, cuanto menos, es secundario.

Y seguimos caminado… Es inevitable. No podemos permanecer impasibles (como Felipe II o como Rajoy en sus gobiernos), y la juventud nos atrapa sin esperarlo. Como hablo de mí, que es la persona que tengo más a mano, diré que de buenas a primeras las cosas se complican y te das cuenta que hay una chiquilla que camina unos pasos delate de ti, siempre delante, pues a esa edad no se mira para atrás. Como decía, sientes que algo te dice que hay que seguir detrás de ella, que tienes que cortejarla -que anticuado parece esto, ¿verdad?-, que es inevitable que vayas tras ella, una fuerza parece empujarte…, y ya, no te basta con seguirla, ya quieres alcanzarla a pesar de la ventaja que te lleva, pero ya no hay vuelta atrás, y quieres seducirla, cogerla de la mano buscando un jardín apartado en la ciudad, llevarla a bailar pegados a media luz, al son de esa lujuria sentimental que son los boleros (o que eran, porque ya sabes que yo no estoy ya en este mundo), y quieres apretarla con ese ímpetu desbordante de la juventud; pronunciar palabras a su oído y palpitar acompasados, modulando la respiración y el silencio. Derritiendo, sin más, las emociones. Espachurrando los sentimientos.

Unos instantes más, con suerte, esas heroicidades se perpetúan. Bueno, ya sabes que lo de la suerte es un camelo, que yo estoy por lo de Machado, y por lo de Cervantes, que tantas veces nos dan a entender que los problemas del hombre sólo los solucionará el propio hombre. Quería decir, que, en un abrir y cerrar de ojos, y con un poco de ahínco, la épica de la persecución y la lírica de las emociones alcanzan una nueva realidad, y de nuevo aparece lo del "sudor y el pan", y el que era hijo se hace padre y ha de educar, sudando mucho para ser un ejemplo, procurando que el pan no falte, y transmitiendo a su vez el mandato inmortal del pan y del sudor de la frente. Y, como todas la heroicidades dejan huella, sufres, si ves que tropieza en la misma piedra que tú ya tropezaste un día, deseando que ese tropezón sea para bien (esto parece un quiasmo, pero también es un deseo muy profundo). Y la verdad, ese deseo suele cumplirse, pero no por magia divina, sino porque la vida te va instruyendo y el racionalismo va ganándole la partida a los palos y a la lírica de la vida.

Unos días de descuido y de pronto percibes que lo que has ganado empieza a ser ajeno, porque su fuerza es mayor que la tuya, y, en los días de lluvia, empiezas a ver el dolor de su pérdida: algo que se hace inevitable, porque la pérdida es mayor cuanto mayor fue la fortuna. Y nos protegemos para no ver la espada flamígera, y, un día, transportados por la máquina del tiempo, nos reconocemos mortales, cuestión que la juventud no reconoce, y entonces, de pronto, vemos lejano el único paraíso terrenal que conocimos.

Personalmente, -siempre acabo echando mano al hombre que va conmigo-, a veces pienso que no he superado la pérdida de ser niño, y que todo lo que me sucede o hago está marcado por mi infancia que no quiere abandonarme del todo. Es como si, al mirar para atrás, no quisieras reconocer del todo los años pasados, y te pareciera que puedes volver a pisar otra vez el mismo camino. Miro para atrás y, al volver la mirada, siento que es cierto que mi mundo es otro; me veo fuera del paraíso. Admito que puede que este no sea mi verdadero mundo, y no lo es porque me gustaba más aquel, en él había más esperanza; admito que no acabo de entender los derroteros que estamos tomando ahora (hago bien en hablar ahora en plural, porque todo lo que digo, lo digo por ti, y se lo digo al mundo, por si hay alguien me quiere escuchar; también me lo digo a mí, pero ya estáis a mi alrededor mucha gente que me importa más que yo mismo).

Bueno, un poco, también es mío este mundo. Todavía puedo votar, sembrar la tierra, emocionarme con los almendros en flor o con un poema de Enrique. Todavía puedo gozar…, y no con pocas cosas. Me muevo con ansia de tregua, con un afán desmedido de paz. Supongo que, como todo el mundo, con un anhelo, racionalmente ponderado, de amor. Por contradecirme un poco, o para rebajar el tono pesimista de esta confesión, te diré que hay muchas cosas que me producen sosiego, incluso siento frecuentes momentos de felicidad. ¿Cuándo?, eso simplemente se ve: soy un hombre normal, transparente, y tú me conoces un poco.

Además, a menudo, me sorprende comprobar cuántas cosas rescató mi mente del naufragio de los años perdidos. No son cosas superfluas; puede haber un pensamiento baladí, un recuerdo nimio y deformado, pero, entre esos despojos, también hay cuestiones sustanciosas que me ayudan a sobrevivir con cierta ventura. Una de ellas es la de procurar prolongar mi infancia, no dejar de ser el niño que fui. Y eso, no solo son las peleas de monstruos contigo; son muchas cosas más...

Además del "pan y del sudor", hay otros descubrimientos que son esenciales para llegar a ser lo que ahora somos. Para verlos a menudo, quisiera grabar en la memoria de mi ordenador esos momentos únicos, decisivos, que de pronto corrigieron ligeramente la trayectoria de mi vida, esas “estelas” que me llevaron donde estoy, y ver los errores que le dieron un rumbo imprevisto, y que cambiaron para siempre la visión del mundo que tenía hasta entonces. Pudieron ser momentos de repentinos y fantásticos extrañamientos, de súbitos resplandores, de eso que todos vivimos y que iluminan violentamente las más hondas tinieblas de nuestro espíritu con algún hallazgo que nos marcará ya para los restos. No son hechos por fuerza importantes, sino más bien al revés, suelen ser azarosos, mínimos y hasta ridículos, pero que no se sabe bien por qué contienen la semilla de eso que, a falta de mejores palabras, llamamos destino. Recuerdo mucho aquellos años en los aún estaban mis abuelos. Recuerdo la rabia de mi abuelo José cuando estaba con él y pasaba Marcos, y yo le pedía que me llevara en el mulo. Creo que se sentía abandonado; ahora lo sé porque lo veo en ti. El abuelo era un hombre muy ocupado que sacaba a su tiempo ratos para estar con los nietos. La abuela era otra cosa, ella nunca contaba, no contaba para ella, pero mucho para nosotros, tenía las manos dulces y de ella salían maravillas. Eso te lo contaré otro día.

Ahora me ha venido a la memoria uno de los muchos días que iba con ella al campo -el abuelo tenía tareas de hombre mucho más importantes-. Serafín limpiaba las orillas de las paratas; nos acercamos a él, y recuerdo que la abuela le dijo: “Serafín, dice José, que tenemos que ir pensando ya en cosechar los prénsules…”. Ese, “dice José…”, lo oí después muchas veces más, en el campo y en la casa. Entonces daba por cierto que lo decía José, más tarde dudé si lo decía José o lo decía Rogelia. Era la preceptiva tácita de los tiempos. Hoy, tiempo de menores reglamentos, estoy seguro que el mundo entonces estaba más firme: Rogelia gobernaba, pero lo hacía en nombre de José; José gobernaba, pero otros asuntos mucho más importantes que nos eran completamente ajenos. En esos años, toda la casa y gran parte de de la hacienda era la abuela. Mama Rogelia cuidaba de los animales, disponía la siembra y la cosecha, y gobernaba la casa; abría y cerraba el hogar que comenzaba a tener vida muy temprano. Entre sueños recuerdo percibir un rayo de luz procedente de la salita cuando temprano, nada más levantarse, abría el postigo, para que los demás habitantes de la casa supiésemos que el día había comenzado de nuevo. Al poco, volvían a abrirse las puertas, a correr el agua de nuevo, y oíamos los pasos callados hacia el huerto que nos avisaban que la luz caería de nuevo sobre las plantas. Ella, mi abuela (la abuela, debería decir, pues es igual con la tuya), era la casa, era la vida de todo el hogar, siempre era la primera y la última, la que abría y cerraba puertas que traían luz o oscurecían la casa. Cuando ella andaba lejos, todo era lejano en la casa; con ella, que se movía despacio, se iban en tropel las cosas de nuestro entorno, y entonces nos perdíamos por los pasillos, las habitaciones, o los rincones, y los objetos se hacían invisibles o inservibles (desaparecían las camisas, los pantalones, y las toallas; aquello que necesitases se evaporaba). Llegaba ella, y renacía la alegría, renacía la casa, volvía el orden. Se iluminaba todo, y por la vieja escalera volvía a correr el aliento suave y denso de la vida.

José – pensaba yo-, experimentado, vivido, curtido en grandes hazañas, sobrado de autoridad y de criterio, que había hecho una guerra, que usaban bastón, sombrero y chaleco negro, que todos los días oía el parte de RNE, que lo sabía todo sobre el mundo - entonces el mundo era mucho más simple-; solía hablar seguro con voz firme y dulce, y cuando hablaba, los otros se callaban del todo para no perderse sus palabras. Yo pensaba que debía de decir cosas extraordinarias, y más porque siempre iba de corbata, porque era alto y de gestos lentos, seguros y ceremoniosos. Cuando venía la Guardia Civil a casa, siempre hablaba bajito, y mis tías procuraban que yo me alejase de su despacho. No recuerdo haber oído nada importante, aunque lo intenté. Cuando salia la pareja, corría a dibujar a su mesa y preguntaba, qué querían esos señores; siempre me contestaba que eso era cosas de mayores: entonces, recuerdo, quería ser mayor, pero el horizonte estaba tan lejano.

¡Qué extraña es la vida! Sobre todo cuando la miramos de lejos, reducida por la memoria a unas cuantas imágenes, fortuitas, embellecidas, esenciales, de modo que nosotros somos los primeros sorprendidos del balance sentimental que nuestro pasado nos ofrece. ¿Esos somos nosotros?, nos preguntamos, ¿en eso ha consistido nuestra vida?, ¿este montoncito de ascuas y ceniza es el resultado final de las desaforadas, vehementes hogueras de antaño? ¿Dónde está entonces el argumento de nuestras vidas? ¡Qué caprichosa y enigmática es la memoria! A veces nos muestra nuestro pasado con la misma inquietante rareza de los sueños. Esa es la realidad una combinación de hechos, sueños, y engaños de la memoria.

A veces ocurre, y esto es aún más inquietante, que esos pequeños hechos fundacionales se han diluido en el recuerdo y no somos ya conscientes de ellos. Y, sin embargo, están ahí, sabemos que están ahí, deambulan a su albedrío por los suburbios de la memoria, siempre vigentes y al acecho. A menudo he tenido la impresión de que alguno de esos mínimos episodios que me ocurrieron hace muchos años, y de los que no tengo noticias, viene de pronto a alterar la armonía del presente. Diríase que algo quedó en nosotros del suspiro de ayer, que su levísimo soplo ha originado en este instante un temblor apenas perceptible en el aire, algo que acaso mañana sea brisa y finalmente vendaval. Si tuviésemos acceso a nuestra biografía más o menos secreta, compuesta de esas mínimas experiencias casi indetectables, leeríamos en ella que hubo quizá una indecisión, una caricia, una mirada sostenida, unas palabras a destiempo, un gesto inconcluso, un silencio cómplice..., nimios asuntos traspapelados que nos comprometieron y encauzaron nuestras vidas hacia un destino que parece que no fue elegido del todo por nuestra libre voluntad. Nosotros acaso no lo sabemos, o hemos preferido olvidarlos, pero nuestra memoria irracional los recuerda muy bien, y a veces salen a la superficie desde el más profundo olvido y por un instante se nos aparecen, como fantasmas entrevistos, y nos dejan en el alma la vaga angustia del ayer, o el aroma ya casi desvanecido de un momento de dicha, seguramente embellecido por nuestra memoria.

Nuestra memoria: ese mundo oscuro y tormentoso, y siempre tentadoramente inefable, que todos tenemos muy adentro, y que no conocemos salvo por súbitos chisporreteos con frecuencia mentirosos que, repentinamente, vivimos con emoción y que nos dan fe de que vivimos muchos momentos de plenitud y de que nuestra existencia no fue del todo en vano. O eso al menos queremos creer.



Texto inédito perteneciente a: Del cinamomo al laurel. 11