En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 4 de enero de 2023

El niño que va conmigo

 

Quizá el mayor desconsuelo de la infancia, que anuncia su declive y, al poco, su final, tal como ocurrió con los dinosaurios, los unicornios, los mantequeros, o los tesoros ocultos de los moros en los anchos muros de las casas alpujarreñas, es cuando te das cuenta de que la magia se va esfumando. Quizás, ese día alguien te dices, ¡niño, espabila! Entonces llega poco a poco el abandono del paraíso, sin traumas pero sin pausa, y que tiene que ver con algo así, ¿cómo te lo explicaría yo? Si, con algo así como el conocimiento de aquella frase del Génesis, “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y, como la vida es breve, casi siempre, alguien que se mira en ti, te señala este imperativo, que incluye el deber de darse prisa, de aprovechar el tiempo, de prepararse para el futuro, de ir apartando y olvidándose cuanto antes de los juegos en la placeta, y las pamplinas de la primera edad. Sobre todo de las pamplinas.

Te dicen, con otras palabras mucho mas directas, aquello que Machado dejó escrito, sobre que la vida no es un remanso, sino un camino. Machado, con esto, no nos hablaba de los caminos de los carteros, ni de las veredas de los labradores, ni de las aceras de los panaderos, ni siquiera de las autopistas de los ingenieros; nos habla de las posibilidades, de esas “estelas en la mar”, que nos ofrece la vida sobre la base de nuestro esfuerzo, de nuestras decisiones. El poeta, que también es un filósofo, nos dice que no hay nada determinado. Una defensa sin duda y quizás sin pretenderlo del catolicismo frente al protestantismo, que nos asegura que hagamos lo que hagamos todo está escrito, todo predeterminado. En esto prefiero el catolicismo, en cuyo seno, si peco, me puedo arrepentir y, por tanto, salvar. Pero ese día no te hablan de Machado. Pues, como digo, lo mismo que Machado, alguien cercano, podríamos afirmar que, porque nos quiere, se encarga siempre de abrirnos los ojos. ¡Si hiciéramos caso a los consejos, y no esperásemos a aprender a fuerza de palos y caídas…! En todo caso, sea por lo que sea, nos percatamos un día -a todos nos pasa- de que no hemos venido al mundo a jugar sino a hacernos mayores y a recorrer ese camino y a representar nuestro papel en la vida, un papel que escribimos nosotros mismos poco a poco. Aprendemos que el juego y la lírica, cuanto menos, es secundario.

Y seguimos caminado… Es inevitable. No podemos permanecer impasibles (como Felipe II o como Rajoy en sus gobiernos), y la juventud nos atrapa sin esperarlo. Como hablo de mí, que es la persona que tengo más a mano, diré que de buenas a primeras las cosas se complican y te das cuenta que hay una chiquilla que camina unos pasos delate de ti, siempre delante, pues a esa edad no se mira para atrás. Como decía, sientes que algo te dice que hay que seguir detrás de ella, que tienes que cortejarla -que anticuado parece esto, ¿verdad?-, que es inevitable que vayas tras ella, una fuerza parece empujarte…, y ya, no te basta con seguirla, ya quieres alcanzarla a pesar de la ventaja que te lleva, pero ya no hay vuelta atrás, y quieres seducirla, cogerla de la mano buscando un jardín apartado en la ciudad, llevarla a bailar pegados a media luz, al son de esa lujuria sentimental que son los boleros (o que eran, porque ya sabes que yo no estoy ya en este mundo), y quieres apretarla con ese ímpetu desbordante de la juventud; pronunciar palabras a su oído y palpitar acompasados, modulando la respiración y el silencio. Derritiendo, sin más, las emociones. Espachurrando los sentimientos.

Unos instantes más, con suerte, esas heroicidades se perpetúan. Bueno, ya sabes que lo de la suerte es un camelo, que yo estoy por lo de Machado, y por lo de Cervantes, que tantas veces nos dan a entender que los problemas del hombre sólo los solucionará el propio hombre. Quería decir, que, en un abrir y cerrar de ojos, y con un poco de ahínco, la épica de la persecución y la lírica de las emociones alcanzan una nueva realidad, y de nuevo aparece lo del "sudor y el pan", y el que era hijo se hace padre y ha de educar, sudando mucho para ser un ejemplo, procurando que el pan no falte, y transmitiendo a su vez el mandato inmortal del pan y del sudor de la frente. Y, como todas la heroicidades dejan huella, sufres, si ves que tropieza en la misma piedra que tú ya tropezaste un día, deseando que ese tropezón sea para bien (esto parece un quiasmo, pero también es un deseo muy profundo). Y la verdad, ese deseo suele cumplirse, pero no por magia divina, sino porque la vida te va instruyendo y el racionalismo va ganándole la partida a los palos y a la lírica de la vida.

Unos días de descuido y de pronto percibes que lo que has ganado empieza a ser ajeno, porque su fuerza es mayor que la tuya, y, en los días de lluvia, empiezas a ver el dolor de su pérdida: algo que se hace inevitable, porque la pérdida es mayor cuanto mayor fue la fortuna. Y nos protegemos para no ver la espada flamígera, y, un día, transportados por la máquina del tiempo, nos reconocemos mortales, cuestión que la juventud no reconoce, y entonces, de pronto, vemos lejano el único paraíso terrenal que conocimos.

Personalmente, -siempre acabo echando mano al hombre que va conmigo-, a veces pienso que no he superado la pérdida de ser niño, y que todo lo que me sucede o hago está marcado por mi infancia que no quiere abandonarme del todo. Es como si, al mirar para atrás, no quisieras reconocer del todo los años pasados, y te pareciera que puedes volver a pisar otra vez el mismo camino. Miro para atrás y, al volver la mirada, siento que es cierto que mi mundo es otro; me veo fuera del paraíso. Admito que puede que este no sea mi verdadero mundo, y no lo es porque me gustaba más aquel, en él había más esperanza; admito que no acabo de entender los derroteros que estamos tomando ahora (hago bien en hablar ahora en plural, porque todo lo que digo, lo digo por ti, y se lo digo al mundo, por si hay alguien me quiere escuchar; también me lo digo a mí, pero ya estáis a mi alrededor mucha gente que me importa más que yo mismo).

Bueno, un poco, también es mío este mundo. Todavía puedo votar, sembrar la tierra, emocionarme con los almendros en flor o con un poema de Enrique. Todavía puedo gozar…, y no con pocas cosas. Me muevo con ansia de tregua, con un afán desmedido de paz. Supongo que, como todo el mundo, con un anhelo, racionalmente ponderado, de amor. Por contradecirme un poco, o para rebajar el tono pesimista de esta confesión, te diré que hay muchas cosas que me producen sosiego, incluso siento frecuentes momentos de felicidad. ¿Cuándo?, eso simplemente se ve: soy un hombre normal, transparente, y tú me conoces un poco.

Además, a menudo, me sorprende comprobar cuántas cosas rescató mi mente del naufragio de los años perdidos. No son cosas superfluas; puede haber un pensamiento baladí, un recuerdo nimio y deformado, pero, entre esos despojos, también hay cuestiones sustanciosas que me ayudan a sobrevivir con cierta ventura. Una de ellas es la de procurar prolongar mi infancia, no dejar de ser el niño que fui. Y eso, no solo son las peleas de monstruos contigo; son muchas cosas más...

Además del "pan y del sudor", hay otros descubrimientos que son esenciales para llegar a ser lo que ahora somos. Para verlos a menudo, quisiera grabar en la memoria de mi ordenador esos momentos únicos, decisivos, que de pronto corrigieron ligeramente la trayectoria de mi vida, esas “estelas” que me llevaron donde estoy, y ver los errores que le dieron un rumbo imprevisto, y que cambiaron para siempre la visión del mundo que tenía hasta entonces. Pudieron ser momentos de repentinos y fantásticos extrañamientos, de súbitos resplandores, de eso que todos vivimos y que iluminan violentamente las más hondas tinieblas de nuestro espíritu con algún hallazgo que nos marcará ya para los restos. No son hechos por fuerza importantes, sino más bien al revés, suelen ser azarosos, mínimos y hasta ridículos, pero que no se sabe bien por qué contienen la semilla de eso que, a falta de mejores palabras, llamamos destino. Recuerdo mucho aquellos años en los aún estaban mis abuelos. Recuerdo la rabia de mi abuelo José cuando estaba con él y pasaba Marcos, y yo le pedía que me llevara en el mulo. Creo que se sentía abandonado; ahora lo sé porque lo veo en ti. El abuelo era un hombre muy ocupado que sacaba a su tiempo ratos para estar con los nietos. La abuela era otra cosa, ella nunca contaba, no contaba para ella, pero mucho para nosotros, tenía las manos dulces y de ella salían maravillas. Eso te lo contaré otro día.

Ahora me ha venido a la memoria uno de los muchos días que iba con ella al campo -el abuelo tenía tareas de hombre mucho más importantes-. Serafín limpiaba las orillas de las paratas; nos acercamos a él, y recuerdo que la abuela le dijo: “Serafín, dice José, que tenemos que ir pensando ya en cosechar los prénsules…”. Ese, “dice José…”, lo oí después muchas veces más, en el campo y en la casa. Entonces daba por cierto que lo decía José, más tarde dudé si lo decía José o lo decía Rogelia. Era la preceptiva tácita de los tiempos. Hoy, tiempo de menores reglamentos, estoy seguro que el mundo entonces estaba más firme: Rogelia gobernaba, pero lo hacía en nombre de José; José gobernaba, pero otros asuntos mucho más importantes que nos eran completamente ajenos. En esos años, toda la casa y gran parte de de la hacienda era la abuela. Mama Rogelia cuidaba de los animales, disponía la siembra y la cosecha, y gobernaba la casa; abría y cerraba el hogar que comenzaba a tener vida muy temprano. Entre sueños recuerdo percibir un rayo de luz procedente de la salita cuando temprano, nada más levantarse, abría el postigo, para que los demás habitantes de la casa supiésemos que el día había comenzado de nuevo. Al poco, volvían a abrirse las puertas, a correr el agua de nuevo, y oíamos los pasos callados hacia el huerto que nos avisaban que la luz caería de nuevo sobre las plantas. Ella, mi abuela (la abuela, debería decir, pues es igual con la tuya), era la casa, era la vida de todo el hogar, siempre era la primera y la última, la que abría y cerraba puertas que traían luz o oscurecían la casa. Cuando ella andaba lejos, todo era lejano en la casa; con ella, que se movía despacio, se iban en tropel las cosas de nuestro entorno, y entonces nos perdíamos por los pasillos, las habitaciones, o los rincones, y los objetos se hacían invisibles o inservibles, desaparecían las camisas, los pantalones, y las toallas; aquello que necesitases se evaporaba. Llegaba ella, y renacía la alegría, renacía la casa, aparecían las cosas, volvía el orden. Se iluminaba todo, y por la vieja escalera volvía a correr el aliento suave y denso de la vida.

José – pensaba yo-, experimentado, vivido, curtido en grandes hazañas, sobrado de autoridad y de criterio, que había hecho una guerra, que usaba bastón, sombrero y chaleco negro, que todos los días oía el parte de RNE, que lo sabía todo sobre el mundo - entonces el mundo era mucho más simple-; solía hablar seguro con voz firme y dulce, y cuando hablaba, los otros se callaban del todo para no perderse sus palabras. Yo pensaba que debía de decir cosas extraordinarias, y más porque siempre iba de corbata, porque era alto y de gestos lentos, seguros y ceremoniosos. Cuando venía la Guardia Civil a casa, siempre hablaba bajito, y mis tías procuraban que yo me alejase del despacho. No recuerdo haber oído nada importante, aunque lo intenté. Cuando salia la pareja, corría a dibujar a su mesa y le preguntaba, qué querían esos señores; siempre me contestaba que eso era cosas de mayores: entonces, recuerdo, quería ser mayor, pero el horizonte estaba tan lejano.

¡Qué extraña es la vida! Sobre todo cuando la miramos de lejos, reducida por la memoria a unas cuantas imágenes, fortuitas, embellecidas, esenciales, de modo que nosotros somos los primeros sorprendidos del balance sentimental que nuestro pasado nos ofrece. ¿Esos somos nosotros?, nos preguntamos, ¿en eso ha consistido nuestra vida?, ¿este montoncito de ascuas y ceniza es el resultado final de las desaforadas, vehementes hogueras de antaño? ¿Dónde está entonces el argumento de nuestras vidas? ¡Qué caprichosa y enigmática es la memoria! A veces nos muestra nuestro pasado con la misma inquietante rareza de los sueños. Esa es la realidad una combinación de hechos, sueños, y engaños de la memoria.

A veces ocurre, y esto es aún más inquietante, que esos pequeños hechos fundacionales se han diluido en el recuerdo y no somos ya conscientes de ellos. Y, sin embargo, están ahí, sabemos que están ahí, deambulan a su albedrío por los suburbios de la memoria, siempre vigentes y al acecho. A menudo he tenido la impresión de que alguno de esos mínimos episodios que me ocurrieron hace muchos años, y de los que no tengo noticias, viene de pronto a alterar la armonía del presente. Diríase que algo quedó en nosotros del suspiro de ayer, que su levísimo soplo ha originado en este instante un temblor apenas perceptible en el aire, algo que acaso mañana sea brisa y finalmente vendaval. Si tuviésemos acceso a nuestra biografía más o menos secreta, compuesta de esas mínimas experiencias casi indetectables, leeríamos en ella que hubo quizá una indecisión, una caricia, una mirada sostenida, unas palabras a destiempo, un gesto inconcluso, un silencio cómplice..., nimios asuntos traspapelados que nos comprometieron y encauzaron nuestras vidas hacia un destino que parece que no fue elegido del todo por nuestra libre voluntad. Nosotros acaso no lo sabemos, o hemos preferido olvidarlos, pero nuestra memoria irracional los recuerda muy bien, y a veces salen a la superficie desde el más profundo olvido y por un instante se nos aparecen, como fantasmas entrevistos, y nos dejan en el alma la vaga angustia del ayer, o el aroma ya casi desvanecido de un momento de dicha, seguramente embellecido por nuestra memoria.

Nuestra memoria: ese mundo oscuro y tormentoso, y siempre tentadoramente inefable, que todos tenemos muy adentro, y que no conocemos salvo por súbitos chisporreteos con frecuencia mentirosos que, repentinamente, vivimos con emoción y que nos dan fe de que vivimos muchos momentos de plenitud y de que nuestra existencia no fue del todo en vano. O eso al menos queremos creer.



Texto inédito perteneciente a: Del cinamomo al laurel. 11

No hay comentarios:

Publicar un comentario