En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Cementerio

Actual puerta del Cementerio

     Mirada

      Sé de buena tinta que serás el último de todos en llegar.

No se ve desde ningún punto del pueblo y eso es un acierto; el camino es agradable, sobre todo en otoño cuando el clima ha perdido la aspereza del verano y las higueras de calabacilla se muestran generosas en sus frutos. Subimos con la cabeza baja por la fatiga de la cuesta y al coronarla, a la izquierda se ven las copas de los pinos surgiendo por encima de la tapia, la cual da acceso al interior por una alta puerta de hierro que hizo mi bisabuelo hace ya muchos años. Está defendida de las vistas por una hilera de cipreses que sujetan el polvo de los coches en sus ásperas y oscuras hojas. Al subir los dos escalones, contra el rostro choca una vaharada de indecible paz; la paz venerable, ininterrumpida, silenciosa de los muertos; la paz que sólo se rompe por la sordina confusa de un saludo o, levemente, por el ruido del agua del grifo, abierto por una mujer agachada, que llena un cubo para limpiar el mármol de la tumba familiar, o por el suave murmullo de una conversación a finales de octubre, cuando en el camposanto se limpia de los jaramagos que florecieron en abril, de lechetreznas secas, tamaricas, escobicas, o achicorias, y se engalana de cal y efímeras flores. Me pregunto cuántas personas reposaran ya aquí, e imagino la algarabía que se oiría de ser vivos en vez de muertos los que en este lugar descansan, y por los que se prepara la fiesta anual del primero de noviembre.

Recuerdo otros cementerios y sus olores; este olor es a pino a pesar de no ser pinos la arboleda; pienso que, al menos en estas fechas, es el más limpio de cuantos cementerios he conocido, el mejor situado, el más higiénico. Me viene a la memoria el olor a cuerpos en corrupción de otros en los que he sentido náuseas por las emanaciones percibidas. Aquí los pinos están en fraternal camaradería con los cipreses, cobijando bajo su opacidad las losas blancas de las tumbas y los puntos en el camino propios para el descanso y el saludo de los futuros moradores. Los caminos centrales dibujan una cruz latina apropiada al Santo Lugar, y las moradas de los que yacen se esparcen de forma simétrica en austera y rígida disciplina, como si el lugar de descanso fuese un campamento militar.

Sé que el primero de noviembre siempre hay un rato al medio día que cae el sol de macetilla, igualmente sé que a la vez que cuando el peso del calor de la tarde empieza a aligerar, en las espaldas comienza a meterse la humedad del otoño, que llega hasta los huesos de los que están de visita, y que vendrán algún día para quedarse, gravitando sobre nuestro ánimo una imprecisión definida que tan pronto parece de paz, con ausencia de todo, como de agobio y fatiga espiritual por el apremio del “bronce de los días”. Hay tumbas con lápidas blancas, junto a tumbas con lápidas negras, y otras, simplemente caballones de tierra bien labrados, planchados con mimo por el revés de la azada, con una cruz de hierro oxidada y un ramo de flores contrahechas en la parte más alta, y también hay ya modernos nichos que harán que este cementerio sea más parecido a otros; sobre el mármol hay descripciones largas que muestran el cariño de los que vendrán algún día por los que ya reposan aquí, junto a descripciones escuetas que nos recuerdan quien pudo ser, o quien es, porque aún lo recordamos; tumbas blancas, tumbas negras, grises o bermejas, todas soportan el sol de agosto, “todas se cubrirán de nieve en el invierno”.

En determinadas visitas podemos encontrar tumbas abiertas, lápidas corridas que nos muestras el abismo a la vista, el hueco presto a acoger a un nuevo morador; solo se importuna a los que yacen para llevarle otro al que seguramente bien quisieron en vida, sin que podamos saber si ese acontecimientos los alegra por volver a "ver" a quien conocieron más joven y contar con uno más en el censo, o quizás los entristece aún más al saberlo reducido a su mismo estado y contar con uno menos que lo recuerden en el mundo.

Aquí no existe el osario, yo al menos no lo recuerdo, como hemos visto en otros cementerios, aquí cuando se da tierra a un cuerpo se le da a conciencia, con generosidad, como todo lo que aquí se hace. El hoyo, en rigor, es un verdadero hoyo, un abismo sin fin, y la tierra colorá, empujada por una sinfonía de lamentos, de palas, vino y bacalao, cubre por toneladas los cuerpos, y los huesos que surgen cuando un familiar va a reunirse con los que se habían ido antes, esos huesos abrazan al cuerpo de los que llegan y, juntos, impregnados del mismo sentimiento, sin prisa para dar nuevos abrazos, esperan que sus seres queridos les visiten, bien para lavarles la cara al mármol que les cubre, bien para fundirse en ese abrazo bajo la oscuridad que les acecha, o bien, bajo esa luz cegadora en la que a muchos, desde su fe, les gusta pensar que caemos.

José F. Alvarez

Católico frente a cualquier dogma; agnóstico frente al catolicismo.

Nieto del joven herrero Antonio Alvarez; biznieto de Vicente Alvarez, el maestro herrero, y tataranieto del maestro albañil, el tío Paco "el muerto"



La Tapia del cementerio, el maestro albañil

Según figura en el libro “Cádiar, memoria en blanco y negro, 2ª Edición”, cuyo autor es mi buen amigo Paco García Valdearenas, en 1906, el maestro y poeta de Cádiar, Juan Romero de la Torre, pide al alcalde, Francisco Bayo Sánchez, a través del diario granadino “El Defensor de Granada” el arreglo de la tapia del cementerio que estaba casi en ruina, permitiendo por su estado la entrada de animales salvajes en el Campo Santo.

El ayuntamiento encargó tres años después la construcción de la nueva tapia al albañil del pueblo Francisco López Martin, conocido por “El Tío Paco el Muerto”. Es la tapia actual, inaugurada en 1911, que incluyó una nueva puerta de hierro, obra del maestro herrero Vicente Alvarez, yerno del albañil, y con la ayuda de su hijo Antonio Alvarez López, mi abuelo, un muchacho por entonces de apenas trece años.




La historia verdadera del “El Tío Paco el Muerto”

Francisco López Martín, vivía en la casa que hace esquina entre la Placeta del Mesón y la fuente. Parece ser que tenía problemas de narcolepsia o catalepsia, al estilo de doña Paulina, en La Fontana de Oro de Galdós; aunque ésta es una patología de diseño literario, que no creo que fuera el caso del tío Paco, que parece más real. Paco, en uno de sus largos sueños con apariencia de muerte, no respondió a llamadas insistentes de su mujer. Aunque no era la primera vez que sucedía, tanto insistió ella, y tan indiferente fue él a su llamada, que le dieron definitivamente por muerto. Ese año había una epidemia de cólera y los muertos había que enterrarlos en el mismo día, y así se dispuso todo para dar tierra al cuerpo.

Cuando la comitiva subía la Cuesta de la Ermita, se oyeron unos golpes en el ataúd. Paco había salido de su éxtasis, y tras abrir la caja se incorporó, impresionando por su atuendo y temple a la comitiva, que -se dice- era bien numerosa. Pasada la inquietud del primer susto, un amigo, escéptico y desconcertado, le preguntó:

-¿Paco, que hay en el más allá? A lo que el muerto resucitado respondió:

- Hay que tener fe y creer en Dios para comprender esos asuntos. 

No queda muy claro si lo de la fe lo decía por él mismo o por el amigo.

A este suceso real, Paco, le sobrevivió más de veinte años, en los que era conocido en el pueblo, como suele ser común, por el apodo que marcó y define en parte su vida, “El Tio Paco el Muerto”.

Cuando el recuerdo del tío Paco comenzó a diluirse por los años, su nieto, Antonio el “Chimango”, hombre bondadoso y de cierta inocencia solía contar a sus sobrinos, con esa magia realista de nuestra infancia que conlleva toda la fe que el ser humano puede abarcar, que, por lo que le pasó a su abuelo, en Cádiar y en el resto del mundo, empezaron a rezar y a velar a los muertos durante veinticuatro horas.

 

La catalepsia galdosiana (últimos párrafos de La Fontana de Oro. Cap. 43):

"(...)consiste en un paroxismo, durante el cual la persona pierde el movimiento y el habla, quedándose como muerta. Dicen que una de las causas que motivan esta enfermedad es el misticismo religioso y el hábito de los éxtasis y visiones. (...)

Doña Paulina,  empezó a padecer ataques muy frecuentes de catalepsia. En cuanto a su pasión, hay que reconocer que el recogimiento de su vida y la circunstancia de haberse formado un carácter ficticio, influyeron en aquella explosión repentina. Habíase educado en la vida devota, y la condición mundana de nuestra naturaleza no se reveló en ella en edad oportuna á causa de las anomalías de la juventud. Fué una niña hasta los treinta años; y creo que hubiera sido una excelente mujer, adornada de todas las prendas de lealtad y delicadeza que deben adornar á una esposa, si aquella perfección engañosa, hija de una falsa educación, no torciera en ella su verdadero carácter. Repitiendo lo que ella decía, aunque modificándolo para no proferir una blasfemia, podemos asegurar que la Naturaleza, no Dios, se burló de ella.

Poco después de las últimas escenas de esta historia se retiró a un convento, y allí tenía opinión de santa, a lo cual contribuyó mucho la catalepsia. Creyéronla muerta varias veces, y hasta trataron de enterrarla en una ocasión; mas durante las exequias volvió en sí, pronunciando un nombre que interpretaron todas las monjas como una señal de santidad, pues entendían que repetía las palabras de Jesús: Lázaro, despierta. Indudablemente era una santa. Ocho teólogos lo probaron con ochocientos silogismos. Su vida era ejemplar, su trato tristísimo; oraba mucho, y se dormía, se quedaba en éxtasis casi todos los días. Uno de estos éxtasis fué tan largo, que las monjas sospecharon que no saldría de él. Así fué, en efecto: no volvió en sí. Pero las monjas, por no exponerse á un nuevo chasco, esperaron lo más posible, y al fin se decidieron á enterrarla, seguras de que estaba bien muerta."

Madrid, 1867-68. FIN DE "LA FONTANA DE ORO"

 

Otro claro caso de catalepsia ocurrido, según la leyenda, en la Granada del siglo XVIII: el suceso de la calle del Beso.


 

 

Del cinamomo al laurel.87

4 comentarios:

  1. ...leyendo este texto a esta hora del mediodía he hecho un punto y aparte en este rincón de Ucrania, Lviv, donde ayer precisamente pasé la tarde por su bien nombrado monumental cementerio...
    Cómo decirte lo mucho que me ha gusto tu escrito, su descripción, su sugerencia...le puede gustar a cualquiera, pero mucho más a un frecuentador y amante de camposantos como un servidor. .Gracias

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  2. Más disfruto yo desde este rincón de La Vega leyendo tu "homoerrático". No puedo ser como tú, pero me gustaría mucho, y, como los lazos me los eché yo, me conformo con tu blog. Por si alguien que lea esto le pica la curiosidad de conocer a mi amigo Antonio, en estar "dir" habla él y, para mí, dice mucho de él, aunque apenas si se designa: https://avueltasdeveleta.blogspot.com/

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  3. Pariente, ahora que ya no los tengo lamento no haber preguntado más a mi padre o a mis tíos sobre su abuelo El Tio Paco el muerto, y por tantas cosas.
    Aunque ciertamente en mi casa se hablaba mucho de él. Siempren con respeto y mucha admiración; era un maestro albañil de los mejores, y procuró darle a su hijos una buena educación. Estuvo en el colegio hasta los catorce años y su hijo (mi abuelo ) también, eso a finales de siglo no era lo normal.
    No tengo mucha más información, pero quizás remaneciera de Murtas, es posible.
    Sus padres eran Juan López y Jesusa Martín.
    Se casó con Isabel Reinoso Sánchez, de la familia de los Reinosos. (Mi bisabuela, tu taratabuela), y sus padres eran Antonio Reinoso y Josefa Sánchez.
    Mi tio José lo recordaba muy fugaz, él nació en 1916, por tanto puedo deducir que pudo morir en el periodo 1922 al 1925.
    Aparte de mi tío José, ninguno de los otros nietos chimangos lo pudo conocer, nacieron después de que él muriera. No así tu abuelo Antonio que lo sobrevivió veintitantos años.
    Era alto, delgado y “sabía mucho de letra”, les contaba mi abuelo (su hijo) a mi padre y mis tíos.
    Era cazador, y después de la catalepsia tuvo un percance en la Hoya Parra, trasteando una escopeta se le escapó un tiro a la pierna, que le amputaron.
    Ya ves, siempre le rondó la muerte.
    Tuvo dos hijos: Matilde tu bisabuela (casó con Vicente Alvarez), y de ahí parte la línea Alvarez.
    Y mi abuelo Antonio López Reinoso, sale la linea Chimango.

    Dos líneas y un origen común.

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  4. Gracias pariente. La verdad es que sabemos poco de nuestros abuelos y es una pena ese abandono de la memoria que nos ha hecho olvidar su lucha y lo dura que fue su vida. Vida y lucha que al final disfrutaron y soportaron por nosotros, pues es a los hijos por quien se da todo. Por eso estoy de acuerdo con la propuesta de Elo, una "churrega" de los Alvarez, de reunirnos cuando podamos en memoria de todos ellos y con "El Tio Juan El Muerto" como modelo y tronco común de nuestro árbol genealógico. Si nos lo tomamos con un poco de retranca, que es como mejor podemos enfrentarnos a la vida, podríamos hacer hasta una reconstrucción de los hechos...

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