En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 28 de mayo de 2023

Antonio Gala: amor, tristeza, y soledad.

 


No por amor, no por tristeza,
no por la nueva soledad:
porque he olvidado ya tus ojos
hoy tengo ganas de llorar.
Se va la vida deshaciendo
y renaciendo sin cesar:
la ola del mar que nos salpica
no sabemos si viene o va.
La mañana teje su manto
que la noche destejerá.
Al corazón nunca le importa
quién se fue sino quién vendrá.
Tú eres mi vida y yo sabía
que eras mi vida de verdad,
pero te fuiste y estoy vivo
y todo empieza una vez más.
Cuando llegaste estaba escrito
entre tus ojos el final.
Hoy he olvidado ya tus ojos
y tengo ganas de llorar.



El poema se ajusta a la distribución y tipo de rima del romance, pero no a su  número de sílabas por verso, ya que aquí el autor utiliza versos eneasílabos y no octosílabos. Ese aire popular que le proporciona el romance se ve reforzado por la temática amorosa elegida —la inevitable caducidad del amor—. Para resaltar esta idea echa mano Antonio Gala de un recurso de la Naturaleza, las olas "del mar que nos salpica / no sabemos si viene o va". Y el recurso clásico a la mención de los ojos como espejo del alma, en este caso como expresión del dolor por la pérdida del amante, repetida en versos simétricos al principio y al final del poema.

Antón García Abril, ha puesto música al poema; la voz es de Ainoa Arteta.

 


Este poema remite al concepto del desamor, a la pérdida del amor. Lo hace desde una postura aparentemente estoica, que parece poco recomendable para estados depresivos, ya que la literatura no es una terapia, sino un desafío a la inteligencia.

Es un poema de llanto, porque, “no por amor, no por tristeza, no por la nueva soledad”, que nos remite a que ya hubo una soledad anterior a esta que es nueva. Pero no es por nada de eso, sino “ porque he olvidado ya tus ojos”, nos dice el poeta. Pero hay razones para sospechar que todo esto es mentira, que sí hay tristeza, que sí es por amor, y que lo que siente es por la nueva soledad, aunque el poeta no se permita reconocerlo ante sí mismo, y por eso se miente, mintiéndonos. Ni ha olvidado sus ojos, ni le ha dejado de querer; solo quiere convencerse de que lo ha superado y que puede afrontar la situación desde el estoicismo; pero todo es falso, el poeta se está autoengañando para afirmarse en un desamor que es totalmente contrario a su voluntad.

En la segunda estrofa se enfrenta a los dos referentes fundamentales: el cuerpo y el tiempo. El cuerpo que experimenta una autentica tragedia, un dolor, un dolor de amor, un amor casi morboso porque es un amor que patológicamente no supera, un amor que le resulta inolvidable; y el tiempo que está atravesado por ese amor que no se olvida, que será, cuanto menos, un recuerdo para toda la vida; es una preterición, porque si no recordara sus ojos ni siquiera los mencionaría, un amor que no se disuelve a pesar de ese “Se va la vida deshaciendo y renaciendo sin cesar”, un amor que puede más que la voluntad.

Continúa con “la ola del mar que nos salpica no sabemos si viene o va”, una metáfora alegórica, no es que no sepa si viene y va, eso es un signo literario de incertidumbre, que encierra la certeza de ese amor por el que “hoy tengo ganas de llorar” porque lo siente como una tragedia, como una catástrofe imprevisible e irreversible, como algo que no se puede recuperar. Pero también es cierto que nunca sabemos que nos va a deparar el futuro, pues del futuro nada está excluido, aunque el poeta parece esperar la superación de ese amor que ya no podrá recuperar.

La mañana teje su manto que la noche destejerá”, una nueva insistencia en el tiempo, la sucesión del tiempo, la mañana teje, la noche desteje, un oximorón temporal, una imagen que nos recuerda a Penélope, tejiendo sin cesar, mirando al mar, esperando el regreso de Ulixes: el presente frente al futuro. Una reafirmación de que el recuerdo persiste.

Al corazón nunca le importa quién se fue sino quién vendrá.” Todo el poema en pretérito simple, como dando por cerrada la acción pasada, el acento se pone en el futuro, y se afirma, entre la pausa de los doce primeros versos y los ocho últimos: Tú eres mi vida y yo sabía que eras mi vida de verdad, pero te fuiste y estoy vivo”. Una tremenda contradicción en esa vida sin vida, por que tú, mi vida, te has ido, produciendo un vacío que hay que reemplazar. La dicha cuando se va no vuelve nunca como había sido, no vuelve en su formato original, en todo caso será otra dicha distinta, y es, entonces, cuando todo empieza una vez más.”

Y los cuatro últimos versos tan apartados del clasicismo: Cuando llegaste estaba escrito entre tus ojos el final. Hoy he olvidado ya tus ojos y tengo ganas de llorar.” La estructura poética es totalmente cíclica, comienza como termina “con ganas de llorar”, porque he olvidado tus ojos, otra vez esa mentira galopante que he apuntado más arriba. Unos versos muy trágicos, en tanto que reconocen en el ser humano la fecha de caducidad de la experiencia amorosa, algo sin duda terrible, un concepto que podríamos calificar de posmoderno, “cuando llegaste estaba escrito entre tus ojos el final” (algo similar a un electrodoméstico que sale de fábrica con una obsolescencia programada); temporalidad que nunca habíamos visto entre los clásicos, para los que el amor es siempre signo de inmortalidad. Como dijo Quevedo “polvo será, más polvo enamorado”; y, como tantos otros, también podríamos poner como ejemplo el soneto que Lope dedica a la memoria de Marta de Nevares, que a pesar de su muerte, dice Lope eso de “creer que un cielo en un infierno cabe”.

¡Y es que parece tan triste este canto a un amor efímero!

Nota: Hoy ha muerto Antonio Gala, un autor de textos maravillosos en todos los géneros literarios. No he considerado mejor homenaje que hablar de él a través de un poema suyo que define lo que fue su vida, al menos, en los últimos años: soledad y autoengaño, fingiendo que estaba preparado para todo, cuando nadie está preparado para casi nada. Sé que es una consideración arriesgada, pero...


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martes, 9 de mayo de 2023

Las cuatro fases del relato en el Quijote

La relación del narrador con los personajes, el espacio concedido a la voz de estos, la preminencia de una forma de discurso (directo, indirecto, narrativizado) o de una combinación de ellas, la distribución de las funciones entre la voz narradora y la voz de los personajes no permanecen constantes en el Quijote. En el proceso de la historia se producen tres grandes cataclismos que tocan directamente a las modalidades de la enunciación:

  • El hallazgo del manuscrito de Cide Hamete (I, 9). Hasta ese momento el narrador ha construido su propio relato a partir de lo que podríamos llamar una investigación de archivos y de la memoria oral de los manchegos.

  • La noticia de la publicación del Quijote de 1605 (II, 3), que cambia la personalidad y el modo de dialogar de los protagonistas: a partir de entonces, don Quijote será más cuerdo y Sancho más listo y los dos conscientes de su fama.

  • La noticia de la publicación del Quijote de Avellaneda (II, 59), que potencia la figura de Cide Hamete, dotándola de aquella fuerza del origen perdida por el primer narrador, para competir con el apócrifo por los derechos de autor de la historia. Las tres conmociones determinan las cuatro fases narrativas, con sus respectivos sistemas enunciativos de repartición de las funciones entre las voces del narrador y los personajes.

Primera fase

La primera fase se correspondería sustancialmente con la primera salida de don Quijote, en solitario. Como es fácil de imaginar, la cantidad y la calidad de los diálogos se resienten por la falta de Sancho. En estos primeros seis capítulos el diálogo entre los personajes suele ser presentado de modo asimétrico, con una de las intervenciones en estilo directo y la otra en indirecto, o bien sin ella. Un ejemplo de interlocución con palabras en directo para uno solo de los intervinientes es este:

Le preguntaron si quería comer alguna cosa.

Cualquiera yantaría yo —respondió don Quijote—, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.

(...) Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que dalle a comer.

Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón (I, 2).

Se podría pensar que los anónimos interrogantes del caballero no merecen la minuciosidad del estilo directo por ser personajes secundarios, o simplemente porque el narrador quiere reservar el directo para dar mayor realce a la lengua caballeresca de don Quijote («yantaría») y sus dichos jocosos («como haya muchas truchuelas (...) podrán servir de una trucha»). La última hipótesis es la más plausible, anticipando en el Quijote la tendencia del estilo directo propia del realismo del XIX. Un ejemplo: en la escena de la investidura no escuchamos la voz de don Quijote, ni la de su padrino el ventero —los dos agentes de la acción—, sino la de una de las mozas del partido, a quien don Quijote, por cierto, responde desde el indirecto:

Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada. (...) Al ceñirle la espada dijo la buena señora:

Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.

Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recebida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo (I, 3).

No hay, pues, en este primer bloque narrativo una confrontación de puntos de vista sobre el mundo, una interacción de personalidades, sino servicios ofrecidos y pedidos, agradecimientos y aceptación de servicios, intentos de convencer, informaciones, sugerencias, consejos, investiduras; son diálogos que reflejan las modalidades de la acción (querer, poder y saber). Los tres elementos imitados por el diálogo:

  1. La acción, el acto que se cumple al comunicar.

  2. El pensamiento, o contenido y argumentación de lo que se dice.

  3. El carácter que se manifiesta en el propósito y la elección del hablante.

De esta tripartición que adelanta en modo imperfecto la moderna pragmática del discurso, Cervantes parece optar por el carácter como elemento predominante en los diálogos del primer bloque, a los que se diría que reserva la expresión de la intención y las decisiones de los personajes.

Hemos visto la peculiaridad más relevante del diálogo entre los personajes de esta primera fase donde la voz del narrador resulta poco menos que imperiosa. El primer narrador, con tono y disposición diferentes a los que revelará el segundo a partir de la segunda salida, descalifica repetidamente a su protagonista, desvela las ocultas intenciones de los personajes, actúa, en suma, como un dios omnímodo y omnisciente. He aquí los calificativos que le merece el novel caballero:

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda (I, 1).

Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera (I, 2).

Y no sale mejor parado el recién llegado Sancho Panza:

En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera (I, 7).

Segunda fase

Coincide con la segunda salida. Las descalificaciones apriorísticas, si no incluso insultos, del primer autor para con los personajes se vuelven en el segundo, en la segunda salida, ya con Cide Hamete en juego, encomiásticos elogios, desde la distancia irónica:

¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego (...)! (I, 9).

¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! (I, 18).

Podríamos explayarnos sobre las causas de semejante cambio de actitud; una de las posibles hipótesis: a mi ver, resulta claro que el nacimiento de Sancho Panza liberó al narrador de la necesidad de subrayar con calificativos las locuras de don Quijote; el mismo efecto que en la primera fase se obtenía con la palabra autorizada del narrador se obtiene en la segunda con el diálogo, haciendo que el escudero muestre en polémica directa con su amo su disensión para con su alocada visión del mundo; es como si el diálogo con Sancho libera a don Quijote de su autor. En el espacio enunciativo descolonizado del imperio del primer narrador se puede asentar la ficción de un cronista arábigo que haga realidad el gran sueño inicial del orate descaminado, cuando invocaba e imaginaba al sabio autor de su historia (I, 2). El narrador —el llamado segundo autor— se reserva para sí, en el nuevo sistema enunciativo, el papel de irónico panegirista de los personajes, como ya hemos visto, y también de la labor del morisco manchego:

Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio (I, 16).

Como se ve, la relación entre el diálogo y la narración ha cambiado drásticamente entre la primera y la segunda fase, que yo extiendo hasta el final del Quijote de 1605: las interlocuciones en estilo directo, completas, sin sustitución de una de las dos de la serie mínima por el estilo indirecto filtrado por la voz del narrador como sucedía en la primera fase, serán abundantísimas; el diálogo entre don Quijote y Sancho Panza se hace interminable, hasta el punto de que hay capítulos y capítulos llenos de sus coloquios, con las acciones puras reducidas a pocas líneas.

Tercera fase

En la tercera fase —o sea, desde el principio del Quijote de 1615 hasta el capítulo en que los personajes reciben la noticia de la publicación del apócrifo (II, 59)—, el diálogo entre amo y criado pierde la complicación estructural de la segunda, y no va más allá de un intercambio de opiniones a partir de sugestiones específicas de la realidad, o recuerdos de sucesos anteriores, como el de la embajada a El Toboso (I, 31), nunca llevada a cabo por Sancho, que retorna en (II, 8); recuerdo anclado, por lo demás, a una circunstancia específica del momento: la proyectada visita al palacio de Dulcinea. La pérdida de la parafernalia contractual anterior y posterior al diálogo de la segunda fase se debe, como es lógico, a que es raro el momento de la tercera salida en que don Quijote transmuta la realidad, según apuntaba antes; al no hacerlo, libera al diálogo de la necesidad de establecer con su escudero la esencia del mundo. Esto no quiere decir que no haya elucubraciones entre amo y criado sobre la identidad verdadera de las cosas; los obligan a ello las simulaciones de los demás: cuando tras la rutilante figura de Dulcinea don Quijote no vea más que una burda labradora (II, 10), o cuando tras la celada del Caballero del Bosque descubran ambos a Sansón Carrasco (II,14), o cuando Sancho reconozca en el criado de los duques a Trifaldín (II, 44), amo y escudero deberán gastar un poco de saliva para llegar a comprender tan inesperadas transmutaciones. La exhibición creciente de conocimientos de don Quijote en esta tercera fase, ha de ponerse en relación con la parcial liberación del diálogo del lastre de la acción. En el Quijote de 1615, el diálogo asume paulatinamente la imposibilidad de alcanzar el objeto y termina por renunciar a él, trasladando su énfasis hacia la personalidad y los puntos de vista de los personajes. Por lo que respecta a Sancho, lo más evidente en esta tercera fase, ya desde su inicio, es su habilidad dialogal; tanta que obliga al traductor a considerar apócrifo el capítulo (II, 5), donde se dice: «en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese» (II, 5).

La voz del narrador, por su parte, ha sufrido una refracción ulterior por el papel potenciado de Cide Hamete; al autor morisco se hacía alusión en contadas ocasiones en toda la segunda fase (5 en total), mientras que ahora, en la tercera, ha adquirido tal capilaridad (18 citas por su nombre) que ha terminado por usurpar algunos espacios y funciones del segundo autor. En la segunda fase, Cide Hamete cumplía una función organizadora del relato, una de las funciones del narrador; su nombre solía aparecer al principio o al final de los capítulos y él era el responsable directo del final de la tercera parte interna del Quijote de 1605. En la tercera fase, no cumple esa función organizadora; se concentra en la narrativa y la ideológica, que le habilitan para contar y comentar la acción. El filtro entre la historia y la voz emisora que Cide Hamete supone, en esta tercera fase, aleja un poco más aún al narrador de los hechos de don Quijote, pues si en la segunda la inmediatez de la voz del segundo autor conseguía cancelar el recuerdo del casi ausente Cide Hamete, ahora la continua presencia de este, su voz, sus comentarios al margen del texto, hacen que a aquel casi lo perdamos de vista.

Cuarta fase

A partir del momento en que don Quijote y Sancho Panza tienen noticia del libro de Avellaneda se aprecia una evolución formal en los diálogos, una variación en el sistema enunciativo de la tercera fase. Comenzaría en torno al capítulo (II, 59) y abarcaría al final del relato. Lo característico de ella sería el solapamiento a lo largo del relato de la comunicación directa autor–lector por debajo de la comunicación explícita entre los personajes. Sería equiparable, de algún modo, a los apartes del teatro, los cuales, además de presentarse en conflicto con el encadenamiento dialogal de la acción dramática, apuntan hacia una dirección comunicativa diversa: la que se instaura entre el texto y el lector directamente. Los personajes, en alguna ocasión, manifiestan opiniones o toman decisiones que en principio parecerían gratuitas de cara al desarrollo del relato, si no fuera que dan expresión a las preocupaciones que el autor había manifestado en el paratexto inicial; y así, por ejemplo, me parece evidente que tras la voz de Antonio Moreno se oye en realidad la de su ventrílocuo, el autor, cuando saluda en la playa de Barcelona al «valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores» (II, 61). Es la misma voz profunda que se oye tras la de Altisidora, cuando cuenta el partido de tenis que los diablos juegan ante ella en sueños con el libro de Avellaneda (II, 70). Los interlocutores directos de don Antonio y de la dama de la duquesa son don Quijote y los demás concurrentes; los del ventrílocuo oculto que los induce a hablar somos nosotros los lectores. Volveremos a escuchar su voz tras la del don Quijote que se niega a ir a Zaragoza para desmentir al apócrifo (II, 59), critica la impertinencia y falsedad del libro de Avellaneda en la imprenta de Barcelona (II, 62), pide a Álvaro Tarfe testimonio escrito de la falsedad del otro don Quijote (II, 72) y en punto de muerte solicita el perdón de Avellaneda por «la ocasión que sin [él] pensarlo le [dio] de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe» (II, 74). Después de la muerte de don Quijote aún la escucharemos en el certificado de defunción expedido por el escribano del pueblo, a petición del cura, «para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas» (II, 74). En todas estas situaciones se aprecia la gratuidad diegética del diálogo en cuestión: ninguno de los participantes reacciona a las palabras de los implicados en la reivindicación de los derechos de autor de Cervantes, por lo que es fácil deducir que la operatividad de esos diálogos haya que buscarla no en el primer canal de comunicación, el que se establece entre los personajes, sino en el segundo, el que comunica al autor con el lector. En cierto sentido, los personajes, al preocuparse por la propiedad intelectual cervantina, rompen el decoro que se deben a sí mismos.

La pasividad de don Quijote y Sancho aumenta en esta cuarta fase y eso hace que sus parlamentos resulten aún más desligados de la acción. En la segunda fase las aventuras le suceden a don Quijote porque se involucra en todas las ocasiones que la realidad le ofrece: puede tratarse de molinos de viento (I, 8), rebaños de ovejas (I, 18), ocultos viandantes (I, 19), o barberos caminantes (I, 21), en todos los casos don Quijote, en diálogo con su escudero, altera la esencia del mundo antes de la acción y después de ella busca acomodo para la resultante de su impulso en los dos universos semánticos en conflicto. En la tercera fase don Quijote y Sancho hacen que las aventuras sucedan solo con su presencia, en casa del Caballero del Verde Gabán (II, 18), en el palacio de los duques (II, 31-57), en el gobierno de Sancho (II, 45-55), etc.; con sus parlamentos dejan de arreglar los desperfectos de la locura quijotesca y se concentran en la relación con quien los quiere conocer, estimular, ver en acción. En la cuarta fase las aventuras suceden al lado de ellos; se han transformado en simples espectadores del mundo, que intercambian opiniones sobre lo que va pasando y poco más; eso les sucede ante la maravilla de la cabeza encantada (II, 62), el arte de la composición de libros (II, 62), la caza a un bergantín turquesco (II, 63), la arrolladora piara de cerdos (II, 68) y la resurrección de Altisidora (II, 69); es más, cuando don Quijote propone su impulso justiciero a Roque Guinart (II, 60) o al virrey de Barcelona (II, 63) para solventar los casos de Claudia Jerónima y don Gaspar Gregorio, sus interlocutores hacen caso omiso de la propuesta. Dicho con tres preposiciones: en la segunda fase las aventuras suceden por don Quijote; en la tercera, para él; y en la cuarta, al lado de él.

En la cuarta fase, Cide Hamete extiende aún más su influencia sobre el relato, a costa del narrador; se arroga incluso el derecho de enjuiciar las acciones de los protagonistas con tonos característicos del narrador de la primera fase, desmintiendo así el tono encomiástico que ha venido usando hasta ahora:

Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos (II, 70).

Por si fuera poco, su presencia en el relato, que ya definía como capital en la

tercera fase, en esta cuarta se vuelve aún más constante: frente a las 18 ocurrencias de su nombre en los 58 capítulos de la tercera fase, tenemos en los 16 de la cuarta 15 citas de su nombre —en proporción, tres veces más—, 3 de ellas en boca de los personajes, como garantía de origen contra el apócrifo: reclaman la exclusiva de su pluma para sus hazañas don Quijote y Sancho Panza («el Sancho y el don Quijote desa historia [de Avellaneda] deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros», II, 59), don Juan («si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor», II, 59) y el cura («el tal testimonio [del escribano] pedía para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas», II, 74). El propio Cide Hamete imagina esta declaración de paternidad del propio cálamo:

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio (II, 74).

Esta promoción de Cide Hamete a un papel propio del narrador reduce aún más la autoridad y el peso de este sobre el relato. En esta cuarta fase, la comunidad de intereses entre las entidades con derecho de voz es total: las divergencias y los conflictos entre la voz del protagonista y la del narrador de la primera fase, y entre los personajes secundarios y los protagonistas en la primera, segunda y tercera fases han dejado lugar a la expresión de un mismo interés por parte de todos, incluido Cide Hamete: que no haya otro cronista de la historia de don Quijote que el morisco de la Mancha.

En esta rápida presentación de los cuatro sistemas enunciativos fundados en cuatro diferentes equilibrios internos entre las voces del relato se ha podido apreciar la paulatina dejación de funciones del narrador, y su transferencia a los personajes y el autor ficticio.



1ª fase:

La 1ª salida

2ª fase:

La 2ª salida

3ª fase:

De (II,1) a (II,59)

4ª fase:

De (II,59) al final

Autor

Primero

CHB

CHB

CHB complicidad con el léctor

Narrador

Descalifica

desvela intenc.

Omnimodo

omnisciente

Elogia a pjes.

Cronista

Irónico

Panegirista

Función narrativa e ideológica

Narrativa

Opina

Enjuicia

Don Quijote

Ideal; locura

Cambia la realidad

Exhibe conocimientos

Final, no más versiones

Sancho Panza

---

Confronta con don Quijote

Habilidad en el diálogo

Se quijotiza

CHB

---

Función organizadora

Se potencia

Ironía

Aventuras

Para presentar al personaje

Suceden por don Quijote

Suceden por la presencia de DQ

Suceden al lado de DQ

Diálogo

No hay confrontación

Directo

Más sencillo

Sencillo

Intensidad de la acción

Fuerte

Máxima

Relajada

A la expectativa

Énfasis

En el ideal

En la acción

En el punto de vista de los pjes.

En la autoría de la novela



lunes, 8 de mayo de 2023

Pierre Menard autor del Quijote


 

En Pierre Menard, autor del Quijote, Borges hace de cronista –narrador pedante, desconfiado y envidioso– que comenta la invisible obra de un escritor inexistente del simbolismo francés. Nos dice:

Pierre Menard se había propuesto reescribir textualmente el Quijote, para lo cual debía aprender un idioma extranjero de una época lejana y perder su identidad para ser Cervantes. Luego descartó ese procedimiento por fácil y escogió un camino mucho más arduo: llegar al Quijote a través de sus propias experiencias.

Menard logra generar algunos fragmentos del Quijote. Se nos aconseja que leamos un trozo transcrito dos veces y se nos persuade de que hay diferencias enormes entre ambos, según a quien se le atribuya.

La crítica que ha estudiado “Pierre Menard” se ha ocupado principalmente de la problemática de la literatura como repetición, central en la obra de Borges. En un trabajo reciente, Alicia Borinsky muestra hasta que punto Borges ha complicado en “Pierre Menard” esta problemática. Al enfocar sobre la clave del relato, Borinsky explica que leerlo dos veces significa “descubrir aquello que lo hace plural, no un texto, sino varios, por lo menos dos.” Más que en ningún otro cuento, Borges logra expresar nítidamente en “Pierre Menard” la idea de que la literatura es siempre anterior a sí misma, que “una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída.” Pierre Menard es el autor del Quijote por la razón suficiente de que todo lector lo es.

La crítica también ha explorado otras ramificaciones importantes de esta misma problemática, como la cuestión de autoría y traducción. El título del cuento es, en si, alusión a la primera. Pierre Menard es un autor que trata de ser él y el otro simultáneamente. Pero “Los autores no son los ‘dueños’ de su discurso; Menard no puede ser Cervantes porque Cervantes no era él mismo, del mismo modo que Menard no es el mismo.” Al fenómeno de la traducción se alude por primera vez en la bibliografía de Menard. Se entiende, desde luego, que la ardua tarea del autor francés no consiste en traducir de un idioma a otro, sino en crear otra obra con la misma identidad lingüística. La milagrosa exactitud que logra con el fragmento que leemos dos veces no es sino un juego de espejos sobre la duplicidad de los posibles.

Steiner, en un aparte, se pregunta acerca de la significación de los tres capítulos del Quijote mencionados en el texto borgiano:

cuántos lectores de Borges habrán observado que el capítulo IX gira en torno a una traducción del árabe al castellano, que hay un laberinto en el XXXVIII, y que el capítulo XXII contiene un equívoco literal en la más pura vena cabalística, sobre el hecho de que la palabra “no” tiene el mismo número de letras que la palabra “sí”.

Es verdad que la crítica no ha tratado de indagar el porqué de esos determinados capítulos y fragmentos del Quijote. La observación de Steiner nos sirve de estímulo para examinar más detenidamente esos tres capítulos de la obra cervantina y su relación con “Pierre Menard”.

El porqué de los tres capítulos esta prefigurado por otra duda que merece inicialmente atención: ¿Por qué el Quijote? No es sin cierto alivio que el lector se halla, a mitad del texto, con que el propio Borges, como si hubiera adivinado su pensamiento, le hace eco: “por qué precisamente el Quijote?, dirá el lector.” Como respuesta, el cronista cita directamente un largo trozo de una carta del apócrifo Menard. Es un corto ensayo sobre el Quijote en que Menard alude a ciertas ideas del propio Borges (la literatura como repetición de ciertas metáforas predilectas, el escritor como creador de sus precursores), cuyo comienzo nos proporciona una explicación parcial:

El Quijote, aclara Menard, me interesa profundamente, pero no me parece, ¿cómo lo diré? inevitable ... El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. (pp. 447-448)

La selección del Quijote descansa, pues, sobre el hecho de que no es obra obligada, necesaria, inevitable; sino todo lo contrario: accidental e innecesaria. Esto la hace susceptible a ser repensada sin que ese proceso sea, efectivamente, repetitivo. El ejemplo de Pierre Menard prueba que sin tener que copiar el Quijote, se puede reproducir en el siglo XX; es decir, leer el Quijote como no pudo ser leído en la época de Cervantes.

Pero el porqué del Quijote aparece de nuevo borroso en la conclusión de la misma carta: “Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal.” (p. 448) Pues lo que difícilmente puede ser el Quijote es obra a la vez fortuita e innecesaria y necesaria e inevitable. La paradoja que encierra esta cita de Menard nos deja perplejos. La explicación original de la criatura borgiana se desvanece ante nuestros ojos y nos conduce, con la interrogación intacta, ante el propio autor-creador, ya desenmascarado. El laberinto de las sucesivas razones, la misma artificiosidad, nos ha conducido hasta el propio Borges.

En estas circunstancias, lo primero que se le va a ocurrir a un lector cómplice, lector de Cervantes y Borges, es algo obvio: ¿Cómo no va a sentirse atraído por el Quijote un escritor como Borges, cuyos proyectos literarios tan perfectamente cuadran con los de Cervantes? ¿Cómo no, si el mismo Borges reconoce a Cervantes como uno de los dos escritores españoles que valen por literaturas enteras? Con poco esfuerzo se podrían enumerar teóricamente varios aspectos axiomátios del arte borgiano que, si no nacen al mundo de las letras con el Quijote, en ningún otro libro se hallan tan fraternalmente reunidos:

  1. La necesidad de hacer literatura de literatura y la inevitable parodia que encierra este proceso.

  2. El escamoteo del autor y la mixtificación de su identidad.

  3. La fusión de la realidad y la ficción.

  4. El recurso de la inserción consciente de una obra en otra.

  5. La atracción por la aventura.

  6. La predilección por fundir opuestos, quijotizar a los Sanchos, sanchificar a los Quijotes.

  7. La postura autocontemplativa del autor.

Pasamos a la intrigante cuestión: ¿por qué esos capítulos precisamente? En el texto se hace mención explícita de tres:

Esta obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. (p. 446)

De hecho, la ambigüedad que encierra el texto borgiano acerca de lo que efectivamente escribió Menard no se resuelve pese al tono definitivo de esta cita. Esto sin tener en cuenta la problemática de que tales capítulos son “invisibles”, porque la obra menardiana, en cuanto de papel y tinta se trataba, fue pasto de las llamas. Basta indicar la duda suscitada con relación al capítulo XXII, que lo mismo puede ser el de la primera parte como el de la segunda parte del Quijote. Pues Menard, nos dice claramente el narrador en otro lugar, trabajó también con la segunda parte (p. 447). Todo esto es tan cervantino que parece pensado adrede para despistar al lector. Pero como el propio narrador borgiano nos asegura que “la ambigüedad es una riqueza” (p. 449) no nos limitaremos a escoger una de las dos posibilidades, sino que optaremos por proceder teniendo en cuenta que uno de los laberintos borgianos consiste en senderos que se bifurcan.

La selección de los tres capítulos no es arbitraria. En capítulo IX, Borges exige, en cierto modo, la consulta textual del lector, ya que el único fragmento visible del Quijote de Menard procede de este. Al consultarlo, la crítica ha dado con el hecho de que este capítulo de la primera parte del Quijote es una especie de espejo del cuento borgiano. Presenta, por ejemplo, “el momento que la autoria del Quijote parece cuestionable.” El capítulo comenta una obra, no la continúa; es decir, que es literatura cuyo tema es la literatura. Finalmente, trata, como han visto Steiner y otros, de la traducción. Para destacar ambas cuestiones, tanto la de la autoría como la de la traducción, la selección del capítulo IX no podría ser más acertada. El Quijote, que llega hasta nosotros a través de un autor enigmático, Cide Hamete Benengeli, un traductor moro con ribetes de mentiroso, y un editor lego, el propio Cervantes, alcanza en “Pierre Menard” otro nivel más de reelaboración creativa. El tratamiento de la traducción en “Pierre Menard” resulta la tesis borgiana de la imposibilidad de reconocer un solo autor para un texto.

Con su inserción de un trozo del capítulo IX del Quijote en “Pierre Menard,” Borges llega a otro extremo en lo relativo a la traducción. Lo que tenemos normalmente en una traducción es una misma obra en dos idiomas; en Borges se amplia el proceso: la obra se duplica dentro de un mismo idioma. Paradójicamente, ese instante ejemplar de máxima sujeción de la creatividad a la imitación, es asimismo el instante de máxima liberación del arte como imitación. Los trozos idénticos son diferentes, sus conceptos casi antagónicos, debido, como ha visto Rodríguez Monegal, a que:

Toda historia, todo texto, es definitivamente original porque el acto de creación no está en la escritura sino en la lectura.”

Esta paradoja de “Pierre Menard” es libertadora, y da lugar a la apertura hacia el futuro de la creación artística borgiana.

El capítulo XXXVIII de la primera parte, el siguiente que Borges cita, está incluído en “Pierre Menard”, según Steiner, por la palabra “laberinto”. Entiéndase, no por elaborar Cervantes un laberinto, sino por el empleo de la palabra meramente. Puesto que en los siglos XVI y XVII, tan elaboradores de la mitología clásica, abundan referencias al laberinto, no nos parece ser esa la justificación primaria para la selección menardiana del capítulo XXXVIII. Su incorporación del archifamoso discurso de las Armas y las Letras, sin embargo, si que nos ofrece una explicación bastante más convincente. Este discurso representa uno de los grandes dilemas del pensamiento renacentista y, asimismo, el gran dilema valorativo de la vida de Cervantes, que lo es también del propio Borges. Una cita de Rodríguez Monegal lo certifica perfectamente: la postura de Borges representa, como en un cuadro alegórico, el famoso contraste entre armas y letras. Este tema conflictivo se repite a través de la obra de Borges. El Quijote encierra, pues, mucho más que una afinidad filosófico-estética. Cervantes vivió también, hermandad trascendente, algo del terrible dilema vocacional y valorativo del escritor argentino.

Siguiendo la pauta de Steiner, examinaremos primero el capítulo XXII de la primera parte del Quijote. Se trata del famoso capítulo de los galeotes, cuya inclusión en “Pierre Menard” Steiner justifica por existir una posible paradoja cabalística en la sátira del galeote que “cantó”. Es tan fácil decir “no” como “si”, puesto que las dos palabras tienen el mismo número de letras. Tal mención compone, sin embargo, una parte minúscula del importante capítulo, y, tratándose del de los galeotes, tan rico en elementos borgianos, es forzoso ir más allá del equívoco cabalístico. A nivel filosófico, por ejemplo, de la tensión precaria entre libertad y sociabilidad, entre lo que el hombre occidental exige como individuo y lo que se le concede como miembro necesario de un grupo o estado. En el siglo XX, Borges lleva este conflicto a su límite extremo con su crítica radical del yo, negándole toda identificación individual al ser humano.

A nivel de caracterización literaria, se trata en este capítulo de la fusión de opuestos humanos, fusión de orden paradójico que tan germinal es en la obra de Borges. (ejemplos, entre otros, de la fusión de los opuestos son “Tema del traidor y del héroe”, “Los teólogos”, y “La forma de la espada”). Don Quijote libertador se transforma, ante nuestros ojos y sin dejar de ser él, en Don Quijote déspota, eclipsando la libertad que acaba de otorgar gratuitamente. Y finalmente, el capítulo XXII de la primera parte del Quijote contiene a Gines de Pasamonte, autor de La vida de Gines de Pasamonte. No sólo es literatura que trata de literatura, obra comentada dentro de otra obra, sino que se trata de una novela picaresca, una creación literaria cuya condición esencial es confundir y fundir la realidad y la ficción. Con el Quijote mismo como fondo, resulta hasta mareante calcular la complejidad borgiana, de caja chinesca, que ello supone.

No menos borgiano resulta ser el capítulo XXII de la segunda parte del Quijote, pues trata del Primo y de la bajada a la cueva de Montesinos. Comienza el capítulo resumiendo lo acontecido en las bodas de Camacho (que no fueron tales) y sigue con la explicación del “engaño” de Basilio –quien se finge morir para efectuar el desenlace feliz– y con la pontificación definitiva de don Quijote: “No se pueden ni deben llamar engaños los que ponen la mira en virtuosos fines.” Don Quijote propone también el autoengaño, respecto a la mujer propia, para el contentamiento del que escoge ser marido. En fin, entre lo uno y lo otro, todo el principio del capítulo XXII de la segunda parte –quizá por apuntar ya hacia la aventura de la cueva de Montesinos– resulta ser una justificación del engaño, o sea, del artificio de la realidad.

La conversación que sigue entre don Quijote y el Primo, cuya “profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento para la república...”, encierra una aguda sátira de la huera erudición libresca. La futilidad implícita en el “componer libros para dar a la estampa” del Primo encaja perfectamente con la visión nihilista de Borges respecto al ejercicio literario. Sus comentarios y análisis de libros verdaderos e inventados –como esta jugosa conversación entre los personajes cervantinos– resultan, no pocas veces, como en “Pierre Menard”, paródica burla de la empresa literaria y de quien la emprende. Crítica y creación, pues, son los polos antagónicos del discurso literario de uno y otro escritor.

El último trozo de este segundo capítulo XXII recoge la aventura quijotesca de más rancio abolengo mítico, el descenso a la cueva de Montesinos, parodia, entre otras cosas, de todos los descenos de la literatura universal. Téngase en cuenta todo lo que ello representa respecto a la noción borgiana de la literatura como reelaboración. No hay tema máximo más repetido por el hombre. Téngase en cuenta, asimismo, lo que encierra de fusión perspectivesca de realidad y ficción ese viaje subterráneo del héroe cervantino... Y es precisamente en este punto, ante la extraordinaria complejidad que representa el descenso quijotesco, que el lector empieza a darse cuenta de que Borges, al implantar esa ambivalencia respecto al capítulo XXII, le induce, sonriente, a una inacabable búsqueda. Hay en juego tal complejo de ironías, parodias y reflexiones que es imposible tratar de hacerles justicia en un breve comentario.

Los tres capítulos determinados resumen, inmejorablemente, la justificación del Quijote en el mundo borgiano. No es accidental. El propio Borges nos lleva al Quijote, al mismo texto, y por la razón general que Goytisolo capta al comentar el sentido esencial que la lectura cervantina tiene para la literatura contemporánea:

La novela de Cervantes es un relato de diferentes relatos, un discurso sobre discursos literarios anteriores que en ningún momento disimula el proceso de enunciación; antes bien, claramente lo manifiesta. La historia del personaje enloquecido por los libros de caballería se trueca así, de modo insidioso, en la historia de un escritor enloquecido con el poder fantasmal de la literatura. Si el juego constante del enlace entre las partes y el todo por un lado, y las palabras y la estructura por otro se presenta en forma de una espiral en la que el número de vueltas es proporcional a la plenitud y complejidad del sistema, en el caso del Quijote el movimiento helicoidal es prácticamente infinito. Cervantes ha tocado todas las teclas y registros del juego. Por eso, cuando abandonando el “realismo” de corto vuelo predominante en los últimos siglos, la vanguardia de hoy intenta devolver a la novela sus posibilidades de expresión perdidas o mantenidas en barbecho, deliberadamente o no, huella el ámbito cervantino.

El análisis de “Pierre Menard” nos suministra un excelente ejemplo de este proceso deliberado en Borges de renovación narrativa.

Borges es un autor difícil; de él aprenderemos poco sino llegamos a él "aprendidos" en muchos temas. Igualmente, podría afirmar que El Quijote es un libro fácil que obliga al lector avezado a poner mucho de si mismo en la lectura. O como diría el propio Jorge Luis Borges, se puede escribir de nuevo el Quijote con las mismas palabras que utilizó Cervantes, pero dándolas el sentido que esas palabras tienen en el nuevo siglo. En concreto, el ingenioso cuento de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote, tiene como protagonista a un escritor simbolista que, para escribir otro Quijote se limita a copiar literalmente el texto de Cervantes pero pensando en el significado que esas palabras tienen dos siglos después. Borges, cuya vida discurre en la biblioteca, juega y se burla de lector con lo que tiene a mano y más conoce: las palabras.



Referencias:

Alicia Borinsky, “Reescribir y escribir: Arenas, Menard, Borges, Cervantes, Fray Servando”, Revista Iberoamericana.

Borge Luis Borges, Otras Inquisiciones en Obras completas (Buenos Aires: Emecé Editores, 1974).

George Steiner, After Babel (London: Oxford University Press, 1975).

Jorge Luis Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”, en Obras completa.

Emir Rodríguez Monegal, “Borges y Paz, un diálogo de textos críticos”, Revista Iberoamericana, No. 89 (octubre-diciembre de 1974), p. 590.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. de Francisco Rodríguez Marín (Madrid: Ediciones Atlas, 1948), V. 144.

Juan Goytisolo, “Lectura cervantina de Tres tristes tigres”, Revista Iberoamericana, No. 94 (enero-marzo de 1976), p. 10.


martes, 2 de mayo de 2023

Quijanismo versus quijotismo

Cuando se habla de Don Quijote suele incurrirse en un error: nadie recuerda su relación con Alonso Quijano. Un hidalgo manchego, de cuyo nombre nadie quiere acordarse, que un buen día, por decisión propia, se convierte en Don Quijote. El personaje inventado ha destruido a su inventor. Pero, además, cuando algún crítico recuerda al buen hidalgo, su mención suele tener carácter desestimativo.

Hora es ya de decir algo que es obvio y, sin embargo, muy a pesar de este carácter, nunca es tenido en cuenta. Entre Alonso Quijano y Don Quijote no existe la menor contradicción. El Caballero de la Triste Figura no es otra cosa que el proyecto vital del hidalgo manchego y su continua y sucesiva dimensión de futuro. El personaje real que actúa durante toda la novela sigue siendo, sin duda alguna, Alonso Quijano, aún cuando el genio de Cervantes nos lo haya hecho olvidar completamente. Así, pues, conviene advertir que Alonso Quijano y Don Quijote no son dos personajes sucesivos, ni aun dos etapas sucesivas de un mismo personaje, sino dos actitudes vitales que colaboran simultáneamente en la creación de la personalidad de nuestro héroe. Es cierto que el proyecto vital puede modificarnos totalmente, y en tal caso equivale a una verdadera "conversión". En efecto, Alonso Quijano, el hidalgo manchego, se convierte —hasta cierto punto—- en Don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura. Pero creo que conviene hacer varias aclaraciones al respecto:

  1. Sólo se puede interpretar correctamente la personalidad de Don Quijote considerándola como un cierto desdoblamiento de Alonso Quijano el Bueno. Cada uno de estos nombres no representa dos etapas sucesivas, sino dos aspectos simultáneos de un mismo personaje, y no se pueden separar sin destruirse. El hidalgo y el caballero equivalen al plano proyectivo y al plano real de un mismo ser. No lo olvidemos.

  2. Pero, además, la relación entre Alonso Quijano y Don Quijote es mucho más estrecha y necesaria de lo que suele creerse. Se distinguen en algo; se parecen en mucho. El "quijotismo" y el "quijanismo" son actitudes vitales diversas, pero complementarias: tienen un mismo fundamento. Lo importante es saber en qué medida se articulan en la conducta del protagonista.

No juzgo necesario hacer hincapié sobre las peculiaridades del "quijotismo". Es el aspecto más certeramente estudiado del Quijote. Trataremos de destacar únicamente su rasgo más conocido y definidor: la idealización de la realidad interpretándola desde un punto de vista único: el ideal caballeresco. (Conviene repetir de cuando en cuando que Don Quijote no es un puro idealista: su idealismo tiene un carácter histórico y concreto muy definido: el ideal caballeresco -De aquí proviene el anarquismo individualista de nuestro héroe, apuntado por Menéndez y Pelayo-). La ilusión modifica su percepción del mundo y ve las ventas como castillos, las rameras como damas y los molinos de viento como gigantes opresores.

Ya sé quién soy, Don Quijote,

gracias a ti, mi señor,

y sé quién es nuestra España

gracias al divino amor.

Salía el sol por la Mancha

atando saliste a la flor

de tus hazañas de ensueño

dándole al cielo esplendor.

Espejo del alma andante,

caballero del error,

erraste entre los embustes

del protervo encantador.

¡No es sólo sueño la vida,

que es engaño, y el honor

es conquistar lo soñado

con sueño reparador!


En estos versos del Cancionero, de Miguel de Unamuno, se delimita de manera muy próxima lo que a nuestro modo de ver constituye el meollo del quijotismo.

Considerado desde la vertiente "quijotesca", la peculiaridad más relevante de nuestro héroe consiste en "dar por cierto lo soñado". Recordemos que cuando Sancho establece ciertas comparaciones impertinentes, acertadas y provechosas, entre la princesa Micomicona y Dulcinea, Don Quijote —la ilusión no se cuenta con los dedos— se sale literalmente de sus casillas y le contesta, tartamudo y airado, de este modo:

"Decid, socarrón de lengua viperina, y ¿quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante y hecho a vos marqués —que todo esto doy por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada— si no es el valor de Dulcinea tomando a mi brazo por instrumento?" (I, XXX).

Ya está ganado el reino, descabezado el gigante y Sancho Panza, sin haberse enterado, ya es marqués y desagradecido, pues no comprende que debe el título a Dulcinea. Recordemos también los pensamientos de Don Quijote cuando descansa, bizmado por los yangüeses, en la venta.

"Imaginó haber llegado a un famoso castillo, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida por su gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella noche a furto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza. Y teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver. Y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina Ginebra con su Dueña Quintañona se le pusiesen delante" (I, XVI).

En otro pasaje en que Don Quijote se coloca en esta misma actitud de dar por cierto lo soñado:

"y porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo cuando esperaba palmas, triunfos y coronas grangeadas y merecidas por mis valerosas hazañas me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces" (II, cap, LIX).

La ilusión modifica la percepción sensorial de Don Quijote, le hace ver lo que no tiene ante los ojos y le lleva continuamente a considerar realizados sus sueños. Desde la vertiente del "quijotismo" la cualidad más destacada de nuestro héroe estriba en "dar por cierto lo soñado". Abandonemos esta cuestión: nos interesa más considerar en qué consiste el "quijanismo".

Recordará el lector que habíamos dicho anteriormente que quijotismo y quijanismo son actitudes vitales complementarias que giran alrededor de un mismo eje: la indistinción entre la apariencia y la realidad que es tan característica de nuestro héroe. Pero no hay tal indistinción. Conviene dar un paso hacia adelante y deslindar el tema. El quijotismo estriba, en fin de cuentas, en convertir la realidad en ilusión. Bella, noble y utópica actitud. El quijanismo estriba, en cambio, en convertir la ilusión en realidad. Bella, noble y ejemplar actitud que en su día discriminaremos punto por punto: es una de las intuiciones cervantinas más sorprendentes y originales.


Quijanismo:



Quijotismo:


Convierte la ilusión en realidad

Convierte la realidad en ilusión

Es la verdad vital

Da por cierto lo soñado

Su ilusión le da la esperanza que le hace vivir

Le da libertad para hacer

Cordura: aburrimiento

Locura: juego



Principales diferencias que se aprecian en la actitud de nuestro héroe entre la Primera y segunda Parte del Quijote

 


Primera Parte

Segunda Parte


Las salidas

1ª y 2ª La hace al azar

3ª Determinación de ir al Toboso

Busca la aventura

Busca "la bendición y buena licencia de la sin par Dulcinea”

La acción

Todo ocurre en tres días, tanto en la 1ª, como en la 2ª salida

En la 3ª salida no ocurre nada en los primeros tres días

Relación con Dulcinea

De carácter placentero

De carácter melancólico

Actitud de DQ

Enfrentamiento con la realidad (saliendo apaleado de la aventura)

Interior. Enfrentamiento consigo mismo

Dulcinea

Un ser idealizado

Existencia real

Aldonza Lorenzo

Esperanza de un recuerdo

Un ser ideal.

Recuerdo de una esperanza

Ideal

Justicia

Amor

Postura donde lo situa el Ideal

En contradicción con el mundo

En armonía con el mundo

La Fe de DQ

Solitaria, de adolescente, gratuita y total. Certidumbre en sus visiones

Conseguida, dolorosa, con desfallecimientos, y necesidad de ser compartida

Vertiente que predomina

Quijotismo. Predomina la locura

Quijanismo. No es un loco, es un crédulo