En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 23 de agosto de 2022

La verdad poética


Luis Rosales y Gonzalo Torrente Ballester propusieron sobre el Quijote las teorías que más han llamado mi atención de todas cuantas hasta la fecha he leído. Si para el primero el fundamento de obra el la libertad, para el segundo es el juego. Reparo y pienso que en el fondo ambos van por el mismo lado: la libertad consiste en en hacer o decir cosas, en expresar ideas y tener el suficiente poder para que esas ideas calen en la sociedad. De la misma manera me digo que una de las formas para expresarse o moverse con libertad sin duda es el juego (jugando podemos hacer cosas que en la vida cotidiana nos son vedadas)

La literatura es un caso de esquizofrenia permanente -la locura puede ser otra de las formas de libertad: a un loco se le permiten cosas que se le niegan o prohíben al cuerdo-. Pero es que en la literatura, la locura tiene poco que ver con la medicina, es una locura de diseño, en resumen un juego, en el que lo supuestamente real queda comprometido por una verdad poética diferente que, extraída de los presupuestos comunes y compartidos, completa la comprensión del mundo. Hay críticos muy grandes, pero a mí, -no lo puedo remediar-, todo me lleva a Rosales y a Torrente, verificados ambos por otro de los grandes, el profesor granadino Juan Carlos Rodríguez. Ni mucho menos desprecio las teorías de Ortega, Closse, de Unamuno, de ninguno…

Olvidado está ya aquello que daba por sentado que el propósito que guiaba a Cervantes al escribir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha era acabar con las novelas de caballerías. Partamos de que la literatura siempre ha tenido como objetivo precisamente el de alimentar lo imposible, para de ese modo acaso lograr lo posible.

Los que efectúan el escrutinio de la biblioteca de don Quijote –el barbero y el párroco, graduado por Sigüenza (no debemos obviar la ironía burlesca del divino manco), metidos a críticos literarios– conocen las obras maestras del género, a las que salvan de la quema –no obstante se queman inocentes, como declara el narrador: los libros no son los culpables, al menos los buenos–. Cervantes, en todo caso, parece condenar los malos libros, ya que después de siglo y medio de letra impresa, el caudal de publicaciones empieza a desbordar y ahogar –como dice el propio protagonista en el capítulo 3 de la segunda parte, algunos componen y arrojan libros como si fuesen buñuelos–.

Ahora bien, si el propósito no es el de censurar y condenar la ficción caballeresca, a pesar de que toda la obra parece basarse en los desvaríos de alguien que ha perdido la razón por embeberse de ella, ¿cuál es? Aunque quizás no importe demasiado dónde estriba la finalidad de una obra de pura literatura. La vida no puede entenderse sin la ficción, no solo como recreación sino como fundamento de su progreso. Como afirma Rosales, lo real no consiste en lo que la mayoría acepta como tal, y quizás no exista sino en la acumulación de todo, incluidos sueños, deseos, desvaríos e inverosimilitudes. Nuestro héroe acaso sea el único cuerdo en un mundo alocado.

Comencemos por el título, ya significativo y extraño por el cambio entre la primera y la segunda parte, entre un hidalgo y un caballero. Sin embargo el título lo caracteriza de ingenioso que ya el Diccionario define como hábil, sutil y que tiene ingenio, término que se define como “Facultad para discurrir o inventar “. Así que nuestro hidalgo es hábil, mañoso, sutil, de gran inventiva, artificioso. ¿Pero en todo momento? Aparentemente, y así lo señalan varios personajes a lo largo de la obra, tan sólo pierde el buen juicio y la capacidad de razonar en lo tocante a la caballería; mientras que en el resto de las situaciones es cabal, cuerdo, sensato y…como ha de ser el común de los mortales. ¿Pero la anormalidad, la excentricidad ha de ser reprendida y repudiada? ¿Lo cree así Cervantes? La clave puede ser el juego, la locura de diseño del héroe, un héroe que irónicamente ni siquiera es noble y frisa los cincuenta.

La misión que se impone el nuevo hombre, el hombre vuelto a nacer, el superhombre, es, entre otros menesteres, la de deshacer tuertos –no entuertos como tantas veces se tergiversa–. Es decir, no sólo resarcir de agravios, injurias y sinrazones, o enderezar lo torcido, sino también dar vista a los que sólo ven la mitad de la realidad, puesto que carecen de un ojo; a los que ven de manera simple, no doble; a los casi ciegos: toma sobre sí la tarea misericordiosa del Hijo del Hombre, procurando dar vista a los que no ven sino lo que la razón les presenta. Don Quijote –que sabe quién es– mediante el juego alumbra el camino por el que encontrar que no todo es lo que parece.

Don Quijote plasma el anhelo romántico de hacer de la vida una obra de arte. Él decide extraer del vulgar y adocenado Alonso Quijano el ser que viva estéticamente y que justifique la existencia. Él opta por existir –con ese significado tan caro a Unamuno–, por salir de su casa y de sus casillas, en las que no puede respirar, ya que el oxígeno viene de la imaginación que le impulsa a realizarse, a hacerse real, más allá de las cortapisas que la estrechez de lo esperable exige. Por ejemplo, Dulcinea es ensalzada por su imaginación, y lo importante es que todo es como él lo imagina y desea. De ahí que la locura del héroe compense la precariedad de la vida racional, gris y sin libertad.

Y cuando sale en sentido físico de su perdida aldea lo hace por la puerta falsa –que puede que signifique algo más que la puerta trasera que da al campo–, o de noche –como en su segundo viaje–, a oscuras y en celada, sin ser notado. Y ello nos muestra que lo falso y lo nocturno es uno de los alimentos de la imaginación con la que contrarrestar la indigencia de lo inmediato, de lo temporal, de lo mortal. Y claro, para que esta existencia sea real, ha de haber alguien que participe, alguien a quien iniciar en los misterios de la nueva fe, alguien a quien mostrar la belleza de lo escondido. De ahí que la aparición del eterno compañero, de su alter ego, de otro como complemento, de otro con quien jugar, de otro ante el que de exhibirse.

Es por ello que Cervantes incide en que las dos primeras salidas del héroe dan al campo de Montiel, donde se hallan los molinos, o gigantes. En la primera, en que don Quijote camina solo, los molinos-gigantes no aparecen; o mejor, están ahí, pero tan sólo son molinos, enormes construcciones que hoy nos parecen reliquias curiosas y turísticas, pero que en la época del caballero tenían que afear el paisaje. Es decir, no hay nadie ante quien demostrar el valor de enfrentarse a los monstruos de la vulgaridad, de la industria, de la técnica que nos inutiliza, como lo entendió Unamuno.

Sin embargo, el segundo viaje, ya con Sancho como testigo de las proezas, vuelve a hacerlo saliendo por Montiel, y entonces descubren lo que el narrador y Sancho afirman ser molinos. Don Quijote es el primero que, como los románticos, comprende la alienación que provoca el avance de la máquina y nos previene, luchando contra ello. Esta aventura, acaso la más celebrada y conocida de todas, repetida como epítome de la locura del héroe, podría haberse situado en la primera salida, y sin embargo es dilatada a la segunda salida, con Sancho como compañero espectador de su juego.

En su primera salida, miraría los molinos con el ceño fruncido de ecologista contrariado y el alma apenada ante la atrocidad. Sin embargo, con Sancho al lado, puede desafiarlos, puede jugar con ellos, sin importarle que no le comprenda. Por otra parte, el primer día de su primera salida, en el caluroso mes de julio, el narrador dice que no le ocurrió nada digno de contarse, y que el caballero se desesperaba porque necesitaba probarse. Si realmente fuese un pobre trastornado, alguien falto de seso, habría encontrado cualquier ocasión para ver enemigos, y más con un calor atroz en el julio manchego: pero no hay nadie, y por consiguiente no tiene sentido aparentar; no puede divertirse sino es en compañía. Nuestro héroe es un niño que juega, un poeta que inventa y modifica la realidad, un actor que interpreta con gran realismo y riesgo las escenas difíciles.

Fe es creer lo que no vimos, lo que no somos capaces de ver. El mismo héroe se refiere a la gracia como el estado en que se jura y se cree aquello que no se ha visto (a propósito de la belleza de Dulcinea), de lo cual sus interlocutores, los mercaderes que van a Murcia, se quedan asombrados. Quienes aceptan la fe y esos mismos principios aplicados a cuestiones religiosas –sin entender que el héroe también representa a la religión en su sentido más puro–, se asombran de eso mismo en otros contextos: obvio en quienes viven apegados al comercio y a las ganancias materiales, dando la espalda a la vida de la imaginación. Es curioso, en definitiva, cómo todos los que se burlan de don Quijote y no dan crédito a nada de lo que él dice sobre sus caballerías ni de lo que recogen los libros de semejantes historias, creen a pies juntillas lo que cuentan otros libros inspirados y para ellos absolutamente veraces.

Otra situación, entre multitud de ellas, que refleja la actitud crítica de Cervantes a propósito de las fidelidades a los contenidos de determinados escritos, repudiando esos mismos contenidos en otros, es el diálogo entre un ventero, el cura y el barbero (I,32). El ventero, iletrado frente a los otros dos –poco más leídos–, teme por los libros que posee, entre los que se mezclan novelas de caballerías con relatos edificantes. La sanción del cura es que los de caballerías son mentirosos y disparatados, mientras que los otros son historia verdadera –como la Biblia donde también aparecen gigantes como Golias–. Y, por otra parte, este mismo ventero, como hará después don Quijote, argumentan que si tales obras mendaces y exageradas como tildan a los libros de caballerías, son dañinas, ¿cómo es posible que tengan el permiso y la licencia reales, e incluso eclesiásticas? Argumentación sensata que revela, la sutil ironía cervantina.

En el capítulo XLIX, el canónigo insta a nuestro héroe a leer la vida de los auténticos caballeros, así como el libro de los Jueces, de la Sacra Escritura, porque ahí se encontrará la verdad. Don Quijote, tras cerciorarse de que le conmina a abandonar la lectura de las novelas, sustituyéndolas por otras, comienza un discurso en el que critica –por supuesto veladamente, ya que la sombra de la Inquisición es demasiado larga– quién y cómo se arroga el fundamento de la verdad de lo escrito, ante hechos igualmente inverosímiles. Historias tan fantasiosas e inverosímiles como las que aparecen en la Biblia no se cuestionan, debido a la supuesta autoría. El caballero defiende eruditamente la existencia de todo tipo de héroes, mezclando ficticios e históricos –aunque ambos igualmente reales, al haber sido pasados por el tamiz de la imaginación recreativa–, equiparándolos: es decir, los beneficios recibidos de sus historias coinciden, por lo que no ha de rechazarse la ficción como mentira, sino como otra forma de aprehender lo que necesita el hombre para crecer. Y es que la ficción no es ni verdad ni mentira, es imaginación, a su vez parte de nuestra realidad, de nuestra verdad poética.

En el noveno capítulo de la primera parte, el narrador hasta el momento –al que podemos llamar cristiano– señala que carece ya de noticias de la historia del caballero. Después encuentra un manuscrito escrito en árabe que contiene el resto de la historia –artificio más o menos usado por las novelas de caballerías–, pero que como él desconoce dicha lengua ha de mandar traducir a un morisco, del que nada se sabe, ni siquiera si traduce correctamente. Es decir, que Cervantes nos pone sobre su aviso, ya que el resto de la obra consiste en la traducción por parte de un incierto individuo de un libro escrito en árabe y comentado por un cristiano que suele pecar de racista y de ingenio limitado. Es como si nos dijera «cuidado, lector, con lo que aquí tienes: las cosas no son lo que parecen; no es ni bacía ni yelmo, sino un baciyelmo que depende de quién lo mira y desde qué perspectiva. El perspectivismo también está en Cervantes.

El héroe, al conocer que se han escrito sus hazañas, reflexiona sobre quién habrá sido el autor que las ha dado a la estampa: si es un sabio amigo, lo habrá tratado bien; si es un enemigo, lo habrá vituperado. De hecho –y esa es una de las innumerables genialidades de Cervantes– dos han sido los que han escrito las historias de sendos caballeros, con diferente tratamiento, de modo que el autor de la obra apócrifa lo desmiente y desautoriza a favor del advenedizo don Quijote de 1614. Al universo ficticio se incorpora la realidad editorial, lo que provoca transfusión de ambos mundos: la ficción se superpone a la realidad, y ésta queda ficcionalizada. De ahí, que la figura del héroe preexista a sus historiadores y continúe existiendo tras ellos, ya que la creación de la imaginación –y el caballero empeña su vida en recrear el mundo con el molde de su imaginación–, la ficción, es la parte más poderosa, compleja, consistente y verdadera de la realidad.

La segunda parte nos aporta infinidad de ocasiones en que dudar de esa locura del caballero tan aceptada por todos los personajes, ya que don Quijote, cansado de inventarse las ocasiones de demostrar su superioridad, a costa de parecer poco cuerdo, se aprovecha de la fama adquirida, para jugar, para recrearse en las invenciones que los demás le ofrecen.

Tras la aventura de los leones –aventura que la equipara a otra no menos famosa ni ficticia, celebrada en la historia como ejemplo de valor, protagonizada por un Cid literario–, el Caballero del Verde Gabán piensa que don Quijote es en el hablar concertado, elegante y bien dicho, pero en el actuar es disparatado, temerario y tonto. Sin embargo, la acción, cualquier acción, es la raíz de todos los males, por lo que las de nuestro héroe no son más disparatadas que las de los demás: actuar es desbaratar el orden de las cosas; hablar es buscar una construcción de la realidad que satisfaga y compense el dolor de vivir. Y don Quijote demuestra con su verdad poética, con su actitud, esa necesidad estética del mundo.

De igual modo, don Diego de Miranda se pregunta por el tipo de locura que hace que el derretimiento de los requesones le parezcan a don Quijote el reblandecimiento de los sesos causado por los encantadores, sin reparar en que el genio reside en transformar lo ridículo, vulgar e impúdico en algo sublime, extraño y anormal, adecuado a la necesidad de extraer lo maravilloso de lo cotidiano.

Y, finalmente, se admira de la espantosa temeridad de provocar una pelea innecesaria con los leones –como si hubiera alguna pelea necesaria, y no fueran todas en el fondo evitables, dice Ortega (yo no me atrevo a afirmarlo)–. Don Quijote que capta y penetra el pensamiento del acompañante procede a aleccionarle, en uno de tantos ejemplos de lucidez, sobre los términos de la grandeza de la temeridad que puede alcanzar la valentía, frente a la cobardía que jamás será grande. La temeridad, acometer acciones peligrosas, como todas, sin una necesidad, representaría el grado más artístico del actuar, ya que refleja la acción desinteresada en estado puro, por esa falta de objetivos concretos y prácticos. Nuestro caballero es temerario, arriesgándose a que lo tomen por un pobre loco o necio. La cobardía consiste en no sacrificar la opinión o la impresión que los demás tienen de uno.

En esta parte, hasta el narrador, o el comentarista, o el traductor morisco – puesto que no sabemos de quién es la vacilación–, duda sobre algo tan aparentemente tan preciso como la vivienda de don Diego: castillo o casa. Es decir, sea casa o castillo, la imaginación del protagonista lo transformará en lo que mejor convenga a su juego, por lo que los demás tan sólo han de adaptarse a la dimensión ficticia de la realidad de don Quijote.

El lector puede plantearse la razonable ambigüedad de la locura de don Quijote, en perspicaz y ladino aviso que el héroe lanza a Sancho sobre lo que vio en el cielo montado sobre Clavileño: Sancho también penetra las apariencias, pero don Quijote duda sobre la imaginación de los demás, por lo que cuestiona lo que constantemente pretende que los otros crean de él. Admirable e inteligente aviso, puesto que le pone como condición para creerle que él, Sancho, le crea sobre las maravillas que contempló en la cueva de Montesinos, advirtiéndole –quizás con un escondido guiño– que no hay más que hablar. Ya están ambos bajo el embrujo del juego de los espejos, de la vida de la imaginación: ambos se compenetran y saben qué pretenden ante los demás.

Y Sancho inmediatamente les pide a los duques un imposible: para qué gobernar sobre un grano de mostaza a unas avellanas –la realidad de aquí es tan ínfima, tan nadería que la locura más absoluta es la de sufrir por poseerla –, si puede hacerlo en el cielo. Sancho aspira a lo infinito, a lo imposible –una vez que lo ha visto y sentido con la imaginación–, despreciando lo finito: Sancho ya se ha romantizado plenamente, se ha idealizado, se ha quijotizado.

Los burlados demuestran su templanza y superioridad moral, ya que son los burladores los que comenten las faltas y han de ser sancionados. Sancho gobierna con mejor tino que monarcas y emperadores, él un simple aldeano contagiado de la locura de un pobre hidalgo; y el maestresala se inclina ante su sabiduría e ingenio, de modo que quienes han maquinado el juego de la ínsula para reírse, han de quedar avergonzados. Si, aunque los demás creyeran estar mofándose de ellos –que como dice Cide Hamete, los burladores eran muy tontos al poner tanto ahínco en burlarse–. Qué mayor locura que creer burlarse de alguien, cuando éste ha cubierto sus esperanzas, ha acariciado sus deseos: la aspiración más pura y plenamente cuerda es la que se hace real, la que se satisface. Nuestros protagonistas son lo que decidieron ser; ellos son los héroes de la historia; ellos han triunfado sobre los mediocres y falsarios que emplean su imaginación tan sólo para burlarse del presuntamente débil.

Y es altamente sospechoso que sea después de ochenta y dos capítulos (II,31) dando por sentado que Alonso Quijano ha enloquecido y cree firmemente que es un caballero andante, cuando el narrador dice que, al ser recibido y agasajado a la llegada al castillo de los duques, fue el primer día en que creyó ser caballero andante verdadero, y no fantásticamente. Hasta ahora, por consiguiente, ha sido consciente –por lo tanto, con una fingida locura en el mejor de los casos, una locura que le divierte, aunque los demás lo maltraten– de que lo anterior era un juego imaginario, poético. Ahora, cuando los demás ponen todo su empeño en decorar el mundo a la medida de su imaginación, ha logrado ser auténtico caballero –de ahí el título de la segunda parte–, puesto que ha transformado a quienes andan a su alrededor: no necesitaba exprimir su inventiva para sentirse así, todos colaboran en que así sea.

Y llegamos al punto que don Quijote es derrotado por el caballero de la Blanca Luna en digno combate. Éste había fracasado en una lid anterior bajo el nombre del de los Espejos, y desde entonces el bachiller se sentía humillado, nueva muestra de que quienes quieren salvar a don Quijote, participan de una más rara locura. Pues bien, camino de su aldea, el caballero dice que darán vado a sus imaginaciones y se harán pastores. Escoge los nombres adecuados a la nueva empresa y reparte las actividades de cada uno. ¿Una nueva locura? ¿Un nuevo juego? Nadie admite la idea de que la lectura de las novelas que están entonces de moda, las pastoriles, causen un nuevo trastorno en Alonso Quijano. Lo que ocurre es que el héroe, que ha decidido hacer de su vida un proyecto de su imaginación, que se ha empeñado en transformar la realidad simple en una compleja obra de arte, que ha revestido el mundo de literatura extrayendo el fenómeno estético escondido, acepta las reglas del juego. El intruso caballero de la Blanca Luna le obliga a dejar las armas durante un tiempo. Un loco verdadero probablemente hubiera hecho caso omiso de tal acuerdo. Pero él lo acata y siente –no olvidemos que tiene una edad avanzada para la época y que hasta que se atrevió a ser caballero su vida debió de ser bastante aburrida– que necesita de su fantasía, optando por lo pastoril, forma altamente poética y en la que también plasmar sus ansias de libertad y de expresar el amor que su corazón alberga: la imaginación gobierna y conduce la vida de los héroes.

La tragedia se desencadena al final. En su lecho, tras haber descansado de la dura vida a la que ha sometido a su espíritu, parece reconocer sus errores y el estado enajenado en que la desordenada lectura lo había puesto. Hace testamento y abjura de su condición. Aquí se trasparenta el gran fracaso del héroe, el fracaso del hombre que no se hace compatible con la realidad. Don Quijote transgredió las normas, las fronteras de lo real, y se le dio un ardite de las opiniones de los demás. Vivió, existió, breve pero intensamente, modelando el mundo, cambiándolo, para siempre. Pero la muerte mata no sólo el cuerpo, sino las ilusiones. No podía soportar la idea, puesto que no fue comprendido ni habría encontrado modo de convencer a los demás –tan sólo Sancho fue iniciado, mediante el ejemplo–, la idea decimos de ser recordado como un pobre hombre bueno, que no hizo mal a nadie pero que perdió el seso y vivió como un tonto. La muerte fue su debilidad. La muerte le provocó el único ataque de cobardía, a él que plasmó en el mundo el valor, con el ejemplo de su vida. Sin embargo, en esa libertad poética comienza su inmortalidad.



Referencias:

Rodríguez, Juan Carlos. El hombre que compró su propio libro. Barcelona, Debate, 2003

Rosales, Luís: Cervantes y la libertad. Madrid, SP 1960.

Torrente Ballester. El Quijote como juego. Barcelona. Destinolibro, 1988

Unamuno, Miguel. Vida de don Quijote y Sancho. Madrid Cátedra, 2005.

miércoles, 17 de agosto de 2022

La pitanza del Quijote

  

Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, 

y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano... (Quijote, I, X)

 

Duelos y quebrantos los sábados”

 


A diferencia de los libros de caballería del siglo XVI, los héroes del
Quijote comen y beben, y hacen sus necesidades. Don Quijote come solo lo justo, incluso menos de lo que necesita, y Sancho Panza todo lo que puede, cuando tiene qué comer, aunque no tanto como dijo el autor del apócrifo. Es al principio de la novela donde Cervantes nos describe el “condumio” semanal que en casa de don Quijote el Ama cocinaba:

Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda” (I, 1).

Hoy, que tomo café con él, le pregunto a mi amigo Vicente, que es de La Solana -y si no lo sabe todo, puedo afirmar que sabe mucho-, que qué manduca es esa de los “duelos y quebrantos” de la que habla Cervantes en el Quijote. Vicente me mira y me sonríe con la tostada en mano, y yo ya sé que se va a explayar.

- No esperaba menos, amigo Pepe -me dice-. Después de la sesión de las cuevas de Medrano y Montesinos (eso fue en nuestro anterior encuentro), me estaba barruntando que hoy seguiríamos con el Quijote. Para un manchego los “duelos y quebrantos” no ofrecen duda alguna del tipo de plato que es, y los ingredientes que son necesarios para su elaboración, para los de fuera, puede que el nombre no les aporte ninguna pista y, solo, como es tu caso, les suena que en el Quijote se nombra este plato. -Carraspea y añade-. -Por lo que he leído, solo se nombra así, con este singular nombre, en ediciones en español, pues en las ediciones de otras lenguas, prácticamente en todas, está traducido como “tortilla de huevos” o “huevos con tocino”.

- Lástima, porque en español, suena precioso, y quizás algo misterioso -y le repito el nombre del plato-: Duelos y quebrantos.

Entonces con clara intención pedagógica se pregunta en voz alta:

- ¿Pero realmente qué son los “duelos y quebrantos”? -Cierra los ojos, abre las manos de forma expresiva para acudir a fuentes académicas, y se sacá su celular del bolsillo. Comienza a hablar en tanto que con cierta habilidad teclea en la pantalla del móvil-. Antes de explicar qué son hoy en día, conviene acudir a la primera definición que del plato se conserva en el primer Diccionario de la Real Academia Española, conocido como Diccionario de Autoridades. En el tomo tercero, letras D.E.F del año 1732, podemos leer: “Duelos y Quebrantos. Llaman en la Mancha a la tortilla de huevos y sesos”. Hoy es un revuelto de huevos con tocino, chorizo y jamón, al que en determinados lugares se le pone también sesos de cordero, como en en el caso de Tembleque.

Simulo un verdadero interés, mejor dicho, manifiesto un verdadero interés, y digo:

-Ya, pero el misterio sigue, ¿verdad? ¿Por qué se llama así este plato tan sencillo? ¿Tiene algo que ver la religión en el nombre?

- Puede. -me dice, dando un sorbo al café y haciendo una larga pausa-

Guarda su móvil en el bolsillo y continua hablado, disfrutando como si fuese un tema que hubiera preparado la noche antes.

- Al hispanista, erudito y músico irlandés Walter Starkie (Vicente también es músico; mejor dicho es músico y también muchas cosas más), en su viaje a pie que hizo por la Mancha, en 1935, le explicó un mesonero de Campo de Criptana su significado, con, más o menos, este diálogo:

¿Qué cenaré esta noche? ¿Por qué no “duelos y quebrantos” siendo sábado?

¿Usted sabe por qué lo llaman “duelos y quebrantos”? –le preguntó el mesonero.

Supongo que se refiere a los desperdicios de la carne que son la comida del pobre.

Ya se conoce que no es usted manchego, sino no diría eso. “Duelos y quebrantos” son términos estrictamente manchegos. Los pastores aquí desempeñan un puesto de confianza cerca de sus amos y son responsables de cada oveja que está a su cuidado. Si muere una por accidente el pastor la desuella y cura la carne con sal y ajo. Luego, el sábado, día de entregar la cuenta va a ver a su amo y le enseña la piel como prueba de que el cordero ha muerto. Entonces él se lleva la carne para cocerla en su casa. La pérdida del cordero es una pena (duelo) y un “quebranto” para el amo. He aquí la explicación. Este es el origen del nombre del plato, puesto por los propios pastores manchegos. Realmente sería un revuelto de huevos con los sesos de la oveja o cabra muerta recientemente, ya que esta parte no se podía conservar, y la consumían ese mismo día en el campo, sabiendo que sería un “duelo y un quebranto” para su amo cuando conociese la noticia.

- ¿Y no tiene nada que ver con los moriscos conversos?

Y Vicente que es también un señor muy leído, me dice:

- Algo sé de eso por los libros, que no por tradición manchega. Sé de otra hipótesis enraizada en las creencias religiosas de árabes y judíos que se convirtieron al cristianismo, en la España del siglo XV y XVI, a los que, en esta parte de la Mancha, se les invitaba a comer un revuelto de tocino con el que “acreditar” su nueva fe. Siendo para muchos de ellos un “duelo” y un “quebranto” para su fe verdadera, a la que nunca renunciaron, el tener que comer un plato con cerdo, un animal impuro para ellos.

- Si, esa versión la había oído; es parecida al “¡qué le den morcilla!” de La Alpujarra.

- Claro, podríamos decir que es lo mismo. -Y añade-. Yo soy manchego, he conocido a pastores en mi propia familia y he comido sus sencillos guisos. Siempre que me preguntan por el significado de los “Duelos y quebrantos” respondo como lo hicieron con Starkie. Ese es el origen de este sabroso plato, que aunque ahora esté más elaborado, nunca llegará a tener ese aroma que le impregna la sartén y la lumbre de unos sarmientos, o las pequeñas ramas secas de una vieja encina, más el placer de comerlo "a sopas de pan" pinchadas con la punta de una afilada navaja de Santa Cruz de Mudela o de Albacete, al socaire del aire solano detrás de un majano de piedra caliza, con el aroma de tomillos y romeros, mientras el fiel perro pastor espera paciente a que una de esas sopas de pan candeal, “ilustradas” con este manjar manchego, caiga al suelo, o le arroje su compasivo dueño.

Hace un alto en el que parece recordar algo, en el que atisbo un punto de emoción, que respeto, y termina con una frase llena de bucolísmo pastoril.

- A unos pocos metros las ovejas que, entre las encinas, pastan tranquilas en los rastrojos, vigiladas siempre de reojo por el pastor y su perro... No puede haber en el mundo restaurante alguno que pueda ofrecer ese momento sublime para los cinco sentidos, por muchas estrellas Michelín que tenga colgadas en sus lujosas paredes.

- ¿Y los gazpachos? - Pregunto, dando el tema anterior por zanjado-.

- Los gazpachos manchegos, que nada tienen que ver con los de La Alpujarra, son también parte del “condumio” de mi tierra que explícitamente está nombrado en el Quijote..., pero eso lo dejamos para otra ocasión que si no no hay manera de verte. Bueno solo te adelantaré que los pastores manchegos no pierden mucho rato con la sartén, que sus comidas suelen ser más sencillas, o menos elaboradas.


lunes, 15 de agosto de 2022

Otros protagonistas del Quijote


El picaro Ginés de Pasamonte, el bachiller Sansón Carrasco y los caballeros don Diego de Miranda, don Antonio Moreno y don Alvaro Tarfe son personajes para los que la trama reserva un importante destino. De uno u otro modo, todos tienen, como don Quijote, su razón de ser en la literatura y por ello sus existencias se traban con la del hidalgo, contrastan con ella o le sirven de piedra de toque. Ginés de Pasamonte, antes Ginesillo de Parapilla y luego maese Pedro, es pura y simplemente literatura. En sus diferentes vidas se encarnan, de un plumazo, la picaresca toda, el teatro y los problemas de la narrativa de ficción. Ahí le vemos caminando hacia galeras, como Guzmán; dispuesto a detallar su propia vida, como Lázaro; montando su teatrillo de títeres o debatiendo con el muchacho que narra los sucesos de la escena. Como picaro, extraña topárselo en medio del campo, lejos del espacio urbano propio del género; pero parece que Cervantes quiso ponerlo en un paisaje similar al del arranque de Rinconete y Cortadillo. Ginés comparte con don Quijote el gusto por la literatura de ficción y por las aventuras reales; y, como Sansón Carrasco, entra y sale de la vida del caballero para dar ocasión a que se ejercite su ingenioso ánimo.

El bachiller Sansón Carrasco se le presenta en la segunda parte como portador de novedades editoriales y se le intuye buen lector de libros de caballerías. Su personaje toma el testigo que el cura y el barbero sostuvieron en la primera parte. Ahora es Carrasco el que mantiene el vínculo de don Quijote con su aldea y el que deja abierta la posibilidad de volver a ella. El problema es que el burlón estudiante se deja arrastrar por los retozos imitativos de su vecino. En la primera parte era el licenciado Pero Pérez quien estaba dispuesto a vestirse de doncella menesterosa; en la segunda, el bachiller va más allá. Primero se ofrece como escudero a don Quijote con un discurso festivamente caballeresco, a lo que el burlado responde con el mismo tono bufonesco y reconociendo a su interlocutor como:

perpetuo trastulo y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses, sano de su persona, ágil de sus miembros” (II, 7).

El envite pasará luego a mayores. Con la sana intención de devolver a casa al loco, Sansón Carrasco hace lo mismo que don Quijote: se viste de caballero andante, busca un escudero en la aldea y se inventa una nueva identidad. Ya fuera por la incapacidad de los caballos o por la mala suerte, la cosa es que el viejo hidalgo derriba y vence al joven estudiante. Aquí acaban los juegos artificiales y empieza la locura verdadera. Como los duques, como doña Rodríguez o como Altisidora, Sansón termina por tomar en serio las invenciones quijotescas y se apresta para vengarse bajo el disfraz de Caballero de la Blanca Luna. El bachiller pertenece a un abolengo de personajes propiamente cervantinos en los que, como en el quebradizo Tomás Rodaja, se hace una amalgama de sabiduría y locura. Para la historia quijotesca, este impostado caballero del Bosque será el primero en insinuar la existencia inaudita no solo de otros caballeros andantes, sino de otro don Quijote, al que dice haber vencido. El caballero morisco don Alvaro Tarfe confirmará más tarde la certeza de esa probabilidad.

El Caballero del Verde Gabán
Si Sansón opone la fuerza de su nombre bíblico y su juventud a la insensata vejez de Alonso Quijano, don Diego de Miranda se presenta como un igual. Ambos comparten la condición de hidalgos provincianos, la cincuentena y las sosegadas costumbres de la aldea. Como ya ocurriera con Cardenio, los dos personajes se miran con asombro y con una suerte de reconocimiento mutuo. Luego resultará que ese examen lleva a los lectores al convencimiento de que sus vidas no son tan similares como en principio pudieron sospechar. Quizá algo de eso había intuido el andante manchego, que nada más ver a su supuesto álter ego le requiere como “señor galán” y le bautiza como el del Verde Gabán, subrayando el llamativo color de su atuendo. Pero las diferencias eran muchas más: el matrimonio, la hacienda, la cabalgadura, la biblioteca, las costumbres cinegéticas y el arrojo. A Sancho, las costumbres del nuevo hidalgo le parecen tan de perlas que no duda en tomarle por:

el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida” (II, 16).

La ambigüedad de la figura ha abierto un pequeño debate en tomo a su significado. Para unos críticos, don Diego encarna en sí todo lo que Cervantes consideró virtudes, otros lo tildan de cobarde y no pocos, siguiendo a don Marcel Bataillon (1983:792), han defendido su condición de portavoz del ideario erasmista y del epicureismo cristiano.

Cervantes se limitó a contraponer literariamente a don Diego y a don Quijote: subrayó sus similitudes y su antagonismo vital; compendió en uno la moderación y la cordura, y en otro, el exceso y la pasión. El juicio, como casi siempre en la narrativa cervantina, queda en suspenso; aunque no hay que olvidar que en el epígrafe que introduce la aventura lo presenta como:

un discreto caballero de la Mancha” (II, 16).

Pudiera pensarse que lo que en don Quijote es demasía, en don Diego es apocamiento y complacencia. Hacia esa vertiente negativa se ha inclinado la crítica a la hora de interpretar la simbología del verde en su vestimenta. Gracián afirmaba en El Criticón que el verde era “color muy mal visto de la Autoridad” por tener visos bufonescos. De ahí que Montesinos lleve “una beca de colegial, de raso verde”, que maese Pedro se disfrace con un “parche de tafetán verde”, que don Quijote luzca “una montera de raso verde” en el palacio de los duques o que a Sancho lo adornen de otro vestido “verde, de finísimo paño” (II, 23, 25, 31 y 34). Pero vaya usted saber hasta qué punto quiso llegar Cervantes con esto del color.

Lo que sí queda claro es que don Quijote quiere poner distancias con este otro yo, y por eso se lanza a la loca aventura del león. Al fin y al cabo, él era un caballero andante y don Diego no pasaba de ser “caballero cortesano”, de esos que prefieren la comodidad del ocio a los peligros de las aventuras. De nuevo son los libros los que conducen al porqué de este negocio. Márquez Villanueva explicó que la discrepancia de los dos hidalgos encuentra su explicación en la literatura (1975:154). Don Diego tiene, como cristiano erasmista, sus pocos libros de devoción, aunque parecen interesarle más los de entretenimiento. Los que no cruzan los umbrales de su pequeña biblioteca son los libros de caballerías, por más que don Quijote trate de enmendar su error. En el fondo, esos reparos hacia la literatura caballeresca son los mismos que don Diego expresa sobre la poesía. Cuando el del Verde Gabán despotrica contra las aficiones poéticas de su hijo, don Quijote se le opone con una encendida defensa de la poesía. Recuérdese que caballería y poesía eran los dos mundos ideales que permitieron a Alonso Quijano convertirse en caballero andante y renunciar a una vida similar a la de don Diego de Miranda.

Don Antonio Moreno
La de don Antonio Moreno es una existencia forzada por la impresión de Avellaneda. Sus raíces literarias se encuentran en otros caballeros humorísticos ideados por el apócrifo, como don Carlos o el Archipámpano. Es, como ellos, un personaje urbano, fraguador de burlas joviales y organizador de un juego de sortija, que nunca llega a celebrarse, pero que, en último término, remite al que se juega en la Zaragoza avellanedesca (II, 62). Cervantes hizo girar todo el episodio barcelonés en tomo a los problemas generados por el Quijote apócrifo y se sirvió de este noble para atizar en la cabeza a su contrario. No solo eso; también le robó a Avellaneda a don Alvaro Tarfe. Este don Alvaro resulta ser, como Ginés de Pasamonte, un personaje enteramente de papel. En el libro de Avellaneda se dice descendiente “del antiguo linaje de los moros Tarfes de Granada” y aparece dibujado con los rasgos de esos moros literarios de los que tanto gustaba Lope de Vega. El caballero granadino salta desde las páginas apócrifas a las de 1615 para confirmar la imposibilidad de que la imitación de Avellaneda fuera correcta y verosímil. De su testimonio se deduce que el problema no estaba en el plagiario mismo, sino en los originales que había elegido para su imitación y que resultaron ser falsos. El mismo don Alvaro Tarfe lo confirma por escrito y ante la autoridad competente: los que él conoció no eran los don Quijote y Sancho que ahora tenía delante, sino otros distintos y contrarios. No deja de ser significativo que este noble morisco, robado en el campo enemigo, sea el último de los muchos personajes que se cruzan en la vida del protagonista.

Don Alvaro Tarfe

Uno tras otro, estos seres librescos se alejan de don Quijote para continuar sus propias andanzas. Don Diego, como era de esperar, se queda en el sosiego de su casa, don Antonio acude a sus oficios en la corte y Sansón Carrasco se acoge a las obligaciones de albacea testamentario del caballero y poeta para su epitafio. Es Ginés quien, por sorprendente que pueda parecer, más se aproxima al héroe. Cervantes lo quiso subrayar con un “también”, que termina por igualar al caballero y al picaro:

(...) madrugó antes que el sol, y cogiendo las reliquias de su retablo, y a su mono, se fue también a buscar sus aventuras” (II, 27).

En el caso de don Alvaro Tarfe, Cervantes eligió una bifurcación simbólica:

(...) a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Alvaro” (II, 72).

Lo mismo sucede con el pardillo estudiante que acapara el protagonismo en el prólogo del Persiles:

En esto llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia”.

Los caminos de don Alvaro y del estudiante conducían hacia el resto de sus vidas literarias, por más que hoy nos resulten desconocidas. En los senderos de don Quijote y Cervantes esperaba la muerte a la vuelta de la esquina.


Bibliografía:

Eisenberg, D. (1991): Estudios cervantinos. Sirmio. Barcelona.

Márquez Villanueva, F. (1973): Fuentes literarias cervantinas. Gredos. Madrid.

(1975): Personajes y temas del Quijote. Taurus. Madrid.

Martín Morán, J. M. (1990): El Quijote en ciernes. Dell’ Orso. Turin.

Menéndez Pidal, R. (1948 ): “Un aspecto en la elaboración del Quijote", De Cervantes y Lope de Vega. Espasa-Calpe.

Redondo, A. (1997): Otra manan de leer el Quijote. Castalia. Madrid

Rico, F. (1996): “El primer pliego del Quijote". Hispanic Review.


martes, 9 de agosto de 2022

Luís Rosales: “Resignación alegre y melancólica”

"(...) estoy en contra de toda política, aunque sea la mía." A. Machado

Lorca escribió a Angel Barrios sobre la geografía de Granada:

Graná está maravillosa, toda llena de oro otoñal (…) todos los sitios están indescriptibles de color y tristeza”

Con una apreciación semejante se expresaba Rosales en una entrevista concedida a J. Soler Serrano:

Siempre me encantó la Granada otoñal, con jardines, con árboles, con un soto de ruiseñores en la Alhambra, con agua en las calzadas y en las barandas”.

Como lo fuera Ganivet, Lorca y Rosales son testigos de esa Granada la bella, ociosa, indolente y desmoralizada. Decía Federico que Granada era una ciudad para la contemplación y la fantasía, en donde la inercia lleva a no querer realizar y dar forma a lo que se tiene pensado y se es capaz de hacer:

En Granada el día no tiene más que una hora inmensa, y esa hora se emplea en beber agua, girar sobre el eje del bastón y mirar el paisaje (…) Me aburro terriblemente en Granada”.

Rosales la invoca en sus Soleares, como “Ciudad de la Buena Muerte”, y la recuerda “bella, triste, polvorienta y aburrida”, lo que no impide evocarla con nostalgia.

Escribía Gallego Burín en carta dirigida a Fernández Almagro:

Se va afincando en mí, cada día con más fuerza, la idea de salir de aquí. Aquí se matan todas las energías y se procuran anular todos los esfuerzos, y aunque una puesta de sol granadina o un beso de luz bien valen una vida, cuando se tiene el alma joven, no basta con este sol, con esta luz y con este ambiente.

(Gallego Morell, Antonio. 1973. Antonio Gallego Burín. Moneda y Crédito. Madrid)

Muy parecido se expresaba Rosales, aunque sus razones hayan sido fundamentalmente otras:

Viví en Granada como se vive generalmente en las provincias españolas, al menos por las personas que tienen una vocación artística, en una recia contienda con el medio que me rodeaba. Granada, desde hace muchos años, es una ciudad de emigrantes intelectuales. Nadie sabe hasta qué punto esto es un drama para la formación de la juventud. Siento haber corrido yo también este éxodo y haber venido a Madrid, a este rompeolas de las 29 provincias españolas, como decía Antonio Machado, y contribuir de este modo a la orfandad de los artistas jóvenes que en Granada se en cuentran.

(Nuñez, Antonio. Encuentros con L. Rosales, Revista Insula. núm. 224 y 225. 1965)

La vida literaria de Granada se desarrollaba en el Ateneo, el Centro Artístico y las tertulias del Rinconcillo, decisiva en la vida de Lorca, en el rincón más apartado del Café Alameda, situado en la Plaza del Campillo. En el Café Imperial, donde se reunían los componente de la revista Gallo, la animación de la tertulia correspondía a Lorca y en su ausencia a Rosales, que comenzó a manifestarse como un magnífico contertulio, culto y observador, chispeante y agudo, como escribe Molina Fajardo. Por aquellos años, Rosales, aún no se había acercado a la poesía. En una entrevista con Juan E. González declaraba:

Yo leía mucha más narrativa, pero tal vez no era que me intersara más. ¡era que me entretenía! La lectura para mí, más que un acto de obligación, de vocación de aprendizaje -como ha sido después que empecé a leer autores para estudiarlos- era un acto de puro placer (…) hasta los quince años, fui enemigo enconado de los poetas y de la poesía… a mi la poesía me parecía que no era un molde viril. Joaquín Amigo nos mostró el valor de la poesía moderna, como en un juego irónico, serio y, si es posible decirlo así, patético.

Su hermana menor, María concepción, recuerda que por aquellos años Luís andaba siempre con un libro en las manos:

Nos leía a Gerardo y a mí los clásicos, Lope… nos contaba el Quijote, sobre todo las “salidas”… y decía -¿encontrará Don Quijote a Dulcinea?-. También Platero y yo -hay que ver, qué filosofía hay dentro de Platero… ¿os dais cuenta?-, nos decía. Nosotros lo escuchábamos con la boca abierta.

(Testimonio de María concepción Rosales Camacho a Díaz Alda el 15-7-88)

Rosales se fue a estudiar a Madrid en 1932. Se separó físicamente de la cuidad, pero nunca pudo sacársela del alma. ¡Cuánto sentimiento y desengaño se deja ver en estos versos!:

Si tu quieres

iré a morir en tus brazos

Ciudad de la Buena Muerte.

En El contenido del corazón, escribió: “queda Granada aun envolviéndolo todo”. Granada es su inicio, aquí publica sus primeros versos; de aquí son muchos de sus entrañables amigos, lleva a Granada en la sangre, y después de medio siglo residiendo en Madrid, siguió conservando su acento, porque perderlo sería como exiliarse, dijo en una ocasión el poeta:

En Granada me crié, yo lo que soy es granadino, mi manera de hablar es granadina: nunca lo he desvirtuado, ni lo he pretendido. Tuve la desgracia de perder a mis padres en el año 1041, de una manera insólita… y aquello me marcó. Puede que sea la mayor razón. La muerte de mis padres no es que me separara de Granada, es que me dejó sin casa -en cierto modo, sin raíces- y sin justificación. Pero yo he ido a Granada siempre que he podido.

Un periodista, compañero de Fajardo en Granada, le preguntó: “¿Es usted andalucista?” Rosales respondió extrañado “¿andalucista? Yo lo que soy es andaluz”. En su nueva casa de Cercedilla, declaró a Isabel Montejano (ABC, 26.8.82):

Elegí este pueblo después de mucho buscar, el emplazamiento me recuerda algo a Granada, con ese perímetro de los Siete Picos, montes y sierra a la redonda”.

En 1951, vuelve a Granada en viaje de novios con María Fouz. Recuerda que en Granada tuvo su primer amor de juventud, Carmen, y aquí termina su relación con “Abril”, su compañera de universidad madrileña. En Granada todo se entrelaza y se resume. Así cierra La Almadraba, primer episodio de La carta entera:

La vida al recordar se hace tan corta.

Cabe en unas palabras.

No amamos. Hemos vivido juntos. Me llamo Luís

Rosales, soy poeta y he nacido en Granada.

La estética granadina, tan bien representada por Soto de Rojas, en su Paraíso cerrado para muchos y jardines abierto para pocos, esa estética preciosista de lo diminuto, de las cosas pequeñas, sin duda han de haber influido en el Rosales humilde y de las cosas concretas, y en el Rosales de la precisión y la riqueza verbal.

En 1930, en el Centro Artístico de Granada, dio, con gran éxito, su primer recital poético. Desde entonces fueron frecuentes sus intervenciones en el Centro. Comenta Rosales que días después se presentó en su casa para felicitarle Joaquín Amigo, intelectual de gran prestigio en Granada y uno de los mejores amigos de Lorca; desde entonces fueron inseparables.

La amistad con Federico se remonta a 1930, a raíz del recital de Rosales en el Centro Artístico, y se intensifica en 1932 en Madrid, donde tienen el mismo grupo de amigos y acuden a las mismas tertulias. La admiración de Rosales por Federico es evidente, como escritor y como hombre. Sin embargo Rosales nunca ha escrito sobre Lorca; su única contribución fue anterior a la muerte del amigo, con un trabajo publicado sobre el Romancero Gitano. Este voluntario silencio, según Díaz Alda, se habría interrumpido en la última entrega de La carta entera, que dejó sin concluir, y que quería dedicar a Lorca, como testamento poético y último tributo a su amistad, titulado Nueva York después de muerto. En Cuadernos Hispanoamericanos se publicó la “Evocación de Federico” (núm. 475, enero de 1990), que fue en origen una invocación oral, improvisada en el homenaje que le dedicó el Instituto de Cooperación Internacional en el cincuentenario de su muerte.

En la entrevista que concede Rosales a Soler Serrano, describe a Lorca de forma magistral:

Era una persona muy poco frecuente, muy poco complicada. Tenía hondura, y cuanto más hondas son las personas, menos complicadas son: era un hombre con raíces, y en las raíces no hay siempre más que tres cosas, tres cosas fundamentales. Tenía Federico una vitalidad arrolladora y triste, una simpatís desbordante y desfrenada. No solamente era el poeta más grande de su tiempo, sino que era además un mimo, una persona que en su propio contexto físico tenía una contradicción. Porque Federico tenía la cabeza de los grandes españoles (…) Para mí ha representado el contacto con la raíz más onda de la poesía (…) Eso es lo que era Federico, una inteligencia mágica, única, fabuladora, que nunca sabía si lo que decía era verdad o no era verdad, pero todo lo estaba haciendo verdad con su manera de expresarse, esa hondura suya, esa inteligencia que, como Zubiri decía, era inteligencia sentiente y afectiva, pero al mismo tiempo imaginativa y fabuladora. Una inteligencia en la que se unían en una sola las tres grandes condiciones del ser humano: yo no lo he conocido con más plenitud.

La muerte de Lorca fue la experiencia más dramática de Luís Rosales. Desde entonces su vida cambió de dirección. Recordaba con cuánta insistencia se le solicitó su testimonio:

Me lo han pedido de todas maneras, desde hacer películas (…) hasta libros escandalosos. Me podía haber llenado de dinero, de nombre, de prestigio… No he quedrido sacar nada de esa angustia, de ese dolor, que es una constante en mi vida.

Julián María escribió de Rosales:

Si yo tuviera que definir en tres palabras el temple de Rosales, que es a un tiempo la clave de su poesía y de su persona, diría: Resignación alegre y melancólica. Rosales (…) es de las personas más resignadas que conozco.


Las palabras de Marías, comenta Díaz Alda, constituyen una gran adivinación, porque Rosales ha buscado el “optimismo desde el desengaño”, creo que se refiere a esa resignación y esa actitud de renuncia que sin duda es la huella moral más acusada, derivada, seguramente, de la muerte de Federico, de su amistad, y de que el origen de los fatales acontecimientos ocurriesen precisamente en su casa natal.

Refiere Díaz Alda una conversación en la que Rosales le cuenta a B. Matamoros su primer encuentro con Antonio Machado en el año 1935.

Conocí a Machado antes de la guerra, aunque lo traté poco. Tuve siempre una gran admiración por él. He sido de los primero en ver en Machado no solamente al gran poeta, sino al pensador, al sociólogo, al maestro. Y era el maestro porque lo necesitábamos; era el maestro cínico, que hasta cierto punto no acababa de creer en su propia palabra, en su propio pensamiento, que se situaba siempre en el extremo de sus líneas mentales, que todo lo ponía en duda en un momento que nos rodeaba ese acantilado duro, rocáceo, indestructible de brutalidad y mezquindad.

Por aquellos años el poeta de mayor influencia en la poesía española era Juan Ramón Jiménez, pero aquel encuentro marcó un giro en la poesía de Rosales, que en adelante se orientaría en esa línea de reencuentro con el corazón que descubrirá también en la literatura del barroco. Si en Machado se actualizan Bécquer y el Romancero, en Rosales, además de Bécquer y Machado, están Lope, Quevedo y Villamediana. Esto se debe tener en cuenta para comprender el mundo poético rosaliano, su poesía y su crítica, con estudios muy certeros sobre los dos grandes poetas sevillanos. La significación que Machado tuvo para Rosales podemos verla en sus propias palabras, expresadas en la conversación mencionada: “Me dio descanso, orientación y seguridad”.

Recordaba Rosales que le impresionó mucho unas frases interrogativas de Machado, cuando, en esa reunión, Bergamín le instó a que abanderase a los escritores en esos momentos tan duros a presidir una resistencia contra el fascismo, le dijo:

¿Pero cree usted que nosotros llevamos razón? ¿usted, que es más joven, cree que llevamos razón? ¿cree que seguirá pensando lo que piensa hoy? Yo pienso lo mismo que usted, pero estoy en contra de toda política, aunque sea la mía.

Hasta ese punto era escéptico Machado.

El encuentro con Juan Ramón Jiménez no fue tan grato. En Granada solía leer a sus hermanos Platero y yo y comentárselo con entusiasmo, y sus primeros poemas Cartas líricas están escrito claramente bajo la influencia de Juan Ramón. Pero se sintió sorprendido por su carácter hosco y maledicente. De esto dejó su testimonio en sus últimas declaraciones, en la revista Cruz y Raya, de 27-08-88:

Juan Ramón se puso a criticar a todos los de su época. Cometí la estupidez de ir a verle después de haber publicado una cosa sobre Salinas. Un trébol de tres poétas, los mayores de mi generación: Quiroga Pla, Luís Felipe, y yo. Cada uno publicó una cosa… Lo primero que me dijo, como si no conociera mi nombre, fue: “Fíjese que homenaje le publican Quiroga Pla -que es un asalariado-, el sobrino del director, y... un alumno”. El alumno era yo. Yo no dije nada, estuve oyéndole, se metió con todos… con todos menos con Lorca. De Cernuda dijo: “¿A usted no le da la sensación de que es una poesía traducida”. ¡Una poesía traducida! Cernuda que era otro de mis ídolos...




- Diaz de Alda, 1997. M.ª Carmen. Luís Rosales: poesía y verdad. Eunsa. Pamplona.

- Gallego Morell, Antonio. 1973. Antonio Gallego Burín. Moneda y Crédito. Madrid

- Molina Fajardo, Eduardo. 2011. Los últimos días de García Lorca. Almuzara. Córdoba.

- Penón, Agustín. 2000. Miedo, olvido y fantasía. Comares. Granada.

sábado, 6 de agosto de 2022

El Quijote: la historia como materia de ficción


Granada, la mezquita mayor

La transformación de la historia en materia de ficción fue una de las grandes bazas del Quijote, que se intensificó decisivamente como recurso narrativo de la segunda parte. Los individuos reales, los datos históricos y las referencias geográficas le permitieron a Cervantes presentar a sus héroes imaginarios como coetáneos de los lectores. Las aventuras de don Quijote parecen tener lugar no en los tiempos remotos o en los espacios indefinidos de los libros de caballería, sino en la inmediatez de un mundo compartido con las gentes de los siglos XVI y XVII. Con este recurso ahonda en la condición de historia que envuelve a su ficción y en su propio papel de historiador. Personajes, narrador y lector comparten una misma existencia, inserta en una realidad cercana y que tiene lugar en partes conocidas y precisas, como Toledo, el Toboso o Barcelona. Por otro lado, la presencia de una circunstancia próxima al lector ahonda en el anacronismo del propio don Quijote y en el contrapié en que se halla tras haber decidido reconstruir el ideal arcaico y ficticio de la caballería en un mundo más real por más inmediato.

El escrutinio de la librería confirma esa cercanía en el tiempo, pues el hidalgo había comprado algunas novedades editoriales como El pastor de Iberia, impreso en Sevilla en 1591, o la misma Galatea de Cervantes. El narrador se encarga de llamar la atención sobre este hecho:

[...] me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia dea de ser moderna; y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas”(I,9).

Ese mismo capítulo IX sirve para confirmar la contemporaneidad de la historia, cuando el segundo autor se presente a sí mismo en la Alcalaná toledana. En ese paisaje urbano aparecen tanto la historia arábiga de Benengeli, como el morisco aljamiado que la habrá de traducir. Sin embargo, el narrador añade sin venir a cuento:

[...] no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues, aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara”.

Esa lengua no era otra que el hebreo, y sus intérpretes, unos judíos a los que se suponía expulsados desde 1492. Se insinúa, sin embargo, que en Toledo seguía habiendo judíos tras la expulsión y se abre así la puerta de la ficción a la cuestión, tan trágica y tan real en la España del XVI, del estatuto de limpieza de sangre, los conversos y los criptojudíos. En ese marco es donde cobran sentido las protestas que Sancho deja caer, como otros muchos labradores literarios del Siglo de Oro, en torno a lo inmaculado de su sangre.

Don Fernando, Cardenio o Luscinda sirven como ejemplo de la vida e intereses de la nobleza, mientras que Dorotea y sus padres representan a una clase social, sin sangre aristocrática, pero que había medrado gracias al dinero. Los galeotes, con Ginés de Pasamonte a la cabeza, dan cuenta de la política marítima de la Corona, de los castigos que perseguían a los delincuentes y de una justicia que tenía su brazo armado en los cuadrilleros de la Santa Hermandad, pero también aluden a la picaresca como novedad editorial.

La torre tupiana

El cautivo, por su parte, representa los intereses de la monarquía hispánica en el Mediterráneo y la penosa realidad de muchos españoles prisioneros en el norte de Africa. Además, la historia del capitán Pérez de Viedma recogía parte de las experiencias personales de Cervantes, refrendadas luego por las declaraciones hechas en los procesos en los que se vio envuelto y por las noticias que recogió fray Diego de Haedo en la Topografía e historia general de Argel (1612). Por su parte, la figura del oidor Juan Pérez de Viedma vuelve los ojos hacia las Indias, el otro confín de los afanes políticos hispánicos. Entre tanto, el personaje del canónigo de Toledo introduce las polémicas contemporáneas sobre la licitud del teatro, la crítica de las comedias que Lope había puesto en boga y el elogio de las de ayer, como La Isabela, La Filis, La Alejandra de Lupercio Leonardo de Argensola, El mercader amante de Gaspar de Aguilar o La Numancia del propio Cervantes.

La segunda parte se abre con una alusión a los disparates de los arbitristas y a la noticia de un ataque de los turcos, ya que la posibilidad de una invasión turca y las constantes escaramuzas que tenían lugar en la costa fueron lugar común de las conversaciones de los españoles durante el siglo XVI. En la novela, esas charlas son cabeza de un puente que tiene su otro extremo en las últimas páginas, donde Ana Félix aparecerá disfrazada de arráez turco en el puerto de Barcelona. Sansón Carrasco, por su parte, trae consigo la ciencia moderna y el prestigio de la universidad de Salamanca, que se opone burlescamente a otras universidades menores y mal vistas en la época, como la de Osuna, del doctor Pedro Recio de Agüero (de mal agüero para el burlado Sancho que, en bien de salud, de nada podía comer), o la de Sigüenza, donde se había graduado el licenciado Pero Pérez, que, en su relato, dio grado en cánones al Neptuno loco del capítulo I de la Segunda parte:

En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna, pero aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de ser loco.  

También hay que atribuir al bachiller Carrasco la noticia inmediata de la impresión y el éxito del Ingenioso hidalgo de 1605.

El caballero del Verde Gabán representa el nuevo modo social de unos hidalgos situados en los estamentos intermedios y su vida moderada viene a contrastar con los lujos y dispendios de los duques. Por medio de estos nobles sin nombre determinado, Cervantes dispara contra los ocios inútiles de la nobleza española, en términos literarios, pero parejos a los del Discurso contra la ociosidad del cronista real Pedro de Valencia. Como interludio en el episodio ducal, se inserta la primera referencia a la expulsión de los moriscos, iniciada en 1609 precisamente en el valle levantino de Ricote. El asunto volverá ante los ojos del lector cuando entre Ana Félix en escena. Por su parte, Roque Guinart es uno de los personajes que llega directamente desde la historia, para la que fue un famoso bandolero catalán, de nombre Perot Roca Guinarda, que ya había sido indultado a mediados de 1611. Por último, la carta que Sancho escribe a su mujer con fecha de 20 de julio de 1614 abría la puerta al asalto final de la contemporaneidad, que, para Cervantes, representaba el Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda.

Pero no todo es tan simple; algunas veces la historia se mezcla hasta tal punto con la ficción, que resulta difícil rastrear sus verdaderos orígenes. Es el caso del descubrimiento, burlesco a todas luces, de los epitafios escritos por los académicos de Argamasilla:

Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas”(I, 52).

La patraña parece tomada del prólogo del Amadís:

[...] por gran dicha paresció en una tumba de piedra que debaxo de la tierra, en una hermita cerca de Constantinopla, fue hallada, y traído por un úngaro mercadero a estas partes de España, en letra y pargamino tan antiguo que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabían.


¿Mera literatura? S
olo hasta cierto punto. En 1588 se había hallado en la Torre Turpiana de Granada (el antiguo minarete o alminar de la mezquita mayor) una caja de plomo con un sospechoso pergamino de materia devota, al que seguirían, siete años después, los famosos libros plúmbeos del Sacromonte, conformando una red de imposturas y fingimientos que vino a creer media España. Cuando Cervantes componía el Quijote, la polémica estaba en pleno auge y a la cabeza de los detractores se había situado Pedro de Valencia, amigo entonces del mecenas de Cervantes don Bernardo de Rojas y Sandoval. Es probable que el escritor quisiera ironizar sobre el asunto acudiendo nada menos que a la autoridad burlesca del Amadís de Gaula. Algo similar haría con la materia de brujas en el Coloquio de los perros, tan coincidente con el Asno de oro como con el panfleto publicado en 1611 a raíz de los procesos contra las brujas de Zugarramurdi. Quizá sea motivo suficiente para andar con pies de plomo en esto de las fuentes cervantinas y reservar el mejor pedazo del libro a la capacidad inventiva de Cervantes.




Bibliografía:

Eisenberg, D. (1991): Estudios cervantinos. Sirmio. Barcelona.

Márquez Villanueva, F. (1973): Fuentes literarias cervantinas. Gredos. Madrid.

(1975): Personajes y temas del Quijote. Taurus. Madrid.

Martín Morán, J. M. (1990): El Quijote en ciernes. Dell’ Orso. Turin.

Menéndez Pidal, R. (1948 ): “Un aspecto en la elaboración del Quijote", De Cervantes y Lope de Vega. Espasa-Calpe.

Redondo, A. (1997): Otra manan de leer el Quijote. Castalia. Madrid

Rico, F. (1996): “El primer pliego del Quijote". Hispanic Review.

(2002): “A pie de imprentas. Pág y noticias de Cervantes”. Bulletin Hispanique, 2 (2002).

Riquer, M. de (2003): Para leer a Cervantes. El Acantilado. Barcelona.

Urbina, E. (1990): Principios y fines del Quijote. Scripta Humanística. Potomac.