En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 23 de agosto de 2022

La verdad poética


Luis Rosales y Gonzalo Torrente Ballester propusieron sobre el Quijote las teorías que más han llamado mi atención de todas cuantas hasta la fecha he leído. Si para el primero el fundamento de obra el la libertad, para el segundo es el juego. Reparo y pienso que en el fondo ambos van por el mismo lado: la libertad consiste en en hacer o decir cosas, en expresar ideas y tener el suficiente poder para que esas ideas calen en la sociedad. De la misma manera me digo que una de las formas para expresarse o moverse con libertad sin duda es el juego (jugando podemos hacer cosas que en la vida cotidiana nos son vedadas)

La literatura es un caso de esquizofrenia permanente -la locura puede ser otra de las formas de libertad: a un loco se le permiten cosas que se le niegan o prohíben al cuerdo-. Pero es que en la literatura, la locura tiene poco que ver con la medicina, es una locura de diseño, en resumen un juego, en el que lo supuestamente real queda comprometido por una verdad poética diferente que, extraída de los presupuestos comunes y compartidos, completa la comprensión del mundo. Hay críticos muy grandes, pero a mí, -no lo puedo remediar-, todo me lleva a Rosales y a Torrente, verificados ambos por otro de los grandes, el profesor granadino Juan Carlos Rodríguez. Ni mucho menos desprecio las teorías de Ortega, Closse, de Unamuno, de ninguno…

Olvidado está ya aquello que daba por sentado que el propósito que guiaba a Cervantes al escribir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha era acabar con las novelas de caballerías. Partamos de que la literatura siempre ha tenido como objetivo precisamente el de alimentar lo imposible, para de ese modo acaso lograr lo posible.

Los que efectúan el escrutinio de la biblioteca de don Quijote –el barbero y el párroco, graduado por Sigüenza (no debemos obviar la ironía burlesca del divino manco), metidos a críticos literarios– conocen las obras maestras del género, a las que salvan de la quema –no obstante se queman inocentes, como declara el narrador: los libros no son los culpables, al menos los buenos–. Cervantes, en todo caso, parece condenar los malos libros, ya que después de siglo y medio de letra impresa, el caudal de publicaciones empieza a desbordar y ahogar –como dice el propio protagonista en el capítulo 3 de la segunda parte, algunos componen y arrojan libros como si fuesen buñuelos–.

Ahora bien, si el propósito no es el de censurar y condenar la ficción caballeresca, a pesar de que toda la obra parece basarse en los desvaríos de alguien que ha perdido la razón por embeberse de ella, ¿cuál es? Aunque quizás no importe demasiado dónde estriba la finalidad de una obra de pura literatura. La vida no puede entenderse sin la ficción, no solo como recreación sino como fundamento de su progreso. Como afirma Rosales, lo real no consiste en lo que la mayoría acepta como tal, y quizás no exista sino en la acumulación de todo, incluidos sueños, deseos, desvaríos e inverosimilitudes. Nuestro héroe acaso sea el único cuerdo en un mundo alocado.

Comencemos por el título, ya significativo y extraño por el cambio entre la primera y la segunda parte, entre un hidalgo y un caballero. Sin embargo el título lo caracteriza de ingenioso que ya el Diccionario define como hábil, sutil y que tiene ingenio, término que se define como “Facultad para discurrir o inventar “. Así que nuestro hidalgo es hábil, mañoso, sutil, de gran inventiva, artificioso. ¿Pero en todo momento? Aparentemente, y así lo señalan varios personajes a lo largo de la obra, tan sólo pierde el buen juicio y la capacidad de razonar en lo tocante a la caballería; mientras que en el resto de las situaciones es cabal, cuerdo, sensato y…como ha de ser el común de los mortales. ¿Pero la anormalidad, la excentricidad ha de ser reprendida y repudiada? ¿Lo cree así Cervantes? La clave puede ser el juego, la locura de diseño del héroe, un héroe que irónicamente ni siquiera es noble y frisa los cincuenta.

La misión que se impone el nuevo hombre, el hombre vuelto a nacer, el superhombre, es, entre otros menesteres, la de deshacer tuertos –no entuertos como tantas veces se tergiversa–. Es decir, no sólo resarcir de agravios, injurias y sinrazones, o enderezar lo torcido, sino también dar vista a los que sólo ven la mitad de la realidad, puesto que carecen de un ojo; a los que ven de manera simple, no doble; a los casi ciegos: toma sobre sí la tarea misericordiosa del Hijo del Hombre, procurando dar vista a los que no ven sino lo que la razón les presenta. Don Quijote –que sabe quién es– mediante el juego alumbra el camino por el que encontrar que no todo es lo que parece.

Don Quijote plasma el anhelo romántico de hacer de la vida una obra de arte. Él decide extraer del vulgar y adocenado Alonso Quijano el ser que viva estéticamente y que justifique la existencia. Él opta por existir –con ese significado tan caro a Unamuno–, por salir de su casa y de sus casillas, en las que no puede respirar, ya que el oxígeno viene de la imaginación que le impulsa a realizarse, a hacerse real, más allá de las cortapisas que la estrechez de lo esperable exige. Por ejemplo, Dulcinea es ensalzada por su imaginación, y lo importante es que todo es como él lo imagina y desea. De ahí que la locura del héroe compense la precariedad de la vida racional, gris y sin libertad.

Y cuando sale en sentido físico de su perdida aldea lo hace por la puerta falsa –que puede que signifique algo más que la puerta trasera que da al campo–, o de noche –como en su segundo viaje–, a oscuras y en celada, sin ser notado. Y ello nos muestra que lo falso y lo nocturno es uno de los alimentos de la imaginación con la que contrarrestar la indigencia de lo inmediato, de lo temporal, de lo mortal. Y claro, para que esta existencia sea real, ha de haber alguien que participe, alguien a quien iniciar en los misterios de la nueva fe, alguien a quien mostrar la belleza de lo escondido. De ahí que la aparición del eterno compañero, de su alter ego, de otro como complemento, de otro con quien jugar, de otro ante el que de exhibirse.

Es por ello que Cervantes incide en que las dos primeras salidas del héroe dan al campo de Montiel, donde se hallan los molinos, o gigantes. En la primera, en que don Quijote camina solo, los molinos-gigantes no aparecen; o mejor, están ahí, pero tan sólo son molinos, enormes construcciones que hoy nos parecen reliquias curiosas y turísticas, pero que en la época del caballero tenían que afear el paisaje. Es decir, no hay nadie ante quien demostrar el valor de enfrentarse a los monstruos de la vulgaridad, de la industria, de la técnica que nos inutiliza, como lo entendió Unamuno.

Sin embargo, el segundo viaje, ya con Sancho como testigo de las proezas, vuelve a hacerlo saliendo por Montiel, y entonces descubren lo que el narrador y Sancho afirman ser molinos. Don Quijote es el primero que, como los románticos, comprende la alienación que provoca el avance de la máquina y nos previene, luchando contra ello. Esta aventura, acaso la más celebrada y conocida de todas, repetida como epítome de la locura del héroe, podría haberse situado en la primera salida, y sin embargo es dilatada a la segunda salida, con Sancho como compañero espectador de su juego.

En su primera salida, miraría los molinos con el ceño fruncido de ecologista contrariado y el alma apenada ante la atrocidad. Sin embargo, con Sancho al lado, puede desafiarlos, puede jugar con ellos, sin importarle que no le comprenda. Por otra parte, el primer día de su primera salida, en el caluroso mes de julio, el narrador dice que no le ocurrió nada digno de contarse, y que el caballero se desesperaba porque necesitaba probarse. Si realmente fuese un pobre trastornado, alguien falto de seso, habría encontrado cualquier ocasión para ver enemigos, y más con un calor atroz en el julio manchego: pero no hay nadie, y por consiguiente no tiene sentido aparentar; no puede divertirse sino es en compañía. Nuestro héroe es un niño que juega, un poeta que inventa y modifica la realidad, un actor que interpreta con gran realismo y riesgo las escenas difíciles.

Fe es creer lo que no vimos, lo que no somos capaces de ver. El mismo héroe se refiere a la gracia como el estado en que se jura y se cree aquello que no se ha visto (a propósito de la belleza de Dulcinea), de lo cual sus interlocutores, los mercaderes que van a Murcia, se quedan asombrados. Quienes aceptan la fe y esos mismos principios aplicados a cuestiones religiosas –sin entender que el héroe también representa a la religión en su sentido más puro–, se asombran de eso mismo en otros contextos: obvio en quienes viven apegados al comercio y a las ganancias materiales, dando la espalda a la vida de la imaginación. Es curioso, en definitiva, cómo todos los que se burlan de don Quijote y no dan crédito a nada de lo que él dice sobre sus caballerías ni de lo que recogen los libros de semejantes historias, creen a pies juntillas lo que cuentan otros libros inspirados y para ellos absolutamente veraces.

Otra situación, entre multitud de ellas, que refleja la actitud crítica de Cervantes a propósito de las fidelidades a los contenidos de determinados escritos, repudiando esos mismos contenidos en otros, es el diálogo entre un ventero, el cura y el barbero (I,32). El ventero, iletrado frente a los otros dos –poco más leídos–, teme por los libros que posee, entre los que se mezclan novelas de caballerías con relatos edificantes. La sanción del cura es que los de caballerías son mentirosos y disparatados, mientras que los otros son historia verdadera –como la Biblia donde también aparecen gigantes como Golias–. Y, por otra parte, este mismo ventero, como hará después don Quijote, argumentan que si tales obras mendaces y exageradas como tildan a los libros de caballerías, son dañinas, ¿cómo es posible que tengan el permiso y la licencia reales, e incluso eclesiásticas? Argumentación sensata que revela, la sutil ironía cervantina.

En el capítulo XLIX, el canónigo insta a nuestro héroe a leer la vida de los auténticos caballeros, así como el libro de los Jueces, de la Sacra Escritura, porque ahí se encontrará la verdad. Don Quijote, tras cerciorarse de que le conmina a abandonar la lectura de las novelas, sustituyéndolas por otras, comienza un discurso en el que critica –por supuesto veladamente, ya que la sombra de la Inquisición es demasiado larga– quién y cómo se arroga el fundamento de la verdad de lo escrito, ante hechos igualmente inverosímiles. Historias tan fantasiosas e inverosímiles como las que aparecen en la Biblia no se cuestionan, debido a la supuesta autoría. El caballero defiende eruditamente la existencia de todo tipo de héroes, mezclando ficticios e históricos –aunque ambos igualmente reales, al haber sido pasados por el tamiz de la imaginación recreativa–, equiparándolos: es decir, los beneficios recibidos de sus historias coinciden, por lo que no ha de rechazarse la ficción como mentira, sino como otra forma de aprehender lo que necesita el hombre para crecer. Y es que la ficción no es ni verdad ni mentira, es imaginación, a su vez parte de nuestra realidad, de nuestra verdad poética.

En el noveno capítulo de la primera parte, el narrador hasta el momento –al que podemos llamar cristiano– señala que carece ya de noticias de la historia del caballero. Después encuentra un manuscrito escrito en árabe que contiene el resto de la historia –artificio más o menos usado por las novelas de caballerías–, pero que como él desconoce dicha lengua ha de mandar traducir a un morisco, del que nada se sabe, ni siquiera si traduce correctamente. Es decir, que Cervantes nos pone sobre su aviso, ya que el resto de la obra consiste en la traducción por parte de un incierto individuo de un libro escrito en árabe y comentado por un cristiano que suele pecar de racista y de ingenio limitado. Es como si nos dijera «cuidado, lector, con lo que aquí tienes: las cosas no son lo que parecen; no es ni bacía ni yelmo, sino un baciyelmo que depende de quién lo mira y desde qué perspectiva. El perspectivismo también está en Cervantes.

El héroe, al conocer que se han escrito sus hazañas, reflexiona sobre quién habrá sido el autor que las ha dado a la estampa: si es un sabio amigo, lo habrá tratado bien; si es un enemigo, lo habrá vituperado. De hecho –y esa es una de las innumerables genialidades de Cervantes– dos han sido los que han escrito las historias de sendos caballeros, con diferente tratamiento, de modo que el autor de la obra apócrifa lo desmiente y desautoriza a favor del advenedizo don Quijote de 1614. Al universo ficticio se incorpora la realidad editorial, lo que provoca transfusión de ambos mundos: la ficción se superpone a la realidad, y ésta queda ficcionalizada. De ahí, que la figura del héroe preexista a sus historiadores y continúe existiendo tras ellos, ya que la creación de la imaginación –y el caballero empeña su vida en recrear el mundo con el molde de su imaginación–, la ficción, es la parte más poderosa, compleja, consistente y verdadera de la realidad.

La segunda parte nos aporta infinidad de ocasiones en que dudar de esa locura del caballero tan aceptada por todos los personajes, ya que don Quijote, cansado de inventarse las ocasiones de demostrar su superioridad, a costa de parecer poco cuerdo, se aprovecha de la fama adquirida, para jugar, para recrearse en las invenciones que los demás le ofrecen.

Tras la aventura de los leones –aventura que la equipara a otra no menos famosa ni ficticia, celebrada en la historia como ejemplo de valor, protagonizada por un Cid literario–, el Caballero del Verde Gabán piensa que don Quijote es en el hablar concertado, elegante y bien dicho, pero en el actuar es disparatado, temerario y tonto. Sin embargo, la acción, cualquier acción, es la raíz de todos los males, por lo que las de nuestro héroe no son más disparatadas que las de los demás: actuar es desbaratar el orden de las cosas; hablar es buscar una construcción de la realidad que satisfaga y compense el dolor de vivir. Y don Quijote demuestra con su verdad poética, con su actitud, esa necesidad estética del mundo.

De igual modo, don Diego de Miranda se pregunta por el tipo de locura que hace que el derretimiento de los requesones le parezcan a don Quijote el reblandecimiento de los sesos causado por los encantadores, sin reparar en que el genio reside en transformar lo ridículo, vulgar e impúdico en algo sublime, extraño y anormal, adecuado a la necesidad de extraer lo maravilloso de lo cotidiano.

Y, finalmente, se admira de la espantosa temeridad de provocar una pelea innecesaria con los leones –como si hubiera alguna pelea necesaria, y no fueran todas en el fondo evitables, dice Ortega (yo no me atrevo a afirmarlo)–. Don Quijote que capta y penetra el pensamiento del acompañante procede a aleccionarle, en uno de tantos ejemplos de lucidez, sobre los términos de la grandeza de la temeridad que puede alcanzar la valentía, frente a la cobardía que jamás será grande. La temeridad, acometer acciones peligrosas, como todas, sin una necesidad, representaría el grado más artístico del actuar, ya que refleja la acción desinteresada en estado puro, por esa falta de objetivos concretos y prácticos. Nuestro caballero es temerario, arriesgándose a que lo tomen por un pobre loco o necio. La cobardía consiste en no sacrificar la opinión o la impresión que los demás tienen de uno.

En esta parte, hasta el narrador, o el comentarista, o el traductor morisco – puesto que no sabemos de quién es la vacilación–, duda sobre algo tan aparentemente tan preciso como la vivienda de don Diego: castillo o casa. Es decir, sea casa o castillo, la imaginación del protagonista lo transformará en lo que mejor convenga a su juego, por lo que los demás tan sólo han de adaptarse a la dimensión ficticia de la realidad de don Quijote.

El lector puede plantearse la razonable ambigüedad de la locura de don Quijote, en perspicaz y ladino aviso que el héroe lanza a Sancho sobre lo que vio en el cielo montado sobre Clavileño: Sancho también penetra las apariencias, pero don Quijote duda sobre la imaginación de los demás, por lo que cuestiona lo que constantemente pretende que los otros crean de él. Admirable e inteligente aviso, puesto que le pone como condición para creerle que él, Sancho, le crea sobre las maravillas que contempló en la cueva de Montesinos, advirtiéndole –quizás con un escondido guiño– que no hay más que hablar. Ya están ambos bajo el embrujo del juego de los espejos, de la vida de la imaginación: ambos se compenetran y saben qué pretenden ante los demás.

Y Sancho inmediatamente les pide a los duques un imposible: para qué gobernar sobre un grano de mostaza a unas avellanas –la realidad de aquí es tan ínfima, tan nadería que la locura más absoluta es la de sufrir por poseerla –, si puede hacerlo en el cielo. Sancho aspira a lo infinito, a lo imposible –una vez que lo ha visto y sentido con la imaginación–, despreciando lo finito: Sancho ya se ha romantizado plenamente, se ha idealizado, se ha quijotizado.

Los burlados demuestran su templanza y superioridad moral, ya que son los burladores los que comenten las faltas y han de ser sancionados. Sancho gobierna con mejor tino que monarcas y emperadores, él un simple aldeano contagiado de la locura de un pobre hidalgo; y el maestresala se inclina ante su sabiduría e ingenio, de modo que quienes han maquinado el juego de la ínsula para reírse, han de quedar avergonzados. Si, aunque los demás creyeran estar mofándose de ellos –que como dice Cide Hamete, los burladores eran muy tontos al poner tanto ahínco en burlarse–. Qué mayor locura que creer burlarse de alguien, cuando éste ha cubierto sus esperanzas, ha acariciado sus deseos: la aspiración más pura y plenamente cuerda es la que se hace real, la que se satisface. Nuestros protagonistas son lo que decidieron ser; ellos son los héroes de la historia; ellos han triunfado sobre los mediocres y falsarios que emplean su imaginación tan sólo para burlarse del presuntamente débil.

Y es altamente sospechoso que sea después de ochenta y dos capítulos (II,31) dando por sentado que Alonso Quijano ha enloquecido y cree firmemente que es un caballero andante, cuando el narrador dice que, al ser recibido y agasajado a la llegada al castillo de los duques, fue el primer día en que creyó ser caballero andante verdadero, y no fantásticamente. Hasta ahora, por consiguiente, ha sido consciente –por lo tanto, con una fingida locura en el mejor de los casos, una locura que le divierte, aunque los demás lo maltraten– de que lo anterior era un juego imaginario, poético. Ahora, cuando los demás ponen todo su empeño en decorar el mundo a la medida de su imaginación, ha logrado ser auténtico caballero –de ahí el título de la segunda parte–, puesto que ha transformado a quienes andan a su alrededor: no necesitaba exprimir su inventiva para sentirse así, todos colaboran en que así sea.

Y llegamos al punto que don Quijote es derrotado por el caballero de la Blanca Luna en digno combate. Éste había fracasado en una lid anterior bajo el nombre del de los Espejos, y desde entonces el bachiller se sentía humillado, nueva muestra de que quienes quieren salvar a don Quijote, participan de una más rara locura. Pues bien, camino de su aldea, el caballero dice que darán vado a sus imaginaciones y se harán pastores. Escoge los nombres adecuados a la nueva empresa y reparte las actividades de cada uno. ¿Una nueva locura? ¿Un nuevo juego? Nadie admite la idea de que la lectura de las novelas que están entonces de moda, las pastoriles, causen un nuevo trastorno en Alonso Quijano. Lo que ocurre es que el héroe, que ha decidido hacer de su vida un proyecto de su imaginación, que se ha empeñado en transformar la realidad simple en una compleja obra de arte, que ha revestido el mundo de literatura extrayendo el fenómeno estético escondido, acepta las reglas del juego. El intruso caballero de la Blanca Luna le obliga a dejar las armas durante un tiempo. Un loco verdadero probablemente hubiera hecho caso omiso de tal acuerdo. Pero él lo acata y siente –no olvidemos que tiene una edad avanzada para la época y que hasta que se atrevió a ser caballero su vida debió de ser bastante aburrida– que necesita de su fantasía, optando por lo pastoril, forma altamente poética y en la que también plasmar sus ansias de libertad y de expresar el amor que su corazón alberga: la imaginación gobierna y conduce la vida de los héroes.

La tragedia se desencadena al final. En su lecho, tras haber descansado de la dura vida a la que ha sometido a su espíritu, parece reconocer sus errores y el estado enajenado en que la desordenada lectura lo había puesto. Hace testamento y abjura de su condición. Aquí se trasparenta el gran fracaso del héroe, el fracaso del hombre que no se hace compatible con la realidad. Don Quijote transgredió las normas, las fronteras de lo real, y se le dio un ardite de las opiniones de los demás. Vivió, existió, breve pero intensamente, modelando el mundo, cambiándolo, para siempre. Pero la muerte mata no sólo el cuerpo, sino las ilusiones. No podía soportar la idea, puesto que no fue comprendido ni habría encontrado modo de convencer a los demás –tan sólo Sancho fue iniciado, mediante el ejemplo–, la idea decimos de ser recordado como un pobre hombre bueno, que no hizo mal a nadie pero que perdió el seso y vivió como un tonto. La muerte fue su debilidad. La muerte le provocó el único ataque de cobardía, a él que plasmó en el mundo el valor, con el ejemplo de su vida. Sin embargo, en esa libertad poética comienza su inmortalidad.



Referencias:

Rodríguez, Juan Carlos. El hombre que compró su propio libro. Barcelona, Debate, 2003

Rosales, Luís: Cervantes y la libertad. Madrid, SP 1960.

Torrente Ballester. El Quijote como juego. Barcelona. Destinolibro, 1988

Unamuno, Miguel. Vida de don Quijote y Sancho. Madrid Cátedra, 2005.

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