Pasado
ya San Agustín, el agua de riego siempre
es
escasa y había
que administrarla guiándola con mimo entre las habichuelas con unos
surcos leves de la azada, y cambiándola de merga antes que lleguara
al final, pero procurando que la corta
diese
para todos los golpes de
las hortalizas.
Las cabras pastaban
en esos días en los rastrojos del maíz ya
cosechado y con las cañas segadas.
Mi
padre me miraba
de poco en
poco,
y
si me
veía
parado, como pensando en Babia, o “armando
losetas” -como él decía, y que yo no supe qué quería decir
hasta mucho tiempo después-, me
buscaba una tarea que siempre era de cumplimiento inmediato.
Él, que se abstraía tanto en
sus desvelos,
no soportaba en
mí, que
tantos motivos tenía, la contemplación. Me
veía titubear y rápidamente
me mandaba
que me moviese, que -como en aquel día-
fuera a llenar la botella de agua a la fuente del Yero, algo
más abajo de los prados.
Y así lo hacía,
así lo hice
en
aquella ocasión,
veloz. Siempre cumplía veloz.
Aquella
tarde era una tarde de esas inquietas, como lo era mi padre, como
lo era yo –“yo”,
en el pensamiento, más que en los hechos
que era algo dudoso-. Una
tarde de
principios de otoño o finales de verano, de
esas que el viento cálido
te
sorprende de pronto y
te envuelve por
completo con
ese polvo seco que se mete por todo el cuerpo, que te golpea como agujas en la piel abierta al calor de esas tardes, que te hace agacharte y cerrar
los ojos para protegerte; al arrodillarme en la
poza para
llenar la botella,
vi venir río arriba, un remolino rastrero, que se elevaba bailando
con hojas y
palos que cogía del cauce seco del
río.
El
remolino llegó a mí impetuoso, amenazador, y me elevó como una
hoja descolorida más, y, de pronto, me vi en
las nubes sobre
el Tajo
del Portel, dominando todo el falso valle del Guadalfeo, que
entonces contaba con ejércitos de álamos en perfecta formación con
sus copas iluminadas
por los rayos del sol
bailando al son de ese viento indómito debajo de mi atalaya de algodón.
Mi
padre, que estaba acabando el riego, me vio despegar alegremente sin
darle mayor importancia -esa jugada ya se la había hecho yo otras veces-, y
solo hizo un gesto de duda, como diciendo “este niño cuándo
sentará la cabeza”. Lo vi acomodarse el sombrero, cambiar la
loseta de la “pará”, atar con una tomiza de esparto la espuerta,
echarse la “peta” al hombro, y tomar la derrota de la casa en
busca de su exigua cena de todos los días, sus habichuelas verdes
con patatas.
Una
vez alcanzado el máximo vértice de mis
acrobáticas ínfulas,
el
viento me conducía ya
suave,
por
el bulevar de mis sueños, sobre una cama de polvo o algodón, en lo
que todo era paz (con los ojos cerrados puedes ver verdaderas
maravillas en
la quimera;
tan
claras que pueden ser como
la crudeza de la
realidad). En
mi vuelo vi
a
San Blas en
lo alto del campanario que
me
saludaba
agitando la “roilla” con la que sacaba brillo al campanillo, y
a diminutos jóvenes que jugaban al frontón en la pared de la
ermita; la
empresa de Juan Capelo, en plena producción, ocupando toda la calle con decenas de sillas de enea
junto
al barranco.
Escuché
acordes de remerinos de las rondallas que comenzaban a formarse en el
poyo
del Calvario y
grupos
de jóvenes que, tras la jornada de la almendra, volvían sudorosos
a
casa en
medios de alegres
cantos.
Desde arriba las nubes no cambian, simplemente me llevan como
a Aladino su alfombra.
No cambian como cuando, a
espaldas de mi padre,
las miro tumbado en el prado, que al principio se asemejan a un león,
luego
a
un anciano de larga y destartalada barba, y
por último se transforman en
una chica de
firmes pechos saltando
a la comba.
Nada seguro, puesto que en un abrir y cerrar de ojos, vuelven a
cambiar de forma sin
cesar, y
la chica es de nuevo un aciano que camina lento apoyado de su cayao.
Arriba todo son certezas, sé lo que veo, lo que siento, lo que
sueño. Cuando tengo los pies en el suelo todo es más confuso…,
todo está
lleno de nudos, de luces y rincones en sombra, de maravillosas
ideas
de las que me reconforto y de pensamientos inconfesables de los que me avergüenzo,
de formas y conceptos que cambian continuamente, y me pregunto por qué,
y entonces me desespero porque
no hayo respuesta.
En
mi vuelo, miré hacia la sierra y vi los montes azules, y las
sucesivas laderas que se apoyan, ondulantes, las unas sobre las otras,
como lomos y lomos de animales cansados, y más arriba, casi tragados
por los montes y los ríos, los pueblos pegados a la montaña,
colgados al precipicio, como un montón de yesones torturados a punto
de rodar pendiente abajo…
De
pronto comenzó mi vuelo a declinar lentamente para finalizar en las
aguas grises de cieno, de limos y manchas verdosas de mocos de
rana dibujadas en la superficie de la balsa. Aquel
día no llegué al reino de Candaya, como en un momento soñé, como hubiera
deseado, pero es que mi viaje estaba dominado por el azar del viento
y la ausencia del alígero Clavileño. Solo eran nubes movidas caprichosamente
por el viento. Mas vi mi pueblo desde las alturas y a mis paisanos
como avellanas afanadas en su quehacer diario, las cabrillas de
Baltasar pastando en las Paratas, y en el campo de fútbol, mis
amigos en calzoncillos corriendo detrás de la pelota (una
incongruencia -pensé con claridad allá arriba en las nubes-, pues sería más
lógico ir en pelota detrás los calzoncillos).
Por aquellos días yo creía en la felicidad. La felicidad,
sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado
está en nosotros; a la creencia de que en la Tierra existía
aún el Paraíso -bueno, no estoy seguro si eso lo cría antes, o solo pienso ahora que así lo sentía-.
El
cura, decía que perdimos el
paraíso con el primer hombre o
la primera mujer, que tanto da;
pero yo, digo ahora,
que antes
creía
en una dicha horizontal,
completa, en la que ningún niño pasaba
hambre, ni le faltaba
techo. En
el pueblo era así, teníamos poco, pero había para todos, o así lo
veía yo. Quisiera mirar la vida
como entonces, creyendo en la felicidad. Pero,
hoy, es
complicado encontrar esa fe
por mucho que rebusquemos;
tenemos
tanto de todo que solo perseguimos frustraciones, y
parece que la
miseria
y la pobreza
necesitan creer en la posibilidad de alcanzar esa dicha. De otro modo
¿cómo podríamos
soportar este
valle de lágrimas?
Aquella
tarde, tras el aéreo paseo, llegué a casa, cansado pero fresco, mojado y embarrado pero contento, justo cuando
mi padre acababa de dar cuenta de un ligero plato de sus habichuelas
verdes con papas cocidas que ese día, además, llevaban su huevo
duro. No dijo nada, miró quejoso al cielo enarcando las cejas, y se
ajustó las gafas carraspeando derrotado para que mi madre y yo
supiésemos de su pena. Mi padre sentía la necesidad de que, sin
decir nada, sus allegados supiésemos de su pena, no soportaba que
pudiéramos creerlo más o menos satisfecho si no lo estaba.
Mi
madre, que lo sabía todo de todos, todas las penas y alegrías de
unos y otros, que nunca necesitaba preguntar nada, cumplió a la
perfección con su tarea educativa y aleccionadora: me arreó un buen
coscorrón, me retorció la oreja unos ciento ochenta grados, se puso
el dedo índice delante de sus labios indicándome que no dijese
nada, y me señaló las escaleras en dirección al cuarto de baño.
Cuando bajaba, sin ella saber nada del vuelo, la oí decir, “no sé
cómo cortarle las alas a este niño”; y a mi padre musitar un
“¡si yo te contara!”. Pero mi padre nunca contaba nada.
Esos
días de mi juventud, cuando
me vuelvo para mirarlos, parecen huir de mí como una ráfaga de
polvo y luz, semejante a ese
remolino que me elevó por encima de mí mismo, o a
esas
nevadas matinales de mis años del norte,
viendo
como
la
ventisca
todo
lo arremolina
y lo cambia al socaire de una cubierta
próxima
a la
cresta, o al amparo de aquellas barreras que protegían el camino con dudosa eficacia. Siento
que, para los que nos dejamos llevar, es
difícil distinguir entre lo soñado y lo vivido, o
no sabría decir qué parte es más real, pues ¿qué
diferencia hay entre los
sueños y
la vigilia?, si ambos son la realidad de todo ser.
Con
frecuencia, cuando me detengo, los
susurros
del pasado me
atrapan
sin
esperarlo
a la
manera
de viento súbito; no
sé por dónde llegan,
pero poco a poco acaban metiéndose en la cabeza.
Suelen aprovechar los tramos de descuido que preceden al sueño o lo
convocan, cuando ya hemos desembarazado de trastos y envases vacíos
nuestra buhardilla; en eso no quiero pensar, en eso tampoco, y es
como ir pulsando botones y desenchufando clavijas. Pero ahí siguen.
¿qué dicen esas voces? Bordear la pregunta es ceder al peligro.
¿Quién esta hablando? ¿Desde dónde? Se diría que desde una boca
tan pegada a nuestra piel que el mismo aliento entrecortado ahoga las
palabras que pronuncia. Ecos que trastornan y excitan, y que en vano se
procuran ahuyentar.
Esas
voces y esos
paseos por las
nubes
de mi niñez siguen visitándome, cada vez más amables, más calmados, y quizás por eso más inquietantes, de tal forma
que siento
que nunca
he vuelto a pisar terreno tan firme como
en aquellos días.
O
tal vez no, y tal
vez sean impresiones de ahora, que me hacen pensar que todo
se olvida o
deforma con
el tiempo. Las
cosas cambian y los cambios te llevan al olvido de lo que cuadra con aquel ahora, o este entonces. Sí, que cierto es eso: tantas cosas
nos suceden sin que nadie se entere ni las volvamos a recordar...
De
aquella época recuerdo sobre todo eso, nada
concreto, el deseo de vivir,
la confianza, la despreocupación, y
mis paseos por las nubes. Y
el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, esas
horas tan
largas que parecían días, y
esos
minutos que duraban horas.
¡Cuánto daba de sí
el tiempo en la niñez!, justo cuando no lo necesitas, o
sí. Un desperdicio, o
no. O tal vez es que el
tiempo no sea nada, un concepto indeterminado, que en realidad son solo las cosas que te ocurren, las cosas en las que
reparas, y de niño todo
lo que sucede
a tu
alrededor es nuevo y por
tanto emocionante. Eso,
ahora creo que lo he dicho: emocionante. Son las emociones las que determinan el
tiempo, por eso corre tan
deprisa cuando
las emociones merman y nos pasan menos cosas de las que suceden a
nuestro alrededor. La
monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad
increíble sin dejar una huella. Cuánto me gustaría sentir que tengo tiempo, mucho tiempo..., y poder
volver a los sobresaltos, a
los descalabros, a los sueños
imposibles, a los deseos
inconfesables, a los coscorrones de mi madre, a los susurros de mi padre, a los paseos
sin rumbo por las nubes.
Del
cinamomo al laurel, 14
Soberbio ese texto sobre tus vuelos prodigiosos sobre el cielo de tu pueblo. Es asombroso cómo logras hilvanar pasado y presente, infancia y madurez, con la presencia siempreviva de quienes te criaron, y, como a todos, "sufrieron". Si a ti te gustaría volverlo a vivir, no menos lo disfrutarían los que entonces aparentaban "regañar". Qué maravilla de texto...👏👏
ResponderEliminar...citas las montañas azules, los montes azules...y es evidente que tú soñabas y que alguien te llevaba de su mano, tal vez tú mismo, y era primavera...sin que esto te "desafine" me gustan mucho más estas páginas personales, como otras muchas que recuerdo, que aquellas otras, profundas y sesudas, donde desentrañas el estilo de lo que otros escribieron...oh, ya miran piadosamente nuestra cabeza cana...y calva...
ResponderEliminarAmigos Miguel Angel y Antonio, es verdad que "quienes nos criaron" cada día , conforme avanza el tiempo, están más presentes en nosotros; como lo está Machado (hoy han sido sus montes azules, mañana serán "estelas o amores pacatos..."), que también se ha metido de lleno en mi cabeza; entre todos me llevan, nos llevan de la mano. ¡Ah!, aprovecho un poco para referirme a la fantasía y la ficción, a esos hechos que fabulamos apoyados en nuestra vida y cultura, a esas otras realidades evidentes que, en mi opinión, con frecuencia se controlan en exceso y que siempre busco con afán en todo texto (incluso en Galdós), que quizás practico con desmesura, y busco con anhelo y denuedo en autores comaconeros y erráticos que tanto me importan.
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