En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 17 de abril de 2024

Un paseo por las nubes


Pasado ya San Agustín, el agua de riego siempre es escasa y había que administrarla guiándola con mimo entre las habichuelas con unos surcos leves de la azada, y cambiándola de merga antes que lleguara al final, pero procurando que la corta diese para todos los golpes de las hortalizas. Las cabras pastaban en esos días en los rastrojos del maíz ya cosechado y con las cañas segadas.  
Mi padre me miraba de poco en poco, y si me veía parado, como pensando en Babia, o “armando losetas” -como él decía, y que yo no supe qué quería decir hasta mucho tiempo después-, me buscaba una tarea que siempre era de cumplimiento inmediato. Él, que se abstraía tanto en sus desvelos, no soportaba en mí, que tantos motivos tenía, la contemplación. Me veía titubear y rápidamente me mandaba que me moviese, que -como en aquel día- fuera a llenar la botella de agua a la fuente del Yero, algo más abajo de los prados. Y así lo hacía, así lo hice en aquella ocasión, veloz. Siempre cumplía veloz.
Aquella tarde era una tarde de esas inquietas, como lo era mi padre, como lo era yo –“yo”, en el pensamiento, más que en los hechos que era algo dudoso-. Una tarde de principios de otoño o finales de verano, de esas que el viento cálido te sorprende de pronto y te envuelve por completo con ese polvo seco que se mete por todo el cuerpo, que te golpea como agujas en la piel abierta al calor de esas tardes, que te hace agacharte y cerrar los ojos para protegerte; al arrodillarme en la poza para llenar la botella, vi venir río arriba, un remolino rastrero, que se elevaba bailando con hojas y palos que cogía del cauce seco del río. El remolino llegó a mí impetuoso, amenazador, y me elevó como una hoja descolorida más, y, de pronto, me vi en las nubes sobre el Tajo del Portel, dominando todo el falso valle del Guadalfeo, que entonces contaba con ejércitos de álamos en perfecta formación con sus copas iluminadas por los rayos del sol bailando al son de ese viento indómito debajo de mi atalaya de algodón.
Mi padre, que estaba acabando el riego, me vio despegar alegremente sin darle mayor importancia -esa jugada ya se la había hecho yo otras veces-, y solo hizo un gesto de duda, como diciendo “este niño cuándo sentará la cabeza”. Lo vi acomodarse el sombrero, cambiar la loseta de la “pará”, atar con una tomiza de esparto la espuerta, echarse la “peta” al hombro, y tomar la derrota de la casa en busca de su exigua cena de todos los días, sus habichuelas verdes con patatas.
Una vez alcanzado el máximo vértice de mis acrobáticas ínfulas, el viento me conducía ya suave, por el bulevar de mis sueños, sobre una cama de polvo o algodón, en lo que todo era paz (con los ojos cerrados puedes ver verdaderas maravillas en la quimera; tan claras que pueden ser como la crudeza de la realidad). En mi vuelo vi a San Blas en lo alto del campanario que me saludaba agitando la “roilla” con la que sacaba brillo al campanillo, y a diminutos jóvenes que jugaban al frontón en la pared de la ermita; la empresa de Juan Capelo, en plena producción, ocupando toda la calle con decenas de sillas de enea junto al barranco. Escuché acordes de remerinos de las rondallas que comenzaban a formarse en el poyo del Calvario y grupos de jóvenes que, tras la jornada de la almendra, volvían sudorosos a casa en medios de alegres cantos.
Desde arriba las nubes no cambian, simplemente me llevan como a Aladino su alfombra. No cambian como cuando, a espaldas de mi padre, las miro tumbado en el prado, que al principio se asemejan a un león, luego a un anciano de larga y destartalada barba, y por último se transforman en una chica de firmes pechos saltando a la comba. Nada seguro, puesto que en un abrir y cerrar de ojos, vuelven a cambiar de forma sin cesar, y la chica es de nuevo un aciano que camina lento apoyado de su cayao. Arriba todo son certezas, sé lo que veo, lo que siento, lo que sueño. Cuando tengo los pies en el suelo todo es más confuso…, todo está lleno de nudos, de luces y rincones en sombra, de maravillosas ideas de las que me reconforto y de pensamientos inconfesables de los que me avergüenzo, de formas y conceptos que cambian continuamente, y me pregunto por qué, y entonces me desespero porque no hayo respuesta.
En mi vuelo, miré hacia la sierra y vi los montes azules, y las sucesivas laderas que se apoyan, ondulantes, las unas sobre las otras, como lomos y lomos de animales cansados, y más arriba, casi tragados por los montes y los ríos, los pueblos pegados a la montaña, colgados al precipicio, como un montón de yesones torturados a punto de rodar pendiente abajo…
De pronto comenzó mi vuelo a declinar lentamente para finalizar en las aguas grises de cieno, de limos y manchas verdosas de mocos de rana dibujadas en la superficie de la balsa. Aquel día no llegué al reino de Candaya, como en un momento soñé, como hubiera deseado, pero es que mi viaje estaba dominado por el azar del viento y la ausencia del alígero Clavileño. Solo eran nubes movidas caprichosamente por el viento. Mas vi mi pueblo desde las alturas y a mis paisanos como avellanas afanadas en su quehacer diario, las cabrillas de Baltasar pastando en las Paratas, y en el campo de fútbol, mis amigos en calzoncillos corriendo detrás de la pelota (una incongruencia -pensé con claridad allá arriba en las nubes-, pues sería más lógico ir en pelota detrás los calzoncillos).
Por aquellos días yo creía en la felicidad. La felicidad, sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado está en nosotros; a la creencia de que en la Tierra existía aún el Paraíso -bueno, no estoy seguro si eso lo cría antes, o solo pienso ahora que así lo sentía-. El cura, decía que perdimos el paraíso con el primer hombre o la primera mujer, que tanto da; pero yo, digo ahora, que antes creía en una dicha horizontal, completa, en la que ningún niño pasaba hambre, ni le faltaba techo. En el pueblo era así, teníamos poco, pero había para todos, o así lo veía yo. Quisiera mirar la vida como entonces, creyendo en la felicidad. Pero, hoy, es complicado encontrar esa fe por mucho que rebusquemos; tenemos tanto de todo que solo perseguimos frustraciones, y parece que la miseria y la pobreza necesitan creer en la posibilidad de alcanzar esa dicha. De otro modo ¿cómo podríamos soportar este valle de lágrimas?
Aquella tarde, tras el aéreo paseo, llegué a casa, cansado pero fresco, mojado y embarrado pero contento, justo cuando mi padre acababa de dar cuenta de un ligero plato de sus habichuelas verdes con papas cocidas que ese día, además, llevaban su huevo duro. No dijo nada, miró quejoso al cielo enarcando las cejas, y se ajustó las gafas carraspeando derrotado para que mi madre y yo supiésemos de su pena. Mi padre sentía la necesidad de que, sin decir nada, sus allegados supiésemos de su pena, no soportaba que pudiéramos creerlo más o menos satisfecho si no lo estaba.
Mi madre, que lo sabía todo de todos, todas las penas y alegrías de unos y otros, que nunca necesitaba preguntar nada, cumplió a la perfección con su tarea educativa y aleccionadora: me arreó un buen coscorrón, me retorció la oreja unos ciento ochenta grados, se puso el dedo índice delante de sus labios indicándome que no dijese nada, y me señaló las escaleras en dirección al cuarto de baño. Cuando bajaba, sin ella saber nada del vuelo, la oí decir, “no sé cómo cortarle las alas a este niño”; y a mi padre musitar un “¡si yo te contara!”. Pero mi padre nunca contaba nada.
Esos días de mi juventud, cuando me vuelvo para mirarlos, parecen huir de mí como una ráfaga de polvo y luz, semejante a ese remolino que me elevó por encima de mí mismo, o a esas nevadas matinales de mis años del norte, viendo como la ventisca todo lo arremolina y lo cambia al socaire de una cubierta próxima a la cresta, o al amparo de aquellas barreras que protegían el camino con dudosa eficacia. Siento que, para los que nos dejamos llevar, es difícil distinguir entre lo soñado y lo vivido, o no sabría decir qué parte es más real, pues ¿qué diferencia hay entre los sueños y la vigilia?, si ambos son la realidad de todo ser.
Con frecuencia, cuando me detengo, los susurros del pasado me atrapan sin esperarlo a la manera de viento súbito; no sé por dónde llegan, pero poco a poco acaban metiéndose en la cabeza. Suelen aprovechar los tramos de descuido que preceden al sueño o lo convocan, cuando ya hemos desembarazado de trastos y envases vacíos nuestra buhardilla; en eso no quiero pensar, en eso tampoco, y es como ir pulsando botones y desenchufando clavijas. Pero ahí siguen. ¿qué dicen esas voces? Bordear la pregunta es ceder al peligro. ¿Quién esta hablando? ¿Desde dónde? Se diría que desde una boca tan pegada a nuestra piel que el mismo aliento entrecortado ahoga las palabras que pronuncia. Ecos que trastornan y excitan, y que en vano se procuran ahuyentar.
Esas voces y esos paseos por las nubes de mi niñez siguen visitándome, cada vez más amables, más calmados, y quizás por eso más inquietantes, de tal forma que siento que nunca he vuelto a pisar terreno tan firme como en aquellos días. O tal vez no, y tal vez sean impresiones de ahora, que me hacen pensar que todo se olvida o deforma con el tiempo. Las cosas cambian y los cambios te llevan al olvido de lo que cuadra con aquel ahora, o este entonces. Sí, que cierto es eso: tantas cosas nos suceden sin que nadie se entere ni las volvamos a  recordar...
De aquella época recuerdo sobre todo eso, nada concreto, el deseo de vivir, la confianza, la despreocupación, y mis paseos por las nubes. Y el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, esas horas tan largas que parecían días, y esos minutos que duraban horas. ¡Cuánto daba de sí el tiempo en la niñez!, justo cuando no lo necesitas, o sí. Un desperdicio, o no. O tal vez es que el tiempo no sea nada, un concepto indeterminado, que en realidad son solo las cosas que te ocurren, las cosas en las que reparas, y de niño todo lo que sucede a tu alrededor es nuevo y por tanto emocionante. Eso, ahora creo que lo he dicho: emocionante. Son las emociones las que determinan el tiempo, por eso corre tan deprisa cuando las emociones merman y nos pasan menos cosas de las que suceden a nuestro alrededor. La monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar una huella. Cuánto me gustaría sentir que tengo tiempo, mucho tiempo..., y poder volver a los sobresaltos, a los descalabros, a los sueños imposibles, a los deseos inconfesables, a los coscorrones de mi madre, a los susurros de mi padre, a los paseos sin rumbo por las nubes.


Del cinamomo al laurel, 14

3 comentarios:

  1. Soberbio ese texto sobre tus vuelos prodigiosos sobre el cielo de tu pueblo. Es asombroso cómo logras hilvanar pasado y presente, infancia y madurez, con la presencia siempreviva de quienes te criaron, y, como a todos, "sufrieron". Si a ti te gustaría volverlo a vivir, no menos lo disfrutarían los que entonces aparentaban "regañar". Qué maravilla de texto...👏👏

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  2. ...citas las montañas azules, los montes azules...y es evidente que tú soñabas y que alguien te llevaba de su mano, tal vez tú mismo, y era primavera...sin que esto te "desafine" me gustan mucho más estas páginas personales, como otras muchas que recuerdo, que aquellas otras, profundas y sesudas, donde desentrañas el estilo de lo que otros escribieron...oh, ya miran piadosamente nuestra cabeza cana...y calva...

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  3. Amigos Miguel Angel y Antonio, es verdad que "quienes nos criaron" cada día , conforme avanza el tiempo, están más presentes en nosotros; como lo está Machado (hoy han sido sus montes azules, mañana serán "estelas o amores pacatos..."), que también se ha metido de lleno en mi cabeza; entre todos me llevan, nos llevan de la mano. ¡Ah!, aprovecho un poco para referirme a la fantasía y la ficción, a esos hechos que fabulamos apoyados en nuestra vida y cultura, a esas otras realidades evidentes que, en mi opinión, con frecuencia se controlan en exceso y que siempre busco con afán en todo texto (incluso en Galdós), que quizás practico con desmesura, y busco con anhelo y denuedo en autores comaconeros y erráticos que tanto me importan.

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