En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 7 de septiembre de 2021

El mito: mímesis


La literatura caballeresca y clásica sume a don Quijote en un profundo deseo de mímesis. La palabra escrita tiene para él cierto carácter sagrado. La verosimilitud que en mayor o menor medida adorna a las obras literarias –no olvidemos, por ejemplo, que las novelas de caballerías españolas son más realistas que las italianas- le incapacitan para distinguir entre lo histórico y lo literario, entre la ficción y la realidad.

No es esta una actitud nueva. Los antiguos soldados griegos, por ejemplo, veían en la épica homérica una pauta de actuación. Pero la actitud de don Quijote es tanto más cómica cuanto más anacrónica. El hidalgo tiene un modelo de conducta en Amadís y en otros caballeros andantes: busca la excelencia y se sirve de la mímesis para llevar a cabo su propósito:

Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfeción de la caballería. (I, 25)

Aun dentro de su locura, don Quijote no ha perdido por completo la capacidad de discernimiento y sopesa qué acciones debe imitar y cuáles no:

Y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre por cierto significativo y proprio para la vida que él de su voluntad había escogido. Ansí que me es a mí más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas. (I, 25)

Puede subyacer en esta discriminación su mala experiencia con los molinos de viento (I, 8), que consideraba gigantes a los que hender.

La actitud de don Quijote es estética, no sólo porque su obrar se base en sus lecturas literarias, sino porque él mismo se compara a un pintor:

En efecto —dijo Sancho—, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar?

¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más. (I, 25)

Este texto sigue a otro, inserto en el viaje de don Quijote y Sancho por Sierra Morena, en que el hidalgo abunda en la comparación entre la pintura y la mímesis. Don Quijote desea hacer penitencia emulando a Amadís, en un episodio netamente caballeresco, tanto por su propósito como por la conversación que mantiene con el escudero, en la que le instruye sobre los móviles de su conducta.

Para exponer el concepto de imitación, el caballero recurre a dos héroes de la antigüedad –Ulises y Eneas-, citando a los artífices de su gloria –Homero y Virgilio-. Y es que aunque las novelas de caballería sean la falsilla de su actuación y la causa de su locura, como don Quijote vive en la época del humanismo, entiende que las obras épicas más acabadas son las de Homero y Virgilio. Por eso, si ha de hablar de preceptiva literaria recurre a la Ilíada, la Odisea y la Eneida.

Digo asimismo que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas, y así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio en persona de Eneas el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. (I, 25)

Si el sustrato de su actuación es la mímesis clásica, en su apóstrofe al mundo circundante aparece con fuerza el mito. Tras invocar a los rústicos dioses, don Quijote exclama:

Este es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Este es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada: oíd las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas y a quejarse de la dura condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes: así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois aunque en vano amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o a lo menos no os canséis de oílla! (I, 25)

Si hemos comprobado que Amadís es el personaje literario que más influye en el obrar quijotesco, la cultura grecolatina será el fundamento de su reflexión teórica y un caudal inagotable para extraer ejemplos, pensamientos e imágenes poéticas.

Para sus hazañas caballerescas Alejandro y César serán los personajes de la historia antigua que don Quijote tenga más presentes, y Virgilio será el autor épico que le proporcione un mayor número de expresiones e imágenes.

En (II, 3) don Quijote hará una reflexión muy parecida a la que acabamos de analizar:

A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero.

Don Quijote, que no duda de la verdad histórica de los personajes sobre los que versa la obra de Homero y Virgilio, en la soledad de Sierra Morena, medita sobre los héroes caballerescos que trata de imitar, sin abstraerse del imaginario clásico:

En esto y en suspirar y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía; (I, 26)

Alejandro Magno


El gran conquistador macedonio tiene en común con el hidalgo manchego el afán de emulación de las gestas épicas. La diferencia estriba en que el primero lo llevó a cabo en la historia y el segundo en la ficción. Pero en ambos la obsesión es muy acusada.

Así, por ejemplo, cuando Alejandro destruyó la ciudad griega de Tebas, que se había rebelado contra él, “tan sólo perdonó la casa del poeta Píndaro”, tal era el respeto que le profesaba.

En otra ocasión, “emulando al mítico héroe griego Protesilao en su camino hacia Troya, Alejandro, que amoldaba su conducta a la de los héroes homéricos, fue el primero en desembarcar; visitó la ciudad de Troya y ofreció un sacrificio sobre las tumbas de diversos héroes”. La acción guerrera de Alejandro tiene en los héroes unos puntos claros de referencia.

Ese afán de emulación lo vemos en Alejandro, y lo comprobaremos también en Julio César, quien, precisamente, se decidió a acometer empresas más ambiciosas cuando contempló en Cádiz una estatua del conquistador macedonio.

Cervantes vive en una época de intenso deseo de emular el estilo y el arte de los antiguos, y en un país en el que, como don Quijote, muchos sintieron el deseo de imitar las hazañas caballerescas –conquista de América, por ejemplo- en lo que se ha denominado el artificio de lo heroico. De esa manera buscaban zafarse de una existencia anodina en una España en que la nobleza había perdido buena parte de sus prerrogativas.

Este maridaje entre ficción y realidad se hace presente también en algunas novelas de caballerías, como Tirant lo Blanc, más realista que otras obras del género.

No pocos estudiosos han puesto de manifiesto que Cervantes critica con el Quijote no sólo las novelas de caballerías, sino también el quijotismo –valga el anacronismo- de sus coetáneos en la emulación del espíritu caballeresco. En este marco general podemos entender mejor las referencias a Alejandro Magno en el Quijote, que, además, acentúan el carácter satírico de la obra, dada la desproporción entre el hidalgo y el general.

Lo que el mito era para Alejandro y su ejército, así era el imaginario caballeresco para don Quijote. “En su avance desde Drangiana Alejandro llevó a cabo su más brillante gesta al hacer cruzar a su ejército por las nieves del Hindu-Kush, cadena montañosa que a sus hombres les pareció el Caúcaso, pues creyeron haber encontrado las marcas de las cadenas que habían retenido atado a Prometeo, y desde cuyas cumbres, según el testimonio de Aristóteles, uno podía vislumbrar el extremo oriente del mundo”.

Don Quijote también añadirá a la lectura literal de los acontecimientos una lección simbólica en clave caballeresca y épica.

Alejandro, como don Quijote, padecía de cierta megalomanía, facilitada por las creencias de la época. “En Egipto giró una visita privada al oráculo de Zeus Amón, en el oasis de Siwah, en pleno desierto. Guardó secreto sobre las preguntas que formuló al oráculo así como sobre las respuestas que le dieron, aunque el sacerdote le había dado la bienvenida saludándolo como «hijo de Amón», título que añadía una nueva dimensión a su figura mítica y que reafirmaba sus creencias de ser descendiente del propio Zeus”. (…) “Durante su vida fue ampliamente aclamado como figura divina, como hijo de Zeus, y al parecer él mismo creía en su propia divinidad, creencia a la que le había inducido su propia madre. Se esforzó sin dudas en emular a esos otros hijos de dioses, a los héroes homéricos”.

Don Quijote, cristiano, no se sentirá investido de la divinidad, pero sí llamado a la misión de restaurar la caballería andante y, desde luego, a buscar con ahínco una fama inmortal:

Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte, así que casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea. (II, 6)

El caballero se engaña porque piensa que tiene más aptitudes para las armas que para las letras, cuando es evidente lo contrario. Don Quijote es inteligente, culto y un gran orador. Es un hombre de entendimiento especulativo, capaz de extraer leyes generales de los acontecimientos particulares, de aplicar sus conocimientos humanísticos a la realidad, para hacer juicios prospectivos. Pero la lectura de las novelas de caballerías ha trastocado su juicio, haciéndole pensar que está más dotado para la caballería, de modo que la busca de la fama heroica, al igual que para Alejandro, se ha convertido en uno de los móviles de su actuación:

Bien parece un gallardo caballero a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero armado de resplandecientes armas pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares o que lo parezcan entretienen y alegran y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos estos parece mejor un caballero andante que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, solo por alcanzar gloriosa fama y duradera. (II, 17)

Hay más ejemplos de cómo la identificación de Alejandro con los héroes homéricos le induce a imitar sus gestos. En una ocasión “estalló en el trascurso de un banquete una violenta reyerta entre Alejandro y Clito, un viejo oficial y antiguo amigo de Alejandro. Este empuñó un arma y mató de un tajo a Clito en un momento de ira del que luego tuvo que arrepentirse amargamente, retirándose a su tienda como hiciera Aquiles en la Ilíada homérica”. En el otoño del 324 “murió su íntimo amigo Hefestión, y Alejandro dio muestras de su más sentido dolor, como en la Ilíada de Homero hiciera Aquiles con Patroclo”.

La épica homérica modula las pasiones del héroe; de modo semejante a como lo hará en don Quijote la épica caballeresca. Ya en (I, 1) nos encontramos una referencia a Alejandro. El narrador nos descubre el pensamiento del hidalgo sobre el nombre que debe dar a su caballo. Tras ironizar acerca de las condiciones del rocín, indica que don Quijote lo considera con más cualidades que el caballo de Alejandro Magno, Bucéfalo, y que el del Cid Campeador, Babieca.

No le vienen a su mente caballos del ámbito caballeresco, sino de la historia antigua e hispana. Don Quijote no sólo se trasfigura a sí mismo, de hidalgo en caballero andante, transforma su montura igualmente en un animal heroico. El efecto irónico nos lo ofrece la propia locura del hidalgo, adobada con los comentarios del narrador, que recurre asimismo a un texto clásico en latín para resaltar la precariedad de Rocinante.

Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que «tantum pellis et ossa fuit», le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque —según se decía él a sí mesmo— no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí procuraba acomodársele, de manera que declarase quién había sido antes que fuese de caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar «Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. (I, 1)

La comparación de Rocinante con Bucéfalo y Babieca se entiende burlesca después de que, pocos capítulos después, en (I, 5), don Quijote inicie su regreso a casa tras su primera salida, maltrecho por caerse con su caballo cuando trataba de arremeter contra unos mercaderes y tras haber sido apaleado por un mozo de mulas. Pese a la evidencia, se intensifica su locura caballeresca y romancesca, como podemos ver en el diálogo que mantiene con su convecino Pedro Alonso:

A esto respondió el labrador:

Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.

Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. (I, 5)

Su declaración confirma lo que venimos diciendo hasta ahora: que su locura caballeresca no se extiende sólo a la emulación, -y aún superación, como él mismo dice- de los héroes de las novelas de caballerías, sino de todos los que, en la ficción o en la realidad han realizado grandes gestas. Y por eso cita a los nueve de la Fama, entre quienes se hallan Héctor, Alejandro y César. Reivindica una libertad absoluta para ser lo que quiere ser. Pero ese querer ser parte de unos ejemplos concretos del pasado, puntos referenciales de continuo para él. Su imaginación obvia completamente la realidad. La caída de Rocinante pone en evidencia su mala disposición para el combate, pero don Quijote sigue sin dudar de sus magníficas condiciones, que ha exaltado sobre las de Bucéfalo y Babieca.

En los inicios de la segunda parte del Quijote, volvemos a encontrarnos con Alejandro Magno, en compañía de Julio César, en un capítulo donde comprobamos que el bagaje conceptual del caballero procede de tres ámbitos: el bíblico, el clásico y el caballeresco. Empieza don Quijote con una frase que nos recuerda a san Pablo, para expresar la estrecha relación que existe entre amo y escudero. La ocasión la brinda el recuerdo del traumático episodio del manteamiento de Sancho.

Eso estaba puesto en razón —respondió Sancho—, porque, según vuestra merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a sus escuderos.

Engáñaste, Sancho —dijo don Quijote—, según aquello «quando caput dolet», etcétera179.

No entiendo otra lengua que la mía —respondió Sancho.

Quiero decir —dijo don Quijote— que cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo. (II, 2)

Verosímilmente, Sancho afirma su desconocimiento del latín, algo que cabía esperar, pero que nos hace más explícita la distinción de los dos planos –culto y vulgar- en los que está cada uno situado. Por si la referencia bíblica no fuera clara, don Quijote hace unas preguntas de claro eco evangélico:

Pero dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos y pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo, qué es lo que dicen de mí por ese lugar. ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? (II, 2)

Como acostumbra a suceder, don Quijote no distingue entre ficción y realidad. Para él, todo lo que esté en letra impresa cobra vida. Por eso, cuando quiere glosar a Sancho la idea de que la virtud siempre es perseguida, enumera personajes históricos entreverados con mitológicos y caballerescos. Sigue cierto orden en su enumeración, ya que comienza con personajes históricos –César y Alejandro, (sin seguir la secuencia temporal entre los dos generales)-, y continúa con uno de los héroes más conocidos de la mitología Hércules; concluye la serie con los hermanos don Galaor y Amadís de Gaula. El emparejamiento de Alejandro y César trae a nuestra memoria las Vidas paralelas de Plutarco.

Mira, Sancho —dijo don Quijote—: dondequiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia180. Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho. (II, 2)

Así como Alejandro se comparaba con los héroes homéricos y César con Alejandro, don Quijote se parangona a su vez con los dos generales, a quienes añade dos personajes centrales del imaginario caballeresco.

La última muestra de enajenación de don Quijote estará provocada precisamente por la contemplación de escenas mitológicas. Al observar en un mesón una pintura que plasma la historia de Dido burlada, la lee de inmediato en clave caballeresca y se siente capaz de haber evitado la caída de Troya y la destrucción de Cartago.

En una dellas estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando el atrevido huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía de señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por el mar sobre una fragata o bergantín se iba huyendo. Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía a socapa y a lo socarrón, pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:

Estas dos señoras fueron desdichadísimas por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara a aquestos señores yo, y ni fuera abrasada Troya ni Cartago destruida, pues con solo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias. (II, 71)

Julio César


Si Alejandro Magno despierta en don Quijote una profunda admiración, como conquistador por excelencia de la historia griega, Julio César será, en el ámbito romano, el general más citado y encomiado por don Quijote, en un paralelismo que nos vuelve a recordar a Plutarco. La primera referencia a César en la obra –no por su nombre- la hallamos en (I, 5), donde don Quijote menciona a los Nueve de la Fama, entre los que estaba incluido el general romano. El texto “-Yo sé quién soy…”, lo hemos trascrito al tratar de Alejandro.

Cervantes nunca cita explícitamente a Josué ni a Judas Macabeo en el Quijote; y a David, sólo una vez en el prólogo de la primera parte . Alejandro Magno, en cambio, aparece dieciséis veces en las obras completas de Cervantes, once de ellas en el Quijote. Héctor el troyano, en cinco ocasiones, (tres en el Quijote), y César, ocho.

Al rey Arturo sólo lo encontramos en cinco ocasiones en el Quijote, a pesar de que todo él está lleno de referencias a novelas de caballerías. Nueve veces se alude a Carlomagno en la novela, y una a Godofredo. Entre los Nueve de la Fama Cervantes cita más a griegos y romanos que a judíos y medievales.

La siguiente, y última, referencia a los Nueve de la Fama, la hallamos en (I, 20). Es una frase de don Quijote especialmente importante, pues también es programática: atisba una nueva aventura y explica a su escudero las razones de su valor. No sólo cabe destacar que el caballero empareje a los Nueve de la Fama con otros héroes caballerescos -entremezclando ficción y realidad- sino también que don Quijote hace suyo el mito de la edad dorada, profundamente clásico, para justificar su salida a los campos como caballero andante.

En la segunda parte de la novela don Quijote se percibe ya como parte del grupo de los héroes. Si ellos fueron difamados, ¿por qué no había de serlo él?

Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. (II, 2)

El caballero se prodiga en el encomio de César, utilizando tres superlativos: para defenderse de las críticas, parece exonerar de vicios a los personajes que cita. 

Una locura de corte platónico

Don Quijote posee una prodigiosa memoria. En ella ha almacenado casi fotográficamente muchos de los textos caballerescos que ha leído. Ese material constituye como un arsenal de ideas innatas que va a utilizar para interpretar el mundo. En (I, 50), conversando con el canónigo, don Quijote hace un largo discurso donde entrelaza de modo prodigioso el lenguaje y los tópicos caballerescos, donde aparecen también elementos de origen clásico:

¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? (I, 50).

Algunos de los rasgos de la locura de don Quijote se han relacionado con aspectos de la filosofía platónica, como por ejemplo

a) el furor poético:

tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas semejantes. (…) Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura. (I, 18)

b) la transformación amorosa:

Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que humana, y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intricable red amorosa y con gran cuita en sus corazones, por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. (I, 21)

c) la búsqueda de nombres significativos:

Y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre por cierto significativo y proprio para la vida que él de su voluntad había escogido. (I, 25)

d) el ámbito de las metamorfosis:

Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no le deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no se abra camino mi espada, con la cual poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en breves días. (I, 37)

En este capítulo I, 37 se interpretan los acontecimientos con imágenes extraídas del mundo clásico. La resolución de su embarazosa situación es considerada por don Fernando como la salida de un “intrincado laberinto”; que es la verdadera causa de la transformación de la princesa Micomicona es expresada por don Quijote con una frase atribuida a Plinio:

pero el tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos”; las dificultades que atraviesa el hombre de letras son sintetizadas por el caballero como “Scilas y Caribdis”.

La imagen de la metamorfosis, para don Quijote, no es simplemente un recurso ocasional para explicar la transformación de una princesa. Su actuación está firmemente arraigada en la noción de encantamiento, extraída de las novelas de caballerías, prisma a través del cual justificará constantemente su actuación y le proporcionará una clave para interpretar los acontecimientos en que se ve envuelto.



Maraval (1976) Utopía y contrautopía en el Quijote

Marcos Villanueva (1995) Trabajos y días cervantinos

Martí Alanís (1991) Las utorías en el Quijote

Menéndez Pidal (1920) Un aspecto en la elaboración del Quijote

Menéndez Pidal (1991) La lengua castellana del siglo XVII



No hay comentarios:

Publicar un comentario