En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Juventud, divino tesoro


Poca gente en Las Pasiegas

Ayer, raro en mí, decidí madrugar y con la fresquita, dar un paseo por la ciudad. Tenía, más tarde, cita con el cardiólogo. Recordando sus prescripciones, primero anduve un poco por las calles casi desiertas del centro, mirando los rostros tapados y abstraídos de quienes se cruzaban conmigo. Caminé deprisa y mirando el reloj según las indicaciones del doctor -mínimo cuarenta minutos todos los días a paso alegre-. Cumplida a rajatabla la ordenanza del galeno, me senté a tomar un cafeconleche con churros frente al Cunini. Por debajo de la mesa y cruzando los dedos, le hice unos cuantos cortes de mangas al doctor recordando sus consejos sobre la vida sana.

De camino a la ciudad, en mi emisora de radio favorita, venía escuchado un informe sobre el futuro demográfico que nos aguarda en España, donde, según decía y parece cierto, tenemos la natalidad más baja del mundo. Comentaba el aguafiestas de la radio que la mitad de la población española tendrá más de sesenta años en la segunda mitad del siglo, -si el virus no lo remedia, comentó un conterlulio, con ironía y evidente malaleche-. No sé por qué, en ese momento, con el churro en la mano, no podía dejar de darle vueltas al tema, y de nuevo me sorprendí mirando los ojos de los pocos transeúntes que pasaban por delante de mi mesa.

De inmediato tuve la impresión de que la profecía del agorero locutor se había cumplido, o quizás, pensé para mis adentros, que en lugar de en mi fordfocus había llegado a sanagustín en la máquina del tiempo, hallándome de pronto, tomando un cafeconleche y comiéndomeme unos churros, en el año 2070, pero eso sí, en una terraza con ambiente de principios de siglo, con una antigua música futurista: la neumática artista, Lenina Crowne cantaba aquella feliz y melódica canción titulada “no hay en el mundo ningún Frasco como mi querido Frasquito”. En la terraza sillas de enea en torno a mesas de madera, y gorriones de primavera hambrientos, que revoloteaban a mi alrededor buscando alguna miga que llevarse al pico. La impresión del 2070 me la llevé por los rostros que no veía y la marcial apariencia de aquellos que pasaban sin mirarme; todos muy decorosos pero bien entrados en años. Cerré mis ojos e imaginé la calle abarrotada como otros años por este mismo mes. Vi a turistas británicos con su piel abarcocá, y entre ellos vi escoceses de rubios mostachos y pelos fritos, vestidos con calzones cortos y sandalias de tiras con calcetines blancos, llevando en la mano guías turísticas arrugadas y cubriéndose con sombreros de tela blanca llena de candiles. Espero que esta escena pronto sea real.

Ahora el que pasa es un señor mayor bien vestido, con un impecable sombrero cordobés, sin ningún candil en su ala, paseando a un caniche con un lazo rosa bien planchado en el cuello; y detrás y a una distancia prudente, una anciana cogida del brazo de una mujer joven, pero no tanto, entrada en carnes, más bien bajita y de piel tostada con un jersey de punto de múltiples colores. Antes de lo del churro, cuando el que paseaba era yo, había atravesado Laspasiegas pasando por la puerta del Sagrario donde había un grupo de gente dispersa, entre los que no vi a nadie al que echarle menos de cuarenta años. Por todos lados gente mayor. ¡Madurez, divino tesoro!

Pero ahora por fin veo a un joven que parece despistado. Creo que le conozco. Pasa por delante de mi mesa leyendo el ideal, ¡pero que digo, joven! si éste jugaba al fútbol conmigo en el río. Pero si es un pavico, de “la banda del pollo”. Será que he imaginado su cara de antes, con mis ojos de antes. La mascarilla da para imaginar, añade misterio, y luego está esa facilidad mía para desmaterializarme y viajar por el tiempo sin ni siquiera sacar billete. Me ha mirado de soslayo, con el rabillo del ojo -como el que le pitó el penalti al Barcelona-, por encima de sus gafas y ha respondido con un leve gesto a mi tímido saludo. No me ha reconocido, o quizás no son horas para charlas inútiles, ni posibles contagios, ni mentiras piadosas, y ese joven que ya no cumplirá los sesenta, se pierde, indiferente a mis cavilaciones, en dirección a Bibrambla.

Calle oficios vacía
Ensimismado en mis propios pensamientos y tomando mecánicamente mi desayuno, barruntando en los días felices, salto de 2070, era del jubilado, a 1970, era de la juventud, y recuerdo aquel mensaje de una canción roquera, que a mis amigos y a mí, indómitos sin causa, jóvenes de secano, modernos de pueblo recóndito entre montañas, nos parecía atinado como tantas cosas que llegaban de fuera, que venía a decir algo así como que no nos fiáramos de nadie que fuese padre, que te diera consejos y vistiera corbata. Era entonces el comienzo de la creencia que la juventud, divino tesoro, más que una circunstancia pasajera de la vida, era una condición inherente para los que eramos jóvenes, que nos definía a los nuestros para siempre. Los demás podrían morirse, envejecer o crecer, pero los nuestros, los nuestros siempre seriamos así. Eramos jóvenes e intentábamos vestirnos de una manera determinada -ridícula cuando, ahora, miro las fotos de antaño-, y teníamos preferencias y opiniones que por fuerza debían de ser contrarias a las de los mayores, esa gente enigmática e incombustible que sólo pensaban en trabajar sin apenas sacar rendimiento a su trabajo.

Cuando aún no he acabado con mi desayuno, me pregunto por el dudoso genio que inventó la consigna roquera, ¿quién sería, qué será del él? Los genios del rock, que sería su origen más probable, ya se sabe, murieron jóvenes, como vivieron, o con los años se enriquecieron, se aburguesaron, incluso hasta se pusieron corbata, como es el caso de ese de la sgae que, hace unos años, tanto salió en la prensa. Lo que es notorio, aunque nos pese, es que nadie permanece joven para siempre, ni siquiera los nuestros, pero lo cierto es que aquello que se acabó convirtiendo en una especie de dogma oficial, está hoy día presente en el arte más ideológico de todos que sin duda es la publicidad. En las vallas, en la televisión, en el cine, en la prensa, en las redes sociales, la utopía de los pasados setenta se ha cumplido: no hay nadie que tenga más de treinta años, a no ser un padre muy guai o un político acartonao. Ambos, para su promoción personal, han de hacerse presentes también en los mensajes publicitarios, el político pareciendo simpático y enrollao, y el padre mostrándose coleguita de su hijo, yendo de copas o jugando al fútbol con él, aunque al final no sólo no engañan a nadie, sino que además hacen el ridículo queriendo ocultar su lamentable condición de adultos.

Pero, como he apuntado, si los de nuestra generación hemos hecho realidad la utopía de la eterna juventud, por lo que estamos viviendo, nuestros hijos protagonizarán la conquista de la sociedad por los jubilados. Claro que, para poder jubilarse, o mucho tendrán que cambiar las cosas, o nuestros nietos, como hicieron nuestros padres, tendrán que matarse a trabajar, echando horas como chinos, para poder sacar adelante el cotarro que se les avecina. Visto con los parámetros de hoy, a medio plazo, la actual hegemonía de la juventud dará entrada -ya está pasando un poco-, a un mundo espectral donde proliferará la vejez. Para el 2070, los que lleguemos, tendremos que convertir las aulas de la universidad en hogares de la tercera edad, y los campos de rugby y fútbol en pistas de petanca y minigolf, y el calimocho o el rebujito de las noches de botellón darán paso a tímidas tardes aderezadas de partidas de dominó con la atrevida licencia de una cervezasin o un salobreña como excitante de uso tópico.

Nota: la canción y la artista mencionada es un homenaje a una de mis lecturas de juventud: la utopía o distopía de "Un mundo feliz".
 
 
 
Del cinamomo al laurel, 53
 
 
 

2 comentarios:

  1. Mientras veo como corre el agua por los surcos de mi campo, disfruto leyéndote.

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  2. Paquito, eres tú? Si, creo que sí. Muchas gracias hombre, pero es que tú disfrutas con todo: una cualidad muy buena para sobrevivir.

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