En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Entre socarrones anda el juego


Ha sido muy comentado que entre los pasos gigantes que el Quijote dio en el camino de la novela, quizá sea uno de los decisivos haber hecho que su segundo libro, el de 1615, fuera un extenso comentario sobre lo que se había contado –y leído– en el de 1605. Ese fenómeno que ya habían puesto de relieve Américo Castro, Joaquín Casalduero y E. C. Riley, ha obtenido eco a la teoría que vinculó la modernidad de la obra a la importancia de su carácter metaficcional. Muchos novelistas de todas las literaturas del mundo desde entonces lo han imitado.

La genialidad de Cervantes al imaginar ese diálogo interno de la obra consigo misma, penetra buena parte del sentido y forma del Quijote de 1615, al hacer que ese diálogo no se extienda sólo a los episodios en que explícitamente se comentan lances, personajes o episodios que ya hemos leído en el de 1605 (como el que vamos a analizar) sino que todos, crédulos e incrédulos, empezando por los propios don Quijote y Sancho, siguiendo por Sansón Carrasco, los que habitan el palacio de los Duques y hasta don Antonio en Barcelona, ejecuten, en el tablado de 1615, los roles que conviene desempeñar para que la locura de don Quijote vuelva a representarse, lo quiera él o no, según se ve en el episodio de Clavileño (Quijote II, LXI) en que es el propio Sancho el que pretende convencer a don Quijote de lo que ambos debían haber visto, lo que don Quijote aceptará únicamente si Sancho ofrece su credulidad para lo visto por él en la cueva de Montesinos.

Con todo, siendo el Quijote de 1615 magistral en conjunto, lo es más cuando vamos a los detalles. Porque el Quijote, una obra grande por donde la mires es grandiosa a poco que apliques una mirada atenta o serena que permita percibir los mil juegos que Cervantes hace ante su lector, al que sorprende de repente con una sentencia, reflexión, quiebro o socarronería que cobra todo su relieve cuando conoces que ese vocablo, aquel concepto o esta broma, ha nacido de un precedente suyo escrito en el texto de 1605. Eso provoca ese rasgo tan comentado de que cada vez que lo lees encuentras algún detalle nuevo. Porque es en esos detalles donde vive su ingenio.

Los capítulos iniciales del Quijote de 1615 eran muy importantes. Se trataba de continuar una obra publicada diez años antes, y cumplen la función de recordar al lector lo fundamental que ya ha leído. Eso hacen. En el capítulo II, hablando de nuevo el cura y el barbero con don Quijote de las formas de su locura, de los caballeros andantes que imita y enumera, tratándola todos como una locura especial, de loco que parece cuerdo o tiene juicios de tal; de ahí el cuentecillo del loco de Sevilla. A don Quijote no se le escapa que estos diálogos están poniendo a prueba su locura, por lo que reacciona ante ese cuentecillo haciéndole ver al barbero al que antes ha llamado rapista, que no se cree Neptuno pero que «lloveré cuanto se me antojare» (Quijote II, 1) y que le ha entendido perfectamente («Digo esto porque sepa el señor bacía que le entiendo»). De manera que ya tenemos un socarrón en la persona del barbero, buscándole las cosquillas a un don Quijote que en sus respuestas deja claro que no se deja zarandear como loco tan fácilmente como el barbero quisiera.

Los capítulos II y III continúan con esta prueba. Pero ahora los socarrones serán Sancho Panza (con quien sostiene el diálogo en el capítulo II) al que se añade en el capítulo III Sansón Carrasco. Entre estos socarrones andará el juego. El concepto y término de socarrón no lo pongo yo. No puede ser casual que sea el adjetivo elegido por el narrador para caracterizar a Sansón Carrasco, y lo sea luego por el propio don Quijote en ese mismo capítulo cuando se dirige a Sancho diciéndole, «Socarrón sois Sancho…». El sentido de esa coincidencia en la calificación de ambos es profundo, en absoluto baladí, según me propongo mostrar en lo que sigue.

En efecto, Sansón Carrasco aparece ya en el capitulo anterior, el II, cuando Sancho le ha dado noticia de que el hijo de Bartolomé Carrasco, hecho bachiller en Salamanca, «Me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» (Quijote, II, 2), luego añade que se llama Sansón. Pero su caracterización no viene hasta el capitulo siguiente, por boca del narrador, de la siguiente forma:

Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón; de color macilenta, pero de muy buen entendimiento; tendría hasta veinticuatro años, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de donaires y de burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote, poniéndose delante del de rodillas diciéndole:

Deme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha, que por el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes que las cuatro primeras,que es vuestra merced uno de los más famosos caballeros andantes que ha habido y aun habrá en toda la redondez de la tierra. Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó escritas y rebién haya el curioso que tuvo cuidado en hacerlas traducir del arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las gentes. (Quijote, II, 3, pág. 647)

Lo que continua es justamente conocido, porque don Quijote, que ya ha sabido por Sancho de la existencia del libro, y que fue moro y sabio encantador el que lo compuso, si bien Sancho lo había llamado, equivocando jocosamente el nombre como Cide Hamete Berenjena (y explicándose a sí mismo la motivación del nombre gustando mucho los árabes de esa verdura), pregunta a Sansón Carrasco si es verdad que hay tal libro de moro y sabio y qué cosas se ponderan de él en ese libro. En lo que continúa del diálogo importa destacar que Cervantes aprovecha para sacar pecho por boca de Sansón Carrasco, en cuanto a las muchas ediciones en países distintos, y proclamar lo que ha sido profecía «y a mí me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga». Junto a esto añade una síntesis que recuerde al lector (estamos en la segunda mitad de una obra que ha sido publicada diez años antes) algunos de los episodios memorables vividos por don Quijote.

Antes de seguir adelante con el juego de socarronería que ejercita Sansón Carrasco, haciendo reverencias paródicas de tributo a tal alto caballero y sobre todo ponderando muy exageradamente su gallardía, ánimo grande en los peligros y honestidad y continencia en los amores tan platónicos de don Quijote con doña Dulcinea del Toboso, y para entender las intervenciones rebajadoras de tan alta ponderación que Sancho va a ir haciendo (no saber que podía llamarse «doña» a la señora Dulcinea etc.), conviene recordar que esta escena es paralela a una narrada en el capítulo anterior, que recoge el reencuentro de Sancho con don Quijote, cuando éste le ruega que le diga que ha llegado a sus oídos sobre la opinión suscitada por sus andanzas:

Y dime Sancho amigo, qué es lo que dicen de mí en ese lugar. ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en que los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas, qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente quiero, Sancho, me digas lo que acerca desto ha llegado a tus oídos, y esto has de decir sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia […] (Quijote , II, 2)

La respuesta de Sancho a este requerimiento ciertamente no se anda en rodeos, porque luego de asegurar que don Quijote no ha de enfadarse por lo que oiga, añade:

Pues lo primero que digo –dijo– es que el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose vuesa merced en los límites de la hidalguía se ha puesto don y se ha remetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante…

Este diálogo ocurre inmediatamente antes de conocer por Sancho de la existencia de un libro que habla de tales hazañas cuya noticia ha traído Sansón Carrasco.

Para el paralelismo, pero también para el juego intertextual entre el diálogo de Sancho y don Quijote con el que luego tendrán ambos con Sansón Carrasco (narrado en el capitulo siguiente) conviene fijarse en dos detalles que serán clave: por un lado el reproche que los hidalgos habían hecho hacia el titulo de don que antecede al nombre de don Quijote, porque es sabido que Sancho ha tomado buena nota y cuando en el texto citado del capítulo III en que están oyendo ponderar a Sansón lo que el libro dice y oye hablar de los amores “tan platónicos de vuestra merced y de mi señora doña Dulcinea del Toboso” se origina la primera intervención rebajadora de Sancho, quien protesta:

Nunca –dijo a este punto Sancho Panza– he oído llamar con don a mi señora Dulcinea, sino solamente «la señora Dulcinea del Toboso», y ya en esto anda errada la historia. (Quijote, II, 3, pág. 648)

Pero por otro lado conviene fijarse en que don Quijote, en el diálogo anterior reproducido arriba, ha rogado a Sancho le diga la imagen que tiene ante las gentes del lugar y lo que dicen de él, “sin añadir al bien, ni quitar al mal cosa alguna”.

De tal forma que ese diálogo anterior, en el que ya se había hecho Sancho eco del reproche al título de don, que el hidalgo se había asignado gratuitamente según los otros hidalgos del lugar, se precipita ahora, pero para lo dicho en el libro para la señora Dulcinea. Lo mismo que los hidalgos del lugar habían reprochado, reprocha Sancho a lo dicho por Sansón Carrasco, quien, no hemos de olvidarlo, ha conocido a Dulcinea a través del libro que ha leído. Es por eso por lo que Sancho añade “y en esto anda errada la historia”, esto es la novela de la que han comenzado a hablar.

Porque la novedad del capítulo III, y su enjundia, es que planteará la cuestión central del debate teórico de las poéticas de su tiempo, muy aristotélicas: si una historia tiene que contar la verdad o simplemente atenerse a la verosimilitud poética. Tanto Américo Castro como E. Riley entre otros, han glosado los términos y juegos que tal debate provoca en lo dicho en este capítulo por Sansón Carrasco y por don Quijote y por Sancho. No iré por entero a ello; basta con leer el diálogo y las posiciones quedan muy claras. Pero sí hemos de fijarnos en que es el socarrón Sancho quien comienza rompiendo la serie heroica que el socarrón Carrasco ha iniciado enunciando algunas hazañas de don Quijote representadas en el libro, al preguntar nada menos que por el caballo Rocinante, y no en cualquier aventura sino en aquélla en que se le ocurrió «pedir cotufas en el golfo». Sabido es que cotufas eran esas (las yeguas imposibles) y cómo acabaron todos, incluido caballo, molidos a palos por los yangüeses. La isotopía heroica sobre las virtudes y triunfos del caballero en que el socarrón Carrasco se ha instalado, se ve rota por la isotopía antiheroica del socarrón Sancho que no únicamente pregunta por el animal, sino que rememora una escena en que no salieron muy bien parados. Percibe Sansón Carrasco la socarronería del escudero y le contesta:

No se le quedó nada –respondió Sansón– al sabio en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta…

Protesta Sancho, pero protesta también don Quijote ante la deriva antiheroica que va tomando la conversación, y añade:

A lo que yo imagino —dijo don Quijote—, no hay historia humana en el mundo que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de caballerías, las cuales nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.

Con todo eso —respondió el bachiller—, dicen algunos que han leído la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote.

Ahí entra la verdad de la historia —dijo Sancho.

También pudieran callarlos por equidad —dijo don Quijote—, pues las acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero.

Así es —replicó Sansón—, pero uno es escribir como poeta, y otro como historiador:

el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.

Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro —dijo Sancho—, a buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos, porque nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme, pues, como dice el mismo señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los miembros.

Socarrón sois, Sancho —respondió don Quijote—. A fee que no os falta memoria cuando vos queréis tenerla.

Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado —dijo Sancho—, no lo consentirán los cardenales, que aún se están frescos en las costillas.

Callad, Sancho —dijo don Quijote—, y no interrumpáis al señor bachiller, a quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mí en la referida historia. (Quijote , II, 3, pág. 649-650)

Y encontramos a un Sansón Carrasco que sigue siendo quien es, pero ahora se comporta como lector socarrón. Ha sido muy comentada la deuda intertextual que este pasaje tiene con aquel lugar de la Poética de Aristóteles en que se enfrentan la verosimilitud poética y la veracidad histórica. También se ha detectado que la observación de don Quijote a que no fueran tan piadosos y prudentes Eneas y Ulises como lo describen Virgilio y Homero, es un intertexto de la poética renacentista italiana, presente también en el Orlando Furioso de Ariosto. Pero no se ha advertido que el muy grande socarrón Sansón Carrasco se está comportando como lector socarrón, y le está recordando algo que don Quijote ha dicho en el libro que ha leído, concretamente en un famoso parlamento de don Quijote en Sierra Morena (capitulo 25,1ª), en el que declara a Sancho cuáles son los grandes modelos que imita.


Digo asimismo que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas, y así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio en persona de Eneas el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes ( Quijote, I, 25)


Ahora entendemos mejor la socarronería de Sansón Carrasco, quien le reprocha a don Quijote que eso que dice sobre que no fue tan prudente Ulises y tan piadoso Eneas, es espejo de lo que en Sierra Morena decía justamente sobre los modelos poéticos que ahora está descompensando, Eneas y Ulises. Sansón Carrasco únicamente ha podido leerlo, pues no lo oyó, pero es parlamento que ha leído en el Quijote de 1605. Por eso puede plantear la cuestión crucial, «¿Pero en qué quedamos las hazañas de don Quijote son verdaderas o son inventadas?». Como historia que es de lo que es real (y no invención del moro) habrán de figurar los palos y Rocinante y las cabriolas, «sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna».

Y cobra también mayor sentido ahora lo que hemos visto que don Quijote le había pedido a Sancho en el capitulo precedente: que le dijera lo que se opinaba de sus hazañas y andanzas, «sin añadir al bien, ni quitar al mal cosa alguna».

De manera que los dos socarrones están intentando traer a don Quijote a su sola verdad, la que él pide a Sancho, pero que no pide a Sansón, antes bien, reniega de ella, porque ahora de lo que se trata es de un libro, de poesía épica (o caballeresca), que ha de cantar los héroes de otro modo a como las gentes hablan de ellos y ellos son realmente. Dos socarrones frente a don Quijote con exigencia contrapuesta. En medio de ambos está la verdad de don Quijote, que ellos quieren histórica y don Quijote reivindica poética, literaria, puesto que de libro compuesto por moro sabio se trata.

Nos queda volver un momento a la socarronería de Sancho. Perseguirla nos llevaría a citar todo el capitulo. Únicamente comentaré que don Quijote le califica de socarrón y le reprocha tener tan interesada buena memoria cuando se da cuenta de que Sancho está citando, como argumento de su proceso retórico en defensa de las verdades que el libro debe representar, justamente lo que don Quijote ha dicho y que ha sido narrado en el capitulo anterior, cuando dialogan sobre el dolor común que ambos, como amo y señor, tienen compartido.

Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que yo fui el que te saqué de tus casillas, sabiendo que yo no me quedé en mis casas: juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna y una misma suerte ha corrido por los dos: si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.

Eso estaba puesto en razón —respondió Sancho—, porque, según vuestra merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a sus escuderos.

Engáñaste, Sancho —dijo don Quijote—, según aquello «quando caput dolet», etcétera.

No entiendo otra lengua que la mía —respondió Sancho.

Quiero decir —dijo don Quijote— que cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.

Así había de ser —dijo Sancho—, pero cuando a mí me manteaban como a miembro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y pues los miembros están obligados a dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse dellos.

¿Querrás tú decir agora, Sancho —respondió don Quijote—, que no me dolía yo cuando a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses, pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo. (Quijote , II, 2)

Ahora entendemos cabalmente el diálogo del capítulo siguiente. Sancho le recuerda a don Quijote que dejar fuera los palos, en el altar de la verdad poética que reinvindica su señor, porque no fue tan prudente Ulises (etc.), es contradictorio con lo que había sostenido en ese diálogo anterior cuando había proclamado solidarios cabeza y miembros y que había de sentir como propio el manteo sufrido por Sancho. Por eso reacciona don Quijote reprochando la buena memoria que tiene cuando le interesa, porque se da cuenta (hoy habríamos dicho touché), de que Sancho le está trayendo el argumento de que si el señor (la cabeza) ha de ser poético, sin palos, tendría que haber sido también poético, y sin palos el escudero (los miembros), pero hay una verdad insoslayable, que no admite negociación o acuerdo: los cardenales que tiene por todo el cuerpo, que le recuerdan otra cosa distinta a la poesía.

Aquí podemos dejarlo. Entre socarrones anda el inicio del Quijote de 1615. Primero fue el barbero con la historia del loco de Sevilla (cap. I), será luego Sancho (cap. II) y por último a éste se unirá Sansón Carrasco que es persona pero que también (sobre todo podría decirse) ha sido lector. Entre socarrones anda don Quijote defendiéndose como héroe literario, más allá incluso que los modelos heroicos que inauguraron la gran literatura que él quiere ser y que Cervantes le brinda.

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