En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 7 de septiembre de 2021

El mito: Dulcinea


La lectura compulsiva de los libros de caballerías han movido al hidalgo Alonso Quijano a convertirse en el caballero andante don Quijote de la Mancha y a enamorarse de una aldeana, Aldonza Lorenzo, a la que, en su locura, transforma en Dulcinea. Si para reforzar su voluntarista condición de caballero, don Quijote recurre a la épica clásica y a todo su imaginario, algo semejante hará con Dulcinea:

yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. (II, 32)

El repertorio amoroso de la antigüedad enriquecerá notablemente las manifestaciones discursivas de su amor por Dulcinea:

Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi aposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella, que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios calificados (…)

Suelen las fuerzas de amor

sacar de quicio a las almas,

tomando por instrumento

la ociosidad descuidada.

Suele el coser y el labrar

y el estar siempre ocupada

ser antídoto al veneno

de las amorosas ansias. (II, 46)


Amadís, como icono de los caballeros andantes, y Dulcinea, estarán estrechamente unidos en su afán mimético:

Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere, del cual se dirá lo que del otro se dijo, que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros. (I, 26)

Don Quijote reconoce que el linaje de Dulcinea no entronca con familias ilustres: no ha perdido del todo su contacto con la realidad:

No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia, Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. (I, 13)

Pero, a pesar de ello, reivindica claramente su derecho a idealizar absolutamente a quien ha convertido en su dama. Don Quijote decide que su idea supere en todas las perfecciones a todas las mujeres famosas de la literatura y la historia. Y a pesar de encontrarse en un episodio netamente caballeresco -don Quijote quiere imitar la penitencia de Amadís-, nombra a Elena y a Lucrecia para significar que Dulcinea las sobrepuja:

Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos. (I, 25)

Elena y Lucrecia son dos paradigmas de belleza: griega una, romana otra; mujeres que, al ser forzadas, provocaron dos acontecimientos fundamentales en la historia griega y romana: la guerra de Troya y la expulsión de los reyes en Roma. Para don Quijote esas mujeres son más prototípicas, más universales, más oportunas para expresar la idealización que ha hecho de Aldonza.

Esta inmersión del mito de Dulcinea en los mitos clásicos se verá reforzada en la segunda parte de la novela, en el contexto de una conversación entre don Quijote y la duquesa. Dulcinea no sólo contiene y supera las perfecciones exaltadas de las mujeres antiguas, sino que, para el caballero, merece la pintura y declamación de los mejores pintores y oradores de la antigüedad:

Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle ante los ojos de vuestra grandeza, aquí sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la viera en él toda retratada; pero ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?

¿Qué quiere decir demostina, señor don Quijote

-preguntó la duquesa—, que es vocablo que no le he oído en todos los días de mi vida?

Retórica demostina —respondió don Quijote— es lo mismo que decir retórica de Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón, que fueron los dos mayores retóricos del mundo. (II, 32)

Tanta comparación entre Dulcinea y las famosas mujeres le hacen casi olvidar a don Quijote su confesión realista de la primera parte sobre el linaje de Dulcinea:

Dulcinea es principal y bien nacida; y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos, a buen seguro que no le cabe poca parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar será famoso y nombrado en los venideros siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y España por la Cava, aunque con mejor título y fama. (II, 32)

En II, 46, el propio don Quijote define como pintura la idealización que ha hecho de Dulcinea:

Pintura sobre pintura

ni se muestra ni señala,

y do hay primera belleza,

la segunda no hace baza.

Dulcinea del Toboso

del alma en la tabla rasa

tengo pintada de modo

que es imposible borrarla. (II, 46)


Volviendo al escenario de Sierra Morena, una vez que don Quijote ha evocado la memoria de Elena y Lucrecia, es lógico que se acuerde del modo de escribir de los antiguos, cuando decide enviar una carta a Dulcinea a través de Sancho:

Todo irá inserto —dijo don Quijote—; y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles o en unas tablitas de cera, aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. (I, 25)

Y también es razonable que en la propia carta a Dulcinea se pueda hallar un eco ovidiano:

El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. (I, 25)

Y que el regreso de Sancho lo evoque en términos de laberinto:

Cuanto más, que lo más acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Perseo. (I, 25)

El nudo de relaciones amorosas que se desencadenan en las historias intercaladas de la primera parte de la novela alimenta continuamente la pasión de don Quijote, al tiempo que subrayan la contraposición entre amores posibles e imposibles.

El capítulo I, 43 nos presenta a don Quijote fuera de la venta, por la noche, dirigiéndose a su amada Dulcinea. Dos episodios estructuran este capítulo: el del amor de don Luis por doña Clara, y el de don Quijote por Dulcinea. Dos discursos amorosos; el primero, de don Luis, con una equilibrada referencia clásica: al piloto Palinuro y a los triunfos romanos. El de don Quijote, en cambio, se desborda de noticias clásicas y míticas: la idea platónica, los diferentes tipos de amor de Aristóteles, la militia amoris, y la invocación a la luna y al sol como deidades. La mención al sol le permite recordar, finalmente, el mito de Apolo y Dafne.

En el caso de don Luis, el amor es correspondido en el corazón de su amada, pero se interponen entre ellos barreras sociales. El amor de don Quijote, en cambio, es quimérico: Dulcinea no le conoce, ni es tal como don Quijote se la imagina. El canto de don Luis lo oye doña Clara, aunque se tapa los oídos como los compañeros de Ulises en la Odisea. Las palabras de don Quijote sólo las escuchan la hija de la ventera y Maritornes, que trazan un plan para burlarse del caballero.

Las referencias mitológicas de don Luis se insertan en los tópicos líricos renacentistas. Las de don Quijote agudizan la situación esperpéntica de don Quijote:

¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! ¿Y qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por solo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas suplícote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado. (I, 43)

El “no me acuerdo bien” de don Quijote acentúa el realismo de sus palabras, pronunciadas a la luz de la luna, pero introducen al mismo tiempo un elemento jocoso, en la línea de la crítica a los eruditos que hace Cervantes en el prólogo de la primera parte del Quijote. En su discurso no podía faltar el tópico de la militia amoris.

¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por solo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? (I, 43)

En la misma escena, don Quijote es requerido a través de un agujero por Maritornes, a quien el caballero toma por una dama del castillo, por lo que ve peligrar su fidelidad a Dulcinea y se pone en guardia, pero se muestra capaz de complacer en todo lo demás a la dama:

si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmela, que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía de dárosla encontinente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma. (I, 43)

En su exaltación, don Quijote promete lo imposible, un mechón de los cabellos de Medusa y los rayos del sol, sintiéndose emulador de las hazañas de Perseo, que degolló a la gorgona y utilizó su cabeza para petrificar a sus enemigos. El caballero, en su locura, se cree lo que dice. Maritornes y el lector ríen ante la hipérbole desmesurada.

En la segunda parte de la novela, Sancho recibe el encargo de visitar a Dulcinea, menester que resuelve engañando a su amo con tres campesinas. Ahora los papeles se intercambian, y es don Quijote quien dice lo que ve y Sancho asegura ver lo que no ve. El caballero se cree su platonismo; Sancho juega con él. Previamente, don Quijote había aleccionado a su escudero con las señales del amor proceden de la tradición amatoria ovidiana:

Anda, hijo —replicó don Quijote—, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado. Finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos, porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca: que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes las acciones y movimientos exteriores que muestran cuando de sus amores se trata son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guíete otra mejor ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del que yo quedo temiendo y esperando en esta amarga soledad en que me dejas. (II, 10)

En (II, 11), avanza don Quijote mohíno, apesadumbrado por el encantamiento de Dulcinea. Sancho trata de animarle y su amo intenta recomponer la imagen auténtica de su dama que ha visto el escudero. En esto aparece ante ellos una carreta repleta de personajes de farsa ataviados con sus ropajes. Unos personajes externos apuntalan el desconcierto de don Quijote con símbolos amatorios clásicos. Entre los personajes se encuentra el dios Cupido, denominación romana para el dios Eros, tal como solía ser representado, con arco, carcaj y saetas. El caballero, loco de amor, se topa de bruces con quien en la mitología clásica hería de amor a sus víctimas. Al igual que Apolo, don Quijote persigue a su Dulcinea esquiva. Y como Dafne se metamorfoseó en laurel, así, la pretendida Dulcinea que cree ver don Quijote, se ha transformado –por mor de un encantamiento-, en una basta campesina.

Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino cargada de los más diversos y estraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en blanco, excepto que no traía morrión ni celada, sino un sombrero lleno de plumas de diversas colores. Con estas venían otras personas de diferentes trajes y rostros. (II, 11)

Don Quijote, que transforma en farsa la realidad que toca, tiene dificultad para identificar una comedia verdadera. La presencia de Cupido le induce a interpretar la comitiva en clave clásica, y viene a su cabeza la barca de Carón.

Carretero, cochero o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más parece la barca de Carón que carreta de las que se usan. (II, 11)

Tras la sorpresa y el temor viene el diálogo y la calma. Pero no tarda en surgir el conflicto: se alborota Rocinante, que galopa asustado y cae a tierra, y con él el caballero. Un farsante se lleva al rucio de Sancho, y don Quijote se apresta a plantar batalla.

Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los de la carreta; y juzgando por las palabras la intención del que las decía, en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella el Emperador, el Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido, y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala esperando recebir a don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. (II, 11)

En el capítulo siguiente, (II, 12) don Quijote y Sancho comentan el episodio de la carreta. La Reina y el dios Cupido han llamado especialmente la atención del caballero:

Todavía —respondió don Quijote—, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al redropelo y te las pusiera en las manos. (II, 12)

Los clásicos como punto de comparación

A nadie puede extrañar que en la cultura del humanismo se mire a los clásicos griegos y romanos como punto de referencia. Pero en el Quijote, esta actitud puede trasformarse en comicidad cuando es el hidalgo quien la ostenta y habla poseído por su locura.

Y es que don Quijote no sólo se compara a sí mismo o a Dulcinea con personajes clásicos, sino que también los verá de alguna manera encarnados en las aventuras que provoca. Así, por ejemplo, en el episodio de los molinos de viento nombra a un gigante de origen clásico: Briareo.

Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar. (I, 8)

En esta ocasión don Quijote no rememora al gigante Goliat, ni a Morgante, Caraculiambro, Malambruno o Fierabrás. Lo clásico se reviste del prestigio de lo prototípico. Ante esos presuntos enemigos –los gigantes– don Quijote utiliza expresiones épicas, algunas de ellas de origen virgiliano:

La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. (I, 8)

Don Quijote, por voluntad propia, y por introducirse de lleno en el mundo caballeresco de las novelas que ha leído, se sitúa en un plano épico, y considera que está en orden de batalla. En este ambiente, el pensamiento y la literatura clásica le proporcionan reflexiones sobre la guerra y todo un imaginario épico.

Los sabios y no sólo los encantadores serán recurrentes para don Quijote para sus continuos desbarajustes, porque el hidalgo necesita una justificación intelectual ante el fracaso de una realidad que no se muestra dispuesta a seguir los dictados de su imaginación. Así, el caballero encuentra la explicación de su fracaso contra el molino:

Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. (I, 8)

La frase de Cicerón es sabia. Su aplicación al hecho descabellado de atacar a un molino de viento incrementa la sátira de la acción quijotesca.

Diez capítulos después, en I, 18 dos simples polvaredas, contrapuestas la una a la otra, provocan de inmediato en la mente de don Quijote la imagen vivísima de dos ejércitos enfrentados. Cabe destacar la mixtura de elementos clásicos y caballerescos. La confusión de las manadas de ovejas y carneros con ejércitos tiene un claro acento épico, de ahí que se hayan visto reminiscencias de la Ilíada, del combate entre Áyax y Héctor y de la locura de Áyax.

Este es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; este es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando. (I, 18)

Don Quijote describe profusamente a los componentes de los ejércitos, uno de los parlamentos más alucinados de toda la obra:

¿Qué? —dijo don Quijote—. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana. (…)

A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí están los que bebían las dulces aguas del famoso Janto; los montuosos que pisan los masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia; los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte; los que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo; los numidas, dudosos en sus promesas; los persas, arcos y flechas famosos; los partos, los medos, que pelean huyendo; los árabes de mudables casas; los citas, tan crueles como blancos; los etiopes, de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus rostros con el licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas del divino Genil; los que pisan los tartesios campos, de pastos abundantes; los que se alegran en los elíseos jerezanos prados; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas; los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso; los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra. (…) Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con piedras como el puño. (…) —¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta. (I, 18)

El imaginario épico atraviesa toda la novela, y suele ser índice del estado enajenado del protagonista. Tras ser derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, don Quijote parte de Barcelona rumbo a su lugar. Su ánimo abatido le lleva a exclamar: “¡Aquí fue Troya!”, parangonando así su situación con la de Eneas tras la caída de su ciudad. No atribuye la derrota a su negligencia, sino a la fortuna, como en el caso de los troyanos, que por mediación de algunos dioses habían perdido la guerra contra los griegos.

Al salir de Barcelona, volvió don Quijote a mirar el sitio donde había caído y dijo:

¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias, aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas, aquí se escurecieron mis hazañas, aquí finalmente cayó mi ventura para jamás levantarse! (II, 66)

Las hipérboles en las bravuconadas de don Quijote despiertan la hilaridad por su fuerte efecto cómico. El caballero compara la posible venganza de los manteadores de don Quijote con la guerra de Troya, acaecida por el rapto de Elena.

Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo, que, a no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Helena. La cual si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquel, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene. (I, 21) .




Maraval (1976) Utopía y contrautopía en el Quijote

Marcos Villanueva (1995) Trabajos y días cervantinos

Martí Alanís (1991) Las utorías en el Quijote

Menéndez Pidal (1920) Un aspecto en la elaboración del Quijote

Menéndez Pidal (1991) La lengua castellana del siglo XVII


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