En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 7 de septiembre de 2021

El mito: la Edad de Oro

La edad de oro

El mito clásico que más influye en don Quijote es el de la Edad de Oro, pues refuerza su propósito de actuar como caballero andante, al insuflar en su mente la necesidad de instaurar un mundo mejor, aquel que existió una vez y que desapareció. Esto nos mueve a preguntarnos si estamos ante un texto utópico.

Dos son a grandes rasgos los tipos de escritos en los que aparece la utopía desde la antigüedad: los filosóficos y los histórico-etnográficos. En el Renacimiento, además, Santo Tomás Moro creó un género específico con una obra cuyo nombre ha hecho fortuna Utopía.

El Quijote no es un texto filosófico, aunque se pueda extraer de él un pensamiento y, desde luego, no es un libro histórico. Tampoco es una utopía al estilo de Moro. Sin embargo, no son pocos los autores que han estudiado la utopía en el Quijote.

La novela cervantina en su estructura más básica es una sátira de las novelas de caballerías. Las novelas de caballerías, de gran éxito en la Baja Edad Media y en el Renacimiento, constituían una literatura de evasión. El heroísmo y el amor caballeresco se despliegan en un marco irreal y, aunque quizás tales novelas no puedan considerarse propiamente utópicas, en la medida en que describen un mundo imaginario, con animales maravillosos -inspirados en buena medida en la mitología clásica- y hechos sobrenaturales, sí podemos observar cierta connaturalidad entre ellas y los textos de los que venimos hablando.

En el Quijote la utopía está presente no tanto en el conjunto de los personajes de la obra como en su protagonista. Utopía en la que el caballero logra, en buena medida, envolver a Sancho. El hidalgo, al sentirse llamado a encarnar los valores caballerescos, interpreta la realidad circundante a la luz de la ficción que ha leído en los libros de caballerías, viviendo en una particular utopía, que no consiste simplemente en la materialización del imaginario caballeresco –gigantes, encantadores, princesas...- sino, -y quizás esto es lo más importante-, en el deseo de construir un mundo ideal, más justo.

El hidalgo no sólo habita en una utopía mental, sino que esta se traslada a su existencia real –real dentro de la ficción-impulsándole a la lucha por construir un mundo acorde con el sueño imaginado:

a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído (I, 2)

En este contexto es donde se inserta el mito clásico de la Edad de Oro, al que don Quijote dedica un discurso programático pero que ya en I, 2 anuncia que volverá:

Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. (I, 2)

Aun viviendo el caballero en la era de Gutenberg, su mirada está tan fija en los tiempos pasados, que privilegia en su discurso los medios de comunicación pretéritos: bronces, mármoles y tablas. Más adelante, en I, 9, el narrador explicita irónicamente el contenido de la misión del caballero: desfacer agravios, socorrer viudas y amparar doncellas.

Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas147, y al de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle: que si no era que algún follón o algún villano de hacha y capellina o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. (I, 9)

Dos capítulos después, hallamos el texto base del mito de la Edad de Oro en el Quijote, uno de los más célebres de la novela. Para hablar del pasado, comienza con las mismas palabras que había usado en (I, 2) “Dichosa edad” para referirse al futuro:

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.

Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien escusar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. (I, 11)

Poco antes de su discurso sobre la Edad de Oro don Qujote aplica el omnia vincit amor virgiliano a la caballería andante.

porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala. (I, 11)

Como don Quijote vive de la literatura y todo lo que observa es tamizado y reinterpretado por sus lecturas, la contemplación de unas bellotas le mueve a pronunciar su discurso. Los cabreros captan la monomanía de su invitado, e instan a que un joven enamorado cante una letra amorosa. Se cierra así el círculo de lo bucólico: el caballero trasfigura la realidad.

Si el hidalgo no poseyera ese acervo cultural no pasaría de ser un bufón, y carecería de unos conceptos que, aunque con frecuencia de modo indebido, puede aplicar a su propósito y hacerlo más creíble a sus ojos y a los de los ignorantes.

Comparemos este texto con otros de la literatura grecorromana, para analizar los elementos comunes y los innovadores. Para don Quijote, la Edad de Oro tendría las siguientes características:

- Es una edad dichosa y santa.

- No hay propiedad privada, sino una comunidad de bienes.

- La naturaleza animada (abejas) e inanimada (árboles, fuentes y ríos) ofrece espontáneamente sus bienes a los hombres, para su sustento y su cobijo; sin necesidad de agricultura.

- Paz, amistad y concordia.

- Vestido honesto, sencillo, sin adornos y natural.

- Lenguaje amoroso sin artificio.

- Justicia sin favoritismos y sin necesidad de jueces.

- Doncellas honestas.

El discurso de don Quijote hunde sus raíces plenamente en el tratamiento clásico de este mito. Lo comprobamos en la evocación de los rasgos de la Edad de Oro que hallamos en autores antiguos, como Arato de Solos, ( Fenómenos); Tibulo, ( Elegías, I, 3,); Ovidio, ( Metamorfosis, I); Virgilio en Bucólicas, IV, donde el poeta no canta una edad que pasó, sino una que retorna, en Geórgicas, I, y en Geórgicas, II, el poeta armoniza la Arcadia con la Edad de Oro; en Eneida, VI, Virgilio describe la morada de los bienaventurados, en que no hay propiedad privada; y Juvenal, ( Sátira, VI)

Los autores antiguos describen una situación: son espectadores, no protagonistas de la historia. Tan sólo Virgilio señala implícitamente a Augusto como garante de una nueva Edad de Oro.

Don Quijote, sin embargo, se siente plenamente protagonista de lo que para otros puede ser calificado de mito, pero que él percibe como real. En este sentido, podríamos hablar de un mesianismo en don Quijote, aplicado a sí mismo, y de ahí la persistencia en su propósito, pese a los frecuentes fracasos que cosecha.

El mito de la Edad de Oro vertebra plenamente su imitación caballeresca y le confiere una trascendencia de la que carece en absoluto la mera mímesis de Amadís y otros caballeros andantes.

Don Quijote, que reúne en su discurso todas las características fundamentales de este mito que señalaron los antiguos, declara a Sancho -nueve capítulos después de su discurso- que él está especialmente llamado a reinstaurar esa edad:

Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. (I, 20)

Al hablar de los Nueve de la Fama, entre los que estaban Héctor, Alejandro y César, don Quijote enlaza con la edad antigua. No se detiene en la medieval.

El discurso sobre las armas y las letras (I, 37) está relacionado por el propio narrador con el de la Edad de Oro, quien irónicamente reviste a su personaje en ambos momentos de una especie de espíritu profético:

movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir: (I, 37) (…) Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. (I, 38)

Don Quijote no ha perdido del todo el juicio, y analiza con realismo lo desmesurado de su propósito –aunque sea a modo de inciso- pues se da cuenta de que vive en la era de las armas de fuego.

A comienzos de la segunda parte de la novela resurge con fuerza la interiorización del mito de la Edad de Oro por parte de don Quijote, poco antes de aprestarse a una nueva salida, lo cual ofrece a sus interlocutores la evidencia de que sigue por sus fueros perdidos. El caballero rechaza de plano que sea un loco y vuelve a exponer su pensamiento, que es deudor de este mito, del programa pacificador de Augusto, del mesianismo novotestamentario y, por supuesto, de las novelas de caballerías:

caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, solo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo, y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que solo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. (II, 1)

Poco después don Quijote adoctrina específicamente a Sancho sobre la Edad de Oro:

y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra, que entiendo que de las que ahora se usan es la dorada. (II, 2)

El narrador trabaja para que no dejemos de percibir la megalomanía del protagonista desde la óptica de la ironía, y forja marcos bucólicos que ayudan al lector a comprender el deseo de don Quijote de hacer su vida contigua a la literatura. Describe la naturaleza con rasgos propios de la Edad de Oro:

En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del Oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados con su venida. (II, 14)

El caballero se sigue percibiendo a sí mismo como escogido, el protagonista de la tarea de resucitar la Edad de Oro, y en esa clave lee los acontecimientos:

Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; (II, 16)

Don Quijote no se limita a evocar una edad pasada, sino que proyecta hacerla presente. Cervantes une así el mito grecolatino con la caballería andante medieval. El caballero se siente, como caballero, llamado a restaurar esa Edad de Oro, haciendo de su vida un afán por construir una utopía.

En este sentido podríamos decir que Cervantes forja un nuevo modo de utopía. Ya no es la que describe un historiador o etnógrafo con visos de verosimilitud. Tampoco es la que concibe un filósofo que diseña un mundo mejor. No es ni siquiera el género creado por Moro en su Utopía. La utopía de Cervantes es la que trata de implantar un loco, que la ha interiorizado y que lucha denodadamente por hacerla real, transformando la realidad que la circunda, mirándola con ojos idealistas.

Según Maravall, “Cervantes transforma este legado clásico con todo cuanto hace de ese mito literario una utopía política, tal como se había venido utilizando en el siglo XVI: desprendimiento de toda referencia mitológica; reducción a dos de las cuatro edades en el antecedente de Ovidio, con lo que el contraste entre ambas cobra mucho mayor vigor; identificación expresa de la edad de hierro con su presente; introducción del elemento caballeresco, y, sobre todo, su conversión en objeto de una voluntad de reforma que pretende su restauración, sin que en ningún momento se presente ésta como una reproducción imposible del modelo clásico, sino como nueva visión de una sociedad natural establecida sobre los supuestos del momento, aunque esta última congruencia es lo que Cervantes niega a Don Quijote, haciéndole marchar de fracaso en fracaso”.

Perdonar a lo humildes y castigar a los soberbios

Las palabras virgilianas que dirije Anquises a su hijo Eneas y que explican la futura misión del pueblo romano, son asumidas por don Quijote como síntesis de su misión caballeresca y restauradora de la Edad de Oro.

En (II, 18) le ofrece a don Lorenzo, el hijo poeta del Caballero del Verde Gabán, la posibilidad de que le acompañe y aprenda de él esas virtudes.

Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle cómo se han de perdonar los sujetos y supeditar y acocear los soberbios, virtudes anejas a la profesión que yo profeso. (II, 18)

El programa virgiliano está plenamente asentado en la mente de don Quijote, de modo que la solicitud de doña Rodríguez de que haga justicia a su hija, halla una respuesta inmediata en él, como cabía esperar, e insiste en que el parcere subiectis et debellare superbos es “el principal asumpto de mi profesión”.

Buena dueña, templad vuestras lágrimas o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales por la mayor parte son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y, así, con licencia del duque mi señor, yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré y le desafiaré y le mataré cada y cuando que se escusare de cumplir la prometida palabra. Que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a los humildes y castigar a los soberbios, quiero decir, acorrer a los miserables y destruir a los rigurosos. (II, 52).

La opción pastoril

La literatura pastoril, igualmente de raigambre grecolatina, le tienta después de su fracaso y le ofrece una vía de escape de la caballería que aún no suponga el regreso a la realidad.

A su vuelta de Barcelona pasa don Quijote por un prado donde anteriormente habían visto a unos pastores en una fingida Arcadia:

En una aldea que está hasta dos leguas de aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas, vecinos, amigos y parientes nos viniésemos a holgar a este sitio, que es uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los mancebos de pastores. (II, 58)

y propone a Sancho transformarse en pastores, pues ya no puede ejercer la caballería, por haber sido derrotado:

Este es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo «el pastor Quijótiz» y tú «el pastor Pancino», nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos o de los caudalosos ríos. Darános con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no solo en los presentes, sino en los venideros siglos. (II, 67)

Don Quijote no sólo domina la retórica, sino que es dominado por ella. Piensa que, de alguna manera, la bella expresión de una realidad poética, en este caso, el mundo pastoril, basta para que se haga realidad. 


Maraval (1976) Utopía y contrautopía en el Quijote

Marcos Villanueva (1995) Trabajos y días cervantinos

Martí Alanís (1991) Las utorías en el Quijote

Menéndez Pidal (1920) Un aspecto en la elaboración del Quijote

Menéndez Pidal (1991) La lengua castellana del siglo XVII


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