En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

sábado, 13 de junio de 2020

Enrique Morón



Semplanzas

Poesía, amistad, deseo de vivir… Y todo esto -como dice José María Ortega García-, “enrique-cido con una aleación de generosidad y sencillez”.

Un amigo suyo, Juan José Ceba lo define así: “Enrique es un árbol bien poblado, sombra fresca, sombra amable, sombra de vida que invita a la esperanza, pese a tantas lluvias inevitables de tristeza en sus ramas. Árbol de todos los pájaros en un verde océano de espigas y canciones”. El árbol que acoge a todos, da igual el trino, da igual el color de sus plumas; y el verde océano de espigas por el que ondula su juventud cuando mira el tiempo, porque Enrique cuando vive es joven y generoso; cuando trova el tiempo es su enemigo, y parece cargar el bronce de los días como si soportara el peso de la campana.

Otro amigo, Fernando de Villena, le llamó: “Soberano artífice de la palabra”. Definición concisa y certera, pero, hemos de reconocer, que menos comprometida que la anterior. Y esto mismo, de otra manera, mucho más directa me lo dice otro amigo, Gil Craviotto, siempre que hablamos de Enrique: “es el mejor poeta vivo que tiene Andalucía”. Y eso que la generación del sesenta es nutrida en frutos.

Enrique es definido como un poeta rural. Esto es una evidencia que ni nosotros podemos discutir, sin embargo, aunque su mirada sume el sentimiento, la nostalgia, el apego a la cotidianeidad rural; aunque su sensibilidad se desborde con las cosas sencillas, Enrique es menos de campo que la mayoría de nosotros. Es rural con la palabra, con el verso, pero un observador no teórico, su estoicismo no le lleva a tanto; se podría decir que es rural filológicamente, no metafícamente. Es rural literariamente, pues también tiene algo de manierista, a veces es refinado y artificioso, diestro en lo vivido, en el sentimiento, pero también con capacidad para construir artificiosamente una experiencia fingida. Y es que "todo poeta es un fingidor."

La gran diferencia está en que él, como observador comprometido, quiere entender toda la realidad que le rodea, quiere ser parte de la Naturaleza, siempre cercana, en la que ha crecido, en donde no sólo están las personas; está además el ruiseñor, los maizales recién regados, los trigos alrededor de la era, el mármol del cementerio, la campana de la iglesia, con los que define a la juventud, el amor, la frescura de la juventud, la madurez, la vanidad, el paso del tiempo… Y todo esto le ayuda para entender a las personas a las que mira siempre con melancolía, siempre con cariño, sintiéndolas una parte de sí mismo.

Corazón

Como el venero que al cruzar la sierra

quiere brotar para regar el valle,

subiendo de los árboles al talle

como sublime ofrenda de la tierra.

Como la nieve que al cuajar se aferra

a su blancura pulcra con detalle

solidario y precoz, más que al fin halle

las apacibles lágrimas que encierra.

Como el río sutil que por juncales

desciende hacia la mar de mis amores

purificando piedras y riberas:

mi corazón oculto en manantiales,

se me va de las sombras a las flores

por un caudal de viejas torrenteras.



Su poesía es unas veces simbólica, siempre lírica y estética, bucólica, intimista, barroca, no exenta de crítica. En ella coge una postura de solidaridad con el pueblo, él no renuncia –y podría haberlo hecho- a ser parte de su tierra, comprometiéndose en cada momento con sus gentes. Posee con frecuencia el instinto de lo cotidiano, de lo popular, con una intuición agudísima de los sentimientos.

Enrique, nunca ha tenido la necesidad de la política, que si la ha vivido ha sido desde un plano superior, como un espectador interesado mira a la escena en una obra de teatro, como Lorca miró en su día a los negros de Harlem. En sus textos podemos hacer identificaciones políticas y sociales, pero más que una idea es un artificio del autor que se mueve en un manierismo vital, andando en las noches de verano por las desiertas calles de su pueblo, rompiendo la armonía de la villa sumergido en meditaciones de vate romántico, que abstraído y perdido en su arte se desliza entre la naturaleza y el espíritu. En sus poemas apreciamos una idea clara de belleza, con formas muy cuidadas, usando con frecuencia el metro clásico, y un lenguaje delicado.

Se ha hablado mucho de la soledad en la obra de Enrique, su propio hijo lo ha hecho en su interesante libro El Grupo Ánade de poesía (Antonio César Morón. 2006). Lo hace refiriéndose a su obra y nos habla de esa “soledad específica y fatal de algunos seres humanos”, con una mirada compasiva y amable de ciertas personas con las que se cruza sin decir nada o saludándose con un gesto. Pero el hijo no conoce, pues fue anterior a él, que su padre también sufrió esa soledad; sí conoce ese refugio que el poeta busca porque necesita, y que ha sido una de las claves de su obra y de su vida, esa soledad que todo ser humano precisa, Enrique quizás en mayor medida, tal vez un poco por costumbre, sabiendo que además le viene muy bien para su creación literaria. De ahí su intimismo, donde destaca la Naturaleza, La Alpujarra, su pueblo, la campana de la iglesia que marca las horas midiendo el tiempo en sus largos paseos, o doblando a muerto en sus tardíos despertares de la calle Real, como advirtiendo de lo efímero del hombre, y que le lleva a otro de los temas recurrentes de su poesía: el paso del tiempo.

Enrique es un gran poeta, pero también es dramaturgo; a lo largo de su obra, duda de la trascendencia de la vida, pero se dice, en “La mecedora”, qué absurdo es el mundo si no hay “un más allá...”, que me recuerda lo que Unamuno le dijo a su amigo chileno: "si creo en Dios, es porque quiero que Dios exista”, que parece poseer la facultad de creer en lo que se espera, la esperanza, el anhelo de pervivir: una fe más pasional que escolástica. Que duda cabe, si al menos estuviéramos seguros de eso, todo sería más fácil. O más complicado, pues las certezas pocas veces han traído algo bueno. En otro momento de la mecedora (16-20) podemos ver como se aúna la Naturaleza y esa soledad como refugio de la que hablamos. Dice el autor:

Podría decir, a la fuerza ahorcan”, ya que tengo dos lugares donde nunca me regañan; vamos, donde estorbo menos: sentado quietecito en mi mesa, o bajo mi parra formando parte de la Naturaleza. Pero como resulta que a todo se acostumbra el ser humano, he conseguido disfrutar con el ostracismo impuesto para no pisar el suelo recién fregado, es más correcto afirmar que “sarna con gusto no pica”.

En sus primeros libros quizás fueron los simbolistas franceses los que más le influyeron, después los clásicos y la poesía del veintisiete, especialmente Machado en forma e ideas, y Lorca en la expresividad y simbolismo. En cuanto al verso, como buen aficionado al cante jondo, Enrique ha tocado todos los palos. Generalmente son sus vivencias, realidades o ensoñaciones, las que nos presenta poéticamente personalizadas, con rasgos íntimos inequívocos, llenos de ternura, y una estética depurada.

Enrique se ha relacionado con varias generaciones, y con moderación ha sido de todo: burgués como sus amigos de aventuras y proyectos, progre como sus compañeros de juergas, krausista porque se llevaba y le iba bien en aquellos años, posmoderno sin alharacas en definitiva.

Cádiar siempre presente, pueblo de pasiones, a veces dolorosas, siempre lentas en el recuerdo. Cádiar, lugar de descanso, de soledad, de paseos nocturnos al son de la campana, con la mirada perdida en la negra quietud de sus montes, las manos en los bolsillos, y las mejillas sonrosadas por el aire fresco de la sierra… Y el tiempo, que se acelera al medirlo, ese transito de la noche en sus paseos, del crepúsculo al alba, como una inversión de la vida, que camina de un amanecer remoto, lento, al presente más veloz, y de ese agua pura del paso del tiempo, que baja rápida por la acequia, para serenarse en la balsa, generando vida con su riego.

El pueblo, que fue primero un castigo de soledad, y también, un lugar donde descansar de sus alucinaciones urbanas, de solitaria espera en la juventud, donde los vecinos vivían asomados a las ventanas o paseando por los terrados, esperando que el tiempo pasara. Pueblo hoy de reposo familiar, de soledad como refugio, y de furtivas salidas con los amigos en las que se infringen o relajan las costumbres de la ciudad, donde se olvida la incomodidad del mundo urbano.

Esto que quiero representar, pienso que puede ayudar al leer a Enrique, que es un poeta que no se aísla. Observa, pero también participa de la vida, y se relaciona con la misma naturalidad con la que rima sus poemas. Por eso creo que esta mirada que dejo ir ahora hacía Enrique, hacia su obra, sin tecnicismos académicos, es una mirada a un poeta que otros han definido como rural -yo me he atrevido a matizarlo un poco-, de un amigo que, porque ha leído a Enrique y ha disfrutado de su socarrona conversación, gusta de fabular y decir que se ha criado entre maizales y almendros, que lleva mastranzos en sus venas y albahacas en los sentidos.

Sé que esta mirada es muy subjetiva: no he pretendido otra cosa.



Esta semblanza que se publicó en la revista de “A. C. de la Casa de Cádiar”, se inspiró en un homenaje realizado a Enrique en el año 1998, titulado, “Miras al tiempo sucederse en frutos”, consecuencia de la presentación en Cádiar de su poemario “Cementerio de Narila”, que fue prologado por nuestro entrañable amigo Paco García Valdearenas.

Para incorporarlo a este blog la semblanza ha sido retocada en los días del confinamiento, con toda la subjetividad que cabe. ¡Qué no se me tenga en cuenta tamaña osadía! La única pretensión es que estos poemas formen parte de esta nube personal, de este desván de cosas inútiles.

Para saber más de Enrique Morón:

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