En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

viernes, 24 de abril de 2020

Ese año que matamos juntos al diablo



Al caer la tarde
Preparando la estrategia
Descanso tras la limpieza
 
 

Llegando junto a los fuegos había ya varios grupos dispersos, sentados sobre periódicos y jarapas extendidas entre los álamos, corros de gente madrugadora a la sombra de la mañana. No quedaba apenas hierba; el suelo de la alameda estaba invadido por una arena fina y el limo reseco y polvoriento del río. Se había adelantado el verano. Y este adelanto se apreciaba en otras reuniones que nos habían precedido días antes, buscado tal vez el descanso junto al agua agria o tal vez, como nosotros, los recuerdos anteriores a la devastación. Devastación de la magia, que no de la juventud que aún gozamos. Restos de vandalismo de los que nos habían precedido. Así que comenzamos por improvisar escobas y llenar dos sacos de basura que nosotros no habíamos producido, pero que estaba allí para que nosotros limpiáramos.

Limpio pues el suelo y descubiertas las cestas comenzamos a sacar la armas. Sobre la mesa de piedra botellas de agua, neveras y cestos de mimbre tapados por servilletas de cuadros de vivos colores, botas de vino colgadas de los álamos, y en el agua, melones refrescándose sujetos por grandes piedras.

Enfrente se veía el erial del haza batido por el sol, llena de "bleos" y almendros resecos; una losa de luz aplastaba la finca desamparada, borrando un pequeño rebaño de cabras que se cobijaban bajo las sombras de las escasas retamas.

Hornazo de Monteluz
Por el río, que había encogido su caudal, corría el agua rojiza, anaranjada, trenzando y destrenzando las hebras de óxido en la corriente, como los largos músculos del río. En la orilla helechos y juncos que saliendo verticales del agua muestran al final de su largo tallo oscuros pelotones redondos de orujo incierto. Entre las piedras del río sobresale algún banco de barro como una negra panza; islas de limo y arena, iluminadas por saetas de sol que se cuelan entre el danzar de las ramas de los árboles.

Hay un par de zarzales que detienen el polvo del camino en sus hojas oscuras y ásperas. Más arriba un almendro quemado y resquebrajado con sus negras astillas en punta, hechas casi carbón aún caliente; y, algo más abajo, sentados entorno a la monolítica mesa de piedra algunos amigos enfrascados en una profunda charla repleta de temas insustanciales.

Por el calor, el vino y la fatiga sufrida por el corte de leña para la lumbre, a Pepe le escurrían por la frente regueros de vino, o quizá fuese el sudor ensuciado por el polvo, que de cuando en cuando se limpiaba pasándose el dorso del antebrazo por la cara; llevaba la camisa desabrochada luciendo su peludo pecho. Pedro, moreno y lampiño junto a él, alargaba su brazo a la exquisita tartera de Isabel:

Una tortuguita para ir despacio
-¿Me permites?
-Coge, por Dios. Es para todos.
-¡Cómo te gusta arrimarte a la buena sombra! –comentó otro Andrés-
-Si, a este paso vais a dejar a los cocineros sin nada. –añadió José Luís-
-Hay de sobra, lo que no nos comemos; tú coge lo que quieras.-zanjó Mari-

Manolo se empinó la bota y vio el sol bailando alegre en las copas de los álamos, haciendo guiños de luces y sombras, flases de instantáneas veladas por la sutilidad del tiempo, flechas que se colaban por las rendija de la danza de las ramas y se clavaban en el iris de su remoto recuerdo. Dos chicas, sí chicas, jugaban al teje en las manchas de luz y sombra originadas por el sol y el baile de los álamos. El mismo baile que jugaba en las espaldas de aquellas que se habían sentado en la piedra, el mismo que hacía brillar los vidrios de las botellas y la jarra de sangría, todo allí, encima de un mantel blanco de papel comprado la tarde antes a Tobalico, extendido sobre la mesa de piedra.

Sobre otra piedra, sobre el peñón, ese barco anclado en el lecho del río, entre una luz tostada y un aire caliente, los más pequeños subían y bajaban, jugaban en definitiva, con los riesgos que eso implica, bajo la mirada asustada y protectora de sus madres. Un padre y el vino, brazo en alto y ojo tapado con la otra mano, desde el púlpito de la piedra recitaba a gritos la “Canción del pirata”.

Vagaba el humo haciendo tirabuzones sobre la barbacoa de la entrada. Se deshacía hacía la “eme” movido por una inapreciable fuerza del viento, y llegaba a la mesa de piedra un olor a guiso y a leña quemada. Hervía dénsamente “el pollo con champiñones” especialidad de Juan Miguel y “el correo” que le hacía de ayudante, atizaba la lumbre, se frotaba los ojos, y se apartaba de las llamas y del humo que quería subirle a la cara. El guiso burbujeaba parejo haciendo pompas amarillas que saltaban al cemento ya grasiento de anteriores guisos.

Roscos de Orjiva
Los demás, que no cesaban en el tapeo, observaban de lejos a los cocineros afanarse en su tarea y reían al ver al ayudante recogerse la punta del flequillo chamuscado. Entonces llegaba Andrés con la bota del vino, y los tres echaban un trago cortito, que sonaba en sus gargantas, mientras veían un reflejo de sol en sus brazos alzados, y oían algún chiste mal contado, riyendo agradecidos por el esfuerzo realizado. Entonces, sin esperarlo, “el guevero” les echaba los brazos por los hombros a los cocineros, volcándoles en el pecho, sin querer, sendos vasos de agua agria que traía en sus manos, y después, mientras se disculpaba, les besaba en sus carrillos afogonados y sin dar tiempo corría sorteando las piedras del río para, a salvo, mofarse de su travesura.

Mari Carmen movió la cabeza sorprendida. Una ráfaga de viento insólito levantó junto al grupo polvo y manteles. Unos segundos escasos soplaría aquel aire y le vieron alejarse subiendo por la ladera, tras el cortijo derruido, con su remolino de polvo moviendo las matas. Años atrás, en los días de la magia, ese viento habría alzado las faldas de las chicas poniendo su “chispa” en el declinar de la tarde. En este San Marcos solo movió el mantel blanco de "Tobalico" volcando algunos vasos de agua y la botella de blanco de Pepe que tanto gustaba.

Antonio, que aún no había despegado su culo del banco de piedra, miró hacía el otro lado tapándose con la mano el bostezo. Se puso a escarbar en el polvo con un palitroque, hacía letras y signos y las desbarataba; luego rayas y cruces muy aprisa. Al fin rompió el palo contra el suelo y se volvió hacia Paco que se había retrepado en la hamaca.
Enfrente se veía el erial del haza batida por el sol, llena de hierbas y almendros resecos; una losa de luz aplastaba la finca desamparada, borrando un pequeño rebaño de cabras que se cobijaban bajo las sombras de las escasas retamas.

El colmo
Caída la tarde aún quedaba gente en la alameda. Se oía el rezo tranquilo de las conversaciones, por los grupos dispersos. Entrada la noche se veía el pulular de las lucecitas de los pitillos, como cándilicos de brasa moviéndose en la orilla del río. Al mirar hacía arriba aparecían las rayas paralelas de los álamos, y más arriba el fondo negro de una noche sin luna; entre medias, murciélagos fugaces contra la noche diáfana.

Alguien gritó:
-¡Hay que levantar el campo!
- Pero si es cuando mejor se está aquí –sonaron varias voces al alimón-.


Desde Motril para la octava



Desde Málaga para aligerar el cuerpo





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