En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 1 de junio de 2025

Doblar la realidad

Bien podrán los encantadores quitarme la ventura,

pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.”

(Quijote: II, 17)

 

De pequeño participé en la cabalgata de reyes de mi pueblo y me debió impresionar tanto el vestuarios y la formalidad que, durante un tiempo, pensaba que todas las personas cuando salían a la calle iban vestidas de romanos. En casa todo era normal, pero, al salir a la calle, todo cambiaba. En el pueblo todos eran romanos en mi magín infantil. No lo veía, pero lo sentía, por eso corría rápido y veloz, como quien persigue al que se ha llevado la banderola, para tratar de sorprenderlas, para encontrar vestigios: unas sandalias atadas con cuerdas en sus pies, una capa roja, un gorro con plumero... Pero nada. Siempre que miraba, aunque fuese por el rabillo del ojo, habían recuperado el atuendo triste propio de aquellos grises días de mi infancia.

Esa realidad que estaba en mí parecía huir de mí. Vivía con la sensación, que he sabido conservar con los años, de que no me enteraba de nada, que me estaba perdiendo parte de la realidad, de que había todo un mundo que se me escapaba o que querían burlarse de mí. En realidad no quiero decir otra cosa que las formas que tenemos de pensar, de interpretar la realidad son muchas, pero las particulares maneras que encontramos para adaptarla a nuestro pensamiento, modificarla, alejarla e incluso romper con ella son inmensas. ¿Autoengaño quijotesco o artificio manierista? Ni siquiera eso es fácil de despejar.

Pasamos la vida adaptándonos al ritmo y a las exigencias de nuestro sistema, de nuestras normas ... Durante años y años nos vamos limando -no pienses esto que yerras, no digas eso que es feo, no hagas aquello que está mal-; así, una y otra vez, un día y el siguiente, hasta mimetizarnos con el entorno, hasta homogeneizarnos, hasta ser parecidos al resto, hasta encajar, hasta recibir el golpe de aceptación de la tribu, hasta favorecer que la sociedad salga adelante sin crear conflictos añadidos. Y todo lo que rompe con esa norma, aunque sean pequeños detalles -como pensar que todo el mundo en mi pueblo debería llevar chapela o gorro tirolés—, se considera raro.

En realidad -pongámonos serios-, los normales o, mejor dicho, los “normales” solo saben disimular mejor su pensamiento, solo son magos en las artes de la ocultación de sus berrinches, en el fingimiento de sus deseos: expertos en esconder sus excentricidades, manías, paranoias, ideologías, brotes, prontos, fobias, defectos o incluso virtudes. Pero los tienen; pero las tienen. Lo sé, si lo piensas, si reparamos, de cerca nadie es “normal”; todos tenemos nuestras cosillas. Simplemente somos humanos.

Por suerte, esta farsa de los “normales” se va resquebrajando -que no aclarando- cada día más, porque vivimos tiempos de rara pero cierta transparencia, que adonde más nos lleva es a la confusión; tiempos de visibilización -sea de la realidad que sea-, de comunicación con parámetros ciertos, pero también inventados. Nunca compartir y expresar las emociones y los sentimientos ha estado más a la orden del día; igualmente nunca estuvo tan presente el disimulo. Hoy podemos ser más sinceros o más hipócritas que nunca, rompiendo masculinidades hegemónicas que encierran universos de forma hermética y blindada; desbaratando roles de género que exigen existencias forzadas; expresando tímidamente a gritos lo que creemos ser, que raramente coincide con lo que en realidad somos, y sabiendo que nada tiene que ver con los otros piensan que somos, porque todos dominamos la técnica del encasillamiento ajeno: hoy día es inútil luchar por la identidad. Y, desde nuestra propia perspectiva, tenemos tantos referentes, que, con todo lo que conocemos, estamos más perdidos que nunca.

Hoy podemos gritar que ¡todo el mundo va vestido de romano! Hoy, cambiando la imagen, puedo decir que voy de príncipe aunque en realidad sea un perroflauta. Hoy, que rondo los setenta, que soy más viejo que el Papa -que ya es ser viejo-, sin tener que vestirme de romano para la cabalgata de reyes, me siento más joven que nunca. Y hasta me lo creo.

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