"Don
Quijote es ficción de un ente de ficción; es, por tanto, ficticio
en segunda potencia(...) Pues bien, poco a
poco, Don Quijote se independiza del propósito de su autor y se va
convirtiendo en alguien con una personalidad individual y suya.
Cuando Don Quijote, en aquel pasaje de que tanto gustaba Unamuno,
exclama: «¡Yo sé quién soy!», no es ya una ejemplificación de
la caballería, sino un alma, una persona única, insustituible, que
nos da compañía a lo largo de toda la obra y vive ya con nosotros,
siempre, fuera de sus páginas." (Julian Marías. Miguel de Unamuno. Austral, 43)
Viendo, pues, que en efecto no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trájole su cólera a la memoria aquel de Baldovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montaña... historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de viejos, y con todo esto no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba, y así con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra, y a decir con debilitado aliento lo mismo que dicen decía el herido caballero del bosque (Quijote: I, 5)
En la primera salida don Quijote va solo por los caminos hablando consigo mismo. Nos ofrece soliloquios en los que está inscrito su código de comportamiento, de ahí la trascendencia de esta primera salida: en ella se encierra el germen de la obra total, el mecanismo de su razonamiento, que le permite pasar del plano lógico de caballero, al plano psicológico de su deseo de fama. Con esta determinación en los primeros capítulos queda justificada tanto la firmeza con la que acomete su ideal, como la certeza de lo que cree y asume los olvidos, que serán corregidos posteriormente, como el hecho de que sea el ventero el que le indique la necesidad de un escudero y de llevar lo necesario para el camino. Sobre todo quedan justificados los temas en los que irá reparando a lo largo de su camino:
Dulcinea: a quien encomendará todo su ideal de caballero.
La Edad de Oro: como elogio de un tiempo mítico en el que el hombre era feliz.
Las armas, es decir, el ejército como devoción y defensa de unos ideales épicos en oposición al hombre de letras, símbolo del caballero en la tierra.
La literatura como fuente de placer, de ocio y de conocimiento que puede condicionar tanto la vida que se viva solo para la lectura y, como don Quijote, a través de lo leído. La literatura pasa a ser un motor de acción, una cuestión de fe.
Todo esto queda fijado ya en esa tajante elocución con la que don Quijote cierra la discusión ante el labrador vecino que lo socorre y que será, como ya dijimos antes, la cuestión final de la obra. En el episodio del cap. 5, en su encuentro con los mercaderes toledanos tras el tropiezo de Rocinante, las patadas que el mozo de mulas le da en las costillas, y el apaleamiento con los restos de astillas de su propia lanza, le dejan maltrecho sin poder levantarse, hasta que la suerte se le aparece en la figura del labrador, su vecino Pedro Alonso.
Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo;” (I, 5).
A su vecino le confunde con el Marqués de Mantua … Su vecino que le conoce, lo nombra por su nombre de señor Quijana. Don Quijote no atiende sus preguntas y sigue recitando el romance, disparates de pura locura creyéndose los más disparatados personajes de la caballería y confundiendo a su vecino igualmente con otros. A lo que éste le dice:
-Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí! que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Baldominos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijada.
Palabras de loco como una cabra, o de cuerdo que sigue un juego le contesta:
-Yo sé quien soy, -respondió don Quijote-, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aún todos los nueve de la fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno de por sí hicieron, se aventajarán las mías.
¿No te das cuenta que esto es un juego? -parece decirle a su vecino-. Desde el comienzo podemos percibir cómo la realidad entra en lucha con la imaginación, o juega con ella de forma consciente.
A lomos de su borrico, con los despojos de las armas sobre Rocinante, lo condujo a la aldea. Pero Pedro Alonso, el labrador que lo socorre, que ha manifestado el cansancio de escuchar sus sandeces, en un acto de respeto supremo, espera a la oscuridad del día para que su llegada no sea vista en el pueblo y pueda ser evitada la risa cruel de los vecinos. Con ello se pone de manifiesto el otro lado de la recepción: la lástima del aldeano ante la locura manifiesta del hidalgo, frente a la parodia cruel que los duques explotarán en la segunda parte, aunque ya don Quijote no sea un loco, sino un crédulo que acepta todas las situaciones que inventan para él.
Siguiendo en el cap 5, poco después, ya recuperándose en su cama, le visita el cura y don Quijote le llama Arzobispo Turpín y le cuenta que don Roldán lo apaleado con el tronco de una encina. Sigue disparatando, se identifica con Reinaldos de Montalbán, pero a pesar de todos sus encantamientos, pide que lo primero, le traigan de comer, como diciendo tengo hambre, que lo primero es lo primero, que lo primero y principal es oír misa y almorzar, pero habiendo prisa, almorzar antes que misa; después seguiremos con el juego. Ni don Quijote ni el cura hablan de misa, pero parece que viene a cuento este refrán castellano; no habla de misa el cura, porque el cura del Quijote, no entiende de liturgias, pero todos estamos seguros que para don Quijote, aunque idealista que se mantiene con poco y que no tiene nada de loco, como asegura Torrente Ballester, en una época en la que la religión lo dominaba todo, lo primero y principal podría ser el oír misa y almorzar, pero en momentos de necesidad, almorzar siempre antes que la misa, para así poder continuar con el juego que tanta vida parece darle a ese adolescente hidalgo que ya no cumplirá los cincuenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario