Quijote de 1615.
CAPÍTULO 22:
Donde se da cuenta [de] la grande aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha.
La imaginación de Cervantes alcanza una de sus máximas cotas en la aventura de la cueva de Montesinos. Es un episodio que concentra varias de las ideas que el escritor despliega en su novela magna. Para poderlas desarrollar, don Miguel elige el escenario. El contexto geográfico lo especifica e inserta el novelista en la ruta que los protagonistas siguen para desplazarse desde la casa del caballero del Verde Gabán hasta la venta donde encuentran a maese Pedro, pasando por Ruidera. En este suceso se muestra que la realidad puede ser engañosa, ya que sólo podemos percibirla por medio de la experiencia sensorial. De aquí que en el idealismo ocupen el lugar principal las ideas, puesto que lo que llamamos realidad sería un producto de la mente. Es en este universo en el que encuentra acomodo don Quijote, para quien el mundo que le rodea y el que vive en su mente vienen a ser uno solo, porque no puede separar el uno del otro. La vuelta de tuerca que da Cervantes es hacer vivir la experiencia a don Quijote a través de un sueño, de tal manera que cuando al despertar cuenta su aventura podemos estar seguros de que el caballero dice la verdad, y, en todo caso, el que miente es el sueño. Sobre el cimiento onírico del relato, Cervantes construye una realidad paralela meramente mental, distinta a otras incursiones en la fantasía que, a través de la experiencia sensorial de don Quijote, hace protagonista en otros momentos de la novela (así, en la cabalgada de Clavileño). Es evidente que el descenso a los infiernos de don Quijote requería de un escenario de dimensión y naturaleza acorde con la magnitud del suceso. De aquí que el escritor distorsione el espacio y haga de una pequeña cueva una cavidad de arquitectura extraordinaria. Ya engrandeció la realidad geográfica en la aventura de los batanes y volverá a hacerlo en el lance en que Sancho y su asno caen en una sima.
Si preguntas por el lugar donde don Quijote cayó derrotado, todos contestarán que en la playa de Barcelona. Y sí, ahí sucedió el desenlace, pero la derrota había comenzado mucho antes; concretamente, a la salida de don Quijote de la cueva de Montesinos. Hay un antes y un después tras esta aventura y nada vuelve a ser como antes. Bajar a la cueva en los relatos caballerescos es el paso al otro mundo, un viaje al más allá y, a la vez, la prueba iniciática que marca la pertenencia a la élite de los héroes. Ir -y volver- de tal lugar nunca es gratis y acarrea cambios brutales antes de probar si es o no un héroe. El que aspira a ello, a ser tenido y tratado como héroe, ha de viajar a ese lugar desconocido y rescatar a los caballeros allí presos de Merlín y devolverlos a la Tierra. El hecho de que don Quijote no consiga este objetivo supone una quiebra de su credibilidad como caballero andante y de la verdad de los sueños que pueblan su alma. La imagen que colma sus ideales se tambalea y a partir de aquí lo hará cada día con mayor fuerza hasta poner en duda la validez de la empresa caballeresca. Esta bajada al inframundo es una tradición que abarca al universo literario desde Gilgamesh a Odiseo, Lanzarote o Eneas.
El dato que le marca a don Quijote el punto de inflexión no es solo el fracaso de su empresa, sino la discordancia temporal que le sorprende a la salida, en medio de la charla que mantiene con Sancho y el primo: él dice que permaneció en la cueva durante tres días con sus noches; para Sancho no pasó de una hora. Ni siquiera el hecho de no haber probado bocado ni dormido en tanto tiempo le sorprendió; sin embargo, ese desajuste de tiempo, en vez de solucionarlo como había hecho siempre, con el viejo recurso a los encantadores que le perseguían, en esta ocasión le da qué pensar.
Y la primera consecuencia se produce unas horas después, cuando llega a la venta obsesionado por escuchar al hombre de las lanzas y alabardas que le había prometido la historia de no pocas maravillas. Ve la venta y ante la sorpresa de todos no la toma por castillo ni palacio, sino por lo que es, una simple venta. Un hecho insólito, nunca antes sucedido en las páginas del Quijote: esta es la primera manifestación de sus dudas, el principio de no sentirse del todo seguro de ser quien dice ser dentro de sus armaduras.
Más allá de la posibilidad de resquebrajamiento de su visión del mundo caballeresco, el miedo se acentúa en don Quijote por si todos sus esfuerzos por desencantar a Dulcinea caen en el fracaso. La dama, ideal máximo del caballero, no solo no ofrece la imagen prístina de su hermosura, sino que trae una estampa dolorosa, la caricatura grosera de una aldeana que brinca sobre la pollina con una agilidad de gimnasta.
A partir de la cueva de Montesinos don Quijote se va a quedar sin argumentos ni autoridad para hacer prevalecer los valores andantescos: ni Sancho ni el primo le creen ni lo hace tampoco Cide Hamete Benengeli, el autor de la historia, que la califica de apócrifa y deja su verosimilitud al albur de cada lector. Esta aventura es la oportunidad perdida de don Quijote, incapaz de construir un mundo caballeresco al que dice pertenecer. La parodia de los valores, que según él representa, supone el inicio de una derrota que se materializará en la playa de Barcelona.
Cervantes nos narra con mano maestra y lentitud adecuada la velocidad de esta cuesta abajo en sus vacilaciones, con los vaivenes ocasionales que tanto le suben a la nube caballeresca como le dejan tirado, presa del desencanto. Tras la salida de la cueva de Montesinos, todas las aventuras que vive don Quiote comienzan a dar la impresión de que se produce un alejamiento de la fantasía y un acercamiento a la realidad; son pequeños pasos que van de la locura a la cordura. Su mundo fantástico va desapareciendo y ya no confunde las ventas con castillos ni las mozas con princesas.
En medio de ese proceso, tan pronto atacará con furia a las figurillas del retablo de Maese Pérez como se dejará llevar de su imaginación en la aventura del barco encantado; pero al final del mismo se produce un punto de inflexión: “Yo no puedo más”, dice desconsolado tras ser sacado de las aguas del río Ebro por los molineros. Posado en la tierra de sus certezas -quiero decir-, en la seguridad cada día mayor de su fracaso como caballero andante. Está perdiendo la fe y asumiendo poco a poco que la caballería andante ni endereza tuertos ni salva doncellas ni le lleva a nada bueno.
Con estos altibajos, a veces, le sube la moral, pero no le dura mucho. Como el episodio ocurrido a la entrada del palacio de los duques, cuando las criadas derraman sobre su figura pomos de aguas olorosas y gritan la bienvenida a la flor y nata de los caballeros andantes. Cide Hamete Benengeli, remarca este episodio como un hito en la vida de nuestro hidalgo por ser el primer día que creyó ser caballero andante verdadero y no fantástico. Queda claro, antes no se lo creía o no lo creía del todo. Y menos, tras las incertidumbres surgidas a la salida de la cueva de Montesinos. O dentro de ella, en medio del, caballeresco mundo de seres encantados, cuando tenía por verdad la mentira de Sancho y la idea de que la transformación de Dulcinea en simple labradora era real y sin posibilidad de ser desencantada. ¿Qué futuro le podía aguardar a un caballero sin dama? Una inmensa decepción comienza a apoderarse de su alma.
Crecen las dudas. No hay más que recordar su actitud ante Clavileño, a punto ya de subir a la silla, y sus recelos del gigante Malambruno. Era consciente de que alguien que envía por él desde tan lejos no sería para engañarlos y, sin embargo, quiere ver el estómago del caballo, no vaya a estar preñado de caballeros armados. Solo por el miedo a que lo tachen de cobarde cede a las palabras de doña Dolorida. ¡Ay, don Quijote! El caballero es cada vez menos caballero y se sentirá menos aún cuando, camino de Zaragoza, quiera arrancarse de cuajo tales titubeos y se lance a una esperpéntica e infantil bravuconada -estilo Suero de Quiñones- para retar a quien no acepte la belleza de las fingidas pastoras con las que se ha encontrado. Resultado: una manada de toros bravos le pasa por encima y deja molido a Sancho, espantado a don Quijote, aporreado al rucio y no muy católico a Rocinante. Si la fe del héroe se alimenta de la que trasmite a sus seguidores, un vacío enorme quedará ahora en su pecho.
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