rebose de tu copa cristalina,
o el agrio zumo enturbie el puro vaso...
Tú sabes las secretas galerías
del alma, los caminos de los sueños,
y la tarde tranquila
donde van a morir... Allí te aguardan
las hadas silenciosas de la vida,
y hacia un jardín de eterna primavera
te llevarán un día.
(Antonio Machado. Soledades. Poema LXX )
No sé cuánto llevo aquí sentado, refugiado en mi madriguera, recogido en mi claustro. El teclado encendido y el cursor parpadeando al final de una frase incompleta. Debo de llevar ya un buen rato y el santo se me ha debido ir al cielo mirando ese descarado mirlo que se está comiendo mis níspolas delante de mis narices. ¡Cómo se atreve! Me centro en lo que debo estar haciendo pero lo he olvidado por completo; hábil de mí, vuelvo unos renglones atrás en el texto de la pantalla..., va de Cervantes, de la “verdad vital”, de lo que representa el amor en la vida de las personas. Pero no sé si estoy generalizando o son pensamientos autológicos, así que, con la soltura que me caracteriza, voy más atrás aún, al principio del todo, y compruebo que la referencia es de Luís Rosales. Así echo mano a su libro y no está por ningún lado, creo que me lo dejé en el salón, abajo, cuando fui anoche a apagar la radio que Lola siempre se deja encendida y que, a pesar de mi sordera, siento como un murmullo molesto, un ruido infernal -diría-. Bajando las escaleras me doy cuenta del hilo de lana rojo que tengo en la muñeca que me recuerda que he de llamar a mi hija para no sé qué, pero que es importante. En la puerta del salón encuentro pegada una nota que me ha dejado Lola antes de marcharse a sus clases de Patrimonio en su enésimo curso. Quiere que compre algunas cosas, pero sobre todo, me recalca, que no se me olviden los tomates de pera para el salmorejo que tanto le gusta a Teo. En ese feliz momento percibo un fuerte olor procedente de la cocina y me giro tan bruscamente en su dirección que el tobillo me cruje, con un acto reflejo me protejo al apoyar el pie derecho inclinándome hacia ese mismo lado y golpeo con la cabeza un cuadro de Kandinski que Lola compró en la última visita al Prado. El cuadro cae al suelo y el marco se parte en dos, y yo tiemblo pensando en la excusa que echaré llegado el momento, que sin duda llegará. De la cocina me llega de nuevo el olor a quemado. Me dirijo a la encimera y veo que el fuego está encendido, la leche derramada y un cerco negro que envuelve por fuera el culo del cazo, el cerco se extiende como una corona que se hace más clara conforme se aleja del centro; dentro del cazo ya no hay nada, el culo está negro también con numerosas motitas diminutas que semejan una galaxia lejana. Estoy solo en casa. No sé si he desayunado. Ni siquiera sé si tengo hambre.
Apago la vitro, y sin pensarlo dos veces retiro del fuego el humeante y destrozado cacillo que me quema la mano. Grito, es decir, raro en mí, pero viene a cuento, suelto un taco con cierta rabia e inmediatamente arrojo el recipiente, que cae al suelo con brusco y metálico estruendo, y luego, sin dejar de soplar, e igualmente de raro en mí, maldecir de dolor, me precipito al fregadero, abro el agua fría, pongo la mano derecha debajo del grifo y la mantengo allí durante los tres o cuatro minutos siguientes mientras el chorro me baña la piel (hoy no me sale una a derechas: pie derecho con amago de esguince, mano derecha con probable quemadura).
Esperando haber evitado posibles ampollas en los dedos y la palma de la mano, me seco cuidadosamente con un paño, me miro un momento los dedos, me paso el paño por la mano un par de veces más y luego me pregunto qué estoy haciendo en la cocina. No me acuerdo de nada, aunque creo que he venido a desayunar. Tengo hambre.
Con el trapo de cocina cojo ahora el cazo del suelo en el momento que suena el teléfono. Descuelgo y me lo llevo a la oreja. Está caliente, muy caliente, pero ya no quema; no oigo nada. En la otra mano veo la cinta de lana roja, será mi hija que ayer quedé en llamarla a primera hora. Cambio de mano y de oreja y escucho una voz femenina que dice que me va a hacer una oferta inigualable sobre mi telefonía. No tengo tiempo; esos asuntos los lleva mi mujer, disculpe, muchas gracias por llamar. Cuelgo, el teléfono y el cazo.
Se me ha quitado la gana de desayunar, así que lavo una manzana y … Suena de nuevo el teléfono. Estoy seguro que es Noemí.
-¡Díme hija! Te iba a llamar ahora, te has adelantado.
No es mi hija. Es el repartidor de Amazón que me avisa que pasará a lo largo de la mañana. Me quedo pensando si he hecho algún pedido. No lo recuerdo. Muy bien, -le digo-, luego nos vemos, no pienso moverme. Cuelgo de nuevo y me miro la mano derecha, que ya se se ha empezado a irritar, parece una quemadura, una especie de enrojecimiento, un percance menor. ¿Dónde habré metido la mano? Otra vez será peor -decía mi madre-. La oreja me pica un poco.
Se me ocurre que debería llamar a mi hijo ahora mismo, en el acto, no sé nada de él en mucho tiempo, y justo cuando descuelgo para marcar el número, llaman al timbre. Me sobresalto, ¿quién será? No espero a nadie.
Salgo al jardín y abro la puerta de la calle. Es la cartera, una chica joven y guapa, que viene a traerme el certificado urgente del voto por correo para las europeas. Firmo con el dedo en la pantalla de su móvil, le enseño mi carnet y me da un sobre marrón. No recordaba que había elecciones. Entro en casa y abro el sobre, miro el taco de papeletas, más de cuarenta partidos. No sé si escoger una al azar o meter el taco entero en el sobre; hoy no me sale nada a derechas -me digo-, pero descarto que sea una consigna para mi voto. Lo dejo en la mesa del salón, donde veo uno de mis libros preferidos, Cervantes y la libertad, lo tomo, lo ojeo hojeándolo al azar, está marcada una página por una postal con la imagen de don Quijote y Sancho que me envió el “errático” hace años desde el Fansipan en Vietnan, y dos palabras subrayadas en rojo “verdad vital”.
Me dirijo a mi despacho, en el pasillo hay un cuadro de Kandinski con el marco roto en el suelo. Lo pongo sobre el mueble del calzado y sigo por el pasillo. Cuando estoy a punto de entrar de nuevo en el salón miro el libro y recuerdo que dónde iba era a la madriguera, a mi cuarto, a mi garito.
Allí el teclado luce con un verde que me lleva a Federico, “verde que te quiero verde”. Ese verde bajo las letras se torna rojo (el rojo de la sangre derramada) pero la pantalla sigue a oscuras. Le doy al intro y aparece un texto que me recuerda al libro que llevo en la mano. Me siento feliz de haber conseguido mi propósito -para que digan que estoy perdiendo facultades-. Leo: “No podemos saber si hay o no hay Dulcinea en el mundo, pero sabemos que su existencia es necesaria…”; "Media noche era por filo, poco más o menos, cuando Don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso" (Quijote, II, 9).
Y estando de paseo por las calles del Toboso con mis amigos de “PAMA”, suena de nuevo el teléfono. Lo tomo y pulso el icono verde: Papa, no quedaste que me ibas a llamar a primera hora. No lo recuerdo, y ¿no hemos hablado?, ¿no me has dicho que me llamarías luego? Pues ese luego es ahora, te escucho. Ya es tarde, Papá; ya me he podido arreglar con la ayuda de una compañera; por cierto, acabo de hablar con Pablo y me dice que no le coges el teléfono; ¿ha llegado mamá? Como un héroe, contesto a todo seguido: lo siento; qué bueno tener amigos; con Pablo he hablado hace un rato; no ha llegado. Y me asombro de hacerlo con tanta diligencia.
Con la moral en todo lo alto por lo bien que se iba desarrollando la mañana sin contratiempo alguno, entra una mujer en casa que se me antoja familiar. Me parece próxima por cómo me mira, es una mirada inquisitiva, achinada, como sospechando, y eso me tranquiliza. Me lo confirma cuando compruebo que no se le escapa una, cuando se lamenta y me recrimina por lo de Kandinski; por el olor a quemado que aún no se ha ido del todo; por las compras que no he hecho, porque la mañana no ha dado para tanto con tanto ajetreo, -le digo-. No te puedo dejar solo -me dice-, y ese amor incondicional, esa protección me hace tan feliz, y esa, mi conciencia hace ya tantos años, de tal manera me tranquiliza la conciencia, esa que nos queda tras la devastación de la edad, la que se evapora irremisiblemente con los años. Qué felicidad saber que hay Dulcinea.
¡Si
mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el
tiempo ya
de lo que será después...!
...
Cosas
imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que
una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se
haya extendido.
(El ingenioso cavallero don Qujote de La Mancha, II, 18; 713. Poemas de don Lorenzo Miranda, o de Cide Hamete Benengeli, que es como decir de Don Miguel de Cervantes Saavedra, "el principe de la letras")
...buenas tardes, amigo Pepe...por otro canal te envío la foto que registra el momento y posición en que he leído este casero texto tuyo, alternativizando la tarde de tormenta desatada en este precioso, diría bucólico, lugar de Sheki, donde tilos, moreras, plátanos de Indias, fresnos etc se reparten el espacio urbano con las casas...todo al pie de las montañas caucásicas.
ResponderEliminarYo, gustosamente, de mil amores, me ofrecería como Fermín, ayuda de cámara, mayordomo...como se llame, tuyo, viendo lo que cuentas y más ya conociendo los vericuetos de tu mansión...mientras tanto...un abrazo...de todas formas, no tienes arreglo, y la Lola mira por ti 🤦♂️🙏🤗
Castillo es, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza. (I, 43; 482)
Eliminar... así que pasen treinta años........
ResponderEliminarTierno relato, con ribetes de verosimilitud.
ResponderEliminarNo es malo ese cuadro de "desamparo" que pintas: sin dolor, razonablemente cuerdo, con capacidad racional, y con humor siempre.
Y la ilusión, la esperanza, esa cosa sin plumas que nominaba Dickinson. Al final, siempre la gratitud, por tanto que nos ha dado la viada…incluidos esos 30 años extra que tantos firmaríamos, sin ruinas, con buena salud, y memoria regular.
No es posible vivir sin ilusión, sin envolver delicadamente los pensamientos en ella, como dice Landero. Y es que, como afirma G. Márquez, “la ilusión no se come…pero alimenta”.
Con todo eso, te hago saber, hermano Panza –replicó don Quijote–, que no hay
ResponderEliminarmemoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.
(I, 15; 152)
Creo que nada produce a un hombre tanto miedo como otro hombre –sobre todo si esos dos son uno mismo- y ésa es, mientras uno pueda, la única manera de enfrentarse, de sobrevivir a la ruina, la única posibilidad de soportar el miedo al olvido, al dolor, o a la locura. La ironía produce optimismo para mirar las cosas.