En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 2 de abril de 2023

Las manos dulces de la abuela


Revivo ahora un día de principios de abril, de esos en que llegaba la lluvia y, al poco, florecían las lilas; días en los que un viento tibio se deslizaba sobre el huerto: entonces las macetas y los arriates, como las mujeres, preparaban sus vestidos para las fiestas del verano. Días en lo que, asomado a la ventana que mira Albayar, a lo lejos, detrás de las alamedas, se oía monótono, pero rotundo, el caudal del río.

Como si en este momento fuese, veo el vapor del crepúsculo pasando entre los chopos aún sin hojas, sólo brotes de un verde vivo, difuminando sus contornos dentro de una tinta violeta, más pálida y transparente que una gasa sutil parada sobre sus desnudas ramas. En la ribera pastan las cabras encaramadas en los primeros brotes de las sargas; siento el silencio inmenso y la campana de la iglesia que de pronto tañe, dejando ir por los aires un sosegado lamento. El valle, entre la difusa niebla y aquel tañido disperso, repetido sin ninguna cadencia, extravía mi pensamiento hacía los viejos recuerdos de adolescencia en lugares más apacibles. Rememoro mis sueños al son de esa misma campana en la cámara de esta casa, y vivo de nuevo mis abstracciones de entonces; recuerdo las confusas caras de mis vecinos y amigos. Son momentos en los que a veces, cuando la memoria juega conmigo, me pierdo sin remedio. Sobre todo advierto a mi abuela que regresa del campo con una cesta de mimbre en la mano… La abuela.


Mi abuela tenía las manos dulces; le sobraba azúcar del corazón. Todo era dulce en Mama Rogelia: el gobierno de la casa, el celo con sus macetas, el cuidado de la familia, mis visitas a las higueras en su compañía, el amor por sus nietos. Aquí tenía que decir “nietas”, porque nietos solo tuvo uno y, como ella decía, con su natural e incondicional amor: “güero”. Yo no sabía qué significaba esa palabra, y aunque me la decía cada vez que yo hacia una trastada, “uno, y güero”. Sabía que no era nada malo.

Cada vez que amasaba, aprovechaba el horno para regalarnos a los nietos alguna gracia pastelera –magdalenas, torta de lata, zolletas, etc, -; pero era sobre todo en Navidad, Semana Santa, y en San Marcos cuando hacía gala de sus grandes dotes de dulcera. Ya lo sabíamos: en Navidad eran los mantecados, los soplillos y la tortaenlata; en la pasión, las torrijas; en San Marcos, más de lo mismo, y el hornazo. No había dulces como los suyos, que también los habíamos hecho las nietas -en esto, me incluyo, consciente de la afrenta que le hago a la academia-, estorbándole en sus quehaceres, y apremiándole para comerlos nada más salir del horno. Mi madre hacía boladillos de patata, que también nos gustaban y no precisaban tanto esmero, pero no era lo mismo que los dulces que nosotros hacíamos con la abuela.

Siempre ocurría igual: a pesar de los avisos de que fuésemos moderados, que los dulces debían durar hasta Reyes, para Año Nuevo ya no quedaba nada. Yo, siempre que podía, procuraba birlarle a mi abuela algún mantecado o cualquier otro dulce para regalárselo a mi amigo Antonio, o cambiarlo por un paquete de “mistos”. Mi abuela se daba cuenta, pero ¡cómo sabía disimular! Una vez me preguntó que le había parecido a mi amigo el dulce, y yo, fui tan ingenuo, que reproduje sus palabras exactas:

-¡Coño! ¡Qué cosa más rica!

El taco me costó un buen pellizco de la tía Elena, que siempre observaba sigilosa. Para colmo, pocos días después, tuvimos una visita de esas que mi madre llamaba “estiradas”. Yo estaba jugando en el huerto, próximo al paseo donde concluían los saludos, y mi madre me llamó:

-Ven, que la señora quiere verte.

Después de darme un beso y decir, sin convicción, que estaba altísimo y muy guapo, me preguntó:

-¿Cómo no estás jugando con tus amigos?

-Es que Antonio se ha tenido que ir corriendo.

-¿Y eso?

-Su madre, que le ha llamado para que que lleve la cabra a que el macho la cubra.

Vi que mi madre se santiguaba con una mueca dudosa de sonrisa contenida. Y yo, escéptico pensé, ¡Santo Dios! ¿Habré metido la pata? Mi madre, que sabía mirar fijamente, en ocasiones, también sabía apartar la mirada, como desentendiéndose de las obsesiones inoportunas de cualquier estirado, me lanzó una nueva y certera mirada, que desvió hacia el lugar preciso, y, vocalizando despacio, me mandó junto a mi hermana pequeña que jugaba con su pelota en la terraza: - ¡ Ve con tu her-ma-na a la te-rra-za!

Lo peor es que todo lo que decía y preguntaba era verdad. Entonces “cuando éramos felices” los mayores, pocas veces hablaban; las más, callaban y se encogían de hombros, a la vez que soltaban un disimulado “¡pish!”, o te decían sin más, que de eso no se hablaba en casa. Pero yo si hablaba, yo si decía siempre lo que quería decir; lo sé por los muchos coscorrones que me llevé.

Carlos, otro amigo, mucho más bruto que Antonio, pero que sabía hablar con la “ese”, se pasaba el día profiriendo tacos y palabrotas: si la burra, que se llamaba Bernabé, se liaba al almendro al que estaba atada, la llamaba "puta"; si se hacía daño con algo o se pinchaba, exclamaba, "¡hostias!"; si se quemaba la planta del pie al frenar la bicicleta con la zapatilla gastada, se cagaba en “Sanlúcar de Barrameda”, un taco que a mi me sonaba raro, pero que, según me dijo un día, era un “santo” de Cádiz, una ciudad que se llamaba así, casi como nuestro pueblo, pero que era mucho menos importante; y cuando Carlos veía u oía algo que le llamaba la atención, que le impresionaba por lo que fuera, sacaba su expresión favorita: "¡coñooo!", con una “o” final, tan larga y prolongada, que se le quedaba varios segundos en los labios. A mí me daba pena que dijera tantos tacos, porque estaba seguro que se iba a condenar, y se lo dije cuando, los dos, nos fuimos al seminario. Él, que siempre se mostró seguro de sí mismo, se reía y, para demostrarme que no había el menor peligro, se ponía a decir su taco favorito y estaba así media hora sin parar. Yo me quedaba pensando en el día en que, serio y mayestático, su ángel de la guarda, con espada flamígera y túnica hasta los pies, se sacase del bolsillo el terrible cuadernillo de las anotaciones y comenzara a sumar y luego a multiplicar. Por misericordioso que fuese el Señor, incluso aunque le hiciese un mocho, por eso de que era huérfano y no le gustaba el catecismo, ni las clases, ni los curas, ni rezar..., unos cuantos cientos de años en el purgatorio no se los iba a quitar nadie.


Ahora, cuando vuelvo al paraíso de mi infancia, de lo que permanece, ya nada es lo mismo que en mi memoria, yo mismo, me miro en el espejo y no me reconozco, todo está trastocado por los “encantadores”, por la locura de mi imaginación, pero, si me dejo de “caballerías” recobro la cordura, y entonces pienso en mi abuela, que sigue siendo mi abuela; en eso, la memoria no me engaña.

Mi abuela tenía centenares de macetas en el huerto que cuidaba con mimo, y un lilo en la mitad de la tapia, asomado a la calle, que era su debilidad; daba ramilletes de flores diminutas, de color rosa vivo, y ella hablaba con él de sus cosas, de su infancia en su pueblo al lado de otro “cinamomo”, como ella le llamaba...

Mi abuela siguió haciendo dulces y siendo dulce hasta el fin de los días que recuerdo. Los nietos crecimos demasiado, incluso llegamos a casarnos y abandonar el pueblo. En uno de los regresos, el lilo había desaparecido, y al poco, murió la abuela… La tía Rogelia suplantó a su madre en la cocina y en el cuidado de las macetas, pero ya el horno no fue el mismo, empezamos a comprar las cosas en la panadería. Todo parecía marchar… Pero, nada que ver con los años felices en los que estaba la abuela.

 

Texto inédito de: Del cinamomo al laurel. 04

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