En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Añoralgia

Un sentido plural de pertenencia

¡Es paradójico! Cuando yo me he sentido más alpujarreño, más granaino, más andaluz, ha sido en los años en que me he encontrado fuera de Andalucía. Sí, es curioso y no sabría decir el por qué. Quizás la nostalgia de la tierra donde viví la infancia, tal vez esa mirada amable que siempre tenemos del pasado; mucho tendría que ver la familia, los amigos, y los rincones por los que paseé mis primeros amores, entre lo que destacaban sin duda el agua agria de mi pueblo, el Carmen de los Mártires, y La Alhambra de mis paseos sin blanca de estudiante.

Ahora, instalado en Granada, con la agreste Sierra Elvira enfrente, y a la derecha la mítica Alfaguara, mis añoranzas se remontan hasta Espinosa de los Monteros y hasta Menorca, a la ribera del Trueba, y al mismo centro del Mediterráneo, a los verdes valles del norte, y a esas playas de fina arena, y aguas cálidas.

Ya he dicho en más de una ocasión que soy un tipo raro, con muchas manías y gustos sencillos y estas añoranzas, que ahora me vienen a la mente, no hacen más que confirmarlo. Recuerdo ir de pesca por encima de Las Machorras, o a las rocas de La Mola, con el cesto repleto de ilusión y de merienda, y volver a casa con las pilas cargadas y el cesto vacío de peces. Aunque es difícil definir lo que yo añoraba, sé algo sobre mi nostalgia de entonces, como intuyo algo de la que ahora siento. No era ni es algo concreto y definible, sino un conjunto de cosas, imágenes, sonidos, personas, lugares, situaciones… Muchas veces me he parado a pensar en el tema y siempre saco en conclusión que no sé muy bien de dónde nace en mi la añoranza de mis vivencias. Quizás quiera abarcarlo todo, estar en todos los sitios a la vez. Tal vez sea eso, que a todo le tomo apego.

De Andalucía nunca me han gustado los tópicos. Admito y respeto que a otros les gusten y yo no quiero prohibir nada, allá cada unos con sus manías y sus aficiones. Nada me atraen los toros, y en mi vida solo he ido a dos corridas, la primera porque el torero era de mi pueblo, mi vecino y amigo de la familia, la segunda una de rejoneo con unos amigos y me dije que, si me era posible, no repetiría; el flamenco me resbala y me cansa; las procesiones me producen un enorme deseo de largarme al campo; respecto a las sevillanas y los trajes de faralaes y sucedáneos mi indiferencia es mayor que mi torpeza para el baile.


Entonces, ¿qué es lo que me hacía añorar nuestra tierra? Ya he apuntado algo y si hago un poco de memoria veo que mi añoranza se nutría de insignificancias: un día, al atardecer, veía en Son Bou unas nubes rojizas que me recordaban los atardeces de Gurriales o esos que ahora veo por Sierra Elvira en los meses de otoño, y entonces sin darme cuenta añoraba mi pueblo y Granada, a las que ensalzaba recordando su ausencia. Otro día, al pasar el puente del Ebro, después de bajar la Mazorra, veía en un recodo un cerezo florecido que inmediatamente me llevaba a los cerezos del Charcón, o a los almendros floridos del Portel –todo un regalo de la naturaleza cada mes de febrero estos, y finalizando mayo aquellos-- que, al instante, me retrocedía a la juventud. Y entonces la añoranza se me iba y venía a mis excursiones por el río Genil y mis trabajos por el Gualdalfeo.

Otro día era una foto, unos ojos, una cara o un gesto lo que me recordaba otros ojos, otras caras, otros gestos dejados allá lejos, a muchos kilómetros de distancia. Otro más, y era una canción, un sabor, un olor, acaso una voz o una flor, lo que, sin que me diera cuenta, me llevaba a mis rincones de Granada, tan queridos y tan lejanos. Ya lo he dicho: eran insignificancias, pequeñeces, nimiedades. Sin embargo, todas estas insignificancias juntas, formaban un conjunto de querencias y nostalgias que, invariablemente, siempre movían mis afectos ausentes.

Ahora, de nuevo en ese añorado rincón de entonces, sentado frente al ordenador y contemplando los árboles del jardín y las nubes rojas sobre Sierra Elvira, yo echo de menos aquellos lugares en los que recordaba lo que hoy me rodea. Como hacía entonces, acudo a los versos de Juan Panadero y leo con placer una estrofa que, por su universalidad, en la que queda claro que el sentimiento patrio va de arriba hacia abajo; idea que me caló hondo la primera vez que los leí, una tarde de nieve y truenos vivida y sentida muy lejos de aquí. Decía el poeta:


Pero que nadie se engañe.

Aunque andaluz, yo soy copla,

soy viento de cualquier parte.

Es añoralgia, como lo define mi amigo Miguel Angel, "un inconformismo nato del ser humano, que nunca está completo y siempre le falta algo". Es el fruto de la sinergia de dos sinónimo que parecen decir lo mismo, pero que juntos son mucho más: añoranza y nostalgia.

 

Texto inédito de: Del cinamomo al laurel. 47


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