En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 30 de agosto de 2020

El final del verano

Siempre hay un momento, ya pasado agosto, que se intuye que el verano ha empezado su declive. El paisaje de la plaza casi desierta, la nueva fuente de las dos caras (agua y vino) algo sucia, con los pámpanos de bronce llenos de polvo y secas las hojas de la verdadera parra; papeles y bolsas de golosinas revueltos por el viento... Es como el límite más allá del cual ya no hay nada, sólo la vuelta a la monotonía de los húmedos inviernos y, como inciso, para suavizar el camino, la feria de octubre y los higos de “cuello paloma”. Alcanzado un punto máximo, de mediodías desoladores de luz, de cal y siestas de chicharras; el calor ha de empezar a mitigarse, los paseos de las tardes nos piden el jersey y hay inesperadamente una mañana de brisa fresca y lejanía transparente en la que se intuye, con alivio y melancolía, el cambio del tiempo, cuyos síntomas interpretaban mirando la naturaleza y las cabañuelas con afilada atención nuestros abuelos. Ahora son los jóvenes los que intuyen las postrimerías del verano, los que viven con una rara sensación de fugacidad y duración, porque dos meses en la escala temporal de sus vidas contienen años de nuestro tiempo de adultos, y porque las aulas y los exámenes de las que se han olvidado, de golpe, dejan de pertenecer al pasado y se presentan en el inmediato porvenir.

En aquellos, en mis años, esperaba con cierta impaciencia el final del verano que me hacía volver a Granada y alejarme de la intemperie áspera de los trabajos de campo, mientras otros corrían la sinuosa banda del estadio de Las Peanas. En la ciudad, nos juntábamos los amigos, todos con amores que contar, con la ilusión trémula de un encuentro inesperado con la chica soñada en nuestros paseos por los lugares habituales. Veía a mis amigos dorados por el sol de la costa, y las chicas insinuaban su bronceado integral con sus finas camisetas, sandalias de tiras y las minifaldas de aquella vida gozosa, dejando ver una piel dorada por un sol mucho más clemente que el mío, por la tibieza de la costa tropical o la piscina Miami, que jamás alcanzaron los secanos de Gürriales y la acequia de Las Grajas por donde me movía.

Me doy cuenta que el recuerdo de aquellos días está contaminado por la fabulación del tiempo pasado, la nostalgia de los años cumplidos, y una memoria caprichosa que deforma a su antojo todo lo vivido. Pero ahora así veo el final del verano. Quizás la intuición de la llegada del otoño no me la dio una experiencia vivida, ya que a esos años uno pone todos los sentidos en la experiencia que vive, sin mirar alrededor. Probablemente fue un pasaje de los libros con los que yo acostumbraba a perder el tiempo, que me recordó la feria de octubre: pudo ser la escena en la que el Pijoaparte abrazado a Teresa cruza bajo los farolillos de papel de una verbena de verano desierta por el fin de la fiesta, y un golpe de viento frío levanta remolinos de confeti y hace que los dos amantes estrechen su abrazo enlazándose con los cuatro brazos y encorvándose hacía delante para protegerse de los pasos de elefante con que llega el otoño, sintiendo los dos, con la dulzura del calor mutuo, que esa noche es el final de algo. Como era la feria de octubre, o el final del verano, como será aún, siempre el final de algo, de unos días de vacaciones, de una larga estancia en el pueblo, de una aventura de juventud, de un amor de verano. Creo que mis tímidas experiencias de entonces estuvieron iluminadas por estas lecturas, que me hacían imaginar identidades de la realidad que yo vivía con la ficción que disfrutaba en los libros.

Tengo en mi cabeza una imagen del finales del verano en una tarde de feria: bajó a la plaza repleta de gente un súbito ventarrón de levante, los hombres corrían, tropezando unos con otros, detrás de sus sombreros y algunas mujeres, inclinadas hacia adelante, se sujetaban con las manos el vuelo de sus faldas; entre las casetas de comidas y atracciones de feria el viento levantaba remolinos de polvo y papeles. La plaza quedó vacía y la música de los cacharros cesó por momentos, para resurgir con fuerza al cesar el viento, como una llamada a continuar la fiesta.

Así era el final del verano; cuando por las noches, en la carretera, se levantaba un airecillo suave, ese frescor serrano y afilado que bajaba río abajo encendiendo los rosetones en las mejillas de las chicas y que les hacía arrebujarse en sus rebecas de perlé recién lavadas con norit. Las macilentas bombillas de la fábrica de aceite se balanceaban en los cables, enredadas con las cadenetas de papel de la feria pasada. Los niños correteaban, se perseguían y golpeaban, los jóvenes se miraban con ojos dubitativos, los matrimonios paseaban muy serios por el arcén al compás de una música lejana levantando una nube de polvo. Era una vida muy simple, oscura y parecía triste. Era la felicidad…, o quizás no, quizás solo sea el recuerdo de unos años con pocos años y de una vida tranquila.

Y así, con el final del verano sentíamos pena por la pérdida cuantiosa del tiempo que se llevaba el propio tiempo, por el abandono del paraíso, pero a la vez esperábamos la llegada del otoño con esperanza. Deseábamos que su balada de hojas nos trajera un poco de templanza, que pudieramos descansar de tanto movimiento, de las fuertes pasiones del verano, que el azar nos regalase un renovado amor, un sosegado amor consecuencia de la calma -un “amor paguato", como dijera Machado-, de la intimidad de las tardes, y del despertar de la razón.

 

Texto inédito de: Del cinamomo al laurel. 41 


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