Dejando atrás el Páramo Masa, de pronto, te precipitas hacia el Ebro, que discurre hondo entre roquedales rojizos y cerezos tardíos. Por allí, entre rachas de viento helado que en primavera azotaban raquíticos trigales, pasadas las altas tierras burgalesas, bajando aquel puerto de la Mazorra por el que tantas veces transitaría, llegué un día a un verde valle en el que sobresalía un pueblo donde tuve casa y trabajo durante siete años. Llevaba la maleta repleta de ilusión, juventud y muchas ganas de ser otro, cualidades que con los días pude comprobar cuán necesario sería la voluntad, la juventud, como aquel anhelo de vivir, que aún hoy conservo.
Cuando giré a la izquierda en el Ribero tuve la sensación de que entraba en otro mundo, un vergel verde que, a esa hora, cuando el sol comienza a calentar la humedad del suelo, lentamente se deshacía de la niebla… Era primavera avanzada y en los campos comenzaban a salir diminutas florecillas que salpicaban de alegres colores el verde vivo de los prados. Las vacas pastaban libres en las parcelas rodeadas de pértigas electrificadas; al azar, boñigas enormes, parasoles pecosos y las diminutas margaritas simulaban cúmulos galácticos propios de aquel maravilloso universo rural.
Un poco más arriba grandes manchas de nieve que se añadían a las doctas advertencias de anteriores y experimentados residentes, parecían decirme que no me confiara, que ese mayo en cualquier momento podía tornarse marzo. A lo lejos la montaña de lomas blancas, difuminadas por la niebla que subía lentamente como humo rastrero, se encabalgaban sobre sí mismas a uno y otro lado del valle. En medio la espumosa agua del deshielo bajaba ruidosa en el cauce del Trueba.
Pasó el verano, glorioso, con la familia del pueblo y la del pico, viendo florecer el brezo, en tanto que me iba adaptando a la geografía y fue como una primavera alargada o un otoño anticipado. Pude darme cuenta en esos años que el estío cervantino es inexistente en ese pasiego edén. Con el tiempo conocí que si bien el invierno en Espinosa robaba los días a la primavera, el otoño mostraba cierta prudencia en sus inicios en tanto que las hayas comenzaban a dorarse lentamente. En todo el tiempo que allí pasé, siempre, como aquella mañana, había un día en el que el otoño parecía que se anunciaba de golpe. Aquella mañana, súbitamente, noté su presencia. Salí, y al notar el vaho de mi respiración sentí un escalofrío. Recorrí las calles como solía hacer a menudo con mi trote atlético de los veinte años, saludando con la mano, sin decir nada para no traicionar mi impostura; Benito siempre me devolvía el saludo, igualmente si abrir la boca, con su bata azul detrás del mostrador. Corrí hacia Las Machorras, y al abrirse la vista al campo, de pronto, al mirar la ladera de Picón Blanco, vi las hayas con un color rojizo más fuerte y tuve la impresión de que algo me hacía una señal, que me avisaba de lo que se avecinaba. Los campos estaban solitarios y desnudos. Pero... ¿cómo decirlo? No tenían su aspecto ordinario; me sonreían. Después de mi carrera permanecí un momento apoyado en una barbacoa y bruscamente comprendí que estábamos de lleno en el otoño pasiego. Estaba allí, en los álamos ya casi sin hojas que envuelven el arroyo, en el césped castigado del verano, con calvas, como ligeras sonrisas de gente sin rostro. El aire venía helado. Era indescriptible; me fue necesario pronunciar muy rápido: “¡es el otoño!”.
Me alejé de la barbacoa en la que me apoyaba, me volví hacía las casas, hacia el puente sobre el Trueba y repetí a media voz: “Ha llegado el otoño”.
Es otoño; detrás del mercado, a lado y lado de la carretera de Las Nieves, en los distintos prados, amontonada en pequeños grupos veo gavillas de hierba ya seca, y las vacas pastando a media ladera. Están más bajas que en los días precedentes -según los pasiegos, las vacas intuyen cuando va a cambiar el tiempo y, entonces, se bajan a comer mas cerca de los corrales, al amparo del hogar-.
Hoy, ese día que hoy recuerdo, es sábado o domingo. Y ese sábado, o aquel domingo, ha llegado con tonos otoñales: nubes grises, viento fresco y colores vivos. Son poco más de las nueve de la mañana; aquí que no se madruga mucho, es la hora en que muchos hombres se afeitan detrás de las ventanas; echan la cabeza hacia atrás, miran ya el espejo, ya el cielo fresco para saber si hará buen tiempo. Los bares calientan la máquina del café y se abren para los primeros clientes, campesinos, ganaderos y sobre todo vascos, los sábados principalmente vascos. En la iglesia, a estas horas, a la luz de las velas y del cirio, un hombre, de vestidos largos y adornos amarillos, bebe vino delante de mujeres mayores arrodilladas.
Cuando regreso de la carrera matinal, el reloj marca una nueva hora y aligero el paso. Me dejo a la derecha la carretera de Reinosa y paso delante de unas casas con galerías y persianas marrones en las que parece no vivir nadie. Esta calle de propietarios de velado rostro está poseída por el cercano rumor río y el aire indiano de sus fachadas.
Sigo mi carrera -trote cochinero, si lo comparo con los días de la academia- adentrándome en pueblo. Aflojo aún más y del bolsillo del chándal me saco el pañuelo para limpiarme el sudor de la frente. Nada más abrir la tienda cesa del todo mi carrera. Entro, compro una botella de Siglo, cien pesetas me ha costado, ¡a dónde vamos a llegar!, una lechuga y cuatro puerros; después en la plaza, el pan y el periódico. Un café en el Resbalón con mi amigo Manolo, que parece esperarme en los soportales, antes de volver a casa. En casa, nada más abrir, oigo la olla dar vueltas, hoy hay cocido de garbanzos, cocido alpujarreño o mediterráneo, con col y espinazo de cerdo. Si bien, Castilla no puede ver el mar, la memoria del sur no nos abandona nunca a los de esta casa.
Tras la ducha y los juegos propios de aquella gozosa edad, en tanto que preparamos la mesa nos echamos un vino brindando por una vida que nos sonríe, lo acompañamos de unas anchoas de Santiesteban; Espinosa no puede ver el mar, pero las mejores anchoas del Cantábrico se hacen aquí -quizás sea un antecedente de la economía china, a modo pasiego-. Cuando nos sentamos a comer casi han caído 50 pesetas de Siglo, ¡no podemos seguir con este derroche! Ahora con todo a la mesa, incluidas las guindillas de Navarra, toca un buen plato, después la pringá. No bebas tanto vino que luego te quejas de que te sientes pesado, tienes razón, dejaré este culillo que queda para la noche. Esa fue la época, ¡bendita etapa!, en que conocí la conciencia ajena (o quizás debería decir próxima), y lo cierto es que aunque me queje, que lo hago, es cómodo que el reparo sea un reflejo; es parte de la felicidad si es que eso existe, bueno, la ocasional puedo afirmar que sí.
Ya en el sofá me toco la tripa que suena como un tambor. Termino el crucigrama que lo había dejado a medias; cuando doy el primer bostezo cierro el periódico y me pongo en pie sin pensarlo. Tengo que estirarme un poco, si no quiero atocinarme -digo-; claro, es que te pasas con la comida y el vino -oigo con claridad a mi conciencia; siempre con razón-. ¡Voy a tomar el fresco un poco! -digo-; abrígate que de eso aquí hay mucho, que hoy parece que ha cambiado el tiempo -me dice-; los de Picón somos como los de Bilbao, no hay quien pueda con nosotros -sentencio-. De nuevo me echo a la calle, mientras creo escuchar que mi conciencia, con una sonrisa burlona, susurra entre dientes: ¡fantasma!
A esta hora lo que pega es un café. Siempre que tomo café lo hago con mi amigo Emilio, me gusta hablar con él, es un hombre que me inspira confianza. Le recuerdo siempre que veo mi canet del Trueba, lo mismo que recuerdo aquel partido contra el Éibar que me hicieron que pitar... Cuando salgo del bar Arroyo es media tarde, pero la siento entera en todo mi espabilado cuerpo. Hablo de mi tarde, la tarde del sábado, como lo es para los muchos vascos que se mueven por el pueblo, sintiéndose dueños de sus pasos. Para ellos mañana, el domingo, no será lo mismo. No será su tarde: la de ellos, la que cientos de vascos vivirán. El fin de semana es de ellos, ellos marcan el ritmo pueblo, pero, mañana, a esta misma hora, después del copioso y largo almuerzo en el Rincón o en la peña gastronómica, se levantarán de la mesa, y para ellos el domingo se estará muriendo. La comida del domingo, como el anterior domingo y el que vendrá, gastará a esta hora su ligera juventud. Es necesario digerir el chuletón y la tarta, cambiarse para volver. La cara, a estas horas, ya les habrá cambiado. Su entrecejo no se relajará hasta que se aproxime un nuevo viernes. Hasta entonces han de vivir otra vida; hasta entonces, muchos, disimularan sus pensamientos o simularan un pensamiento que no es el suyo. Aquí, en el pueblo, también hay algo de disimulo, mis vecinos de rellano, un matrimonio encantador en la escalera o en casa, que no saben cómo agasajar a mi hija y cómo empatizar con nosotros, son unos extraños en la calle, donde siempre miran para otro lado -compromiso que nosotros siempre procuramos evitarle-. De lunes a viernes, junto a una sucia ría, se ganan la vida; el sábado y el domingo la viven a la orillas del alegre Trueba. De lunes a viernes son dirigidos, el fin de semana son ellos los que dirigen.
Todos los domingos por la tarde que puedo me gusta pasear por la plaza. Desde la puerta de Ciano veo un cielo azul pálido; un poco de humo, algunos penachos; de vez en cuando una nube a la deriva que pasa delante del sol. Veo al fondo los arcos del Ayuntamiento y a un grupo de hombres con chapela –nadie lleva la chapela como ellos, y el que mejor la lleva de todos es mi amigo Arturo, que trabaja en el Banco de Bilbao, el mismo que me paga todos los meses-. Los vascos también llevan varas de nogal y suben lentamente, como queriendo alargar la tarde, las escalerillas de la plaza y entran en el Skí. Por la mañana, unas horas antes, he visto a esos mismos rostros, triunfantes, pasar alegres junto a mí, en la juventud de una mañana de domingo, con cestas repletas de setas. Ahora, rosados por el chacolí y el frescor de la tarde, atiborrados de bacalao y la morcilla de Luís que nunca falta, sólo expresan cansancio, aflojamiento, calma, una especie de obstinación en prolongar el domingo que se acaba para ellos. En algunos rostros más descuidados, se puede entrever un poco de tristeza. Dentro de un rato han de irse y sienten que los minutos se les deslizan entre los dedos.
Poco a poco las calles se van quedando desiertas. La sombra cubrirá toda la plaza y un tímido punto de luz se vislumbrará en las farolas entre los plátanos de sombra: para ellos será el fin de la semana; para el pueblo, la rutina se hará más lenta; para mí, ¿qué cambia en mí al pasar del domingo al lunes? Esta semana nada. Mañana descanso, que la semana que acaba fueron muchas horas seguidas sin ver a mi hija recién nacida, sin estar con mi pasiega.
Por estos campos de la tierra mía, bordados de olivares polvorientos, sólo, o caminando en compañía, a menudo evoco unos años que, ahora, se nos presentan felices. Lo fueron en la medida que supimos disfrutarlos, también sufrirlos, que de todo hay en la viña del señor. Ahora, que es la memoria quien gobierna, los gozamos por el recuerdo que nos han dejado para revivirlos en tanto que podamos rememorar.
Del cinamomo al laurel, 51
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