En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 30 de julio de 2024

El Quijote y las escuelas

A los maestros de mi escuela de Cádiar. También a los amigos que han ejercido con ilusión y profesionalidad el magisterio. Tantos y tan buenos con los que cuento.


Me contaba mi padre que se formó en la escuela carpetovetónica y católica de la posguerra de don José Carmona, un maestro de pueblo formado en la enseñanza libre de la República, que, tras la guerra, se afincó en un pueblo recóndito de La Alpujarra -el mismo en el que años más tarde nací yo, y en el que tuve la suerte de ir a la escuela-. En la escuela de mi padre -me dijo cuando escribimos juntos sus memorias-, todos los días se leía el Quijote, libro al que la mayoría de sus compañeros llegaron a odiar: comprensible, pues sin entrar en el mensaje que cada dogma ha adaptado a sus intereses, no parece lo más propio para aprender a leer. Recordad textos como el que sigue: “La razón de la sinrazón, que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”.

En la escuela de mi pueblo -continuó mi padre aquel día-, a este último grado de sabiduría lectora, se llegaba después de haber pasado tres cartillas elementales y un edificante libro de lecturas escolares. Sólo entonces enviaba el maestro un papelito a los padres diciendo que el niño ya estaba en condiciones de poder pasar a la Enciclopedia Dalmau (antecesora de la Enciclopedia Alvarez de mis años de escuela), para las lecciones de memoria, y al Quijote elemental, para las lecturas.

La Enciclopedia Dalmau incluía en un solo libro todo el saber conveniente en nuestra España de entonces, presidido por los criterios de los que detentaban el poder de la época. Esto explica que cada dos por tres apareciese un poema de exaltación política dirigido a un pueblo sin política... Según mi padre era obligado aprenderse de memoria el primero que aparecía en el libro, un libro hecho por catalanes y en Cataluña: el poema a Franco, ditirámbicamente titulado: “A Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España”. Lo firmaba un tal M. Machado (años después -me dijo mi padre- supe que la “M” era la abreviación de Manuel) y había que aprenderlo tan impecablemente bien que todavía supo recitarlo sin titubear. Aunque lo tengo anotado en mis florilegios, recordando aquello, hoy lo he buscado en la red:

Caudillo de la nueva reconquista.

Señor de España, que a su fe renace.

Sabe vencer y sonreír y hace

campo de paz la tierra que conquista.

En mi caso, cuando llegué a la escuela ·"nueva", en el sesenta, ya la Enciclopedia Dalmau había desaparecido. Otra ocupó su lugar: la Enciclopedia Alvarez. De entrada una ventaja: no necesitaba ponerle mi nombre, ya lo traía de imprenta. Parece ser que el cambio se impulsó en el gobierno tecnócrata de Franco, con la relativa apertura del 51: pero, en realidad, un espejismo nada más. 

Aún guardo la de tercer grado por algún lugar de mi casa. Recuerdo ir a las páginas de geometría y buscar la palabra “cono”, para inmediatamente, sobre la pulcra y castísima “n”, estampar la tilde de la pecadora “ñ”. Con la atrevida transformación nos jugábamos el pellejo ante la implacable pedagogía de otro maestro singular, don Francisco Noguerol, que todos los días se tomaba en clase, delante de cuarenta niños que lo miraban con indiscreta curiosidad, su tazón de leche atestado de sopas con dos optalidones que reforzaban su ánimo ante la chiquillería. La definición de la palabra modificada quedaba curiosa, un tanto irónica, diría ahora: “Cuerpo geométrico formado por una superficie curva y otra plana y circular...” Yo no sé si la hice personalmente o me hicieron esa transformación, pero ahí está, y si escurro el bulto ahora no es por lavarme la manos, ni por falta de ganas de entonces, sino por temor de entonces (ya solo queda una pequeña duda) al infierno que tan bien supo inculcarme aquel maestro que décadas mas tarde moriría siendo socialista de los de "clavel en la solapa y generoso bigote". Ir al infierno por una tilde me parece ahora que me parecía entonces demasiado castigo para tan poco placer. Huelga añadir que entonces yo era un niño travieso pero de misa y comunión, y que en mi casa ya se pensaba en el seminario par mí.

En mi escuela se leyó sobre todo a Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, ese texto lírico, sentimental, animalista; ese pollino definido por el poeta como “pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón que no lleva huesos...” También recuerdo entre las lecturas a un tal don Pelayo que fue el primero que se puso serio con los "moros".

Pero, cómo no, también teníamos un Quijote, una joya, que con nuestro juego de figuras geométricas, era el orgullo del maestro: se trataba de una edición infantil que sólo se diferenciaba de la de los adultos en que había sido suprimida de ella toda alusión al sexo, por muy insignificante que fuese, así como todo atisbo de sátira o ironía contra la Iglesia; nada de amores, ni siquiera corteses. Episodios como el de Maritornes y el arriero o el de las dos buenas mozas que ayudaron en la venta a don Quijote a ser armado caballero andante, naturalmente, no figuraban en aquel libro; mucho menos expresiones como “con la iglesia hemos dado, amigo Sancho” o el grito de “yo os conozco, fementida canalla”, que lanza don Quijote, en el capítulo VII de la Primera parte, a los frailes de San Benito, y es que en aquellas lecturas nunca podría yo imaginar el gusto de don Quijote por apalear curas, como no podía imaginar que un cura, aunque fuese de papel, podría, en contra de Trento, vestirse de Princesa menesterosa.

Nuestras lecturas se efectuaban siempre por la mañana: el maestro iba diciendo el nombre de aquel a quien le tocaba leer, y teníamos que hacerlo en voz alta para toda la clase: la peor crítica eran las risas de los compañeros cuando nos liábamos en un párrafo farragoso. Después, algunos repetíamos, temblando y con el rabillo del ojo mirando la regla, en su misma mesa. Antes de que el maestro nos llamara a leer, a todos los otros les había dado trabajo: cuentas, páginas de caligrafía, la tabla, o repasar algún otro tema etc.

Había cuatro o cinco que habían llegado a destacar en esa cumbre de poder leer con soltura el Quijote: a esos los ponía entonces por ejemplo. El maestro reclamaba silencio y el destacado lector se lucía ante un auditorio aburrido y, a la vez, envidioso. Luego mandaba seguir cada uno con lo suyo. Se formaban un círculo de elegidos o/y temerosos alrededor de su mesa, lo que venía de perlas a todo el resto de la escuela que lo aprovechaban como telón o parapeto para, mientras que aquellos leían, hacer de las nuestras o de las suyas: pintar obscenidades en las pizarras de mano que cada uno tenía, tirar papeles, o huesos de almecinas con el canuto de caña. Todo esto, unido al rumor de los que estudiaban la tabla, (dos por dos, cuatro; dos por tres seis, y los cánticos de la escuela de las niñas que estaban en el piso superior) formaba un guirigay que, a pesar de la poca distancia que nos separaba del maestro, obligaba a los de la mesa a leer a gritos. No era raro que el maestro interrumpiese nuestra lectura para gritar desde su mesa: “Fulanito, de rodillas delante de la pizarra”; otras veces se levantaba y comenzaba a repartir sopapos entre los más díscolos, su principal habilidad estaba retorciendo la oreja con brillantisima destreza.

Estábamos bien aleccionados, pues el maestro tenía fama de bruto, pero también de que era buen maestro. Leíamos lo que veíamos escrito, con la impuesta obligación de pararnos un poco en la comas, y un poco más en los puntos, hacer la entonación interrogativa o exclamativa cuando venía al caso y procurar que lo que pronunciábamos coincidiese con lo que estaba escrito en el libro. Pensar que aquello tuviese un sentido, que hubiera en aquellas páginas una historia, llena de humor, de dolor, o de humanidad y contada con un estilo impecable y una amarga ironía, era algo que a ninguno de nosotros jamás se nos pasó por la cabeza. Como por otra parte, la mayoría de las palabras que leíamos no sabíamos lo que significaban, nuestro trabajo quedaba reducido a un ejercicio de simple mecánica de lectura, de leer por leer, de repetir los sonidos allí escritos. Si después de la lectura de aquel primer capítulo, tantas veces repetido, a alguien se le hubiera ocurrido decirme que “duelos y quebrantos” y “salpicón” eran dos platos de cocina, tan asequibles y hacederos como pudieran serlo nuestras migas y cocido, me hubiese quedado de piedra. Más aún cuando se trataba de expresiones que ninguno de nosotros jamás había oído antes, como aquel famoso grito que don Quijote lanza a los molinos de viento: “¡Non fuyades, cobardes y viles criaturas!”

Esta fatalidad de leer por obligación y sin comprender lo que leíamos era un tostón que creaba en nosotros una antipatía hacia el libro y su autor que, al menos en mí, por suerte, se disiparía años más tarde por una curiosidad matemática: la Paradoja del Quijote, texto del capítulo 51 de la Segunda parte, leída en un libro de lógica cuando empezaron a gustarme las ecuaciones. Fue rozando ya la edad adulta, estudiante a la sazón de los últimos cursos de bachillerato, cuando al fin me reconcilié con el Quijote, luego, mucho más tarde, el azar y mi amigo Andrés, me llevaron al gobierno de Sancho y ya no puede parar porque el Quijote se metió dentro de mí, y con él la Novelas Ejemplares, y el Persiles, toda la obra cervantina, y con ella muchos de los clásicos -algo que no tiene fin-. Ahora me parece que no hay un solo libro de aquellos que leo con interés, en el que no perciba la huella de de la obra de Cervantes. Y es que en Cervantes está todo.

Este ha sido mi caso, pero ¿y los otros niños de mi generación que tuvieron que tragarse el Quijote como si fuera un purgante? ¿No habrán quedado para siempre vacunados contra el libro más hermoso y genial de nuestra literatura? Si es así, cuánto lo siento por ellos.

Ahora todo maestro que se preocupe un poco sabe cómo enfocar estas lecturas, que sobre todo exigen moderación y explicación en las edades tempranas. En esta tarea es muy importante la imagen, algo que no debería deformar o distorsionar o confundir el mensaje que es evidente en la obra, como he podido comprobar en una reciente fiesta de fin de curso en el que podía llevar al engaño a los escolares. Creo que toda parodia o imitación de un texto, dirigido a estas edades, debe entretener y sugerir. Dosificar y explicar de una manera sencilla y atrayente, pues materia para ello encierra la obra, que además es una obra genuinamente española, y una vez “comprendido” -lo pongo entre comillas, porque la interpretaciones válidas pueden diferir- es, sin duda, el libro más hermoso y genial de toda literatura, que en el mundo entero solo es superado en venta y publicaciones por otro libro que no es literario, sino que es un libro "revelado": La Biblia.

8 comentarios:

  1. Vuelvo,mi estimado Tocayo, a repetir aquellos hermosos versos de mi "Romance al Duero": -Quién pudiera,como tú,
    a la vez quieto y en marcha,
    cantar siempre el mismo verso,
    aunque con distinta agua.-
    Y,es que para escribir,hace falta leer...Sea tú preferido u otro de nuestra extensa obra de autor.
    Dios siga bendiciendo tu casa y,si Le es posible,tu mente,para seguir mostrando tu pluma 🖋 por muchos años.
    ¡Ay si yo te contara mis vivencias en un Cortijo,sin agua,sin luz y a 2/3 km. de la escuela...! Termino con la frase que tú acuñas con tanta destreza: " Cada uno es hijo de sus obras" Un abrazo.

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    1. Gracias tocayo, no me digas eso de "si yo te contara", frase que solamente dicen los que no osan. A ti no te va eso: ¡cuenta!

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  2. Pepe cada uno de tus escritos, sea sobre el Quijote, sea de filosofía, sea sobre recuerdos de la infancia, me dejan un inefable "regusto" intelectual: dominas los temas y los relatas aún mejor.
    Mi más admirable y sincera enhorabuena... esta impresionante obra con la que nos enriqueces periódicamente debería ser editada en papel.
    Un abrazo, Joaquín

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    1. Gracias, Joaquín; eres un amigo. lo desl libro no está maduro aún. Digamos, quizá ...

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  3. Pepe, cuentas de manera tan "fresca" tal cantidad de ideas, recuerdos, emociones contrarias y datos... que me dejas sorprendida gratamente.
    ¡Que memoria tienes!.
    ¡Enhorabuena amigo!.
    Ahhh y te aseguro que los niños y adolescentes de ahora no saben ni quien es Machado y me atrevo a pensar que ni el Quijote.
    Así que viva la educación que recibimos nosotros.
    La prueba está en ti👌

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  4. ¡Amiga! Puedo intuir quién eres, pero no estoy seguro (soy rico en amigas). La próxima vez firma, por favor. Y muchas gracias por tus palabras.

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  5. ...leo tu página esta tarde herreña justo cuando cierro, lleno de esquinas dobladas y apuntes que me temo ahí quedarán, el libro de Andrés Trapiello "Las vidas de Miguel de Cervantes", libro que puso en mi equipaje el compañero cura en El Campello, en buena hora.
    Siendo de la misma vitola (de la misma quinta, en gomero) es fácil ver, entender, situarse en la misma escuela que pintas, con los mismos maestros con otros nombres...Aquellas escuelas, estas escuelas de ahora, aquellos niños que éramos, los niños que ahora son, aquellos y estos maestros, los escasos libros de entonces que dieron para tanto y los tantos de ahora que no llegan a alcanzar...todo esto ha formado el encantamiento de esta página. El Quijote, también, claro, cómo no, pero ya hoy iba surtido tras muchos días de lectura cervantina...

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  6. Amigo Antonio, como maestro sigues haciendo de las tuyas: Andrés Tapiello, libro que tengo en mi estantería, del que he leído unas páginas, y perjuicios adquiridos, me han hecho relegarlo a una espera más propicia, y que tu empujas el deseo de asirlo (igual que gusto de una buena interpretación de un libro -¿no es necesario que te nombre a Rosales?- no acabo de comprender que un autor, por bueno que sea -Trapiello me gusta mucho cuando ha escrito sobre la Memoria Histórica-, tenga que leer un libro por mí... Tendré que hacerlo).
    Por otro lado, si que es un homenaje esta pagina a los buenos "Maestros" -que palabra tan bonita- que los tuve en mi infancia, y esos otros que también cuento entre mis amigos: tú entre ellos.

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