“si veía llorar por primera vez en mi vida a mi madre, ahora y allí, la guerra habría por fin acabado. Pero no hubo lágrimas. […] Esto no se acaba –me dije-. No se acaba nunca”.
Javier Cercas. El monarca de las sombras.
Abrazado
a tu cuerpo como el tronco a su tierra,
con todas las raíces y
todos los corajes,
¿quién me separará, me arrancará de
ti,
madre?
Miguel Hernández. Madre España
“Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede”,
Manuel Azaña. Memorias políticas.
“En los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino del exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, quizá uno de los responsables directos del conflicto fratricida. Sánchez Mazas no sólo logra escapar de ese fusilamiento colectivo, sino que, cuando salen en su busca, un miliciano anónimo le encañona y en el último momento le perdona la vida. Su buena estrella le permitirá vivir emboscado, protegido por un grupo de campesinos de la región, aunque siempre recordará a aquel miliciano de extraña mirada que no lo delató. El narrador de esta aventura de guerra es un joven periodista que se propone reconstruir el relato real de los hechos y desentrañar el secreto de sus enigmáticos protagonistas. Un quiebro inesperado, sin embargo, le llevará a descubrir que el significado de esta historia se encuentra donde menos podía esperarlo: porque uno no encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega.”
Esta es la sinopsis de la novela que dio celebridad a Javier Cercas, Soldados de Salamina (2001), que culminaba con la idea de que la literatura debe contar la historia de los olvidados, combatientes anónimos “de todas las guerras de antemano perdidas” (en particular de la sangrienta Guerra Civil Española), para fijar algunos de sus nombres y los trazos de sus pasajes por el mundo, antes de que desaparezcan con los vivos en cuya memoria todavía existen. Al cabo, mientras alguien cuente sus historias, seguirán “de algún modo viviendo”. David Trueba nos mostró en su película unas gloriosas imágenes de la reacción del miliciano, unas imágenes en las que él mismo parece sorprendido por su reacción: en el último momento retira el fusil con el que apuntaba al falangista, y, sin comprender el porqué, no le dispara, da media vuelta y se retira con lentitud, como si todo le fuera ajeno y no hubiera visto lo que ha visto ni a quien ha visto. Esto, en medio de la ficción, podemos darlo por real, pues Sánchez Mazas así lo contó después. Quiero pensar que habría más perdones que ignoramos, porque estas cosas no se suelen contar, pero seguro que hubo, como este, más actos heroicos que serían, de conocerse entonces, en aquellos fatídicos días, calificados de traiciones.
El monarca de las sombras es otra buena novela sobre la Guerra Civil, género siempre de actualidad, lo que evidencia una herida no suturada, o al menos unas ganas no saciadas de contar. Los personajes de Cercas parecen todos inocentes que ejemplifican la vigencia del dolor de la guerra, que, como evidenciamos a diario, alcanza a la segunda y tercera generación. Sobre el final, cuando narrador y lector esperan un alivio, deben enfrentarse a ciertos muros no derribados, dice: “si veía llorar por primera vez en mi vida a mi madre, ahora y allí, la guerra habría por fin acabado. Pero no hubo lágrimas. (…) Esto no se acaba –me dije-. No se acaba nunca”.
Como en Soldados de Salamina, una vez más, Cercas persigue un relato “cosido a la realidad”, que se va explicando a sí mismo mientras documenta una pesquisa (entrevistas familiares, visitas a archivos, testigos e historiadores, mucho estudio y viajes por media España) para “entender” la vida y la muerte -también el mito- de Manuel Mena, tío abuelo por parte de madre y alférez muerto en el frente del Ebro con 19 años, mientras combatía como voluntario de Falange.
Se trata, además, de una novela sobre la familia y la forma en que ésta, o mejor aún, la madre, “escribe” el destino de los hijos. Por eso no es raro que el autor, también personaje –detective y escritor de la historia- rinda culto a ciertas intuiciones familiares, como la que detecta en su tío, quien “a la manera de la gente humilde, sentía que las historias sólo existen del todo cuando alguien las escribe” (como diría el régimen después: “lo que no se cuenta, no existe”). El monarca completa el sentido de Soldados en varios aspectos. Aquélla reivindicaba el heroísmo en unos jóvenes y oscuros soldados que, aún sin saber por qué, habían seguido “siempre hacia adelante”. Ésta va en busca de un muchacho idealista y puro, capaz de morir por unas ideas y un concepto de patria –por equivocados que fueran- y encuentra la lección de Aquiles, según aparece en La Odisea, anhelando haber conocido la vejez como “siervo de un siervo” entre los vivos, antes que “monarca de las sombras”. Busca entender a Manuel Mena, triunfador de la guerra en su muerte “perfecta” y encuentra a un trágico perdedor. Cercas, como en casi toda su obra, el relato tensa los límites entre ficción y realidad, borrando a cada paso las fronteras. Aquí la materia ayuda, porque al indagar en el pasado ominoso de la familia busca purgar su culpa y liberarse de una vergüenza personal. Hay una doble estrategia: la recurrencia del narrador acerca de que “no es un literato” y de su incapacidad para inventar, la inclusión de fotos y documentos, se contrapesan con la reflexión sobre lo íntimo y el gesto de incorporar a la historia todo aquello (inventado) que precisamente se dice dejar afuera. Cercas ha confesado su ideal: las “novelas fáciles de leer y difíciles de entender”, como el Quijote, su favorita. El monarca tiene su complejidad y sus desafíos, y también es fácil de leer, salvo por algunos capítulos en que el relato de la guerra aprieta de modo angustiante. En especial el de la tristemente célebre Batalla del Ebro, con sus al menos 25.000 muertos, la mayoría anónimos. Es necesario atravesar ese cerco de angustia y poder superarlo para alcanzar la catarsis al mismo tiempo que el narrador.
En un punto más El monarca se toca con Soldados: en las dos se atribuye el origen de la novela a una manifestación, bien el descubrimiento de la alegría como fuerza irracional imperativa, bien la revelación de la continuidad de la vida en tanto materia, que en su persistencia se sobrepone a la idea corriente de la muerte. Entonces, el “no se acaba nunca” adquiere un sentido nuevo y esta vez sí, liberador.
Y es que la vida a veces da muchas vueltas, y con frecuencia nos sorprende. Leo en el xlsemanal que por estos primeros días de julio en los que estamos pero de hace 88 años la atmósfera nacional -por decirlo con un eufemismo- estaba bastante enrarecida: Calvo Sotelo un político de derechas, que no franquista, pues lo era antes que Franco fuese conocido, fue asesinado el día 13 de julio. Días después Franco, un militar preocupado por su carrera que nadaba entre dos aguas, cruzaría el estrecho. El entonces “militar republicano”, Francisco Franco, el día 23 de junio, desde su destino en Canarias, unos veinte días antes del asesinato de Calvo Sotelo, había escrito al Presidente de la República, Manuel Azaña, y al Presidente del consejo de Ministros, Santiago Casares Quiroga (carta de la que guardo copia), con calculada ambigüedad, ofreciéndose para calmar “el grave estado de inquietud” del ejército, que crecía día a día debido a la alta inestabilidad, malentendidos y desencuentros con el gobierno.
Sin pensarlo me he salido de la línea de Cercas, de la intrahistoria de los gobernados, para hablar de los que nos gobiernan… y es que las cosas como son, por unas causas o por otras en aquellos entonces, todos, es decir los de cualquier ideología, incluso los que no la tuvieran, estaban hasta las pelotas del desgobierno, de que se machacaran las libertades y de una justicia inoperante. En ese ambiente llegó el fatídico día 18 de julio, y unos, pocos o muchos, cogieron el crucifijo en la mano y otros la hoz y el martillo, y se liaron -nos liamos pues ahí estaba nuestro adn- a cristazos y a martillazos unos con otros. Muchos -está más que demostrado- lo hicieron a la fuerza. Vamos, que en medio de unos y otros, la mayoría intentando acoplase o mimetizarse con aquel al que la historia le diera la razón -un verdadero desatino, pues la historia siempre la escribe a posteriori el vencedor, aunque después, como estamos viendo, la revisan con cierta revancha los perdedores que, esgrimiendo una falsa superioridad moral, quieren imponer solamente sus ideas-.
No sé si lo superaremos algún día, pero si sé que culpables los hubo por los dos lados, como sé que muchos inocentes pagaron culpas ajenas. Sé que no todos los que combatieron en lo que se dio en llamar “Bando Nacional” eran de derechas y asimismo todos los que lucharon en la zona llamada “Roja” eran republicanos convencidos. Algunos fueron de mala gana, otros incluso pensaban en contra del bando que les había tocado, y, lo peor de lo peor, aquellos que aprovecharon la ocasión para dedicarse a satisfacer sus propias venganzas con lo que les salía de la entrepierna (“el hombre que con frecuencia es un lobo para el hombre”). La división militar se había convertido en una posición política que a cada cual le había tocado, por convicción o por suerte, de manera que la adhesión y la lealtad fue inculcada con la propaganda y también con el instinto de conservación de los indiferentes.
Al principio las dudas fueron dominantes, hasta Machado nos dejó un ejemplo de ello cuando Bergamín le propuso que liderara a un grupo de intelectuales, al que le contestó con una pregunta: ¿pero usted cree que nosotros llevamos razón? La duda, con los días y la lucha, dio paso al exilio, al miedo, al fanatismo, al odio... como siempre todo orquestado por los dirigentes de uno y otro bando, que tan bien supieron desgobernar.
El gobierno republicano no gozaría de las simpatías de los gobiernos democráticos extranjeros por su alineamiento parcial a la Rusia comunista que le ayudó en lo bélico y en lo político, pero nunca gratis, desde octubre del 36. Parece claro a todos los analistas que, sin la ayuda soviética con asesores y material bélico, la guerra hubiera durado unos pocos meses. Desde el principio de la guerra los gobiernos europeos tenían claro aquella frase que se hizo famosa años después, en el 44, con la invasión del Valle de Arán: “mejor Franco que el comunismo”.
Durante la guerra, en la zona republicana se aplicaron medidas contra todo aquel que pudiera ser sospechoso de apoyar a los nacionales. Se confiscaron bienes, fábricas, etc. se cometieron asesinatos y saqueos por grupos de milicianos y la iglesia fue la institución más perjudicada. Se calcula que unos 6.000 religiosos perecieron en estos ataques. Dentro de cada partido existían comités de control y se fusilaba sin juicio previo. El gobierno no tenía forma de controlar esta situación. La estructura militar y policial estaba rota. Realmente el aparato del Estado no existía ya, los poderes locales y provinciales se derrumbaron y fueron sustituidos por un poder popular, espontáneo sin unidad y contradictorio a veces.
En la zona nacional estaban más organizados pero igualmente llenos de odio y de revancha. No había gobierno, así se alcanzó en unos meses un mando único. También se desató una horrible represión contra la izquierda bajo el signo del terror. Surge el calificativo de “Cruzada”, cuando en Navarra creyeron en la defensa de la religión como respuesta a la amenaza atea. Otra terrible y desafortunada represión fue la depuración de los docentes, apartados de sus trabajos de por vida, perdiendo España un capital humano y pedagógico fundamental. Esos educadores civiles habían estado al servicio del sistema republicano, y eso no se podía pasar por alto en la nueva España.
Un caso a tener en cuenta es que el 20 de julio de 1936, cuando viajaba en avión para ponerse al mando, el general Sanjurjo que iba a ser el jefe indiscutido de los sublevados, sufre un accidente mortal, siendo el favorecido por la desaparición de éste Francisco Franco. En la Junta de Defensa Nacional en Burgos, se encontraba Mola, Moscardó, luego se sumaron Franco, Queipo de Llano y otros. Debido a los titubeos iniciales de Franco, uno de los altos militares que mejor se entendió con la República, nadie hubiera pensado lo que luego sucedió, pues, muerto Sanjurjo, en la elección que posteriormente se hizo, el 1 de octubre de 1936, fue proclamado Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos. Antes de esa fecha podríamos decir que Franco no era franquista. Nadie lo era. En suma, que, sin quitarle ni darle nada, el levantamiento militar no fue cosa de Franco desde el principio. Si es el principal responsable de todo lo que pasaría a partir de octubre del 36, tanto en la guerra como en la posguerra.
Aunque
he buscado, no he encontrado que Azaña ni Quiroga (ambos de Izquierda Republicana) respondieran
a Franco cuando este se puso a disposición de
la República. Esto
me da por pensar
qué
hubiera pasado si el
Presidente de la República le da
al general el poder
solicitado para
aplacar las sonadas,
¿se habría podido evitar la guerra?, o
tal vez ¿se habría
puesto Franco al frente del ejército republicano? Lógico es pensar que no, sobre todo si lo hacemos sobre la base de la teoría comunista donde el individuo no importa, sino que las cosas suceden porque existe un caldo de cultivo que las propicia, que nos lleva a decir que si Franco no hubiera movido ficha otro "franco" lo hubiera hecho.
Por mi parte, en
memoria de mis abuelos -para mí dos personas ejemplares-, dos hombres comprometidos, uno con cada bando,
concluyo con un propósito que ya me viene de largo: superar la división de las dos Españas, y el deseo de que
el “No se acaba nunca”, quede solamente referido al recuerdo de lo que no debió pasar, pero que pasó.
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