Los
altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas
os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la
vuestra grandeza... (I, 1; 34)
Se
dice que el Quijote
es una parodia
a los libros de caballerías, y
lo es.
El que escribe las notas a mi edición de
trabajo (Planeta/Martín
de Riquer)
no
tiene duda al respecto y, a juzgar por las tasas, aprobaciones y
privilegios de los censores que aparecen al comienzo de la Segunda
Parte, puede concluirse que ya cuando se escribió la obra -a
pesar de la ironía cervantina-
pasaba como una ridiculización moral de esta forma popular de
literatura, que
al parecer ya nadie leía.
Sin tener
en cuenta -o sí- algunas explicaciones o tranducciones leídas sobre
el
Quijote
diría
que ésta es una presuposición bastante
común.
Y
no voy a
negar que el Quijote
satirice a los libros de caballerías. Burla hay, y continuamente,
pero dejar aquí la cosa supondría no haber comprendido el Quijote
en absoluto. Es posible incluso que Cervantes comenzara a escribir
con este propósito, pensando en relatar algo entretenido sobre la
locura de alguien que quiere resucitar las andanzas caballerescas, y
de paso contar tantas otras sabrosas historias. Ahora bien, sí
afirmo que, como sucede necesariamente en el arte, con
frecuencia el
producto supera –o acabó superando– las intenciones originales o
conscientes del autor. No
es que Cervantes “tocara la flauta”, para nada, don Miguel es el
más grande de cuantos escritores ha dado la tierra.
Desde esta perspectiva, determinar en qué punto de la escritura del
texto el autor empezó a asomarse a otros horizontes que no eran el
de la mera burla -hipótesis
a la que, reitero,
sin dudo me sumo-
resulta secundario.
Hay que pasar por encima decididamente de la idea “atrevida”
de la omnisciencia del autor; en cierto modo, hasta qué punto
Cervantes sabía lo que realizó con el Quijote
–y con más razón al comienzo– ha de quedar en suspenso.
Si
el Quijote es una sátira de las novelas de caballerías o de
la literatura de entretenimiento de la época, la primera ironía que
salta a la vista es que Cervantes creó la novela más entretenida
jamás escrita. Que es como decir: escribió otra novela de
caballerías, de hecho la mejor. De ello sí se puede decir que
Cervantes era consciente, puesto que, aunque jocosamente, así nos
informa varias veces el propio texto. Si el Quijote es la
mejor novela de caballerías (y lo es, aunque también es mucho más),
se sigue inexorablemente que la sátira no se dirige a las novelas de
caballerías como género. Algo que por lo demás queda manifiesto en
la discusión, hacia el final de la Primera Parte, entre el cura y el
canónigo. Así, en el capítulo XLVII
de la Primera Parte leemos con toda claridad que la crítica a las
novelas de caballerías ha de ser, por decirlo de una forma actual,
dialéctica, de tal modo que sólo algunas obras de este género son
cuestionables, mientras que otras contienen valores encomiables. En
el capítulo siguiente –donde por cierto asoma una reprobación
perfectamente actual al mercantilismo de la literatura moderna–, se
aplica el mismo principio a las comedias.
En
el fondo, es como si la sátira, mejor
dicho la parodia (que es algo más amplia y menos severa que la
sátira, y Cervantes era en esto muy sutil: nunca se ensaño con
nadie ni con nada)
se volviese sobre sí misma y la obra formase un círculo completo en
que la parodia
es a su vez parodiada.
Esta doble vuelta es sustancial a la obra. Decir pues que el Quijote
es una parodia
solo es quedarse corto,
es
una creación de un rango aún superior a lo que concede la
–presumida– crítica habitual, independientemente del talento de
Cervantes como escritor, admirable también en tantas obras
suyas (Por
cierto que su Persiles,
otra obra colosal y de la que se habla demasiado poco, es una novela
de aventuras o bizantina en la que algunos han visto ciertos aspectos
de la novela de caballerías).
Desde
un punto de vista formal, la parodia
de parodia
es un modo de contrastar los dos planos de la vida moral: lo real y
lo ideal. Así como observamos una dialéctica permanente entre la
locura y la cordura, de tal modo que cabría desprender del texto dos
tipos de locura (una, la vivida interiormente por el propio Don
Quijote, y otra, la que le adjudican los que no ven las cosas como
él, o sea, los cuerdos) y así dos tipos correspondientes de
cordura, casi estamos tentados a concluir, que, al menos desde el
punto de vista de la locura interior (visionaria, la llamaremos
luego) de Don Quijote, los que se ríen de los libros de caballerías
son también
ridiculizados, porque no han sabido percibir en ellos el potencial
espiritual que en ellos se albergaba.
¿Es
que acaso podría hacerse algo parecido con la literatura de
entretenimiento actual, pongamos las historias de espías o
similares? Si como parece, no sería posible, la razón ha de
situarse en que las sagas caballerescas no son siempre lo que parecen
a la mirada superficial de quien tan solo quiere entretenerse. Una
sátira de los best sellers actuales se quedaría solo en eso,
en sátira, y dado lo vulgar del tema probablemente acabaría
mordiendo el mismo polvo que lo satirizado. Sería algo radicalmente
intrascendente para el arte y para la vida.
Como
decía, resulta irrelevante pretender saber hasta qué punto el autor
era consciente de lo que estaba produciendo. Según se lee, se diría
que Cervantes no sabe siempre si lo de Don Quijote es locura o
iluminación genuina. Y no tiene por qué saberlo. Es más, haberlo
sabido o decidido habría supuesto la destrucción de la tensión
dialéctica entre la locura y la cordura, que es el eje principal
sobre el que se desarrolla toda la obra. El Quijote juega
precisamente con la ambigüedad entre lo uno y lo otro, con el no
saber, y, en todo caso, si hay que decidirse por uno de los lados,
habría que hacerlo incuestionablemente por el de un favorecimiento
de la locura caballeresca sobre la cordura de
la normalidad. Sólo la simplicidad o el interés de algunos censores
puede pasar esto por alto. Es de notar que la idea cervantina acerca
de la censura (desarrollada en el cap. XLVIII de la Primera Parte),
aunque cabal, adolece del defecto de suponer un cuerpo político de
cierta higiene moral, lo cual es mucho suponer. En nuestros días,
algo del todo imposible.
Me
detendré pues un momento en la cuestión de la locura de Don
Quijote, sin duda mil veces tratada. Resulta indiscutible que no es
una locura cualquiera, sino tal que otorga un acierto moral
permanente, por supuesto siempre sujeto a ajustes y críticas (muchas
de las conversaciones de Don Quijote con Sancho Panza son esto
precisamente). Es decir, más que locura, se trata de visión
espiritual. Como notan asombrados otros personajes de la novela al
conocerle, Don Quijote es perfectamente cabal en todos los demás
aspectos de la vida; su locura sólo atañe a las caballerías. En
cualquier caso, la pregunta que hay que hacerse –y que el lector no
deja de hacerse según lee– es si el comportamiento de Don Quijote
–y de Sancho Panza también, aunque de modo vicario– responde en
verdad a una locura en el sentido amplio
del término o si se trata de algo enteramente diferente, incluso
hasta opuesto, la máxima cordura de
un juego para matar el aburrimiento de un hidalgo entrado en años.
¿Se engaña Don Quijote, o se engañan los que creen que se engaña?
¿Es el sentido común, la cordura, la última palabra sobre la
realidad, o hay algo más? ¿Y qué sería este más? Está
claro que nos hemos sumado ya a la opinión de Torrente Ballester.
Sin
perder nunca de vista lo que Freud llamaría el principio de
realidad, o sea, la normalidad social
de lo correcto y lo incorrecto, Don Quijote se abalanza sobre una
realidad superior (e interior) en virtud de la cual el propio
principio de realidad queda trastocado en su significación, sin
tampoco dejar de ser lo que es. Don Quijote es una figura sempiterna
porque da vida a alguien inspirado exclusivamente por lo
trascendente, sin componendas de ninguna clase y en constante pugna
con la realidad considerada normal. Para Don Quijote, el principio de
realidad es tan solo un símbolo de una realidad superior. Podemos
por cierto llamarla realidad porque es operativa; si no existiese esa
realidad superior, que no es la de la normalidad social, no existiría
el Quijote,
no lo leeríamos con deleite, no sacaríamos fruto ninguno, no habría
revulsivo moral. Lo que se dice del Quijote se dice del arte en
conjunto, pero aquí de modo eminente y magistral. Así, pues, lo que
se entiende habitualmente por locura aquí
es un diseño
de locura
que
obedece a una lógica y un realismo riguroso, de hecho demasiado
rigurosos. Se diría incluso que lo que sucede es que el elemento
moral e ideal ha desparecido en lo que suele llamarse locura, el
cual, aunque aplastado por el principio de realidad, está aún
presente en lo que suele entenderse por cordura. La locura de Don
Quijote está en el polo opuesto: es el ejercicio de lo moral ideal
sin concesiones al principio de realidad, que no ignora sino que
transciende, que
es necesario saltarse para llevar a buen puerto su juego.
Al
reprender el canónigo a Don Quijote por atender a la literatura de
fantasía caballeresca antes que a las edificaciones morales
provenientes de las vidas históricas célebres, por ejemplo de
Alejandro o César (se trata por tanto de una amonestación de
altura, racional y en nada vulgar), Don
Quijote responde que él ve la realidad de un modo simbólico o, por
mejor decir, como un símbolo,
y que tal símbolo está inscrito en la literatura de caballerías.
Esta discusión plantea diáfanamente un problema sobre el que aún
existe gran confusión, el de la incompatibilidad (pero también
complementariedad) entre el discurso racional (más intersubjetivo) y
el simbólico (más subjetivo).
Para
Don Quijote, todo lo concerniente al principio de la realidad pasa
por un crisol espiritual que, al traducirse en discurso o imagen,
obtiene naturaleza simbólica. Aquí todo es transformado en un ideal
de vida superior, llevado hasta sus últimas consecuencias, incluso
bajo el coste de perder la propia cordura. Se trata por lo demás de
algo contagioso: muchos de los personajes que van conociendo a Don
Quijote (especialmente Sancho, por supuesto, pero no sólo él)
acaban por acompañarle de sentimiento y razón en muchos casos. Ello
se muestra singularmente cuando, tras ser rescatado de la sierra, se
produce la discusión entre todos los personajes reunidos en la venta
–o, mejor, castillo encantado– acerca de si es bacía o yelmo de
Mambrino. Discusión que eventualmente llega a las manos, y que no
por casualidad detiene el propio Don Quijote, declarándola cosa de
niños, remachando que fue “la autoridad de Agramante y la
prudencia del rey Sobrino (personajes del Orlando Furioso)” lo que
puso fin a la pendencia.
Lo
que parecen exageraciones de Don Quijote, que despiertan la sorna o
la sorpresa de los cuerdos, tal como la cantidad de gigantes o tropas
que puede sajar de un mandoble, apuntan a una realidad más cabal
incluso que la cordura de la consciencia ordinaria, pues abren el
paso a sustratos aún vivos de la vida que disciplinas tales como el
psicoanálisis o la crítica literaria y del mito han ido sacando a
la superficie. Los gigantes no serán una realidad empírica de
acuerdo con criterios racionales modernos, pero son un símbolo de
realidades materiales y que en otro sentido han de tomarse como
formas subjetivas espirituales.
El
Quijote comienza cuando Don Quijote ya está convencido de su
empresa; en este sentido nos perdemos el proceso que le ha conducido
hasta aquí, un proceso de interiorización –como se muestra
abiertamente en los primeros capítulos al describir a Don Quijote
como alguien encerrado en su cuarto leyendo– cuya descripción sin
duda sería instructiva. Pero lo decisivo es que, una vez alcanzado
este punto, se llega al convencimiento de que no hay más salida que
ponerlo en práctica. La misión consiste en transformar
(interiormente) todo lo real en ideal, cueste lo que cueste. En una
palabra, en trasfigurar la realidad. Y ello en cada punto,
exhaustivamente, sin excepción, y sin embargo no irracionalmente,
como en el caso de tantos fanáticos que quieren imponer sus ideas
sobre los demás.
Don
Quijote es en efecto el mayor de los caballeros porque, al contrario
que sus predecesores, se impone la tarea máxima de inventárselo
todo
(Ni
siquiera la geografía que recorre tiene nada de caballeresca, nada
de mítica).
Don Quijote ha tenido el valor de resucitar esta vieja práctica
cuando como poco ya está en estado de descomposición, y es el
caballero más perfecto porque, aparte de que su ambición de
superarse a sí mismo y a sus predecesores no tiene límites, no se
le ocurre nunca que su trabajo de transfiguración permanente de la
realidad pueda ser errado. Esta
transfiguración espiritual ha de ser necesariamente ingenua, como si
uno no supiese más que su ideal.
Todo
dogmático
es, en última instancia, un
ingenuo que se cree a imagen del
Líder.
Don
Quijote es la figura de autoridad más potente que haya creado
ingenio literario alguno. En rigor, la autoridad no es algo que se
tiene –algo que pensaría tan sólo quien ya ha confundido
autoridad y poder–, sino que se recibe de lo alto y en permanente
lucha contra el poder de lo establecido por la normalidad social. En
el caso de Don Quijote, la recibe de caballeros anteriores (reales o
fantásticos, poco importa), de su adorada e hipostática Dulcinea
del Toboso, pero asimismo y también en última instancia de su fe.
En
una era como la nuestra en que la autoridad (espiritual) se ha
esfumado del panorama social y político, sólo resta la encarnación
del ideal, locura mediante, por parte del individuo. Esto es también
manifiesto en el Quijote: la era de los altos ideales
caballerescos se ha esfumado; reina ya –aunque no tanto como hoy–
la incredulidad y la cordura. No puede ser mayor el alegato contra la
modernidad en conjunto, ni más elocuente, ni, por supuesto, más
humorístico. El Quijote pertenece a un momento,
histórico-simbólico, en el que los dioses se han marchado. Pero a
Don Quijote no le atañe, eso no es de su incumbencia. Como individuo
tocado por una misión espiritual, sólo importa ponerla en práctica.
La
locura de Don Quijote es, decíamos, visionaria, como ha de serlo
también la autoridad. Atrapa la verdad (existencialmente
se
diría hoy, es decir, no a través
de la ciencia) y no deja que se escape. La misma
literatura cabalística –u otras ramas del esoterismo– grabadas
en el Quijote
oscurecería tal vez que la propuesta cervantina es sumamente
sencilla: Don Quijote se aferra con pureza y simplicidad a la verdad
de su amor y de su sentido desinteresado de la justicia. Por
supuesto, desde el punto de vista humano, o de la cordura, muchas de
sus hazañas tienen resultados fatales, hasta ridículos (sobre todo
al principio). Pero más importante que el resultado de la hazaña
codificada por el principio de realidad es ejecutarla desde el
convencimiento de la transfiguración. Todos los obstáculos,
reticencias ajenas, se transforman así en magos encantadores que
quieren engañarnos, demonios haciendo de las suyas, velos que
ocultan la verdadera realidad, la espiritual. Todos los encuentros
necesitan de una reversión de lo aparentemente real a lo ciertamente
espiritual para que pueda llevarse a cabo la misión.
La
transformación de la realidad que ejecuta Don Quijote no es
gratuita, como suponen los biempensantes que le toman por loco, sino,
al revés, rigurosísima. Todo atraviesa su crisol visionario, todo
sin excepción, empezando por sus motivos más altos: una aldeana
“hombruna”, “de pelo en pecho” (así describe Sancho Panza a
la sin par Dulcinea del Toboso), se convierte en el ideal más
perfecto de belleza. En Dulcinea se admira ejemplarmente la estética
y moral, relación que ha mutado en el arte del siglo XX desde
Baudelaire y que, con todo, se mantiene intacta, pues todo arte, al
perseguir un ideal contrapuesto a lo dado en el mundo social, está
indisolublemente ligado a la (edificación) moral. Una vez alcanzado
el punto del convencimiento interior –y, como hemos dicho, de aquí
parte la novela–, estamos ante un ideal dado totalmente y de un
solo golpe, pero explicado a los demás, tanto lectores como
personajes, poco a poco, evidenciando de este modo, una y otra vez,
que no hay fisuras en su visión. Los que dudan son los otros: los
personajes, el lector, tal vez incluso el autor. La encarnación del
ideal no.
La
verdad de Don Quijote es, sin más, el amor, que lo acapara todo:
ascetismo, lucha, la lealtad de la amistad y de los contratos, la del
trato a superiores e inferiores. Un amor que es tanto más verdadero
cuanto más ideal y perfecto es, y cuanto más dispuesto se esté a
dar la vida por él. El amor se descubre así como superior a la
muerte, aunque no sepamos tal cosa como se saben las cosas de la
ciencia. Se trata de algo que se pone en práctica, que es acción;
acción que por otro lado emana de la fe cristalina en que el mundo
transfigurado por el amor es el más cabal, en realidad el más real.
Sin la transfiguración no puede comprenderse la realidad. Se
entenderán acaso fragmentos a la manera de la ciencia, y ello no es
poco, pero la realidad seguirá siendo incomprensible e
insignificante, por tanto caprichosamente manipulable, delatando así
haberse labrado a base de convenciones ciegas por sí mismas, pura
mecánica moral y física.
Todos
podemos reclamar al Quijote como nuestro; todos, de hecho, le
reclamamos: literatos, políticos,
periodistas, académicos… todos le reclaman como propio. Y a todos
nos agrede. La situación de nuevo es análoga a la de Cristo. Al
reclamarle con nuestras vidas miserables, con demagogias de salón o
de parlamento, le mancillamos. Pero a él no le importa; ya no
pertenece a este mundo de mediocridades. Al haber alcanzado el
convencimiento de la visión y de la tarea, al estar todo sujeto al
empuje de la transfiguración, el mundo ya es otro. Con todo, no es
vano del todo reclamar al Quijote como propio, en primer lugar
porque existen otros muchos ideales a los que se contrapone. Nos
pertenece porque en el Quijote está inscrita la altura humana
máxima, fundida ya plenamente con lo divino.
Para
nada es
casual que Don Quijote sea español. No
creo que sea pura retórica afirmar que en el Quijote
se encuentran las claves principales de lo español. No entro en la
cuestión de si España ya no es y la polémica que acarrea; no la
discuto -aquí-.
Hablo
ahora
de la España que fue, si con todo tenemos presente que hablar en
pretérito puede confundir más que aclarar, pues entonces hay que
dar un punto histórico definitivo donde se pasa del ser al no-ser,
cosa a mi juicio imposible. Además, como se ve precisamente en las
renovadas lecturas del Quijote,
la irradiación de aquel mundo y de aquella presentación de la
verdad no se ha detenido, sino que prosigue incólume, por muy
cubierta que esté por la capa de polvo de la comentarística, las
conmemoraciones, y
los aniversarios.
Tal vez incluso su luz sea mayor con el paso del tiempo y la
perspectiva que ofrece.
España
como equilibrio entre lo racional y lo irracional, sin sujeciones a
la racionalidad abstracta y más europea, como equilibrio anodino
entre la cordura y la locura, entre lo apolíneo y lo dionisíaco,
entre lo aguerrido y lo manso, entre lo más elevado y lo prosaico,
todo ello –y mucho más– palpable en el Quijote. El cuadro
completo de estas tensiones podría desarrollarse aún más, pero en
conjunto se diría que estamos ante una forma capaz de unir opuestos
sin despreciar nada, cosa de la que es incapaz por sí sola la razón
de los cuerdos, fundamentalmente la de la posmodernidad. El lenguaje
literario es tal vez más apto que el teológico para dar cuenta de
esta tensión unitiva entre opuestos tales como cordura y locura, lo
más elevado y lo prosaico. No en vano la Revelación es un mythos
que sólo más tarde adquiere la categoría de logos, por supuesto
hoy disputada, si es que no masivamente refutada. En todo caso, la
teología dogmática constituyó un intento parecido, y en España
tuvo uno de sus más grandes bastiones. Estas cosas, a pesar de todo,
no desaparecen tan fácilmente.
España,
finalmente, como lugar en que la razón está arraigada pero no
encarnada
en deidad resuelve-todo,
definitiva, como en buena parte de las fuentes de la filosofía
moderna. España donde tal vez, como dicen estudiosos tanto católicos
como materialistas, la Ilustración
europea
no fue necesaria, al menos en puntos sustanciales. España con una
historia, pues, singular, refractaria como ninguna al historicismo, a
una mecánica exclusivamente inmanente de relato donde el todo y sus
partes se entiende más como logos
que como mythos.
España que, como decía Gustavo Bueno en
una conferencia memorable, va hacia delante o muere, exactamente
igual que Don Quijote.