En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 30 de julio de 2024

El Quijote y las escuelas

A los maestros de mi escuela de Cádiar. También a los amigos que han ejercido con ilusión y profesionalidad el magisterio. Tantos y tan buenos con los que cuento.


Me contaba mi padre que se formó en la escuela carpetovetónica y católica de la posguerra de don José Carmona, un maestro de pueblo formado en la enseñanza libre de la República, que, tras la guerra, se afincó en un pueblo recóndito de La Alpujarra -el mismo en el que años más tarde nací yo, y en el que tuve la suerte de ir a la escuela-. En la escuela de mi padre -me dijo cuando escribimos juntos sus memorias-, todos los días se leía el Quijote, libro al que la mayoría de sus compañeros llegaron a odiar: comprensible, pues sin entrar en el mensaje que cada dogma ha adaptado a sus intereses, no parece lo más propio para aprender a leer. Recordad textos como el que sigue: “La razón de la sinrazón, que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”.

En la escuela de mi pueblo -continuó mi padre aquel día-, a este último grado de sabiduría lectora, se llegaba después de haber pasado tres cartillas elementales y un edificante libro de lecturas escolares. Sólo entonces enviaba el maestro un papelito a los padres diciendo que el niño ya estaba en condiciones de poder pasar a la Enciclopedia Dalmau (antecesora de la Enciclopedia Alvarez de mis años de escuela), para las lecciones de memoria, y al Quijote elemental, para las lecturas.

La Enciclopedia Dalmau incluía en un solo libro todo el saber conveniente en nuestra España de entonces, presidido por los criterios de los que detentaban el poder de la época. Esto explica que cada dos por tres apareciese un poema de exaltación política dirigido a un pueblo sin política... Según mi padre era obligado aprenderse de memoria el primero que aparecía en el libro, un libro hecho por catalanes y en Cataluña: el poema a Franco, ditirámbicamente titulado: “A Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España”. Lo firmaba un tal M. Machado (años después -me dijo mi padre- supe que la “M” era la abreviación de Manuel) y había que aprenderlo tan impecablemente bien que todavía supo recitarlo sin titubear. Aunque lo tengo anotado en mis florilegios, recordando aquello, hoy lo he buscado en la red:

Caudillo de la nueva reconquista.

Señor de España, que a su fe renace.

Sabe vencer y sonreír y hace

campo de paz la tierra que conquista.

En mi caso, cuando llegué a la escuela ·"nueva", en el sesenta, ya la Enciclopedia Dalmau había desaparecido. Otra ocupó su lugar: la Enciclopedia Alvarez. De entrada una ventaja: no necesitaba ponerle mi nombre, ya lo traía de imprenta. Parece ser que el cambio se impulsó en el gobierno tecnócrata de Franco, con la relativa apertura del 51: pero, en realidad, un espejismo nada más. 

Aún guardo la de tercer grado por algún lugar de mi casa. Recuerdo ir a las páginas de geometría y buscar la palabra “cono”, para inmediatamente, sobre la pulcra y castísima “n”, estampar la tilde de la pecadora “ñ”. Con la atrevida transformación nos jugábamos el pellejo ante la implacable pedagogía de otro maestro singular, don Francisco Noguerol, que todos los días se tomaba en clase, delante de cuarenta niños que lo miraban con indiscreta curiosidad, su tazón de leche atestado de sopas con dos optalidones que reforzaban su ánimo ante la chiquillería. La definición de la palabra modificada quedaba curiosa, un tanto irónica, diría ahora: “Cuerpo geométrico formado por una superficie curva y otra plana y circular...” Yo no sé si la hice personalmente o me hicieron esa transformación, pero ahí está, y si escurro el bulto ahora no es por lavarme la manos, ni por falta de ganas de entonces, sino por temor de entonces (ya solo queda una pequeña duda) al infierno que tan bien supo inculcarme aquel maestro que décadas mas tarde moriría siendo socialista de los de "clavel en la solapa y generoso bigote". Ir al infierno por una tilde me parece ahora que me parecía entonces demasiado castigo para tan poco placer. Huelga añadir que entonces yo era un niño travieso pero de misa y comunión, y que en mi casa ya se pensaba en el seminario par mí.

En mi escuela se leyó sobre todo a Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, ese texto lírico, sentimental, animalista; ese pollino definido por el poeta como “pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón que no lleva huesos...” También recuerdo entre las lecturas a un tal don Pelayo que fue el primero que se puso serio con los "moros".

Pero, cómo no, también teníamos un Quijote, una joya, que con nuestro juego de figuras geométricas, era el orgullo del maestro: se trataba de una edición infantil que sólo se diferenciaba de la de los adultos en que había sido suprimida de ella toda alusión al sexo, por muy insignificante que fuese, así como todo atisbo de sátira o ironía contra la Iglesia; nada de amores, ni siquiera corteses. Episodios como el de Maritornes y el arriero o el de las dos buenas mozas que ayudaron en la venta a don Quijote a ser armado caballero andante, naturalmente, no figuraban en aquel libro; mucho menos expresiones como “con la iglesia hemos dado, amigo Sancho” o el grito de “yo os conozco, fementida canalla”, que lanza don Quijote, en el capítulo VII de la Primera parte, a los frailes de San Benito, y es que en aquellas lecturas nunca podría yo imaginar el gusto de don Quijote por apalear curas, como no podía imaginar que un cura, aunque fuese de papel, podría, en contra de Trento, vestirse de Princesa menesterosa.

Nuestras lecturas se efectuaban siempre por la mañana: el maestro iba diciendo el nombre de aquel a quien le tocaba leer, y teníamos que hacerlo en voz alta para toda la clase: la peor crítica eran las risas de los compañeros cuando nos liábamos en un párrafo farragoso. Después, algunos repetíamos, temblando y con el rabillo del ojo mirando la regla, en su misma mesa. Antes de que el maestro nos llamara a leer, a todos los otros les había dado trabajo: cuentas, páginas de caligrafía, la tabla, o repasar algún otro tema etc.

Había cuatro o cinco que habían llegado a destacar en esa cumbre de poder leer con soltura el Quijote: a esos los ponía entonces por ejemplo. El maestro reclamaba silencio y el destacado lector se lucía ante un auditorio aburrido y, a la vez, envidioso. Luego mandaba seguir cada uno con lo suyo. Se formaban un círculo de elegidos o/y temerosos alrededor de su mesa, lo que venía de perlas a todo el resto de la escuela que lo aprovechaban como telón o parapeto para, mientras que aquellos leían, hacer de las nuestras o de las suyas: pintar obscenidades en las pizarras de mano que cada uno tenía, tirar papeles, o huesos de almecinas con el canuto de caña. Todo esto, unido al rumor de los que estudiaban la tabla, (dos por dos, cuatro; dos por tres seis, y los cánticos de la escuela de las niñas que estaban en el piso superior) formaba un guirigay que, a pesar de la poca distancia que nos separaba del maestro, obligaba a los de la mesa a leer a gritos. No era raro que el maestro interrumpiese nuestra lectura para gritar desde su mesa: “Fulanito, de rodillas delante de la pizarra”; otras veces se levantaba y comenzaba a repartir sopapos entre los más díscolos, su principal habilidad estaba retorciendo la oreja con brillantisima destreza.

Estábamos bien aleccionados, pues el maestro tenía fama de bruto, pero también de que era buen maestro. Leíamos lo que veíamos escrito, con la impuesta obligación de pararnos un poco en la comas, y un poco más en los puntos, hacer la entonación interrogativa o exclamativa cuando venía al caso y procurar que lo que pronunciábamos coincidiese con lo que estaba escrito en el libro. Pensar que aquello tuviese un sentido, que hubiera en aquellas páginas una historia, llena de humor, de dolor, o de humanidad y contada con un estilo impecable y una amarga ironía, era algo que a ninguno de nosotros jamás se nos pasó por la cabeza. Como por otra parte, la mayoría de las palabras que leíamos no sabíamos lo que significaban, nuestro trabajo quedaba reducido a un ejercicio de simple mecánica de lectura, de leer por leer, de repetir los sonidos allí escritos. Si después de la lectura de aquel primer capítulo, tantas veces repetido, a alguien se le hubiera ocurrido decirme que “duelos y quebrantos” y “salpicón” eran dos platos de cocina, tan asequibles y hacederos como pudieran serlo nuestras migas y cocido, me hubiese quedado de piedra. Más aún cuando se trataba de expresiones que ninguno de nosotros jamás había oído antes, como aquel famoso grito que don Quijote lanza a los molinos de viento: “¡Non fuyades, cobardes y viles criaturas!”

Esta fatalidad de leer por obligación y sin comprender lo que leíamos era un tostón que creaba en nosotros una antipatía hacia el libro y su autor que, al menos en mí, por suerte, se disiparía años más tarde por una curiosidad matemática: la Paradoja del Quijote, texto del capítulo 51 de la Segunda parte, leída en un libro de lógica cuando empezaron a gustarme las ecuaciones. Fue rozando ya la edad adulta, estudiante a la sazón de los últimos cursos de bachillerato, cuando al fin me reconcilié con el Quijote, luego, mucho más tarde, el azar y mi amigo Andrés, me llevaron al gobierno de Sancho y ya no puede parar porque el Quijote se metió dentro de mí, y con él la Novelas Ejemplares, y el Persiles, toda la obra cervantina, y con ella muchos de los clásicos -algo que no tiene fin-. Ahora me parece que no hay un solo libro de aquellos que leo con interés, en el que no perciba la huella de de la obra de Cervantes. Y es que en Cervantes está todo.

Este ha sido mi caso, pero ¿y los otros niños de mi generación que tuvieron que tragarse el Quijote como si fuera un purgante? ¿No habrán quedado para siempre vacunados contra el libro más hermoso y genial de nuestra literatura? Si es así, cuánto lo siento por ellos.

Ahora todo maestro que se preocupe un poco sabe cómo enfocar estas lecturas, que sobre todo exigen moderación y explicación en las edades tempranas. En esta tarea es muy importante la imagen, algo que no debería deformar o distorsionar o confundir el mensaje que es evidente en la obra, como he podido comprobar en una reciente fiesta de fin de curso en el que podía llevar al engaño a los escolares. Creo que toda parodia o imitación de un texto, dirigido a estas edades, debe entretener y sugerir. Dosificar y explicar de una manera sencilla y atrayente, pues materia para ello encierra la obra, que además es una obra genuinamente española, y una vez “comprendido” -lo pongo entre comillas, porque la interpretaciones válidas pueden diferir- es, sin duda, el libro más hermoso y genial de toda literatura, que en el mundo entero solo es superado en venta y publicaciones por otro libro que no es literario, sino que es un libro "revelado": La Biblia.

miércoles, 10 de julio de 2024

“Esto no se acaba. No se acaba nunca”

 

 

si veía llorar por primera vez en mi vida a mi madre, ahora y allí, la guerra habría por fin acabado. Pero no hubo lágrimas. […] Esto no se acaba –me dije-. No se acaba nunca”.

Javier Cercas. El monarca de las sombras.

 

Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra,
con todas las raíces y todos los corajes,
¿quién me separará, me arrancará de ti,
madre?

Miguel Hernández. Madre España


“Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede”, 

Manuel Azaña. Memorias políticas.


“En los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino del exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, quizá uno de los responsables directos del conflicto fratricida. Sánchez Mazas no sólo logra escapar de ese fusilamiento colectivo, sino que, cuando salen en su busca, un miliciano anónimo le encañona y en el último momento le perdona la vida. Su buena estrella le permitirá vivir emboscado, protegido por un grupo de campesinos de la región, aunque siempre recordará a aquel miliciano de extraña mirada que no lo delató. El narrador de esta aventura de guerra es un joven periodista que se propone reconstruir el relato real de los hechos y desentrañar el secreto de sus enigmáticos protagonistas. Un quiebro inesperado, sin embargo, le llevará a descubrir que el significado de esta historia se encuentra donde menos podía esperarlo: porque uno no encuentra lo que busca, sino lo que la realidad le entrega.”

Esta es la sinopsis de la novela que dio celebridad a Javier Cercas, Soldados de Salamina (2001), que culminaba con la idea de que la literatura debe contar la historia de los olvidados, combatientes anónimos “de todas las guerras de antemano perdidas” (en particular de la sangrienta Guerra Civil Española), para fijar algunos de sus nombres y los trazos de sus pasajes por el mundo, antes de que desaparezcan con los vivos en cuya memoria todavía existen. Al cabo, mientras alguien cuente sus historias, seguirán “de algún modo viviendo”. David Trueba nos mostró en su película unas gloriosas imágenes de la reacción del miliciano, unas imágenes en las que él mismo parece sorprendido por su reacción: en el último momento retira el fusil con el que apuntaba al falangista, y, sin comprender el porqué, no le dispara, da media vuelta y se retira con lentitud, como si todo le fuera ajeno y no hubiera visto lo que ha visto ni a quien ha visto. Esto, en medio de la ficción, podemos darlo por real, pues Sánchez Mazas así lo contó después. Quiero pensar que habría más perdones que ignoramos, porque estas cosas no se suelen contar, pero seguro que hubo, como este, más actos heroicos que serían, de conocerse entonces, en aquellos fatídicos días, calificados de traiciones.

El monarca de las sombras es otra buena novela sobre la Guerra Civil, género siempre de actualidad, lo que evidencia una herida no suturada, o al menos unas ganas no saciadas de contar. Los personajes de Cercas parecen todos inocentes que ejemplifican la vigencia del dolor de la guerra, que, como evidenciamos a diario, alcanza a la segunda y tercera generación. Sobre el final, cuando narrador y lector esperan un alivio, deben enfrentarse a ciertos muros no derribados, dice: “si veía llorar por primera vez en mi vida a mi madre, ahora y allí, la guerra habría por fin acabado. Pero no hubo lágrimas. (…) Esto no se acaba –me dije-. No se acaba nunca”.

Como en Soldados de Salamina, una vez más, Cercas persigue un relato “cosido a la realidad”, que se va explicando a sí mismo mientras documenta una pesquisa (entrevistas familiares, visitas a archivos, testigos e historiadores, mucho estudio y viajes por media España) para “entender” la vida y la muerte -también el mito- de Manuel Mena, tío abuelo por parte de madre y alférez muerto en el frente del Ebro con 19 años, mientras combatía como voluntario de Falange.

Se trata, además, de una novela sobre la familia y la forma en que ésta, o mejor aún, la madre, “escribe” el destino de los hijos. Por eso no es raro que el autor, también personaje –detective y escritor de la historia- rinda culto a ciertas intuiciones familiares, como la que detecta en su tío, quien “a la manera de la gente humilde, sentía que las historias sólo existen del todo cuando alguien las escribe” (como diría el régimen después: “lo que no se cuenta, no existe”). El monarca completa el sentido de Soldados en varios aspectos. Aquélla reivindicaba el heroísmo en unos jóvenes y oscuros soldados que, aún sin saber por qué, habían seguido “siempre hacia adelante”. Ésta va en busca de un muchacho idealista y puro, capaz de morir por unas ideas y un concepto de patria –por equivocados que fueran- y encuentra la lección de Aquiles, según aparece en La Odisea, anhelando haber conocido la vejez como “siervo de un siervo” entre los vivos, antes que “monarca de las sombras”. Busca entender a Manuel Mena, triunfador de la guerra en su muerte “perfecta” y encuentra a un trágico perdedor. Cercas, como en casi toda su obra, el relato tensa los límites entre ficción y realidad, borrando a cada paso las fronteras. Aquí la materia ayuda, porque al indagar en el pasado ominoso de la familia busca purgar su culpa y liberarse de una vergüenza personal. Hay una doble estrategia: la recurrencia del narrador acerca de que “no es un literato” y de su incapacidad para inventar, la inclusión de fotos y documentos, se contrapesan con la reflexión sobre lo íntimo y el gesto de incorporar a la historia todo aquello (inventado) que precisamente se dice dejar afuera. Cercas ha confesado su ideal: las “novelas fáciles de leer y difíciles de entender”, como el Quijote, su favorita. El monarca tiene su complejidad y sus desafíos, y también es fácil de leer, salvo por algunos capítulos en que el relato de la guerra aprieta de modo angustiante. En especial el de la tristemente célebre Batalla del Ebro, con sus al menos 25.000 muertos, la mayoría anónimos. Es necesario atravesar ese cerco de angustia y poder superarlo para alcanzar la catarsis al mismo tiempo que el narrador.

En un punto más El monarca se toca con Soldados: en las dos se atribuye el origen de la novela a una manifestación, bien el descubrimiento de la alegría como fuerza irracional imperativa, bien la revelación de la continuidad de la vida en tanto materia, que en su persistencia se sobrepone a la idea corriente de la muerte. Entonces, el “no se acaba nunca” adquiere un sentido nuevo y esta vez sí, liberador.

Y es que la vida a veces da muchas vueltas, y con frecuencia nos sorprende. Leo en el xlsemanal que por estos primeros días de julio en los que estamos pero de hace 88 años la atmósfera nacional -por decirlo con un eufemismo- estaba bastante enrarecida: Calvo Sotelo un político de derechas, que no franquista, pues lo era antes que Franco fuese conocido, fue asesinado el día 13 de julio. Días después Franco, un militar preocupado por su carrera que nadaba entre dos aguas, cruzaría el estrecho. El entonces “militar republicano”, Francisco Franco, el día 23 de junio, desde su destino en Canarias, unos veinte días antes del asesinato de Calvo Sotelo, había escrito al Presidente de la República, Manuel Azaña, y al Presidente del consejo de Ministros, Santiago Casares Quiroga (carta de la que guardo copia), con calculada ambigüedad, ofreciéndose para calmar “el grave estado de inquietud” del ejército, que crecía día a día debido a la alta inestabilidad, malentendidos y desencuentros con el gobierno.

Sin pensarlo me he salido de la línea de Cercas, de la intrahistoria de los gobernados, para hablar de los que nos gobiernan… y es que las cosas como son, por unas causas o por otras en aquellos entonces, todos, es decir los de cualquier ideología, incluso los que no la tuvieran, estaban hasta las pelotas del desgobierno, de que se machacaran las libertades y de una justicia inoperante. En ese ambiente llegó el fatídico día 18 de julio, y unos, pocos o muchos, cogieron el crucifijo en la mano y otros la hoz y el martillo, y se liaron -nos liamos pues ahí estaba nuestro adn- a cristazos y a martillazos unos con otros. Muchos -está más que demostrado- lo hicieron a la fuerza. Vamos, que en medio de unos y otros, la mayoría intentando acoplase o mimetizarse con aquel al que la historia le diera la razón -un verdadero desatino, pues la historia siempre la escribe a posteriori el vencedor, aunque después, como estamos viendo, la revisan con cierta revancha los perdedores que, esgrimiendo una falsa superioridad moral, quieren imponer solamente sus ideas-.

No sé si lo superaremos algún día, pero si sé que culpables los hubo por los dos lados, como sé que muchos inocentes pagaron culpas ajenas. Sé que no todos los que combatieron en lo que se dio en llamar “Bando Nacional” eran de derechas y asimismo todos los que lucharon en la zona llamada “Roja” eran republicanos convencidos. Algunos fueron de mala gana, otros incluso pensaban en contra del bando que les había tocado, y, lo peor de lo peor, aquellos que aprovecharon la ocasión para dedicarse a satisfacer sus propias venganzas con lo que les salía de la entrepierna (“el hombre que con frecuencia es un lobo para el hombre”). La división militar se había convertido en una posición política que a cada cual le había tocado, por convicción o por suerte, de manera que la adhesión y la lealtad fue inculcada con la propaganda y también con el instinto de conservación de los indiferentes.

Al principio las dudas fueron dominantes, hasta Machado nos dejó un ejemplo de ello cuando Bergamín le propuso que liderara a un grupo de intelectuales, al que le contestó con una pregunta: ¿pero usted cree que nosotros llevamos razón? La duda, con los días y la lucha, dio paso al exilio, al miedo, al fanatismo, al odio... como siempre todo orquestado por los dirigentes de uno y otro bando, que tan bien supieron desgobernar.

El gobierno republicano no gozaa de las simpatías de los gobiernos democráticos extranjeros por su alineamiento parcial a la Rusia comunista que le ayudó en lo bélico y en lo político, pero nunca gratis, desde octubre del 36. Parece claro a todos los analistas que, sin la ayuda soviética con asesores y material bélico, la guerra hubiera durado unos pocos meses. Desde el principio de la guerra los gobiernos europeos tenían claro aquella frase que se hizo famosa años después, en el 44, con la invasión del Valle de Arán: “mejor Franco que el comunismo”.

Durante la guerra, en la zona republicana se aplicaron medidas contra todo aquel que pudiera ser sospechoso de apoyar a los nacionales. Se confiscaron bienes, fábricas, etc. se cometieron asesinatos y saqueos por grupos de milicianos y la iglesia fue la institución más perjudicada. Se calcula que unos 6.000 religiosos perecieron en estos ataques. Dentro de cada partido existían comités de control y se fusilaba sin juicio previo. El gobierno no tenía forma de controlar esta situación. La estructura militar y policial estaba rota. Realmente el aparato del Estado no existía ya, los poderes locales y provinciales se derrumbaron y fueron sustituidos por un poder popular, espontáneo sin unidad y contradictorio a veces.

En la zona nacional estaban más organizados pero igualmente llenos de odio y de revancha. No había gobierno, así se alcanzó en unos meses un mando único. También se desató una horrible represión contra la izquierda bajo el signo del terror. Surge el calificativo de “Cruzada”, cuando en Navarra creyeron en la defensa de la religión como respuesta a la amenaza atea. Otra terrible y desafortunada represión fue la depuración de los docentes, apartados de sus trabajos de por vida, perdiendo España un capital humano y pedagógico fundamental. Esos educadores civiles habían estado al servicio del sistema republicano, y eso no se podía pasar por alto en la nueva España.

Un caso a tener en cuenta es que el 20 de julio de 1936, cuando viajaba en avión para ponerse al mando, el general Sanjurjo que iba a ser el jefe indiscutido de los sublevados, sufre un accidente mortal, siendo el favorecido por la desaparición de éste Francisco Franco. En la Junta de Defensa Nacional en Burgos, se encontraba Mola, Moscardó, luego se sumaron Franco, Queipo de Llano y otros. Debido a los titubeos iniciales de Franco, uno de los altos militares que mejor se entendió con la República, nadie hubiera pensado lo que luego sucedió, pues, muerto Sanjurjo, en la elección que posteriormente se hizo, el 1 de octubre de 1936, fue proclamado Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos. Antes de esa fecha podríamos decir que Franco no era franquista. Nadie lo era. En suma, que, sin quitarle ni darle nada, el levantamiento militar no fue cosa de Franco desde el principio. Si es el principal responsable de todo lo que pasaría a partir de octubre del 36, tanto en la guerra como en la posguerra.

Aunque he buscado, no he encontrado que Azaña ni Quiroga (ambos de Izquierda Republicana) respondieran a Franco cuando este se puso a disposición de la República. Esto me da por pensar qué hubiera pasado si el Presidente de la República le da al general el poder solicitado para aplacar las sonadas, ¿se habría podido evitar la guerra?, o tal vez ¿se habría puesto Franco al frente del ejército republicano? Lógico es pensar que no, sobre todo si lo hacemos sobre la base de la teoría comunista donde el individuo no importa, sino que las cosas suceden porque existe un caldo de cultivo que las propicia, que nos lleva a decir que si Franco no hubiera movido ficha otro "franco" lo hubiera hecho.

Por mi parte, en memoria de mis abuelos -para mí dos personas ejemplares-, dos hombres comprometidos, uno con cada bando, concluyo con un propósito que ya me viene de largo: superar la división de las dos Españas, y el deseo de que el “No se acaba nunca”, quede solamente referido al recuerdo de lo que no debió pasar, pero que pasó.

miércoles, 3 de julio de 2024

La trascendencia del Quijote


 

Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza... (I, 1; 34)

 

 

Se dice que el Quijote es una parodia a los libros de caballerías, y lo es. El que escribe las notas a mi edición de trabajo (Planeta/Martín de Riquer) no tiene duda al respecto y, a juzgar por las tasas, aprobaciones y privilegios de los censores que aparecen al comienzo de la Segunda Parte, puede concluirse que ya cuando se escribió la obra -a pesar de la ironía cervantina- pasaba como una ridiculización moral de esta forma popular de literatura, que al parecer ya nadie leía. Sin tener en cuenta -o sí- algunas explicaciones o tranducciones leídas sobre el Quijote diría que ésta es una presuposición bastante común.

Y no voy a negar que el Quijote satirice a los libros de caballerías. Burla hay, y continuamente, pero dejar aquí la cosa supondría no haber comprendido el Quijote en absoluto. Es posible incluso que Cervantes comenzara a escribir con este propósito, pensando en relatar algo entretenido sobre la locura de alguien que quiere resucitar las andanzas caballerescas, y de paso contar tantas otras sabrosas historias. Ahora bien, sí afirmo que, como sucede necesariamente en el arte, con frecuencia el producto supera –o acabó superando– las intenciones originales o conscientes del autor. No es que Cervantes “tocara la flauta”, para nada, don Miguel es el más grande de cuantos escritores ha dado la tierra. Desde esta perspectiva, determinar en qué punto de la escritura del texto el autor empezó a asomarse a otros horizontes que no eran el de la mera burla -hipótesis a la que, reitero, sin dudo me sumo- resulta secundario. Hay que pasar por encima decididamente de la idea “atrevida” de la omnisciencia del autor; en cierto modo, hasta qué punto Cervantes sabía lo que realizó con el Quijote –y con más razón al comienzo– ha de quedar en suspenso.

Si el Quijote es una sátira de las novelas de caballerías o de la literatura de entretenimiento de la época, la primera ironía que salta a la vista es que Cervantes creó la novela más entretenida jamás escrita. Que es como decir: escribió otra novela de caballerías, de hecho la mejor. De ello sí se puede decir que Cervantes era consciente, puesto que, aunque jocosamente, así nos informa varias veces el propio texto. Si el Quijote es la mejor novela de caballerías (y lo es, aunque también es mucho más), se sigue inexorablemente que la sátira no se dirige a las novelas de caballerías como género. Algo que por lo demás queda manifiesto en la discusión, hacia el final de la Primera Parte, entre el cura y el canónigo. Así, en el capítulo XLVII de la Primera Parte leemos con toda claridad que la crítica a las novelas de caballerías ha de ser, por decirlo de una forma actual, dialéctica, de tal modo que sólo algunas obras de este género son cuestionables, mientras que otras contienen valores encomiables. En el capítulo siguiente –donde por cierto asoma una reprobación perfectamente actual al mercantilismo de la literatura moderna–, se aplica el mismo principio a las comedias.

En el fondo, es como si la sátira, mejor dicho la parodia (que es algo más amplia y menos severa que la sátira, y Cervantes era en esto muy sutil: nunca se ensaño con nadie ni con nada) se volviese sobre sí misma y la obra formase un círculo completo en que la parodia es a su vez parodiada. Esta doble vuelta es sustancial a la obra. Decir pues que el Quijote es una parodia solo es quedarse corto, es una creación de un rango aún superior a lo que concede la –presumida– crítica habitual, independientemente del talento de Cervantes como escritor, admirable también en tantas obras suyas (Por cierto que su Persiles, otra obra colosal y de la que se habla demasiado poco, es una novela de aventuras o bizantina en la que algunos han visto ciertos aspectos de la novela de caballerías).

Desde un punto de vista formal, la parodia de parodia es un modo de contrastar los dos planos de la vida moral: lo real y lo ideal. Así como observamos una dialéctica permanente entre la locura y la cordura, de tal modo que cabría desprender del texto dos tipos de locura (una, la vivida interiormente por el propio Don Quijote, y otra, la que le adjudican los que no ven las cosas como él, o sea, los cuerdos) y así dos tipos correspondientes de cordura, casi estamos tentados a concluir, que, al menos desde el punto de vista de la locura interior (visionaria, la llamaremos luego) de Don Quijote, los que se ríen de los libros de caballerías son también ridiculizados, porque no han sabido percibir en ellos el potencial espiritual que en ellos se albergaba.

¿Es que acaso podría hacerse algo parecido con la literatura de entretenimiento actual, pongamos las historias de espías o similares? Si como parece, no sería posible, la razón ha de situarse en que las sagas caballerescas no son siempre lo que parecen a la mirada superficial de quien tan solo quiere entretenerse. Una sátira de los best sellers actuales se quedaría solo en eso, en sátira, y dado lo vulgar del tema probablemente acabaría mordiendo el mismo polvo que lo satirizado. Sería algo radicalmente intrascendente para el arte y para la vida.

Como decía, resulta irrelevante pretender saber hasta qué punto el autor era consciente de lo que estaba produciendo. Según se lee, se diría que Cervantes no sabe siempre si lo de Don Quijote es locura o iluminación genuina. Y no tiene por qué saberlo. Es más, haberlo sabido o decidido habría supuesto la destrucción de la tensión dialéctica entre la locura y la cordura, que es el eje principal sobre el que se desarrolla toda la obra. El Quijote juega precisamente con la ambigüedad entre lo uno y lo otro, con el no saber, y, en todo caso, si hay que decidirse por uno de los lados, habría que hacerlo incuestionablemente por el de un favorecimiento de la locura caballeresca sobre la cordura de la normalidad. Sólo la simplicidad o el interés de algunos censores puede pasar esto por alto. Es de notar que la idea cervantina acerca de la censura (desarrollada en el cap. XLVIII de la Primera Parte), aunque cabal, adolece del defecto de suponer un cuerpo político de cierta higiene moral, lo cual es mucho suponer. En nuestros días, algo del todo imposible.

Me detendré pues un momento en la cuestión de la locura de Don Quijote, sin duda mil veces tratada. Resulta indiscutible que no es una locura cualquiera, sino tal que otorga un acierto moral permanente, por supuesto siempre sujeto a ajustes y críticas (muchas de las conversaciones de Don Quijote con Sancho Panza son esto precisamente). Es decir, más que locura, se trata de visión espiritual. Como notan asombrados otros personajes de la novela al conocerle, Don Quijote es perfectamente cabal en todos los demás aspectos de la vida; su locura sólo atañe a las caballerías. En cualquier caso, la pregunta que hay que hacerse –y que el lector no deja de hacerse según lee– es si el comportamiento de Don Quijote –y de Sancho Panza también, aunque de modo vicario– responde en verdad a una locura en el sentido amplio del término o si se trata de algo enteramente diferente, incluso hasta opuesto, la máxima cordura de un juego para matar el aburrimiento de un hidalgo entrado en años. ¿Se engaña Don Quijote, o se engañan los que creen que se engaña? ¿Es el sentido común, la cordura, la última palabra sobre la realidad, o hay algo más? ¿Y qué sería este más? Está claro que nos hemos sumado ya a la opinión de Torrente Ballester.

Sin perder nunca de vista lo que Freud llamaría el principio de realidad, o sea, la normalidad social de lo correcto y lo incorrecto, Don Quijote se abalanza sobre una realidad superior (e interior) en virtud de la cual el propio principio de realidad queda trastocado en su significación, sin tampoco dejar de ser lo que es. Don Quijote es una figura sempiterna porque da vida a alguien inspirado exclusivamente por lo trascendente, sin componendas de ninguna clase y en constante pugna con la realidad considerada normal. Para Don Quijote, el principio de realidad es tan solo un símbolo de una realidad superior. Podemos por cierto llamarla realidad porque es operativa; si no existiese esa realidad superior, que no es la de la normalidad social, no existiría el Quijote, no lo leeríamos con deleite, no sacaríamos fruto ninguno, no habría revulsivo moral. Lo que se dice del Quijote se dice del arte en conjunto, pero aquí de modo eminente y magistral. Así, pues, lo que se entiende habitualmente por locura aquí es un diseño de locura que obedece a una lógica y un realismo riguroso, de hecho demasiado rigurosos. Se diría incluso que lo que sucede es que el elemento moral e ideal ha desparecido en lo que suele llamarse locura, el cual, aunque aplastado por el principio de realidad, está aún presente en lo que suele entenderse por cordura. La locura de Don Quijote está en el polo opuesto: es el ejercicio de lo moral ideal sin concesiones al principio de realidad, que no ignora sino que transciende, que es necesario saltarse para llevar a buen puerto su juego.

Al reprender el canónigo a Don Quijote por atender a la literatura de fantasía caballeresca antes que a las edificaciones morales provenientes de las vidas históricas célebres, por ejemplo de Alejandro o César (se trata por tanto de una amonestación de altura, racional y en nada vulgar), Don Quijote responde que él ve la realidad de un modo simbólico o, por mejor decir, como un símbolo, y que tal símbolo está inscrito en la literatura de caballerías. Esta discusión plantea diáfanamente un problema sobre el que aún existe gran confusión, el de la incompatibilidad (pero también complementariedad) entre el discurso racional (más intersubjetivo) y el simbólico (más subjetivo).

Para Don Quijote, todo lo concerniente al principio de la realidad pasa por un crisol espiritual que, al traducirse en discurso o imagen, obtiene naturaleza simbólica. Aquí todo es transformado en un ideal de vida superior, llevado hasta sus últimas consecuencias, incluso bajo el coste de perder la propia cordura. Se trata por lo demás de algo contagioso: muchos de los personajes que van conociendo a Don Quijote (especialmente Sancho, por supuesto, pero no sólo él) acaban por acompañarle de sentimiento y razón en muchos casos. Ello se muestra singularmente cuando, tras ser rescatado de la sierra, se produce la discusión entre todos los personajes reunidos en la venta –o, mejor, castillo encantado– acerca de si es bacía o yelmo de Mambrino. Discusión que eventualmente llega a las manos, y que no por casualidad detiene el propio Don Quijote, declarándola cosa de niños, remachando que fue “la autoridad de Agramante y la prudencia del rey Sobrino (personajes del Orlando Furioso)” lo que puso fin a la pendencia.

Lo que parecen exageraciones de Don Quijote, que despiertan la sorna o la sorpresa de los cuerdos, tal como la cantidad de gigantes o tropas que puede sajar de un mandoble, apuntan a una realidad más cabal incluso que la cordura de la consciencia ordinaria, pues abren el paso a sustratos aún vivos de la vida que disciplinas tales como el psicoanálisis o la crítica literaria y del mito han ido sacando a la superficie. Los gigantes no serán una realidad empírica de acuerdo con criterios racionales modernos, pero son un símbolo de realidades materiales y que en otro sentido han de tomarse como formas subjetivas espirituales.

El Quijote comienza cuando Don Quijote ya está convencido de su empresa; en este sentido nos perdemos el proceso que le ha conducido hasta aquí, un proceso de interiorización –como se muestra abiertamente en los primeros capítulos al describir a Don Quijote como alguien encerrado en su cuarto leyendo– cuya descripción sin duda sería instructiva. Pero lo decisivo es que, una vez alcanzado este punto, se llega al convencimiento de que no hay más salida que ponerlo en práctica. La misión consiste en transformar (interiormente) todo lo real en ideal, cueste lo que cueste. En una palabra, en trasfigurar la realidad. Y ello en cada punto, exhaustivamente, sin excepción, y sin embargo no irracionalmente, como en el caso de tantos fanáticos que quieren imponer sus ideas sobre los demás.

Don Quijote es en efecto el mayor de los caballeros porque, al contrario que sus predecesores, se impone la tarea máxima de inventárselo todo (Ni siquiera la geografía que recorre tiene nada de caballeresca, nada de mítica). Don Quijote ha tenido el valor de resucitar esta vieja práctica cuando como poco ya está en estado de descomposición, y es el caballero más perfecto porque, aparte de que su ambición de superarse a sí mismo y a sus predecesores no tiene límites, no se le ocurre nunca que su trabajo de transfiguración permanente de la realidad pueda ser errado. Esta transfiguración espiritual ha de ser necesariamente ingenua, como si uno no supiese más que su ideal. Todo dogmático es, en última instancia, un ingenuo que se cree a imagen del Líder.

Don Quijote es la figura de autoridad más potente que haya creado ingenio literario alguno. En rigor, la autoridad no es algo que se tiene –algo que pensaría tan sólo quien ya ha confundido autoridad y poder–, sino que se recibe de lo alto y en permanente lucha contra el poder de lo establecido por la normalidad social. En el caso de Don Quijote, la recibe de caballeros anteriores (reales o fantásticos, poco importa), de su adorada e hipostática Dulcinea del Toboso, pero asimismo y también en última instancia de su fe.

En una era como la nuestra en que la autoridad (espiritual) se ha esfumado del panorama social y político, sólo resta la encarnación del ideal, locura mediante, por parte del individuo. Esto es también manifiesto en el Quijote: la era de los altos ideales caballerescos se ha esfumado; reina ya –aunque no tanto como hoy– la incredulidad y la cordura. No puede ser mayor el alegato contra la modernidad en conjunto, ni más elocuente, ni, por supuesto, más humorístico. El Quijote pertenece a un momento, histórico-simbólico, en el que los dioses se han marchado. Pero a Don Quijote no le atañe, eso no es de su incumbencia. Como individuo tocado por una misión espiritual, sólo importa ponerla en práctica.

La locura de Don Quijote es, decíamos, visionaria, como ha de serlo también la autoridad. Atrapa la verdad (existencialmente se diría hoy, es decir, no a través de la ciencia) y no deja que se escape. La misma literatura cabalística –u otras ramas del esoterismo– grabadas en el Quijote oscurecería tal vez que la propuesta cervantina es sumamente sencilla: Don Quijote se aferra con pureza y simplicidad a la verdad de su amor y de su sentido desinteresado de la justicia. Por supuesto, desde el punto de vista humano, o de la cordura, muchas de sus hazañas tienen resultados fatales, hasta ridículos (sobre todo al principio). Pero más importante que el resultado de la hazaña codificada por el principio de realidad es ejecutarla desde el convencimiento de la transfiguración. Todos los obstáculos, reticencias ajenas, se transforman así en magos encantadores que quieren engañarnos, demonios haciendo de las suyas, velos que ocultan la verdadera realidad, la espiritual. Todos los encuentros necesitan de una reversión de lo aparentemente real a lo ciertamente espiritual para que pueda llevarse a cabo la misión.

La transformación de la realidad que ejecuta Don Quijote no es gratuita, como suponen los biempensantes que le toman por loco, sino, al revés, rigurosísima. Todo atraviesa su crisol visionario, todo sin excepción, empezando por sus motivos más altos: una aldeana “hombruna”, “de pelo en pecho” (así describe Sancho Panza a la sin par Dulcinea del Toboso), se convierte en el ideal más perfecto de belleza. En Dulcinea se admira ejemplarmente la estética y moral, relación que ha mutado en el arte del siglo XX desde Baudelaire y que, con todo, se mantiene intacta, pues todo arte, al perseguir un ideal contrapuesto a lo dado en el mundo social, está indisolublemente ligado a la (edificación) moral. Una vez alcanzado el punto del convencimiento interior –y, como hemos dicho, de aquí parte la novela–, estamos ante un ideal dado totalmente y de un solo golpe, pero explicado a los demás, tanto lectores como personajes, poco a poco, evidenciando de este modo, una y otra vez, que no hay fisuras en su visión. Los que dudan son los otros: los personajes, el lector, tal vez incluso el autor. La encarnación del ideal no.

La verdad de Don Quijote es, sin más, el amor, que lo acapara todo: ascetismo, lucha, la lealtad de la amistad y de los contratos, la del trato a superiores e inferiores. Un amor que es tanto más verdadero cuanto más ideal y perfecto es, y cuanto más dispuesto se esté a dar la vida por él. El amor se descubre así como superior a la muerte, aunque no sepamos tal cosa como se saben las cosas de la ciencia. Se trata de algo que se pone en práctica, que es acción; acción que por otro lado emana de la fe cristalina en que el mundo transfigurado por el amor es el más cabal, en realidad el más real. Sin la transfiguración no puede comprenderse la realidad. Se entenderán acaso fragmentos a la manera de la ciencia, y ello no es poco, pero la realidad seguirá siendo incomprensible e insignificante, por tanto caprichosamente manipulable, delatando así haberse labrado a base de convenciones ciegas por sí mismas, pura mecánica moral y física.

Todos podemos reclamar al Quijote como nuestro; todos, de hecho, le reclamamos: literatos, políticos, periodistas, académicos… todos le reclaman como propio. Y a todos nos agrede. La situación de nuevo es análoga a la de Cristo. Al reclamarle con nuestras vidas miserables, con demagogias de salón o de parlamento, le mancillamos. Pero a él no le importa; ya no pertenece a este mundo de mediocridades. Al haber alcanzado el convencimiento de la visión y de la tarea, al estar todo sujeto al empuje de la transfiguración, el mundo ya es otro. Con todo, no es vano del todo reclamar al Quijote como propio, en primer lugar porque existen otros muchos ideales a los que se contrapone. Nos pertenece porque en el Quijote está inscrita la altura humana máxima, fundida ya plenamente con lo divino.

Para nada es casual que Don Quijote sea español. No creo que sea pura retórica afirmar que en el Quijote se encuentran las claves principales de lo español. No entro en la cuestión de si España ya no es y la polémica que acarrea; no la discuto -aquí-. Hablo ahora de la España que fue, si con todo tenemos presente que hablar en pretérito puede confundir más que aclarar, pues entonces hay que dar un punto histórico definitivo donde se pasa del ser al no-ser, cosa a mi juicio imposible. Además, como se ve precisamente en las renovadas lecturas del Quijote, la irradiación de aquel mundo y de aquella presentación de la verdad no se ha detenido, sino que prosigue incólume, por muy cubierta que esté por la capa de polvo de la comentarística, las conmemoraciones, y los aniversarios. Tal vez incluso su luz sea mayor con el paso del tiempo y la perspectiva que ofrece.

España como equilibrio entre lo racional y lo irracional, sin sujeciones a la racionalidad abstracta y más europea, como equilibrio anodino entre la cordura y la locura, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre lo aguerrido y lo manso, entre lo más elevado y lo prosaico, todo ello –y mucho más– palpable en el Quijote. El cuadro completo de estas tensiones podría desarrollarse aún más, pero en conjunto se diría que estamos ante una forma capaz de unir opuestos sin despreciar nada, cosa de la que es incapaz por sí sola la razón de los cuerdos, fundamentalmente la de la posmodernidad. El lenguaje literario es tal vez más apto que el teológico para dar cuenta de esta tensión unitiva entre opuestos tales como cordura y locura, lo más elevado y lo prosaico. No en vano la Revelación es un mythos que sólo más tarde adquiere la categoría de logos, por supuesto hoy disputada, si es que no masivamente refutada. En todo caso, la teología dogmática constituyó un intento parecido, y en España tuvo uno de sus más grandes bastiones. Estas cosas, a pesar de todo, no desaparecen tan fácilmente.

España, finalmente, como lugar en que la razón está arraigada pero no encarnada en deidad resuelve-todo, definitiva, como en buena parte de las fuentes de la filosofía moderna. España donde tal vez, como dicen estudiosos tanto católicos como materialistas, la Ilustración europea no fue necesaria, al menos en puntos sustanciales. España con una historia, pues, singular, refractaria como ninguna al historicismo, a una mecánica exclusivamente inmanente de relato donde el todo y sus partes se entiende más como logos que como mythos. España que, como decía Gustavo Bueno en una conferencia memorable, va hacia delante o muere, exactamente igual que Don Quijote.