En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

martes, 19 de julio de 2022

Perspectivas, apariencias y trazas en el Quijote

El entierro de Conde Orgaz

La multiplicidad de versiones sobre la que se construye el armazón interno de la novela alcanza a la percepción que los personajes tienen de la realidad que les rodea. Como un coro de voces, con frecuencia disonante, los seres que pueblan el Quijote se enfrentan a un mundo cómicamente complejo y cambiante, según la perspectiva que se adopte. A esa suma de contrastes se le ha venido a llamar perspectivismo.

El origen de todos esos conflictos está en la decisión que toma don Quijote de materializar en su vida las invenciones de los libros de caballerías. Con la pauta que marcan estos libros, las ventas, los molinos y las mozas, que existen en una realidad perceptible por medio de los sentidos, vienen a convertirse en castillos, gigantes y princesas procedentes de una realidad imaginaria, aunque palpable como texto impreso. El apego que don Quijote tiene a estas historias le hace sobreponer su autoridad a las evidencias sensitivas. Desde la primera salida, el narrador plantea a las claras el mecanismo que conduce a esa solución y a los sinsabores que le acarrea al caballero:

[...] y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan” (I, 2).

Como ha advertido Michel Foucault, don Quijote busca en la realidad analogías de los libros: “Todo su camino es una búsqueda de similitudes: las más mínimas analogías son solicitadas como signos adormecidos que deben ser despertados para que empiecen a hablar de nuevo. Los rebaños, los sirvientes, las posadas se convierten de nuevo en el lenguaje de los libros en la medida imperceptible en que se asemejan a los castillos, a las damas, a los ejércitos. Semejanza siempre frustrada que transforma la prueba buscada en burla y deja indefinidamente vacía la palabra de los libros” (1999: 54). La raíz del fracaso está en la misma construcción verbal y mental del mundo imaginado. En la mente del hidalgo, las fantasías leídas en los libros adquieren la densidad de lo real, pero, por más que se esfuerce, nunca pueden imponerse a la realidad percibida por los sentidos. Don Quijote lucha, además, contra sus propios narradores, que marcan distancias por medio de la ironía y la parodia. Para paliar el daño, el caballero mete en faena a los encantadores, que actuarán como enlace entre la perfección del mundo imaginado y sus alteraciones en el mundo exterior y material.

No es don Quijote el único personaje que se empeña en alterar la realidad. El libro está plagado versiones dobles, triples y hasta contradictorias de un mismo suceso. Sirva como ejemplo la embajada ante Dulcinea a la que don Quijote envía a su escudero y que éste nunca llega a cumplir. Animado por el cura Pero Pérez, Sancho se decide a mentir a su amo y dar cuenta de una visita imaginada. Para entonces, el escudero ya sabe que tras el nombre de Dulcinea se esconde la hija de Lorenzo Corchuelo, “moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante” (I, 25). Sobre ese recuerdo termina por inventar otra hechura, que entra en conflicto con la que, por su parte, ha concebido el caballero. Éste le pregunta si, a su llegada, Dulcinea estaba “ensartando perlas”, y aquél le responde que “ahechando dos hanegas de trigo”. Don Quijote apunta que sería “candeal o trechel”, Sancho le desencumbra anunciando que “no era sino rabión”. El caballero insiste: ¿Qué te preguntó de mí?”; pero el otro no ceja: “no me preguntó nada”. A la insinuación de “¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno?”, le sigue un rotundo “sentí un olorcillo algo hombruno”. Y cuando, por fin, pregunta: “¿Qué hizo cuando leyó la carta?”, éste responde: “La carta no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas”. A pesar de testimonio tan tajante, don Quijote afirma: “Todo va bien hasta agora” (I, 31). Sancho se empeña en oponer su propia invención a la de su amo, pero éste parece no escucharle.

Las tomas se invertirén cuando, en la segunda parte, sea Sancho, con un nuevo embuste, quien diga contemplar a Dulcinea con dos doncellas suyas, que “todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos”, y don Quijote insista en que solo ve a tres labradoras, aunque pueda percibir, ahora sí, “un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma” (II, 10). El desconcierto aumenta cuando los interlocutores entran en discusión sobre las monturas de las tres labradoras, aunque sea el narrador quien introduce la semilla de la confusión:

[...] vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se puede creer que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero, como no va mucho en esto, no hay para qué detenemos en averiguarlo” (II, 10).

Acabamos de empezar y ya disponemos de tres soluciones posibles. A esto, Sancho, en su natural lenguaje, apunta que eran “cananeas”, lo que corrige su amo de inmediato, enmendándole con un “Hacaneas querrás decir, Sancho”; en lo que el escudero halla “poca diferencia”. El caballero no deja de debatirse ante las bifurcaciones de la verdad: “[...] son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me parecen”. Y aquí el narrador vuelve a tirar los dados y en poco más de un párrafo ensarta una ristra de aparentes sinónimos -jumento, cananea, borrica, pollina, jumenta y otra vez pollina-, para que Sancho remate el balón asegurando que su señora “hace correr a la cananea como una cebra” (II, 10). Ahí es nada.

A la vista de tantas disparidades, don Quijote pregunta si lo que le parece albarda en la cabalgadura de su dama era silla rasa o sillón. Sancho le responde encareciendo el caso: “No era sino silla a la jineta, con una cubierta de campo que vale la mitad de un reino” (II, 10). Cervantes guiñaba así un ojo a sus antiguos lectores y remitía a los debates sobre la naturaleza de la albarda y la bacía robadas al barbero en el capítulo XXI de la primera parte. En la venta se enfrentan los intereses del barbero despojado y los de sus despojadores. Don Quijote asegura que la bacía es el yelmo de Mambrino y suspende el juicio sobre el asunto de la albarda; el barbero no da crédito; Sancho defiende la licitud del robo y la identidad de la albarda como jaez, y añade a eso la invención de un vocablo nuevo tirando por la vía del medio: el “baciyelmo” (I, 44). En el siguiente capítulo, “Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda”, los amigos de don Quijote se constituyen en un filosófico tribunal que ha de dictar sentencia sobre la naturaleza verdadera de los objetos; aunque todo termina cuando unos cuadrilleros de la Santa Hermandad, ajenos al negocio, dan fin al juicio y comienzo a los palos. Por supuesto, sin que nada se haya resuelto (I, 45). La crítica cervantina ha convertido ese episodio de la primera parte en emblema del perspectivismo, esto es, de las visiones complejas de la realidad, y es posible que Cervantes así lo hubiera pretendido.

El debate sobre las alteraciones de la verdad llega a su punto más complejo en las profundidades de la cueva de Montesinos. Don Quijote baja a curiosear en una falla orográfica de La Mancha y se encuentra de sopetón con un mundo fantástico. Ocurre en el episodio de la cueva como en esos cuadros ordenados al modo de El entierro del conde de Orgaz, en los que la acción terrestre tiene su paralelo en una visión celestial; solo que aquí lo que, en principio, se presume sublime se esconde en el subsuelo y lo material aguarda arriba, sobre la tierra. De hecho, el descenso del caballero tiene algo de incursión mística en un trasmundo que no está poblado de ángeles, sino de personajes del romancero. La visión que don Quijote tiene entre ellos se describe en términos similares a los de la mística:

Dios os lo perdone, amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto y pasado” (II, 22).

No es casualidad que sea así, porque las raíces del trance, además de en los libros de caballerías, están también en algunos milagros medievales, como el narrado en la cantiga CIII de Alfonso X. En el texto alfonsino, un monje, ansioso de conocer las delicias celestiales, entra en éxtasis oyendo el canto de un pajarillo; cuando vuelve en sí y regresa al convento creyendo que es la hora de comer, cae en la cuenta de que han transcurrido trescientos años. La misma diferencia entre el tiempo real y el metafísico se encuentra en la aventura de la cueva. Don Quijote vuelve también hambriento de su expedición y asegura haber pasado “tres días [...] en aquellas partes remotas”; sin embargo, Sancho, el primo, los autores y el narrador informan de que el tiempo transcurrido era “poco más de una hora” (II, 23).

Más que una distinción entre el tiempo mensurable y su percepción psicológica, las visiones de don Quijote exponen el contraste entre la realidad como materia literaria y lo fantástico de otros géneros contemporáneos. Las híbridas imágenes de ese submundo se componen de elementos ideales, como el lugar apartado del mundo y de las tentaciones o el alcázar de cristal, que se mezclan con ingredientes que proceden de la vida del caballero. Ese es el origen de la beca estudiantil que luce el viejo Montesinos, de la presencia de Dulcinea en forma de zafia labradora o de las precisiones sobre la daga con que Montesinos extrajo el corazón a Durandarte, que repiten los debates precedentes en tomo a yelmos, albardas y hacaneas. Los excesos y las contradicciones de la narración de don Quijote empiezan a ponerse de manifiesto con la intervención de Sancho en el mismo capítulo XXIII y continúan en el capítulo siguiente, donde Cide Hamete muestra sus dudas sobre la veracidad de los hechos. Las incertidumbres seguirán acosando al hidalgo hasta el final de la novela y le obligarán a someterse al juicio de un mono o de una cabeza parlante. Entre tanto, téngase en cuenta que Sancho, responsable único del falso encantamiento de Dulcinea, tendrá que azotarse para desencantarla, incapaz ya de distinguir entre su embuste, la credulidad de su amo y las quimeras ideadas por los duques.

En esas versiones de la realidad, donde lo cierto y lo falso se mezclan, parece imposible acceder a una verdad efectiva; y lo más probable es que Cervantes no tuviera interés alguno en hacerlo. Él mismo, los autores fingidos y el narrador se esfuerzan en marcar distancia con la realidad, en un relativismo que resume a la perfección don Quijote:

[...] eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa” (I, 25).

Como responsable último del texto, Cervantes se mantuvo al margen de la polémica y se limitó a ordenar su narración sin someterse a regla alguna. Esa creación encuentra una de sus bazas principales en la impostura de presentar la ficción como realidad historica, y en la novela se juega a trasladar el engaño a los lectores. Cervantes convirtió en Historia la obra de Cide Hamete y a éste en “historiador”, para que, de este modo, don Quijote y los personajes que le rodean adquiriesen la condición de reales. Con la intención de dar visos de certidumbre a la mentira, seres y objetos de la historia contemporánea, como Roque Guinart, el comediante Angulo el Malo o el libro de Avellaneda, entraron en la ficción. Por si fuera poco, Cervantes mismo se incrustó en su novela no solo como el autor cuyo nombre aparecía en la portada, sino también como un personaje que compartió cautiverio con el ficticio capitán Ruy Pérez de Viedma o como el firmante de La Galatea, de quien el cura afirma ser grande amigo desde hace muchos años.

Lo que pretendió Cervantes con todos estos juegos dialécticos fue reproducir los laberintos de la realidad en un modelo literario alejado del realismo literario, que la ficción contemporánea había resumido en la picaresca. En el Quijote queda muy poco de la vocación autobiográfica de sus narradores y de su afecto por la precisión narrativa. Cide Hamete resulta lamentable como narrador omnisciente, pues no es ni siquiera capaz de certificar las acciones de sus personajes. A diferencia de los picaros, que dan pelos y señales de sus orígenes y de sus personas, los personajes cervantinos llegan al lector a medias y toman las de Villadiego sin otro aviso. Por mucho que las historias picarescas y la de don Quijote coincidan en transcurrir en la contemporaneidad del lector, entre venteros y maleantes y en lugares conocidos, se trata de dos formas de realismo radicalmente distintas.

Es cierto que Cervantes hizo en varias ocasiones declaración expresa de su afecto por la realidad como tema narrativo. Una de ellas en los versos del capítulo sexto del Viaje del Parnaso:

[...] a las cosas que tienen de imposibles

siempre mi pluma se ha mostrado esquiva;

las que tienen vislumbre de posibles,

de dulces, de suaves y de ciertas,

explican mis borrones apacibles” (1995: 1310).

Pero concibió ese modo de acercarse a la realidad de una manera dúctil y permeable. Para Cervantes, la poesía tenía una verdad muy distinta a la de la historia, pues permitía incluso la alteración de los hechos cuando resultaba conveniente para la narración. Sobre ese concepto de verdad poética y sobre el de verosimilitud construyó su particular interpretación de la ficción y alteró los rígidos códigos de la narrativa realista o idealista. Personajes como don Quijote, Sancho o Tomás Rodaja dan entrada en sus vidas narrativas a mundos imaginados; por su parte, los paisajes arcádicos de La Galatea, además de pastores platónicos, están poblados por médicos, curas o asesinos que nada tienen que ver con la idealización del género. Según ha explicado Edward Riley con sabias palabras, para nuestro escritor la novela había de “surgir del material histórico de la experiencia diaria, por mucho que se remonte a las maravillosas alturas de la poesía” (1989: 344).

Cervantes asumió el reto de imbricar las formas tradicionales de contar fábulas en un modo distinto de ficción. Ni las estrictas normas del género picaresco, ni las no menos severas reglas del mundo pastoril, ni las de los libros de caballerías servían para reproducir simultáneamente las complejidades de la vida física y de la realidad mental, para crear una imagen a escala de la existencia. En un terreno hasta entonces inexplorado, Cervantes hizo lo que pudo para borrar las fronteras que separaban lo vivido y lo inventado. Con una lógica distinta, acabó con un modo ingenuo de leer y dejó al lector sin manual de instrucciones. Los lectores, envueltos ahora en los engaños de la verosimilitud, debían encontrar por sí mismos los indicios que les ayudasen a escindir en el libro lo que era meramente retórico y lo que correspondía a la vida. Y en esas estamos todavía. Lo explicó finamente Vladimir Nabokov, el de Lolita: “El arte tiene sus maneras de trascender los límites de la razón” (1987: 98).

El particular instrumento que utilizó Cervantes para llevar a cabo su estrategia literaria fue la ironía. La ironía ocupa el espacio que va desde la realidad a sus interpretaciones individuales, porque, en último término, ninguno de los conflictos planteados resulta reductible para los parámetros de la lógica. El narrador es quien sustenta esa perspectiva irónica, cuando se esfuerza en subrayar el conflicto que se establece entre los personajes que inventan y discuten sobre las cosas que les rodean y la inalterable materialidad de esas mismas realidades. La solución poética consistió, para Cervantes, en construir su texto dentro de los límites de una región en la que conviven lo posible y lo imposible. A lo largo de la novela, numerosísimos giros, a todas luces burlescos, dan al lector la exacta medida del juego. Durandarte, héroe mítico del romancero carolingio hispánico, puede recitar apoltronado en su tumba el romance “Oh, mi primo Montesinos”, que trataba de él mismo (II, 23); los ficticios don Quijote y Sancho, escritos por Cide Hamete, se paran a discutir sobre el texto en que se narran sus vidas (II, 2-3); o el mismo Cide Hamete llega a quejarse de su traductor en el original arábigo, cuando ni siquiera se ha mencionado la posibilidad de una traducción que se haría muchos años después de su muerte (II, 44). Esas chanzas le sirvieron a Cervantes para convertir en materia narrativa el pleito irresoluble entre lo absoluto y lo relativo, lo ideal y lo real.




Foucault, M. (1999): Las palabras y las cosas. Siglo XXI. Madrid, pp. 53-56.

Márquez Villanueva, F. (1973): Fuentes literarias cervantinas. Gredos. Madrid.

(1975): Personajes y temas del Quijote. Taurus. Madrid.

Martín Morán, J. M. (1990): El Quijote en ciernes. Los descuidos de Cervantes y las fases de elaboración textual. Dell’ Orso. Turin.

Nabokov, V (2004 [1983, 1987]): El Quijote. Ediciones B. Barcelona.

Riley, E. C. — (1989 [1962]): Teoría de la novela en Cervantes. Taurus. Madrid. — (2004 [1986, 1990]): Introducción al Quijote. Crítica. Barcelona


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