En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 27 de marzo de 2022

“Dios sabe si hay Dulcinea”

 


En el Quijote hay numerosos personajes ausentes, de los que se habla, pero nunca llegan a asomar por la narración. De todos estos cuya presencia se omite, la ausencia más importante en el libro es la de Aldonza Lorenzo, Dulcinea del toboso.

Hay tres rasgos que caracterizan el personaje de Dulcinea:

  • Solo existe como invención de Alonso Quijano.

  • Por otro está la raíz de su naturaleza -de la que nunca llegará a desasirse-: es en una villana rústica y hombruna.

  • Por último, en la mente del caballero su figura, aun deformada por los encantamientos, se presenta siempre como suma de todas las perfecciones y virtudes imaginables.

Fue al final de los preparativos para iniciar su andadura, cuando el hidalgo cayó en la cuenta de una gravísima falta:

[...] se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma” (I,1).

Esa carencia, permanente en el libro, se suplirá con el recuerdo material, aunque más bien casto, de:

una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello”. La tal zagala tenía por propio nombre el de Aldonza Lorenzo, que don Quijote muda en “Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso” (I,1).

El alias elegido para su amada le parecía al hidalgo “músico y peregrino y significativo”. Probablemente pensaba en su proximidad fonética a “dulce”, en la terminación similar a Melibea o en la presencia de un pastor Dulcineo en Los diez libros de Fortuna de Amor de Antonio Lofrasso, que él tenía en su biblioteca. Sin embargo, Cervantes sí pudo recordar que Aldonza era nombre rústico y villano, y que la buscona que protagoniza La lozana andaluza también se llamaba así. De tal manera que, desde su bautizo, se percibe en el personaje de Dulcinea una naturaleza doble, ideal y chusca, a la que ya apunta la apostilla “del Toboso” añadida por el héroe y que fija una geografía villanesca para la dama. La primera noticia que el manuscrito de Cide Hamete ofrece sobre el personaje insiste en subrayar esa dualidad:

Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha” (I, 9).

A pesar de ello, Dulcinea está siempre presente siempre en la memoria y las gestas del caballero, que la pinta dotada de las mayores bondades físicas y espirituales. Don Quijote mismo se las detalló a Vivaldo en la primera parte:

Su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son de oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas (I, 13).

La personalidad idealizada que don Quijote inventa para su dama le sirve también para cumplir con la obligación que tiene el amante cortés de guardar el secretum amoris. El secreto de la identidad real de Dulcinea solo le será revelado a Sancho, ante la necesidad de un destino concreto para la carta que el caballero escribe en Sierra Morena; y las consecuencias de tal imprudencia terminarán siendo trágicas. Al descubrir tal misterio, Sancho identificará a la dama como “la hija de Lorenzo Corchuelo” y la adornará de unos rasgos que permanecerán inalterables en su mente:

[...] tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh, hideputa, qué rejo, y qué voz!” (I,25).

Don Quijote se ve obligado entonces a reconocer lo caprichoso de su simulacro amatorio:

Por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra” (I,25).

Por su parte, Dulcinea se reviste tras el desvelamiento con la misma carnalidad de las serranas hombrunas y lujuriosas del arcipreste de Hita; y con esos rasgos decididamente antipetrarquistas se mantendrá en la imaginativa de Sancho que no tendrá inconveniente en transformarla, al comienzo de la segunda parte, en una villana del Toboso, que ni siquiera es la misma Aldonza Lorenzo. A partir de ese momento, cuatro Dulcineas transitan por el libro:

  • La Aldonza Lorenzo original.

  • La Dulcinea primera ideada por don Quijote.

  • La labradora del toboso encantada por Sancho.

  • La imagen mental de esa labradora, que sustituye a la de Dulcinea para el resto de la segunda parte.

Es esta última presencia la que se impone en la imaginación don Quijote con la fuerza de lo que ha sido visto y tocado. Incluso unas tinajas de la casa de don Diego de Miranda le servirán de acicate a la memoria, con Garcilaso de por medio:

[...] y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante de quién estaba, dijo ‘¡Oh, dulces prendas, por mi mal halladas, / dulces y alegres cuando Dios quería!’. ¡Oh, tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura!” (II, 18).

Aunque, eso sí, lo que en el soneto X de Garcilaso eran mechones y cenizas, en don Quijote se toman en prendas tan rústicas como la dama a la que representan. La labradora reaparecerá en las visiones de la cueva de Montesinos y en los embustes del palacio de los duques, que someten al caballero a una de las mayores humillaciones de toda la historia, cuando un Merlin de pega le atribuye al escudero, y no a él, la misión de romper el hechizo que encadena a la señora de sus pensamientos.

Frente a la materialidad que termina por imponerse, don Quijote defiende los principios del amor cortés. Este fin amors, de origen provenzal, se entendió como un culto dirigido a la amada, cuya superioridad nunca podría alcanzar el caballero sin la generosidad de la dama. Por eso la actitud permanente del amante, según los tratadistas cortesanos, había de ser la del servicio amoroso, que se convierte en fuente de ennoblecimiento y dignidad. Nuestro caballero, que aspira a resucitar la orden de la caballería, cumple con estas reglas a rajatabla: hace de su dama causa de su escasa fuerza, la invoca en los peligros y cifra en ella su razón de ser como caballero andante. Hasta aquí, todo muy bien; pero el problema está en que el amor cortés nacía también del deseo inalcanzable de lograr la posesión física, es decir, de la suma de la carnalidad y su negación. Don Quijote, que se empeña en ejercer el amor de lejos y en poner tierra de por medio con Dulcinea, tendrá que arrastrar todo el peso de su materialidad a cuestas desde el punto y hora en que Sancho le pone ante los ojos una contundente labradora, cuyo tufo a ajos le terminará por encalabrinar y envenenar el alma.

A las dudas que los demás le plantean sobre la existencia y las perfecciones de Dulcinea, don Quijote opone su fe sin necesidad de más demostración:

Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo” (II, 32).

Así, cuando Avellaneda lo presente desenamorado, él levantará la voz para gritar que no cabe el olvido en don Quijote (II, 59); y cuando el caballero de la Blanca Luna le exija, con la lanza contra el cara, confesar que su dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que su Dulcinea del Toboso, don Quijote, que no sabe de farsas, arrostrará la muerte proclamando que:

Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo” (II, 64).

Al final, la ausencia de Dulcinea no puede ser más triste. Don Quijote vencido entra en su aldea, y dos niños riñen por una caja de grillos. Uno le dice a otro:

No te canses, Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida”.

Inmediatamente, una liebre perseguida se acoge a la protección del amo y el escudero. Todo lo interpreta el caballero como signos inequívocos de que nunca volverá a ver a su dama:

Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!” (II, 73).

Sancho compra la caja por cuatro cuartos, pero los cazadores se llegan para reclamar la entrega de su pieza. Los cuartos parecen remitir al préstamo imposible que Dulcinea le pide al caballero en la cueva de Montesinos y la liebre, que entrega el mismo don Quijote, a su incapacidad para desencantar a la labradora.

Dulcinea tiene su particular contrafigura y complemento en la mujer de Sancho. Teresa Panza es otra imagen de la carnalidad. Como Aldonza, es villana, recibe cartas de su oíslo y está también ausente durante las aventuras. Pero frente al celibato de don Quijote y a las perfecciones de Dulcinea, el matrimoniado Sancho exhibe los defectos de una mujer que, según confiesa:

no es muy buena; a lo menos, no es tan buena como yo quisiera” (II, 22).

Teresa parece, además, codiciosa y se muestra más interesada en el asno y en los beneficios que en su marido. Apenas ha regresado éste de su primera salida y sus amores quedan a las claras:

[...] así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.

-Gracias sean dadas a Dios -replicó ella-, que tanto bien me ha hecho; pero contadme agora, amigo, qué bien habéis sacado de vuestras escuderías. ¿Qué saboyana me traéis a mí? ¿Qué zapaticos a vuestros hijos? (I, 52).

Si Dulcinea asume los atributos ideales de la dama cortés, Teresa Panza remeda burlescamente esos códigos: su estofa es baja, ha rebasado la cuarentena y muestra unas maneras más bien desvergonzadas. Es ése, al menos; el dibujo que de ella traza el narrador:

[...] salió Teresa Panza, su madre, hilando un copo de estopa, con una saya parda -parecía, según era de corta, que se la habían cortado por vergonzoso lugar-, con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada” (II, 50).


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