En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 10 de octubre de 2021

Los últimos días de Cervantes y la religión


En los últimos tres años de su vida, en plena decadencia física, Miguel de Cervantes (1613-1616) construye sus obras más valiosas: las Novelas ejemplares (1613), la segunda parte del Quijote (1615) y el Persiles (publicado póstumamente, en 1617).

Al mismo tiempo, en el ámbito espiritual, el personaje tiende en esos años a ponerse a bien con Dios, algo que, a lo largo de su vida, no pareció tener especial relevancia, pero, ya cercan o al fin, se dispone a entrar en el otro mundo respaldado por el hábito de una orden religiosa.

Como Lope de Vega, siente predilección por la orden franciscana. Entra en la Venerable Orden Tercera, un hecho que tiene lugar pocos días antes de su muerte. El escritor fallece el 22 de abril de 1616, a consecuencia de una enfermedad que entonces se llamaba hidropesía y que ahora suele identificarse, con los problemas cardiacos o renales.

En el prólogo del Persiles, obra póstuma como hemos indicado, el escritor simula un diálogo entre un estudiante admirador de su obra y él mismo, y allí comenta el primero:

Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará, sin otra medicina alguna3.

A lo que responde el escritor:

Eso me han dicho muchos; pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para solo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado (p. 48).

Y en las líneas finales del mismo prólogo, parece despedirse de la vida:

¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida! (p. 49).

La salud del escritor se había ido deteriorando mucho con el paso de los años, llegando a la vejez con signos indudables de decrepitud, y a esto se une su pobreza. Como decía Fernando de Rojas, la vejez es choza sin ramas que por todas partes se llueve, y lo peor de todo es que esta etapa de la vida venga acompañada de necesidad, de pobreza1. El escritor vivía efectivamente cercano

a una extrema necesidad, como se dice en la segunda parte del Quijote, cuando unos embajadores franceses quisieron visitarlo, y se extrañaron de que una persona de tal categoría intelectual no tuviera siquiera una mísera pensión del estado2. Don Miguel ha ido perdiendo facultades físicas conforme ha ido mejorando en su entendimiento, porque éste, como el mismo comenta, “suele mejorar con los años”3. Pero ya desde hacía varios, al menos desde 1613, tiene el pelo blanco (“las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de

oro”, dice en el conocido retrato de las Novelas ejemplares) y además le quedan pocos dientes en la boca, solo seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros, indica en el mismo lugar; por otra parte, ya está cargado de espaldas y no tiene ligereza en los pies, lo que hay que unir a su estropeada mano izquierda desde la batalla de Lepanto. Por otras vías, sabemos que estaba también mal de la vista, que veía poco y necesitaba gafas; Lope de Vega dice, en una carta al duque de Sessa, que en una reunión académica, en casa del Conde de Saldaña, al parecer, tuvo que utilizar los anteojos de Cervantes y que éstos parecían huevos fritos de mal hechos que estaban. “Todo se torna graveza,/cuando llega el arrabal/de senectud”, había dicho certeramente Jorge Manrique, mucho tiempo atrás.

En esta situación de decaimiento, unos veinte días antes de su muerte, el 2 de

abril de 1616, el escritor había ingresado en la regular observancia de “Nuestro Seráfico Padre San Francisco” de Madrid; lo hace en su propio domicilio de la calle del León, por estar enfermo, y el acto se lleva a cabo por mediación de don Francisco Martínez, clérigo y hermano de la orden franciscana. Sería, sin duda, un suceso de escasa publicidad. En uno de los libros de la Orden Tercera de San Francisco, en el folio 130 de un volumen al parecer ya desaparecido, don Pedro López Adán certifica que Cervantes profesa en dicha orden4. Hay otra referencia, en un documento ahora también extraviado, según la cual habría tomado previamente el hábito franciscano en Alcalá de Henares, el día 2 de julio de 1613, pero es posible que entonces solo manifestase su deseo de ingresar y lo hiciese de manera efectiva en la fecha antes indicada, casi en su lecho de muerte. Además con esta investidura del hábito religioso, se dice que ahorraba los gastos del entierro a su mujer, Catalina de Salazar y Palacios. Un cronista de la orden franciscana describe lo que pudo ser la ceremonia de ingreso:

teniendo una vela de cera blanca en la mano derecha, y la cuerda y el hábito en la izquierda, falta de movimiento por la herida de Lepanto. Cuando le hubieron vestido el hábito, quedó con sotanilla, que no llegaba a cubrirle el calzón, con manga cerrada y ferreruelo de estameña, cuello y cuerda que le caía hasta las rodillas.

Desde ese momento, hasta el 19 de abril, su enfermedad se va agravando poco a poco, y el día indicado firma la dedicatoria del Persiles al Conde de Lemos, uno de los textos más trágicos de la literatura española, en el que cita unas antiguas coplas:

Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

señora, aquesta te escribo,

pues partir no puedo vivo,

cuanto mśs volver a verte5.

Y el novelista las adapta su situación personal, diciendo:

Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

gran señor ésta te escribo (p. 45).

Y continúa en los siguientes términos:

Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan; y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia: que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los Cielos, y, por lo menos, sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle, que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención (ibid.).

Habla además de algunas obras que no ha conseguido componer o acabar, como las Semanas del Jardín, el Bernardo y la segunda parte de la Galatea, pero llevar a cabo esto sería un milagro, aunque lo conseguiría si le diese el cielo más vida.

El hecho es que fallece tres días después, y entre los escasos autores que firman poemas preliminares al Persiles, algo que en su momento resultaba indicativo de la fama del escritor en cuestión, hay algunas referencias al franciscanismo de Cervantes. Así, Francisco de Urbina le dedica un epitafio, con la siguiente aclaración:

a Miguel de Cervantes, insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos, a quien llevaron los terceros de San Francisco a enterrar con la cara descubierta como a tercero que era (p. 43).

El poema, una décima, dice así:

Caminante, el peregrino

Cervantes aquí se encierra.

Su cuerpo cubre la tierra,

no su nombre que es divino.

En fin hizo su camino,

pero su fama no es muerta

ni sus obras. Prenda cierta

de que pudo a la partida

desde esta a la eterna vida

ir la cara descubierta (ibid.).

En un soneto dedicado al sepulcro del novelista, al que llama igualmente cristiano ingenio, escribe Luis Francisco Calderón:

En este, oh caminante, mármol breve,

urna funesta, si no excelsa pira,

cenizas de un ingenio santas mira,

que olvido y tiempo a despreciar se atreve (p. 44).

El elogio del último verso mencionado (que su memoria superará el tiempo y el olvido), que suele ser una alabanza corriente entre poetas, resultó cierto en este caso y así lo ha entendido la posteridad. Habla luego Luis Francisco Calderón de la religiosidad y moralidad de sus libros, algo que es también un lugar común poético, y que no siempre se corresponde con la realidad.

Cervantes recibe sepultura en el convento de las monjas Trinitarias Descalzas de Madrid, en la calle Cantarranas, y en el libro de difuntos de la Parroquia de San Sebastián, a la que pertenecía el convento citado, se encuentra la partida del sepelio:

En 23 de abril de 1616 años, murió Miguel de Cervantes Saavedra, casado con doña Catalina de Salazar, calle del León. Recibió los santos sacramentos de mano del licenciado Francisco López. Mandose enterrar en las monjas Trinitarias; mandó dos misas del alma y lo demás a voluntad de su mujer que es testamentaria y el licenciado Francisco Martínez, que vive allí6.

Muy pobre tendría que ser el novelista en el momento de su muerte para mandar decir solo dos misas por su alma, algo que contrasta con otros miembros de su familia, también afectos a la religiosidad franciscana, como señalaremos, entre los que se encuentran su mujer y su hija.

De esta devoción por San Francisco dan fe algunos datos relacionados con ambas. Así, en el ajuar de la hija, Isabel de Saavedra, cuya relación está fechada en 1608, bastante rico, figura un lienzo que representa a San Francisco, tasado en seis ducados (hay también una cabeza de San Juan, un Ecce Homo, un retrato de la Virgen y otro de Nuestra Señora del Carmen).

Por su parte, la mujer de Cervantes, en su testamento (1610), deja ordenado que se la entierre con el hábito de San Francisco y se digan numerosas misas por su alma. El documento incluye las referencias siguientes:

Item mando que me acompañen todos los clérigos del dicho lugar [se refiere a Esquivias, en Toledo] y las cofradías de que fuere cofrade en el dicho lugar y me amortajen con el hábito de San Francisco, a quien tengo por mi devoto.

Item mando que el dicho día de mi entierro, si fuere hora, y si no luego otro día siguiente, me digan una misa cantada y todas las demás misas que se pudieren decir en el dicho lugar, de difuntos, y se pague la limosna acostumbrada, y a las cofradías se le den los maravedises que se les suelen y acostumbran a dar.

Item mando que luego como yo fallesciere se me digan nueve misas de alma en la iglesia y casa de Nuestra Señora de Loreto, de dicha villa de Madrid, y se pague la limosna luego de mis bienes.

Item mando que se digan por mi alma y las almas de mis padres y de mi tío Juan de Palacios, clérigo, cien misas rezadas, y se digan dentro del primero año de mi fallescimiento, y se pague la limosna de ellas, y se digan en la iglesia del dicho lugar de Esquivias.

Item mando se me hagan mis honras y cabo del año en el dicho lugar, como es uso y costumbre, y se pague la limosna.

Item mando se ponga ofrenda de pan e vino sobre mi sepultura, a

parecer y discreción de mis albaceas.

Item mando para ayuda de la canonización de Señor San Isidro, desta dicha villa, cuatro reales de limosna.

Más adelante manda un majuelo, de unas cuatro aranzadas, a su marido, Miguel de Cervantes, solo como usufructo, pero con el cargo adjunto de que diga cuatro misas rezadas por su alma cada año; aunque finalmente, el majuelo, tras pasar por otros herederos, iría a la iglesia de Santa María de Esquivias:

con cargo que se digan cada año por las almas mías y demás contenidas en esta dicha cláusula y mis padres, treinta misas rezadas de difuntos perpetuamente para siempre jamás; y más me hagan una fiesta de Señor San Pedro cada año con su misa cantada y otra a Señor San Francisco en sus días y en sus otavas (p. 344).

Algunos días después de este documento, a finales de junio de 1610, Catalina Palacios Salazar y Vozmediano figura inscrita en el libro correspondiente de la orden tercera franciscana (p. 345), al igual que lo sería luego su marido7.

En contraste con la riqueza de Catalina de Salazar, que pudiera considerarse un pasable acomodo, se encuentra la completa pobreza de la hermana de Cervantes, Magdalena de Sotomayor, en cuyo testamento (p. 346) pide que se la entierre lo más pobremente posible, puesto que no deja bienes algunos. Y en documento, Magdalena pide ser enterrada en el monasterio de San Francisco de Madrid.

También la hija del escritor, Isabel de Saavedra8, la cual se considera entre los cervantistas como símbolo de la más negra ingratitud filial, puesto que poseía cuantiosos bienes y dejó siempre a su padre en la miseria, pertenece a la orden franciscana, como se desprende de su testamento de 1631, en el que se dice:

Y cuando la voluntad de Dios Nuestro Señor fuere de me llevar desta presente vida, la mía es que mi cuerpo sea amortajado con el hábito de mi padre seráfico San Francisco, y que mi cuerpo sea enterrado en el convento y monasterio de los padres de Señor San

Basilio Magno desta villa de Madrid, en la capilla mayor al lado del Evangelio, y sea llevado mi cuerpo por los hermanos de la Orden de San Francisco hasta poner en la sepultura (p. 373).

Y sus funerales deben ser muy ricos, propios de una mujer acaudalada:

Item acompañen mi cuerpo los clérigos de la parroquial de Señor San Luis desta villa de Madrid, de donde soy parroquiana, y doce sacerdotes en los cuales entren el cura, beneficiados y sus tenientes, y asimismo doce religiosos de Señor San Francisco y doce religiosos de Nuestra Señora de la Merced, niños de la doctrina, y a los unos y a los otros se les pague sus derechos acostumbrados.

Item que el día de mi entierro, si fuere hora, y si no otro día siguiente, se diga por mi alma una misa de requiem, de cuerpo presente, cantada con su oficio de difuntos, diácono y subdiácono, y otra de la misma suerte nueve días después de mi fallescimiento en dicho convento, pague los derechos y se digan con sus responsos cantados, bajando al responso los religiosos del dicho convento.

Item se digan los ocho días continuos después de mi fallescimiento en el dicho convento de San Basilio doscientas misas de alma en el altar privilegiado, y se pague de limosna de cada una dellas dos reales.

Item mando que de mis bienes y hacienda de lo mejor y más bien parado della se den al abad y monjes del dicho convento de San Basilio ochocientos ducados por una vez, y es mi voluntad se pongan en censo con la más seguridad que ser pueda y a satisfación de mis testamentarios, y que el dicho convento goce de sus réditos, con cargo de que han de ser obligados a decir por mi ánima perpetuamente en cada año para siempre jamás nueve misas cantadas en las nueve festividades de Nuestra Señora o sus octavas, y lleven de limosna de cada una dos ducados; y ansimismo otras veinte misas rezadas cada un año, y se dé de limosna de cada una medio ducado, y en razón dello mis testamentarios otorguen escritura de fundación de memoria y se escriba en la tabla de las memorias que dicho convento tiene; y la restante cantidad se gaste y convierta en el regalo de los religiosos enfermos del dicho convento, y que se anote para que los enfermos religiosos tengan cuidado de encomendarla a Nuestro Señor (p. 374).

Pero Isabel de Saavedra no muere por entonces, y en su segundo testamento, de 1652, dice lo siguiente:

Mando que a mi entierro acompañen mi cuerpo la cruz de dicha mi parroquia [ahora se trata de San Martín] y diez y seis sacerdotes, y como a hermana profesa que soy de la tercera orden de nuestro padre San Francisco, vaya mi cuerpo en este santo hábito y le lleven a enterrar y entierren mis hermanos de la dicha tercera orden, a quien se dará la limosna que es costumbre. Y ansí mismo me acompañen diez y ocho religiosos de San Francisco y los Niños Desamparados, y a todos se pague lo que justamente se debiere de limosna.

El día de mi entierro, siendo hora, y si no el siguiente, se diga por mi alma misa de cuerpo presente con diáconos, oficio, vigilia y responso.

Mando se digan por mi alma y intención mil misas de alma en altares privilegiados, de que se pague la limosna a dos reales, y más se digan por las ánimas del purgatorio otras doscientas misas, de que se pague la limosna a real y medio, que éstas principalmente miran al descargo de mi conciencia y cumplimiento de mis obligaciones, y quitada la cuarta parte que de todas toca a la parroquia, las demás se digan a disposiciones de mis testamentarios (p. 377).

Como Isabel ha ido ganando en riqueza, el número de misas por su alma se ha ido ampliando. Y ni una palabra, ni un recuerdo siquiera para la memoria de su padre, Miguel de Cervantes, ni tampoco para su madre, Ana de Rojas, algo que Catalina de Salazar sí tenía en cuenta, como hemos visto antes.

En fin, como se ha señalado, hay tres miembros en la familia de Cervantes (el propio escritor, la esposa y la hija natural del mismo), que están íntimamente relacionados, al menos en la última etapa de su vida, con la orden religiosa de los franciscanos.

Si conocemos con relativa exactitud la última etapa de la vida de Cervantes, en cuanto se refiere a los problemas de salud del escritor y a las referencias religiosas de su contexto, tenemos menos noticia de su actitud ante la muerte, como un suceso inevitable en la trayectoria de cada persona. Sin embargo, en varias ocasiones y en diversas partes de su obra, encontramos reflexiones ante el último trance, ante “la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”9, que diría Rubén Darío varios siglos después. De esta forma, encontramos reflexiones acerca del tema en varios lugares de su obra, con cierta resignación estoica, como expresa en la segunda parte del Quijote, al comentar Sancho que

nadie puede prometerse en este mundo más horas de las que Dios quiere darle; porque la muerte es sorda, y cuando llega a llamar a la puerta de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras (II, VII).

Claro que se muestra partidario de la muerte inesperada o repentina, como manifiesta en el Persiles (libro II):

un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la muerte misma (pp. 246-247).

Y, a fin de cuentas, como sucedía en las medievales danzas de la muerte, se produce entonces un sentido igualitario para todos los mortales, recordando por boca de don Quijote en conversación con Sancho el conocido símil de la comedia humana:

lo mesmo –dijo don Quijote– acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura (II, XII).



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Notas tomadas de Francisco Rico: Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. Instituto Cervantes, dir. Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes / Crítica, 1998.

- 1 He aquí las conocidas y duras palabras de la vieja Celestina: “Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de la muerte, choza sin rama, que se llueve por cada parte, cayado de mimbre, que con poca carga se doblega”, Fernando de Rojas, La Celestina, ed. Julio Cejador y Frauca, Madrid, La Lectura, 1913, pp. 164-165.

- 2 El texto del Licenciado Márquez Torres, en el prólogo de la segunda parte del Quijote, es muy claro al respecto: “Certifico con verdad, que en veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince , habiendo ido el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal, mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y tocando acaso en éste, que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación de que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenían sus obras: La Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte desta y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Hallóme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: «¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?»”p.612

- 3 Prólogo de la segunda parte del Quijote, en su defensa ante los ataques de Avellaneda, que lo ha motejado de viejo; p. 618.

- 4 “En dos de abril de mil y seiscientos diez y seis profesó, en su casa por estar enfermo, el hermano Miguel de Cerbantes; en la calle del León, en casa de Don Francisco Martínez, clérigo, hermano de la Orden”. Archivo de la Venerable Orden Tercera de Penitencia de la regular observancia de N.S.P.S. Francisco, en Madrid. p. 369.

- 5 Se encuentra con el título de Canción y seguido de una glosa, en Flor de romances y glosas, canciones y villancicos. Zaragoza, Juan Soler, 1578, p. 258, grafía actualizada.

- 6 La partida de sepelio fue publicada por primera vez por Blas Nasarre, en el siglo XVIII, al final del prólogo (sin nombre de autor) que escribió para una edición del teatro de Cervantes; allí se indica: “Quien notare lo que en alguna escena de Pedro de Urdemalas se dice en boca de un engañador, que contrahace al hipócrita, lea la partida siguiente, sacada de los Libros de la Parroquia de San Sebastián de Madrid. “En 23 de Abril de 1616 años murió Miguel Cervantes Saavedra, casado con Doña Catalina de Salazar, Calle del León. Recibió los Santos Sacramentos de mano del Licenciado Francisco López. Mandóse enterrar en las Monjas Trinitarias. Mandó dos misas del alma, y lo demás a voluntad de su mujer que es testamentaria y al Licenciado Francisco Núñez, que vive allí. Fol. 270”.

- 7 El documento llevaría la fecha del 2 de julio de 1613: “El 2 de julio, Miguel de Cervantes Saavedra aprovecha su paso por Alcalá de Henares para tomar el hábito en la Venerable Orden Tercera de San Francisco” (ibid., p. 356), y añade: Vida, de Navarrete, p. 579, núm. 341: “Consta por un apunte que existía en el archivo de la orden tercera de Madrid, cuya noticia no se ha podido comprobar en Alcalá por haberse extraviado todos los papeles de la orden anteriores a 1670” (ibid.).

- 8 Sobre este personaje, cfr. Emilio Cotarelo y Mori, Los puntos obscuros en la vida de Cervantes, Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1916, p. 26; en nota, indica: “Según referencias posteriores de su hija, habría nacido en 1584”. El 30 de junio de 1605, Isabel de Saavedra juró que tenía entonces veinte años de edad, lo que parece factible; lo que no es exacto es que tuviese para 1639 unos 40 años, como afirma en un documento de la época, con lo que se quitaba unos dieciséis años, nada menos. Otra aportación interesante es el folleto de Luis Vidart, La hija de Cervantes. Apuntes críticos, Madrid, M. G. Hernández, 1897. Más reciente y clarificador es el estudio de Juana Toledano Molina, “Isabel de Saavedra, la hija de Cervantes”, Boletín de la Real Academia de Córdoba, núm. 164, 2015, pp. 237-248, así como otra aportación anterior de la misma autora: “La hija de Cervantes: su relejo literario”,

- 9 Darío, Ruben.“Lo fatal”, Cantos de vida y esperanza [1905]. Los cisnes y otros poemas, Obras completas, Madrid, Mundo Latino, 1918, vol VII, p. 220; quizás no sea coincidencia que este poema sea el último de esta hermosa colección, en la que Cervantes está tan presente, como vemos en “Un soneto a Cervantes” y en la “Letanía de nuestro señor Don Quijote”.


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