El 7 de octubre de 1571, las campanas de toda la cristiandad repicaron por una de las mayores gestas de la historia: la victoria de la Liga Santa sobre el Imperio Otomano en la batalla de Lepanto. Más de tres siglos después, Gilbert Keith Chesterton transformó aquella jornada en uno de los poemas más intensos y heroicos del siglo XX.
Escrito en 1911 y publicado en 1915 dentro de su recopilación Poems, Lepanto es un estallido de ritmo y de fe. Con estrofas que laten como tambores de guerra, Chesterton narra la derrota de la flota de Alí Pachá a manos del joven cruzado Don Juan de Austria, símbolo del valor cristiano frente al fatalismo del mundo moderno.
Más que una simple recreación histórica, Lepanto es una declaración de principios. Frente al “Kismet” musulmán —el destino inevitable—, se alza el hombre libre que lucha porque cree que su acción importa. Don Juan encarna el espíritu que no se resigna, el que desafía al destino y a la derrota, el que sigue combatiendo por lo eterno.
“Es
el que no dice ‘Kismet’;
es
el que no conoce el Destino.”
En la traducción magistral de Jorge Luis Borges, los versos resuenan con una fuerza casi profética. El Papa Pío V implora en su capilla, Felipe II contempla en silencio su reino, y un soldado llamado Cervantes blande la espada antes de escribir su propia epopeya. Todo el mundo cristiano parece despertar al unísono, mientras “Don Juan de Austria cabalga hacia el mar”.
Durante la Primera Guerra Mundial, el poema fue leído como una alegoría moral: la pequeña Inglaterra cristiana enfrentándose, una vez más, a imperios mecanicistas y paganos. Soldados como John Buchan confesaron que los versos de Chesterton les inspiraron a combatir con esperanza.
“¡Vivat
Hispania!
¡Domino Gloria!
¡Don Juan de Austria
ha
dado libertad a su pueblo!”
Más de un siglo después, Lepanto sigue estremeciendo por su mezcla de fe, épica y belleza verbal. Es un himno al alma cristiana que no se rinde.
El último poema épico verdaderamente cristiano del mundo moderno.
Lepanto, de G. K. Chesterton. (Traducción de Jorge Luis Borges)
Blancos
los surtidores en los patios del sol;
El Sultán de Estambul se
ríe mientras juegan.
Como las fuentes es la risa de esa cara
que todos temen,
y agita la boscosa oscuridad, la oscuridad de
su barba,
y enarca la media luna sangrienta, la media luna de
sus labios,
porque al más íntimo de los mares del mundo lo
sacuden sus barcos.
Han
desafiado las repúblicas blancas por los cabos de Italia,
han
arrojado sobre el León del Mar el Adriático,
y la agonía y la
perdición abrieron los brazos del Papa,
que pide espadas a los
reyes cristianos para rodear la Cruz.
La
fría Reina de Inglaterra se mira en el espejo;
la sombra de los
Valois bosteza en la Misa;
de las irreales islas del ocaso
retumban los cañones de España,
y el Señor del Cuerno de Oro
se está riendo en pleno sol.
Laten
vagos tambores, amortiguados por las montañas,
y sólo un
príncipe sin corona se ha movido en un trono sin nombre,
y
abandonando su dudoso trono e infamado sitial,
el último
caballero de Europa toma las armas,
el último rezagado trovador
que oyó el canto del pájaro,
que otrora fue cantando hacia el
sur, cuando el mundo entero era joven.
En
ese vasto silencio, diminuto y sin miedo
sube por la senda
sinuosa el ruido de la Cruzada.
Mugen los fuertes gongs y los
cañones retumban,
Don
Juan de Austria se va a la guerra.
Forcejean
tiesas banderas en las frías ráfagas de la noche,
oscura
púrpura en la sombra, oro viejo en la luz,
carmesí de las
antorchas en los atabales de cobre.
Las clarinadas, los
clarines, los cañones y aquí está él.
Ríe
Don Juan en la gallarda barba rizada.
Rechaza, estribando
fuerte, todos los tronos del mundo,
yergue la cabeza como
bandera de los libres.
Luz
de amor para España, ¡hurrá!
Luz de muerte para África,
¡hurrá!
Don Juan de Austria
cabalga hacia el mar.
Mahoma
está en su paraíso sobre la estrella de la tarde
(Don Juan de
Austria va a la guerra.)
mueve el enorme turbante en el regazo
de la hurí inmortal,
su turbante que tejieron los mares y los
ponientes.
Sacude los jardines de pavos reales al despertar de
la siesta,
y camina entre los árboles y es más alto que los
árboles,
y a través de todo el jardín la voz es un trueno que
llama
a Azrael el Negro y a Ariel y al vuelo de Ammon:
Genios
y Gigantes,
múltiples de alas y de ojos,
cuya fuerte
obediencia partió el cielo
cuando Salomón era rey.
Desde
las rojas nubes de la mañana, en rojo y en morado se
precipitan,
desde los templos donde cierran los ojos los
desdeñosos dioses amarillos;
ataviados de verde suben rugiendo
de los infiernos verdes del mar
donde hay cielos caídos, y
colores malvados y seres sin ojos;
sobre ellos se amontonan los
moluscos y se encrespan los bosques grises del mar,
salpicados
de una espléndida enfermedad, la enfermedad de la perla;
surgen
en humaredas de zafiro por las azules grietas del suelo,
se
agolpan y se maravillan y rinden culto a Mahoma.
Y
él dice: Haced pedazos los montes donde los ermitaños se ocultan,
y
cernid las arenas blancas y rojas para que no quede un hueso de
santo
y no déis tregua a los rumíes de día ni de noche,
pues
aquello que fue nuestra aflicción vuelve del Occidente.
Hemos
puesto el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol
de
sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado,
pero hay
un ruido en las montañas, en las montañas, y reconozco
la voz
que sacudió nuestros palacios —hace ya cuatro siglos:
¡Es
el que no dice “Kismet”; es el que no conoce el Destino,
es
Ricardo, es Raimundo, es Godofredo que llama!
Es aquel que
arriesga y que pierde y que se ríe cuando pierde;
ponedlo bajo
vuestros pies, para que sea nuestra paz en la tierra.
Porque
oyó redoblar de tambores y trepidar de cañones.
(Don Juan de
Austria va a la guerra.)
Callado
y brusco —¡hurrá!
Rayo de Iberia,
Don Juan de
Austria
sale de Alcalá.
En
los caminos marineros del norte, San Miguel está en su montaña.
(Don
Juan de Austria, pertrechado, ya parte.)
Donde los mares grises
relumbran y las filosas marcas se cortan
y los hombres del mar
trabajan y las rojas velas se van.
Blande
su lanza de hierro, bate sus alas de piedra;
el fragor atraviesa
la Normandía; el fragor está solo;
llenan el Norte cosas
enredadas y textos y doloridos ojos
y ha muerto la inocencia de
la ira y de la sorpresa,
y el cristiano mata al cristiano en un
cuarto encerrado,
y el cristiano teme a Jesús que lo mira con
otra cara fatal,
y el cristiano abomina de María que Dios besó
en Galilea.
Pero
Don Juan de Austria va cabalgando hacia el mar,
Don Juan que
grita bajo la fulminación y el eclipse,
que grita con la
trompeta, con la trompeta de sus labios,
trompeta que dice
¡ah!
¡Domino
Gloria!
Don Juan de Austria
les está gritando a las naves.
El
rey Felipe está en su celda con el Toisón al cuello
(Don Juan
de Austria está armado en la cubierta.)
Terciopelo negro y
blando como el pecado tapiza los muros
y hay enanos que se
asoman y hay enanos que se escurren.
Tiene en la mano un pomo de
cristal con los colores de la luna,
lo toca y vibra y se echa a
temblar,
y su cara es como un hongo de un blanco leproso y
gris
como plantas de una casa donde no entra la luz del día,
y
en ese filtro está la muerte y el fin de todo noble esfuerzo,
pero
Don Juan de Austria ha disparado sobre el turco.
Don
Juan está de caza y han ladrado sus lebreles—
el rumor de su
asalto recorre la tierra de Italia.
Cañón sobre cañón, ¡ah,
ah!
Cañón sobre cañón, ¡hurrá!
Don
Juan de Austria
ha desatado el cañoneo.
En
su capilla estaba el Papa antes que el día o la batalla
rompieran.
(Don Juan está invisible en el humo.)
En aquel
oculto aposento donde Dios mora todo el año,
ante la ventana
por donde el mundo parece pequeño y precioso.
Ve como en un
espejo en el monstruoso mar del crepúsculo
la media luna de las
crueles naves cuyo nombre es misterio.
Sus vastas sombras caen
sobre el enemigo y oscurecen la Cruz y el Castillo
y velan los
altos leones alados en las galeras de San Marcos;
y sobre los
navíos hay palacios de morenos emires de barba negra;
y bajo
los navíos hay prisiones, donde con innumerables dolores,
gimen
enfermos y sin sol los cautivos cristianos,
como una raza de
ciudades hundidas, como una nación en las ruinas.
Son
incontables, mudos, desesperados como los que han caído o los que
huyen
de los altos caballos de los Reyes en la piedra de
Babilonia.
Y más de uno se ha enloquecido en su tranquila pieza
del infierno,
Donde por la ventana de su celda una amarilla cara
lo espía,
y no se acuerda de su Dios, y no espera un
signo—
(¡Pero
Don Juan de Austria ha roto la línea de batalla!)
Cañonea
Don Juan desde el puente pintado de matanza.
Enrojece todo el
océano como la ensangrentada chalupa de un pirata,
El rojo
corre sobre la plata y el oro.
Rompen las escotillas y abren las
bodegas,
surgen los miles que bajo el mar se afanaban,
blancos
de dicha y ciegos de sol y alelados de libertad.
¡Vivat
Hispania!
¡Domino Gloria!
¡Don Juan de Austria
Ha
dado libertad a su pueblo!
Cervantes
en su galera envaina la espada
(Don Juan de Austria regresa con
un lauro)
Y ve sobre una tierra fatigada un camino roto en
España,
Por el que eternamente cabalga en vano un insensato
caballero flaco,
y sonríe (pero no como los Sultanes), y
envaina el acero…
(Pero
Don Juan de Austria vuelve de la Cruzada.)
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