En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

domingo, 17 de octubre de 2021

Los molinos


Según el diccionario de la Real Academia Española “
molinos de viento son «enemigos fantásticos o imaginarios» y “luchar contra molinos de viento es una expresión que significa «pelear contra enemigos imaginarios». Por supuesto, la expresión está tomada del capítulo VIII del Quijote.

Según el diccionario de la Real Academia Española «Quijote» en su segunda acepción quiere decir «hombre que antepone sus ideales a su conveniencia».

En ese capítulo, queda bien resumido el espíritu de don Quijote, defensor de sus ideales en un mundo en el que dichos ideales ya no tienen sentido. Francisco Ayala (en La invención del «Quijote») resume así:

«culto a la verdad, sentimiento del honor fundamentado en el proceder sin tacha, resignación en la desgracia, desprecio de la riqueza y sobre todo de las comodidades y regalos de la vida, profesión del sacrificio y del espíritu de servicio, sentido de la dignidad y de la responsabilidad propia, respeto y defensa de los desvalidos, ejercicio de autoridad y administración de justicia sobre las clases inferiores y desconocimiento del orden social sostenido en el poder abstracto del Estado».

En el capítulo VIII Don Quijote confundirá con gigantes unos molinos de viento, acometerá contra ellos y sufrirá las consecuencias de su error, que, sin embargo, se negará siempre a reconocer. Pero eso no sólo mostrará su locura, sino que nos desvelará la personalidad de alguien dispuesto por encima de todo a luchar contra las fuerzas del mal y por la justicia, a pesar de los golpes y los fracasos. Este episodio, a pesar de ser el más corto, acabará por ser uno de los más famosos de la obra, y pasará a convertirse en metáfora de esos enemigos fantásticos que nos creamos o nos crean y que impiden hacer realidad nuestros sueños que siempre estarán por encima de la vulgar realidad. Es la batalla desigual e individual del héroe con la desaforada personificación del mal, una de las dos motivaciones declaradas por don Quijote; la otra, el enriquecimiento, en beneficio de Sancho, vendrá a cuento poco después en el choque con los frailes benitos.

La brevedad y la claridad de estructura de la aventura le conceden una calidad modélica, respecto a toda una clase de aventuras, las que arrancan de una voluntariosa transformación de lo visible. La estructura es triádica:

  • Un diálogo explica lo que cada uno de los dos personajes ve o entiende por real.

  • El protagonista pasa a la acción.

  • Un diálogo final en el que cada uno comenta lo acaecido, confirma su actitud, o acomoda los hechos a su postura individual.

Un mismo objeto provoca reflexiones críticas y pareceres diferentes. Pero no desenfoquemos esta acción particular en aras de un perspectivismo filosófico. Más adelante algunas aventuras podrán basarse en un fenómeno de origen incierto: la bacía del barbero podrá servir de yelmo o viceversa. Cabe pensarse que cualquier objeto puede tener varios sentidos para sus intérpretes. Pero don Quijote y Sancho no están interpretando. Ahora bien, ninguno ve las cosas inocentemente, como por primera vez; y en segundo lugar, las cosas no interesan —ni tampoco las ideas— como tales, autónomas, sino como parte de las personas que se relacionan con ellas y las incorporan al itinerario abierto de su existencia. Un labrador manchego no conoce sino reconoce desde lejos el molino de viento como lo más previsto y parecido al gigante que le espera en la novela de caballerías que está protagonizando. No hay miradas pasivas sino consecuencias de experiencias y expectaciones previas.

-... ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza-.

-Aquellos que allí ves, -respondió su amo-, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

Mire vuestra merced, -respondió Sancho-, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino.

Si hay una aventura en la que se retrate bien la locura de don Quijote y la cordura de Sancho Panza, es, sin duda, la de los molinos de viento. A los personajes cervantinos se les conoce por sus hechos.

-Bien parece, -respondió don Quijote-, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

Han sido muchas las lecturas de esta aventura, familiar y proverbial en tantas lenguas. La posteridad ha recogido la fuerza de voluntad de un David condenado al fracaso, el riesgo desmesurado al servicio de un generoso idealismo, la futilidad del sueño, la valentía inútil pero admirable por inútil, la prioridad de la motivación sobre el cálculo del resultado.

Cervantes quizás nos está diciendo que el ideal nos lleva al fracaso. Pero el idealista sigue tras su ideal. Caído pero no decaído, don Quijote se sobrepone perfectamente al descalabro, puesto que, inmutable aún, no reconoce su error.

Así es la verdad, -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.

-Si eso es así, no tengo yo que replicar, -respondió Sancho-; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.


En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió Don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras.


martes, 12 de octubre de 2021

El Avellaneda: interpretación ultracatólica del Quijote cervantino


A través del Quijote de Avellaneda se realiza la primera interpretación histórica y literaria de todas cuantas se han hecho del Quijote de Cervantes. Esta se realiza desde una perspectiva claramente religiosa contrarreformista.

Alonso Fernández de Avellaneda, quien quiera que fuese o quienes quiera que fuesen, se esfuerzan en convertir la visión antropológica de Quijote cervantino en una razón teológica. Para apreciar esto basta con leer el primer capítulo, donde al Quijote de Avellaneda se le dan a leer una serie de libros que eran los que la Inquisición daba a sus reos que sabían leer y escribir, para que meditaran con estas lecturas. Leemos en el primer capítulo:

...por consejo del cura Pedro Pérez y de maese Nicolás, barbero, le dio un Flos sanctorum de Villegas y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores de fray Luis de Granada; con la cual lición, olvidándose de las quimeras de los caballeros andantes, fue reducido dentro de seis meses a su antiguo juicio y suelto de la prisión en que estaba.”

El hecho de que sean estas lecturas las que le dan a leer al don Quijote apócrifo, hace pensar a Antonio Márquez, que detrás del Quijote de Avellaneda está la Inquisición, o bien familiares inquisitoriales (personas que trabajaban para la Inquisición), tesis que no es incompatible con la que atribuye la autoría a Gerónimo de Pasamonte, como ha expuesto Alfonso Martín Jiménez. Pasamonte, era un autor ultracatólico de religiosidad contrarreformista.

Cervantes, en todas sus obras, ha procurado preservar su literatura de la religión, en tanto que el Avellaneda lo que pretende es impregnarla de una concepción teológica tridentina, reemplazando el racionalismo antropológico de Cervantes por un racionalismo teológico extremadamente radical; en definitiva, la del Avellaneda es una literatura programática que cumple con el dogma religioso de una forma patológica: don Quijote asiste a misa diaria y siempre lleva un rosario en las manos. En el mismo primer capítulo podemos leer:

Comenzó tras esto a ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de Nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones; de tal manera, que ya todos los vecinos del lugar pensaban que totalmente estaba sano de su accidente y daban muchas gracias a Dios, sin osarle decir ninguno, por consejo del cura, cosa de las que por él habían pasado. Ya no le llamaban don Quijote, sino el señor Martín Quijada...”

La locura del Quijote cervantino ha dado lugar a la fe del Avellaneda, como la mitología de los libros de caballería la dan a la teología.

Todo esto se manifiesta también en los relatos intercalados narrados en el Avellaneda por dos personajes claves como son un ermitaño y el soldado Bracamonte. El ermitaño cuenta el relato de Margarita la Tornera, un cuento profundamente religioso, donde una monja que se fuga del convento, y que para favorecer su retorno y arrepentimiento es reemplazada en sus tareas nada menos que por la Virgen María, que sigue atendiendo el torno hasta que vuelve y se le perdona todo. El soldado Bracamonte narra la historia de un monje que abandona los hábitos para casarse y vivir de forma opulenta, pero todo acaba en una terrible tragedia, suicidándose, matando a su propio hijo golpeándole con el brocal de un pozo…

Cervantes hacía entierros civiles, como el Grisóstomo, o los componentes mitológicos y paganos de la Galatea, todo esto es reemplazado en el Avellaneda por una forma de literatura saturada de religión. El mensaje de estas historia es muy claro: que quien abandona la iglesia fracasa y paga por ello. Se dice el capítulo 16 del Avellaneda, referido al cuento del soldado Bracamonte:

Pero no podrán tenerle mejor, moralmente hablando, los principales personajes della, habiendo dejado el estado de religiosos que habían empezado a tomar, pues, como dijo bien el sabio prior al galán cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan.”

No puede haber un final feliz para aquel que abandona los hábitos.

El Avellaneda impone una solución final para los tres personajes principales:

Don Quijote. Se le encarcela en la casa del Nuncio de Toledo, un célebre manicomio para locos delincuentes, mucho peor que una cárcel. Le dejan encadenado y golpeado. Dice el capítulo 34 del Avellaneda:

Comunicaron esta determinación con don Álvaro, y, pareciéndole bien su resolución, les dijo que él se encargaba, con industria del secretario de don Carlos, cuando dentro de ocho días se volviese a Córdoba, donde ya sus compañeros estarían, por haberse ido allá por Valencia, de llevársela en su compañía hasta Toledo, y dejar muy encargada y pagada allí en Casa del Nuncio su cura, pues no le faltaban amigos en aquella ciudad, a quien encomendarle.”

Don Quijote es arrojado, apaleado y maltratado a la casa del Nuncio de Toledo donde estaban sueltos unos, encadenados otros, y cada loco con su tema. Don Quijote se extraña que, en tal estado, algunos muestren alegría; otro loco parece imitar al Licenciado Vidriera, voceando sentencias, es tal su locura que muerde a don Quijote y casi le arranca sus dedos, después, bien atado, lo meten en uno de esos aposentos. Así lo dice el último capítulo, 36 del Avellaneda:

se quedó solo en medio del patio don Quijote; y, mirando a una parte y a otra, vio cuatro o seis aposentos con rejas de hierro, y dentro dellos muchos hombres, de los cuales unos tenían cadenas, otros grillos y otros esposas, y dellos cantaban unos, lloraban otros, reían muchos y predicaban no pocos, y estaba, en fin, allí cada loco con su tema. Maravillado don Quijote de verlos, preguntó al mozo de mulas:

-Amigo, ¿qué casa es ésta? O dime, ¿por qué están aquí estos hombres presos, y algunos con tanta alegría?

El mozo de mulas, a quien ya habían instruido don Álvaro y el paje del Archipámpano del cómo se había de haber con él, le respondió:

-Señor caballero, vuesa merced ha de saber que todos estos que están aquí son espías del enemigo, a los cuales habemos cogido de noche dentro de la ciudad, y los tenemos presos para castigarlos cuando nos diere gusto.

Prosiguió don Quijote preguntándole:

-¿Pues cómo están tan alegres?

Respondióle el mozo:

-Estánlo tanto, porque les han dicho que de aquí a tres días se entrega la ciudad al enemigo, y así, la esperada vitoria y libertad les hace no sentir los trabajos presentes.”

Pasado un tiempo se dice que don Quijote sanó y fue liberado y reincidió en su locura

El Quijote de Avellaneda

Pero, como tarde la locura se cura, dicen que, en saliendo de la corte, volvió a su tema, y que, comprando otro mejor caballo, se fue la vuelta de Castilla la Vieja, en la cual le sucedieron estupendas y jamás oídas aventuras, llevando por escudero a una moza de soldada que halló junto a Torre de Lodones, vestida de hombre, la cual iba huyendo de su amo porque en su casa se hizo o la hicieron preñada, sin pensarlo ella, si bien no sin dar cumplida causa para ello; y con el temor se iba por el mundo. Llevóla el buen caballero, sin saber que fuese mujer, hasta que vino a parir en medio de un camino, en presencia suya, dejándole sumamente maravillado el parto.”

De nuevo lo sitúa como un psicópata degenerado sin moral alguna.

Bárbara. Una prostituta que reemplaza y degrada de una manera brutal la Dulcinea cervantina, es recluida en Madrid, en una casa de mujeres recogidas, una especie de purgatorio terrenal en el que entraban las mujeres de mala vida con el fin de purificarse y arrepentirse para poder volver a la sociedad. Dice el capítulo 34:

Y, por que ninguno de los valedores de don Quijote y su compañía quedase sin cargo en orden a procurar su bien, le dio al príncipe Perianeo de que procurase con Bárbara aceptase el recogimiento que le quería procurar en una casa de mujeres recogidas, pues él también se obligaba a darle la dote y renta necesaria para vivir honradamente en ella.”

Sancho Panza. Entra al servicio de un noble apodado el Archipámpanos, como un criado bufonesco. Se dice de Sancho que “aunque simple no peligraba en el juicio”, y por eso no se le recluye en ninguna institución. No era peligroso como don Quijote… En el capítulo 35 se le dice a Sancho:

Pero, pues ha querido Dios que entraseis en ella al fin de vuestra peregrinación, agradecédselo; que sin duda lo ha permitido para que se rematasen aquí vuestros trabajos, como lo han hecho los de Bárbara, que, recogida en una casa de virtuosas y arrepentidas mujeres, está ya apartada de don Quijote y pasa la vida con descanso y sin necesidad, con la limosna que le ha hecho de piedad el Archipámpano, la cual es tan grande, que no contentándose de ampararla a ella, trata de hacer lo mesmo con vuestro amo. Y así, le perderéis presto, mal que os pese, porque dentro de cuatro días lo envía a Toledo con orden de que le curen con cuidado en la Casa del Nuncio, hospital consignado para los que enferman del juicio cual él.

Todo esto se produce en nombre de Dios, los hombres son meros intermediarios: esa es la tesis del Avellaneda. Las obras son promulgadas por un imperativo religioso que ejecutan los nobles, confirma la administración estatal, y la justicia civil sanciona. Más adelante, en el mismo capítulo, le dice: “y estad cierto de que nos os faltará en mi casa la gracia de Dios”. Sancho, con menos pecados que don Quijote y que Bárbara, tendrá la “suerte” de entrar al servicio de un noble como bufón gracias a la Providencia de Dios.

A lo largo del Avellaneda se ve muy clara la neutralización de la libertad que destacaba en el Quijote de Cervantes.

Pero Cervantes no se calla y responde en el Quijote de 1615. Toma al personaje del Avellaneda, Alvaro Tarfe y lo incorpora a la trama de su novela, convirtiéndolo en un personaje cervantino más, y con la ficción resuelve sus propios problemas ficticios en términos reales, le plantea al personaje en el capítulo 72, un juramento. Dice así el narrador del Quijote de Cervantes:

Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquél que andaba impreso en una historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes.”

No conforme con los hechos, los personajes de ficción, acuden incluso al derecho, lo que nos hace ver lo en serio que se tomaba Cervantes al Avellaneda. Se produce aquí algo así como una declaración jurada de legitimidad del Quijote cervantino, como si la ficción literaria tuviera una jurisdicción propia. Es un claro ejemplo de lo que posteriormente se ha calificado como metaficción, concediendo valor real a la ficción, como ocurre en Niebla de Unamuno, donde el personaje de ficción llega a defender su legitimidad ante el autor.


domingo, 10 de octubre de 2021

Los últimos días de Cervantes y la religión


En los últimos tres años de su vida, en plena decadencia física, Miguel de Cervantes (1613-1616) construye sus obras más valiosas: las Novelas ejemplares (1613), la segunda parte del Quijote (1615) y el Persiles (publicado póstumamente, en 1617).

Al mismo tiempo, en el ámbito espiritual, el personaje tiende en esos años a ponerse a bien con Dios, algo que, a lo largo de su vida, no pareció tener especial relevancia, pero, ya cercan o al fin, se dispone a entrar en el otro mundo respaldado por el hábito de una orden religiosa.

Como Lope de Vega, siente predilección por la orden franciscana. Entra en la Venerable Orden Tercera, un hecho que tiene lugar pocos días antes de su muerte. El escritor fallece el 22 de abril de 1616, a consecuencia de una enfermedad que entonces se llamaba hidropesía y que ahora suele identificarse, con los problemas cardiacos o renales.

En el prólogo del Persiles, obra póstuma como hemos indicado, el escritor simula un diálogo entre un estudiante admirador de su obra y él mismo, y allí comenta el primero:

Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará, sin otra medicina alguna3.

A lo que responde el escritor:

Eso me han dicho muchos; pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para solo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado (p. 48).

Y en las líneas finales del mismo prólogo, parece despedirse de la vida:

¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida! (p. 49).

La salud del escritor se había ido deteriorando mucho con el paso de los años, llegando a la vejez con signos indudables de decrepitud, y a esto se une su pobreza. Como decía Fernando de Rojas, la vejez es choza sin ramas que por todas partes se llueve, y lo peor de todo es que esta etapa de la vida venga acompañada de necesidad, de pobreza1. El escritor vivía efectivamente cercano

a una extrema necesidad, como se dice en la segunda parte del Quijote, cuando unos embajadores franceses quisieron visitarlo, y se extrañaron de que una persona de tal categoría intelectual no tuviera siquiera una mísera pensión del estado2. Don Miguel ha ido perdiendo facultades físicas conforme ha ido mejorando en su entendimiento, porque éste, como el mismo comenta, “suele mejorar con los años”3. Pero ya desde hacía varios, al menos desde 1613, tiene el pelo blanco (“las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de

oro”, dice en el conocido retrato de las Novelas ejemplares) y además le quedan pocos dientes en la boca, solo seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros, indica en el mismo lugar; por otra parte, ya está cargado de espaldas y no tiene ligereza en los pies, lo que hay que unir a su estropeada mano izquierda desde la batalla de Lepanto. Por otras vías, sabemos que estaba también mal de la vista, que veía poco y necesitaba gafas; Lope de Vega dice, en una carta al duque de Sessa, que en una reunión académica, en casa del Conde de Saldaña, al parecer, tuvo que utilizar los anteojos de Cervantes y que éstos parecían huevos fritos de mal hechos que estaban. “Todo se torna graveza,/cuando llega el arrabal/de senectud”, había dicho certeramente Jorge Manrique, mucho tiempo atrás.

En esta situación de decaimiento, unos veinte días antes de su muerte, el 2 de

abril de 1616, el escritor había ingresado en la regular observancia de “Nuestro Seráfico Padre San Francisco” de Madrid; lo hace en su propio domicilio de la calle del León, por estar enfermo, y el acto se lleva a cabo por mediación de don Francisco Martínez, clérigo y hermano de la orden franciscana. Sería, sin duda, un suceso de escasa publicidad. En uno de los libros de la Orden Tercera de San Francisco, en el folio 130 de un volumen al parecer ya desaparecido, don Pedro López Adán certifica que Cervantes profesa en dicha orden4. Hay otra referencia, en un documento ahora también extraviado, según la cual habría tomado previamente el hábito franciscano en Alcalá de Henares, el día 2 de julio de 1613, pero es posible que entonces solo manifestase su deseo de ingresar y lo hiciese de manera efectiva en la fecha antes indicada, casi en su lecho de muerte. Además con esta investidura del hábito religioso, se dice que ahorraba los gastos del entierro a su mujer, Catalina de Salazar y Palacios. Un cronista de la orden franciscana describe lo que pudo ser la ceremonia de ingreso:

teniendo una vela de cera blanca en la mano derecha, y la cuerda y el hábito en la izquierda, falta de movimiento por la herida de Lepanto. Cuando le hubieron vestido el hábito, quedó con sotanilla, que no llegaba a cubrirle el calzón, con manga cerrada y ferreruelo de estameña, cuello y cuerda que le caía hasta las rodillas.

Desde ese momento, hasta el 19 de abril, su enfermedad se va agravando poco a poco, y el día indicado firma la dedicatoria del Persiles al Conde de Lemos, uno de los textos más trágicos de la literatura española, en el que cita unas antiguas coplas:

Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

señora, aquesta te escribo,

pues partir no puedo vivo,

cuanto mśs volver a verte5.

Y el novelista las adapta su situación personal, diciendo:

Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

gran señor ésta te escribo (p. 45).

Y continúa en los siguientes términos:

Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan; y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia: que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los Cielos, y, por lo menos, sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle, que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención (ibid.).

Habla además de algunas obras que no ha conseguido componer o acabar, como las Semanas del Jardín, el Bernardo y la segunda parte de la Galatea, pero llevar a cabo esto sería un milagro, aunque lo conseguiría si le diese el cielo más vida.

El hecho es que fallece tres días después, y entre los escasos autores que firman poemas preliminares al Persiles, algo que en su momento resultaba indicativo de la fama del escritor en cuestión, hay algunas referencias al franciscanismo de Cervantes. Así, Francisco de Urbina le dedica un epitafio, con la siguiente aclaración:

a Miguel de Cervantes, insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos, a quien llevaron los terceros de San Francisco a enterrar con la cara descubierta como a tercero que era (p. 43).

El poema, una décima, dice así:

Caminante, el peregrino

Cervantes aquí se encierra.

Su cuerpo cubre la tierra,

no su nombre que es divino.

En fin hizo su camino,

pero su fama no es muerta

ni sus obras. Prenda cierta

de que pudo a la partida

desde esta a la eterna vida

ir la cara descubierta (ibid.).

En un soneto dedicado al sepulcro del novelista, al que llama igualmente cristiano ingenio, escribe Luis Francisco Calderón:

En este, oh caminante, mármol breve,

urna funesta, si no excelsa pira,

cenizas de un ingenio santas mira,

que olvido y tiempo a despreciar se atreve (p. 44).

El elogio del último verso mencionado (que su memoria superará el tiempo y el olvido), que suele ser una alabanza corriente entre poetas, resultó cierto en este caso y así lo ha entendido la posteridad. Habla luego Luis Francisco Calderón de la religiosidad y moralidad de sus libros, algo que es también un lugar común poético, y que no siempre se corresponde con la realidad.

Cervantes recibe sepultura en el convento de las monjas Trinitarias Descalzas de Madrid, en la calle Cantarranas, y en el libro de difuntos de la Parroquia de San Sebastián, a la que pertenecía el convento citado, se encuentra la partida del sepelio:

En 23 de abril de 1616 años, murió Miguel de Cervantes Saavedra, casado con doña Catalina de Salazar, calle del León. Recibió los santos sacramentos de mano del licenciado Francisco López. Mandose enterrar en las monjas Trinitarias; mandó dos misas del alma y lo demás a voluntad de su mujer que es testamentaria y el licenciado Francisco Martínez, que vive allí6.

Muy pobre tendría que ser el novelista en el momento de su muerte para mandar decir solo dos misas por su alma, algo que contrasta con otros miembros de su familia, también afectos a la religiosidad franciscana, como señalaremos, entre los que se encuentran su mujer y su hija.

De esta devoción por San Francisco dan fe algunos datos relacionados con ambas. Así, en el ajuar de la hija, Isabel de Saavedra, cuya relación está fechada en 1608, bastante rico, figura un lienzo que representa a San Francisco, tasado en seis ducados (hay también una cabeza de San Juan, un Ecce Homo, un retrato de la Virgen y otro de Nuestra Señora del Carmen).

Por su parte, la mujer de Cervantes, en su testamento (1610), deja ordenado que se la entierre con el hábito de San Francisco y se digan numerosas misas por su alma. El documento incluye las referencias siguientes:

Item mando que me acompañen todos los clérigos del dicho lugar [se refiere a Esquivias, en Toledo] y las cofradías de que fuere cofrade en el dicho lugar y me amortajen con el hábito de San Francisco, a quien tengo por mi devoto.

Item mando que el dicho día de mi entierro, si fuere hora, y si no luego otro día siguiente, me digan una misa cantada y todas las demás misas que se pudieren decir en el dicho lugar, de difuntos, y se pague la limosna acostumbrada, y a las cofradías se le den los maravedises que se les suelen y acostumbran a dar.

Item mando que luego como yo fallesciere se me digan nueve misas de alma en la iglesia y casa de Nuestra Señora de Loreto, de dicha villa de Madrid, y se pague la limosna luego de mis bienes.

Item mando que se digan por mi alma y las almas de mis padres y de mi tío Juan de Palacios, clérigo, cien misas rezadas, y se digan dentro del primero año de mi fallescimiento, y se pague la limosna de ellas, y se digan en la iglesia del dicho lugar de Esquivias.

Item mando se me hagan mis honras y cabo del año en el dicho lugar, como es uso y costumbre, y se pague la limosna.

Item mando se ponga ofrenda de pan e vino sobre mi sepultura, a

parecer y discreción de mis albaceas.

Item mando para ayuda de la canonización de Señor San Isidro, desta dicha villa, cuatro reales de limosna.

Más adelante manda un majuelo, de unas cuatro aranzadas, a su marido, Miguel de Cervantes, solo como usufructo, pero con el cargo adjunto de que diga cuatro misas rezadas por su alma cada año; aunque finalmente, el majuelo, tras pasar por otros herederos, iría a la iglesia de Santa María de Esquivias:

con cargo que se digan cada año por las almas mías y demás contenidas en esta dicha cláusula y mis padres, treinta misas rezadas de difuntos perpetuamente para siempre jamás; y más me hagan una fiesta de Señor San Pedro cada año con su misa cantada y otra a Señor San Francisco en sus días y en sus otavas (p. 344).

Algunos días después de este documento, a finales de junio de 1610, Catalina Palacios Salazar y Vozmediano figura inscrita en el libro correspondiente de la orden tercera franciscana (p. 345), al igual que lo sería luego su marido7.

En contraste con la riqueza de Catalina de Salazar, que pudiera considerarse un pasable acomodo, se encuentra la completa pobreza de la hermana de Cervantes, Magdalena de Sotomayor, en cuyo testamento (p. 346) pide que se la entierre lo más pobremente posible, puesto que no deja bienes algunos. Y en documento, Magdalena pide ser enterrada en el monasterio de San Francisco de Madrid.

También la hija del escritor, Isabel de Saavedra8, la cual se considera entre los cervantistas como símbolo de la más negra ingratitud filial, puesto que poseía cuantiosos bienes y dejó siempre a su padre en la miseria, pertenece a la orden franciscana, como se desprende de su testamento de 1631, en el que se dice:

Y cuando la voluntad de Dios Nuestro Señor fuere de me llevar desta presente vida, la mía es que mi cuerpo sea amortajado con el hábito de mi padre seráfico San Francisco, y que mi cuerpo sea enterrado en el convento y monasterio de los padres de Señor San

Basilio Magno desta villa de Madrid, en la capilla mayor al lado del Evangelio, y sea llevado mi cuerpo por los hermanos de la Orden de San Francisco hasta poner en la sepultura (p. 373).

Y sus funerales deben ser muy ricos, propios de una mujer acaudalada:

Item acompañen mi cuerpo los clérigos de la parroquial de Señor San Luis desta villa de Madrid, de donde soy parroquiana, y doce sacerdotes en los cuales entren el cura, beneficiados y sus tenientes, y asimismo doce religiosos de Señor San Francisco y doce religiosos de Nuestra Señora de la Merced, niños de la doctrina, y a los unos y a los otros se les pague sus derechos acostumbrados.

Item que el día de mi entierro, si fuere hora, y si no otro día siguiente, se diga por mi alma una misa de requiem, de cuerpo presente, cantada con su oficio de difuntos, diácono y subdiácono, y otra de la misma suerte nueve días después de mi fallescimiento en dicho convento, pague los derechos y se digan con sus responsos cantados, bajando al responso los religiosos del dicho convento.

Item se digan los ocho días continuos después de mi fallescimiento en el dicho convento de San Basilio doscientas misas de alma en el altar privilegiado, y se pague de limosna de cada una dellas dos reales.

Item mando que de mis bienes y hacienda de lo mejor y más bien parado della se den al abad y monjes del dicho convento de San Basilio ochocientos ducados por una vez, y es mi voluntad se pongan en censo con la más seguridad que ser pueda y a satisfación de mis testamentarios, y que el dicho convento goce de sus réditos, con cargo de que han de ser obligados a decir por mi ánima perpetuamente en cada año para siempre jamás nueve misas cantadas en las nueve festividades de Nuestra Señora o sus octavas, y lleven de limosna de cada una dos ducados; y ansimismo otras veinte misas rezadas cada un año, y se dé de limosna de cada una medio ducado, y en razón dello mis testamentarios otorguen escritura de fundación de memoria y se escriba en la tabla de las memorias que dicho convento tiene; y la restante cantidad se gaste y convierta en el regalo de los religiosos enfermos del dicho convento, y que se anote para que los enfermos religiosos tengan cuidado de encomendarla a Nuestro Señor (p. 374).

Pero Isabel de Saavedra no muere por entonces, y en su segundo testamento, de 1652, dice lo siguiente:

Mando que a mi entierro acompañen mi cuerpo la cruz de dicha mi parroquia [ahora se trata de San Martín] y diez y seis sacerdotes, y como a hermana profesa que soy de la tercera orden de nuestro padre San Francisco, vaya mi cuerpo en este santo hábito y le lleven a enterrar y entierren mis hermanos de la dicha tercera orden, a quien se dará la limosna que es costumbre. Y ansí mismo me acompañen diez y ocho religiosos de San Francisco y los Niños Desamparados, y a todos se pague lo que justamente se debiere de limosna.

El día de mi entierro, siendo hora, y si no el siguiente, se diga por mi alma misa de cuerpo presente con diáconos, oficio, vigilia y responso.

Mando se digan por mi alma y intención mil misas de alma en altares privilegiados, de que se pague la limosna a dos reales, y más se digan por las ánimas del purgatorio otras doscientas misas, de que se pague la limosna a real y medio, que éstas principalmente miran al descargo de mi conciencia y cumplimiento de mis obligaciones, y quitada la cuarta parte que de todas toca a la parroquia, las demás se digan a disposiciones de mis testamentarios (p. 377).

Como Isabel ha ido ganando en riqueza, el número de misas por su alma se ha ido ampliando. Y ni una palabra, ni un recuerdo siquiera para la memoria de su padre, Miguel de Cervantes, ni tampoco para su madre, Ana de Rojas, algo que Catalina de Salazar sí tenía en cuenta, como hemos visto antes.

En fin, como se ha señalado, hay tres miembros en la familia de Cervantes (el propio escritor, la esposa y la hija natural del mismo), que están íntimamente relacionados, al menos en la última etapa de su vida, con la orden religiosa de los franciscanos.

Si conocemos con relativa exactitud la última etapa de la vida de Cervantes, en cuanto se refiere a los problemas de salud del escritor y a las referencias religiosas de su contexto, tenemos menos noticia de su actitud ante la muerte, como un suceso inevitable en la trayectoria de cada persona. Sin embargo, en varias ocasiones y en diversas partes de su obra, encontramos reflexiones ante el último trance, ante “la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”9, que diría Rubén Darío varios siglos después. De esta forma, encontramos reflexiones acerca del tema en varios lugares de su obra, con cierta resignación estoica, como expresa en la segunda parte del Quijote, al comentar Sancho que

nadie puede prometerse en este mundo más horas de las que Dios quiere darle; porque la muerte es sorda, y cuando llega a llamar a la puerta de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras (II, VII).

Claro que se muestra partidario de la muerte inesperada o repentina, como manifiesta en el Persiles (libro II):

un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la muerte misma (pp. 246-247).

Y, a fin de cuentas, como sucedía en las medievales danzas de la muerte, se produce entonces un sentido igualitario para todos los mortales, recordando por boca de don Quijote en conversación con Sancho el conocido símil de la comedia humana:

lo mesmo –dijo don Quijote– acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura (II, XII).



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Notas tomadas de Francisco Rico: Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. Instituto Cervantes, dir. Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes / Crítica, 1998.

- 1 He aquí las conocidas y duras palabras de la vieja Celestina: “Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de la muerte, choza sin rama, que se llueve por cada parte, cayado de mimbre, que con poca carga se doblega”, Fernando de Rojas, La Celestina, ed. Julio Cejador y Frauca, Madrid, La Lectura, 1913, pp. 164-165.

- 2 El texto del Licenciado Márquez Torres, en el prólogo de la segunda parte del Quijote, es muy claro al respecto: “Certifico con verdad, que en veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince , habiendo ido el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal, mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y tocando acaso en éste, que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación de que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenían sus obras: La Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte desta y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Hallóme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: «¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?»”p.612

- 3 Prólogo de la segunda parte del Quijote, en su defensa ante los ataques de Avellaneda, que lo ha motejado de viejo; p. 618.

- 4 “En dos de abril de mil y seiscientos diez y seis profesó, en su casa por estar enfermo, el hermano Miguel de Cerbantes; en la calle del León, en casa de Don Francisco Martínez, clérigo, hermano de la Orden”. Archivo de la Venerable Orden Tercera de Penitencia de la regular observancia de N.S.P.S. Francisco, en Madrid. p. 369.

- 5 Se encuentra con el título de Canción y seguido de una glosa, en Flor de romances y glosas, canciones y villancicos. Zaragoza, Juan Soler, 1578, p. 258, grafía actualizada.

- 6 La partida de sepelio fue publicada por primera vez por Blas Nasarre, en el siglo XVIII, al final del prólogo (sin nombre de autor) que escribió para una edición del teatro de Cervantes; allí se indica: “Quien notare lo que en alguna escena de Pedro de Urdemalas se dice en boca de un engañador, que contrahace al hipócrita, lea la partida siguiente, sacada de los Libros de la Parroquia de San Sebastián de Madrid. “En 23 de Abril de 1616 años murió Miguel Cervantes Saavedra, casado con Doña Catalina de Salazar, Calle del León. Recibió los Santos Sacramentos de mano del Licenciado Francisco López. Mandóse enterrar en las Monjas Trinitarias. Mandó dos misas del alma, y lo demás a voluntad de su mujer que es testamentaria y al Licenciado Francisco Núñez, que vive allí. Fol. 270”.

- 7 El documento llevaría la fecha del 2 de julio de 1613: “El 2 de julio, Miguel de Cervantes Saavedra aprovecha su paso por Alcalá de Henares para tomar el hábito en la Venerable Orden Tercera de San Francisco” (ibid., p. 356), y añade: Vida, de Navarrete, p. 579, núm. 341: “Consta por un apunte que existía en el archivo de la orden tercera de Madrid, cuya noticia no se ha podido comprobar en Alcalá por haberse extraviado todos los papeles de la orden anteriores a 1670” (ibid.).

- 8 Sobre este personaje, cfr. Emilio Cotarelo y Mori, Los puntos obscuros en la vida de Cervantes, Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1916, p. 26; en nota, indica: “Según referencias posteriores de su hija, habría nacido en 1584”. El 30 de junio de 1605, Isabel de Saavedra juró que tenía entonces veinte años de edad, lo que parece factible; lo que no es exacto es que tuviese para 1639 unos 40 años, como afirma en un documento de la época, con lo que se quitaba unos dieciséis años, nada menos. Otra aportación interesante es el folleto de Luis Vidart, La hija de Cervantes. Apuntes críticos, Madrid, M. G. Hernández, 1897. Más reciente y clarificador es el estudio de Juana Toledano Molina, “Isabel de Saavedra, la hija de Cervantes”, Boletín de la Real Academia de Córdoba, núm. 164, 2015, pp. 237-248, así como otra aportación anterior de la misma autora: “La hija de Cervantes: su relejo literario”,

- 9 Darío, Ruben.“Lo fatal”, Cantos de vida y esperanza [1905]. Los cisnes y otros poemas, Obras completas, Madrid, Mundo Latino, 1918, vol VII, p. 220; quizás no sea coincidencia que este poema sea el último de esta hermosa colección, en la que Cervantes está tan presente, como vemos en “Un soneto a Cervantes” y en la “Letanía de nuestro señor Don Quijote”.


jueves, 7 de octubre de 2021

El poema "Lepanto" de Chesterton


El 7 de octubre de 1571, las campanas de toda la cristiandad repicaron por una de las mayores gestas de la historia: la victoria de la Liga Santa sobre el Imperio Otomano en la batalla de Lepanto. Más de tres siglos después, Gilbert Keith Chesterton transformó aquella jornada en uno de los poemas más intensos y heroicos del siglo XX.

Escrito en 1911 y publicado en 1915 dentro de su recopilación Poems, Lepanto es un estallido de ritmo y de fe. Con estrofas que laten como tambores de guerra, Chesterton narra la derrota de la flota de Alí Pachá a manos del joven cruzado Don Juan de Austria, símbolo del valor cristiano frente al fatalismo del mundo moderno.

Más que una simple recreación histórica, Lepanto es una declaración de principios. Frente al “Kismet” musulmán —el destino inevitable—, se alza el hombre libre que lucha porque cree que su acción importa. Don Juan encarna el espíritu que no se resigna, el que desafía al destino y a la derrota, el que sigue combatiendo por lo eterno.

Es el que no dice ‘Kismet’;
es el que no conoce el Destino.”

En la traducción magistral de Jorge Luis Borges, los versos resuenan con una fuerza casi profética. El Papa Pío V implora en su capilla, Felipe II contempla en silencio su reino, y un soldado llamado Cervantes blande la espada antes de escribir su propia epopeya. Todo el mundo cristiano parece despertar al unísono, mientras “Don Juan de Austria cabalga hacia el mar”.

Durante la Primera Guerra Mundial, el poema fue leído como una alegoría moral: la pequeña Inglaterra cristiana enfrentándose, una vez más, a imperios mecanicistas y paganos. Soldados como John Buchan confesaron que los versos de Chesterton les inspiraron a combatir con esperanza.

¡Vivat Hispania!
¡Domino Gloria!
¡Don Juan de Austria
ha dado libertad a su pueblo!”

Más de un siglo después, Lepanto sigue estremeciendo por su mezcla de fe, épica y belleza verbal. Es un himno al alma cristiana que no se rinde.

El último poema épico verdaderamente cristiano del mundo moderno.



Lepanto, de G. K. Chesterton. (Traducción de Jorge Luis Borges)

Blancos los surtidores en los patios del sol;
El Sultán de Estambul se ríe mientras juegan.
Como las fuentes es la risa de esa cara que todos temen,
y agita la boscosa oscuridad, la oscuridad de su barba,
y enarca la media luna sangrienta, la media luna de sus labios,
porque al más íntimo de los mares del mundo lo sacuden sus barcos.

Han desafiado las repúblicas blancas por los cabos de Italia,
han arrojado sobre el León del Mar el Adriático,
y la agonía y la perdición abrieron los brazos del Papa,
que pide espadas a los reyes cristianos para rodear la Cruz.

La fría Reina de Inglaterra se mira en el espejo;
la sombra de los Valois bosteza en la Misa;
de las irreales islas del ocaso retumban los cañones de España,
y el Señor del Cuerno de Oro se está riendo en pleno sol.

Laten vagos tambores, amortiguados por las montañas,
y sólo un príncipe sin corona se ha movido en un trono sin nombre,
y abandonando su dudoso trono e infamado sitial,
el último caballero de Europa toma las armas,
el último rezagado trovador que oyó el canto del pájaro,
que otrora fue cantando hacia el sur, cuando el mundo entero era joven.

En ese vasto silencio, diminuto y sin miedo
sube por la senda sinuosa el ruido de la Cruzada.
Mugen los fuertes gongs y los cañones retumban,
Don Juan de Austria se va a la guerra.

Forcejean tiesas banderas en las frías ráfagas de la noche,
oscura púrpura en la sombra, oro viejo en la luz,
carmesí de las antorchas en los atabales de cobre.
Las clarinadas, los clarines, los cañones y aquí está él.

Ríe Don Juan en la gallarda barba rizada.
Rechaza, estribando fuerte, todos los tronos del mundo,
yergue la cabeza como bandera de los libres.
Luz de amor para España, ¡hurrá!
Luz de muerte para África, ¡hurrá!
Don Juan de Austria
cabalga hacia el mar.

Mahoma está en su paraíso sobre la estrella de la tarde
(Don Juan de Austria va a la guerra.)
mueve el enorme turbante en el regazo de la hurí inmortal,
su turbante que tejieron los mares y los ponientes.
Sacude los jardines de pavos reales al despertar de la siesta,
y camina entre los árboles y es más alto que los árboles,
y a través de todo el jardín la voz es un trueno que llama
a Azrael el Negro y a Ariel y al vuelo de Ammon:

Genios y Gigantes,
múltiples de alas y de ojos,
cuya fuerte obediencia partió el cielo
cuando Salomón era rey.

Desde las rojas nubes de la mañana, en rojo y en morado se precipitan,
desde los templos donde cierran los ojos los desdeñosos dioses amarillos;
ataviados de verde suben rugiendo de los infiernos verdes del mar
donde hay cielos caídos, y colores malvados y seres sin ojos;
sobre ellos se amontonan los moluscos y se encrespan los bosques grises del mar,
salpicados de una espléndida enfermedad, la enfermedad de la perla;
surgen en humaredas de zafiro por las azules grietas del suelo,
se agolpan y se maravillan y rinden culto a Mahoma.

Y él dice: Haced pedazos los montes donde los ermitaños se ocultan,
y cernid las arenas blancas y rojas para que no quede un hueso de santo
y no déis tregua a los rumíes de día ni de noche,
pues aquello que fue nuestra aflicción vuelve del Occidente.

Hemos puesto el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol
de sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado,
pero hay un ruido en las montañas, en las montañas, y reconozco
la voz que sacudió nuestros palacios —hace ya cuatro siglos:

¡Es el que no dice “Kismet”; es el que no conoce el Destino,
es Ricardo, es Raimundo, es Godofredo que llama!
Es aquel que arriesga y que pierde y que se ríe cuando pierde;
ponedlo bajo vuestros pies, para que sea nuestra paz en la tierra.

Porque oyó redoblar de tambores y trepidar de cañones.
(Don Juan de Austria va a la guerra.)

Callado y brusco —¡hurrá!
Rayo de Iberia,
Don Juan de Austria
sale de Alcalá.

En los caminos marineros del norte, San Miguel está en su montaña.
(Don Juan de Austria, pertrechado, ya parte.)
Donde los mares grises relumbran y las filosas marcas se cortan
y los hombres del mar trabajan y las rojas velas se van.

Blande su lanza de hierro, bate sus alas de piedra;
el fragor atraviesa la Normandía; el fragor está solo;
llenan el Norte cosas enredadas y textos y doloridos ojos
y ha muerto la inocencia de la ira y de la sorpresa,
y el cristiano mata al cristiano en un cuarto encerrado,
y el cristiano teme a Jesús que lo mira con otra cara fatal,
y el cristiano abomina de María que Dios besó en Galilea.

Pero Don Juan de Austria va cabalgando hacia el mar,
Don Juan que grita bajo la fulminación y el eclipse,
que grita con la trompeta, con la trompeta de sus labios,
trompeta que dice ¡ah!
¡Domino Gloria!
Don Juan de Austria
les está gritando a las naves.

El rey Felipe está en su celda con el Toisón al cuello
(Don Juan de Austria está armado en la cubierta.)
Terciopelo negro y blando como el pecado tapiza los muros
y hay enanos que se asoman y hay enanos que se escurren.
Tiene en la mano un pomo de cristal con los colores de la luna,
lo toca y vibra y se echa a temblar,
y su cara es como un hongo de un blanco leproso y gris
como plantas de una casa donde no entra la luz del día,
y en ese filtro está la muerte y el fin de todo noble esfuerzo,
pero Don Juan de Austria ha disparado sobre el turco.

Don Juan está de caza y han ladrado sus lebreles—
el rumor de su asalto recorre la tierra de Italia.
Cañón sobre cañón, ¡ah, ah!
Cañón sobre cañón, ¡hurrá!
Don Juan de Austria
ha desatado el cañoneo.

En su capilla estaba el Papa antes que el día o la batalla rompieran.
(Don Juan está invisible en el humo.)
En aquel oculto aposento donde Dios mora todo el año,
ante la ventana por donde el mundo parece pequeño y precioso.
Ve como en un espejo en el monstruoso mar del crepúsculo
la media luna de las crueles naves cuyo nombre es misterio.
Sus vastas sombras caen sobre el enemigo y oscurecen la Cruz y el Castillo
y velan los altos leones alados en las galeras de San Marcos;
y sobre los navíos hay palacios de morenos emires de barba negra;
y bajo los navíos hay prisiones, donde con innumerables dolores,
gimen enfermos y sin sol los cautivos cristianos,
como una raza de ciudades hundidas, como una nación en las ruinas.

Son incontables, mudos, desesperados como los que han caído o los que huyen
de los altos caballos de los Reyes en la piedra de Babilonia.
Y más de uno se ha enloquecido en su tranquila pieza del infierno,
Donde por la ventana de su celda una amarilla cara lo espía,
y no se acuerda de su Dios, y no espera un signo—
(¡Pero Don Juan de Austria ha roto la línea de batalla!)

Cañonea Don Juan desde el puente pintado de matanza.
Enrojece todo el océano como la ensangrentada chalupa de un pirata,
El rojo corre sobre la plata y el oro.
Rompen las escotillas y abren las bodegas,
surgen los miles que bajo el mar se afanaban,
blancos de dicha y ciegos de sol y alelados de libertad.

¡Vivat Hispania!
¡Domino Gloria!
¡Don Juan de Austria
Ha dado libertad a su pueblo!

Cervantes en su galera envaina la espada
(Don Juan de Austria regresa con un lauro)
Y ve sobre una tierra fatigada un camino roto en España,
por el que eternamente cabalga en vano un insensato caballero flaco,
y sonríe (pero no como los Sultanes), y envaina el acero…

(Pero Don Juan de Austria vuelve de la Cruzada.)