En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

jueves, 3 de abril de 2025

Espinosa

 


Dejando atrás
el Páramo Masa, de pronto, te precipitas hacia el Ebro, que discurre hondo entre roquedales rojizos y cerezos tardíos. Por allí, entre rachas de viento helado que en primavera azotaban raquíticos trigales, pasadas las altas tierras burgalesas, bajando aquel puerto de la Mazorra por el que tantas veces transitaría, llegué un día a un verde valle en el que sobresalía un pueblo donde tuve casa y trabajo durante siete años. Llevaba la maleta repleta de ilusión, juventud y muchas ganas de ser otro, cualidades que con los días pude comprobar cuán necesario sería la voluntad, la juventud, como aquel anhelo de vivir, que aún hoy conservo.

Cuando giré a la izquierda en el Ribero tuve la sensación de que entraba en otro mundo, un vergel verde que, a esa hora, cuando el sol comienza a calentar la humedad del suelo, lentamente se deshacía de la nieblaEra primavera avanzada y en los campos comenzaban a salir diminutas florecillas que salpicaban de alegres colores el verde vivo de los prados. Las vacas pastaban libres en las parcelas rodeadas de pértigas electrificadas; al azar, boñigas enormes, parasoles pecosos y las diminutas margaritas simulaban cúmulos galácticos propios de aquel maravilloso universo rural.

Un poco más arriba grandes manchas de nieve que se añadían a las doctas advertencias de anteriores y experimentados residentes, parecían decirme que no me confiara, que ese mayo en cualquier momento podía tornarse marzo. A lo lejos la montaña de lomas blancas, difuminadas por la niebla que subía lentamente como humo rastrero, se encabalgaban sobre sí mismas a uno y otro lado del valle. En medio la espumosa agua del deshielo bajaba ruidosa en el cauce del Trueba.

Pasó el verano, glorioso, con la familia del pueblo y la del pico, viendo florecer el brezo, en tanto que me iba adaptando a la geografía y fue como una primavera alargada o un otoño anticipado. Pude darme cuenta en esos años que el estío cervantino es inexistente en ese pasiego edén. Con el tiempo conocí que si bien el invierno en Espinosa robaba los días a la primavera, el otoño mostraba cierta prudencia en sus inicios en tanto que las hayas comenzaban a dorarse lentamente. En todo el tiempo que allí pasé, siempre, como aquella mañana, había un día en el que el otoño parecía que se anunciaba de golpe. Aquella mañana, súbitamente, noté su presencia. Salí, y al notar el vaho de mi respiración sentí un escalofrío. Recorrí las calles como solía hacer a menudo con mi trote atlético de los veinte años, saludando con la mano, sin decir nada para no traicionar mi impostura; Benito siempre me devolvía el saludo, igualmente si abrir la boca, con su bata azul detrás del mostrador. Corrí hacia Las Machorras, y al abrirse la vista al campo, de pronto, al mirar la ladera de Picón Blanco, vi las hayas con un color rojizo más fuerte y tuve la impresión de que algo me hacía una señal, que me avisaba de lo que se avecinaba. Los campos estaban solitarios y desnudos. Pero... ¿cómo decirlo? No tenían su aspecto ordinario; me sonreían. Después de mi carrera permanecí un momento apoyado en una barbacoa y bruscamente comprendí que estábamos de lleno en el otoño pasiego. Estaba allí, en los álamos ya casi sin hojas que envuelven el arroyo, en el césped castigado del verano, con calvas, como ligeras sonrisas de gente sin rostro. El aire venía helado. Era indescriptible; me fue necesario pronunciar muy rápido: “¡es el otoño!”.

Me alejé de la barbacoa en la que me apoyaba, me volví hacía las casas, hacia el puente sobre el Trueba y repetí a media voz: “Ha llegado el otoño”.

 


 

Es otoño; detrás del mercado, a lado y lado de la carretera de Las Nieves, en los distintos prados, amontonada en pequeños grupos veo gavillas de hierba ya seca, y las vacas pastando a media ladera. Están más bajas que en los días precedentes -según los pasiegos, las vacas intuyen cuando va a cambiar el tiempo y, entonces, se bajan a comer mas cerca de los corrales, al amparo del hogar-.

Hoy, ese día que hoy recuerdo, es sábado o domingo. Y ese sábado, o aquel domingo, ha llegado con tonos otoñales: nubes grises, viento fresco y colores vivos. Son poco más de las nueve de la mañana; aquí que no se madruga mucho, es la hora en que muchos hombres se afeitan detrás de las ventanas; echan la cabeza hacia atrás, miran ya el espejo, ya el cielo fresco para saber si hará buen tiempo. Los bares calientan la máquina del café y se abren para los primeros clientes, campesinos, ganaderos y sobre todo vascos, los sábados principalmente vascos. En la iglesia, a estas horas, a la luz de las velas y del cirio, un hombre, de vestidos largos y adornos amarillos, bebe vino delante de mujeres mayores arrodilladas.

Cuando regreso de la carrera matinal, el reloj marca una nueva hora y aligero el paso. Me dejo a la derecha la carretera de Reinosa y paso delante de unas casas con galerías y persianas marrones en las que parece no vivir nadie. Esta calle de propietarios de velado rostro está poseída por el cercano rumor río y el aire indiano de sus fachadas.

Sigo mi carrera -trote cochinero, si lo comparo con los días de la academia- adentrándome en pueblo. Aflojo aún más y del bolsillo del chándal me saco el pañuelo para limpiarme el sudor de la frente. Nada más abrir la tienda cesa del todo mi carrera. Entro, compro una botella de Siglo, cien pesetas me ha costado, ¡a dónde vamos a llegar!, una lechuga y cuatro puerros; después en la plaza, el pan y el periódico. Un café en el Resbalón con mi amigo Manolo, que parece esperarme en los soportales, antes de volver a casa. En casa, nada más abrir, oigo la olla dar vueltas, hoy hay cocido de garbanzos, cocido alpujarreño o mediterráneo, con col y espinazo de cerdo. Si bien, Castilla no puede ver el mar, la memoria del sur no nos abandona nunca a los de esta casa.

Tras la ducha y los juegos propios de aquella gozosa edad, en tanto que preparamos la mesa nos echamos un vino brindando por una vida que nos sonríe, lo acompañamos de unas anchoas de Santiesteban; Espinosa no puede ver el mar, pero las mejores anchoas del Cantábrico se hacen aquí -quizás sea un antecedente de la economía china, a modo pasiego-. Cuando nos sentamos a comer casi han caído 50 pesetas de Siglo, ¡no podemos seguir con este derroche! Ahora con todo a la mesa, incluidas las guindillas de Navarra, toca un buen plato, después la pringá. No bebas tanto vino que luego te quejas de que te sientes pesado, tienes razón, dejaré este culillo que queda para la noche. Esa fue la época, ¡bendita etapa!, en que conocí la conciencia ajena (o quizás debería decir próxima), y lo cierto es que aunque me queje, que lo hago, es cómodo que el reparo sea un reflejo; es parte de la felicidad si es que eso existe, bueno, la ocasional puedo afirmar que sí.

Ya en el sofá me toco la tripa que suena como un tambor. Termino el crucigrama que lo había dejado a medias; cuando doy el primer bostezo cierro el periódico y me pongo en pie sin pensarlo. Tengo que estirarme un poco, si no quiero atocinarme -digo-; claro, es que te pasas con la comida y el vino -oigo con claridad a mi conciencia; siempre con razón-. ¡Voy a tomar el fresco un poco! -digo-; abrígate que de eso aquí hay mucho, que hoy parece que ha cambiado el tiempo -me dice-; los de Picón somos como los de Bilbao, no hay quien pueda con nosotros -sentencio-. De nuevo me echo a la calle, mientras creo escuchar que mi conciencia, con una sonrisa burlona, susurra entre dientes: ¡fantasma!

A esta hora lo que pega es un café. Siempre que tomo café lo hago con mi amigo Emilio, me gusta hablar con él, es un hombre que me inspira confianza. Le recuerdo siempre que veo mi canet del Trueba, lo mismo que recuerdo aquel partido contra el Éibar que me hicieron que pitar... Cuando salgo del bar Arroyo es media tarde, pero la siento entera en todo mi espabilado cuerpo. Hablo de mi tarde, la tarde del sábado, como lo es para los muchos vascos que se mueven por el pueblo, sintiéndose dueños de sus pasos. Para ellos mañana, el domingo, no será lo mismo. No será su tarde: la de ellos, la que cientos de vascos vivirán. El fin de semana es de ellos, ellos marcan el ritmo pueblo, pero, mañana, a esta misma hora, después del copioso y largo almuerzo en el Rincón o en la peña gastronómica, se levantarán de la mesa, y para ellos el domingo se estará muriendo. La comida del domingo, como el anterior domingo y el que vendrá, gastará a esta hora su ligera juventud. Es necesario digerir el chuletón y la tarta, cambiarse para volver. La cara, a estas horas, ya les habrá cambiado. Su entrecejo no se relajará hasta que se aproxime un nuevo viernes. Hasta entonces han de vivir otra vida; hasta entonces, muchos, disimularan sus pensamientos o simularan un pensamiento que no es el suyo. Aquí, en el pueblo, también hay algo de disimulo, mis vecinos de rellano, un matrimonio encantador en la escalera o en casa, que no saben cómo agasajar a mi hija y cómo empatizar con nosotros, son unos extraños en la calle, donde siempre miran para otro lado -compromiso que nosotros siempre procuramos evitarle-. De lunes a viernes, junto a una sucia ría, se ganan la vida; el sábado y el domingo la viven a la orillas del alegre Trueba. De lunes a viernes son dirigidos, el fin de semana son ellos los que dirigen.

Todos los domingos por la tarde que puedo me gusta pasear por la plaza. Desde la puerta de Ciano veo un cielo azul pálido; un poco de humo, algunos penachos; de vez en cuando una nube a la deriva que pasa delante del sol. Veo al fondo los arcos del Ayuntamiento y a un grupo de hombres con chapela –nadie lleva la chapela como ellos, y el que mejor la lleva de todos es mi amigo Arturo, que trabaja en el Banco de Bilbao, el mismo que me paga todos los meses-. Los vascos también llevan varas de nogal y suben lentamente, como queriendo alargar la tarde, las escalerillas de la plaza y entran en el Skí. Por la mañana, unas horas antes, he visto a esos mismos rostros, triunfantes, pasar alegres junto a mí, en la juventud de una mañana de domingo, con cestas repletas de setas. Ahora, rosados por el chacolí y el frescor de la tarde, atiborrados de bacalao y la morcilla de Luís que nunca falta, sólo expresan cansancio, aflojamiento, calma, una especie de obstinación en prolongar el domingo que se acaba para ellos. En algunos rostros más descuidados, se puede entrever un poco de tristeza. Dentro de un rato han de irse y sienten que los minutos se les deslizan entre los dedos.

Poco a poco las calles se van quedando desiertas. La sombra cubrirá toda la plaza y un tímido punto de luz se vislumbrará en las farolas entre los plátanos de sombra: para ellos será el fin de la semana; para el pueblo, la rutina se hará más lenta; para mí, ¿qué cambia en mí al pasar del domingo al lunes? Esta semana nada. Mañana descanso, que la semana que acaba fueron muchas horas seguidas sin ver a mi hija recién nacida, sin estar con mi pasiega.

Por estos campos de la tierra mía, bordados de olivares polvorientos, sólo, o caminando en compañía, a menudo evoco unos años que, ahora, se nos presentan felices. Lo fueron en la medida que supimos disfrutarlos, también sufrirlos, que de todo hay en la viña del señor. Ahora, que es la memoria quien gobierna, los gozamos por el recuerdo que nos han dejado para revivirlos en tanto que podamos rememorar.


Del cinamomo al laurel, 51

viernes, 28 de febrero de 2025

Raíces

El río (Imagen de Manolo López)

En un largo pueblo con un tajo enorme sobre el río nació un niño del que hoy te quiero hablar. De sus primeros años no muchas cosas recuerdo, seguramente porque no le ocurrió nada notable, sólo veo entre la niebla a un niño que se pasea incansablemente pedaleando en su triciclo desde el portal a la cocina, mientras su madre se afana en los muchos quehaceres y trajina entre guisos. Aunque ese niño ignora si en rigor lo ha vivido o más bien lo ha soñado, recuerda perfectamente el día que se cayó al caz. Se insinuaba ya el verano y el calor había llegado a la placeta del Prado, escenario de todos los juegos infantiles; los tres enormes plataneros que metían su tronco en la tierra a la vera del agua tenían ya sus hojas de un verde intenso, y sus pelotillas de pelusa eran duras como las nueces y también de un verde vivo. Los niños mayores se balanceaban cogidos de sus ramas saltando de un lado al otro del caz. El niño saltaba sobre la enorme losa que hacía de puente entre las dos orillas, y en uno de los saltos acabó en el fondo de una poza en la que el agua remolineaba movida por la corriente. Le salvó la mano inocente de Antonio “el tostaera”, un joven que gozaba de una libertad paralela, que babeaba permanentemente sobre un pañuelo arrugado que siempre llevaba en su mano. Aquel día, Antonio, fue el cándido ángel de la guarda, que no solo sacó al niño empapado, sobrecogido y gimoteando, sino que consoló su llanto hasta que apareció su madre, y lo más curioso, a partir de ese día, en la placeta del Prado, siempre le acompañaría corporalmente su libre espíritu. En los primeros años la placeta estaba en los límites de la geografía de ese niño, aunque el pueblo era mucho más grande, aunque ahora no está tan seguro de eso, y ese niño poco a poco se fue aventurando por las calles desconocidas de ese pueblo y por parajes agrestes fuera de él, llenos de ruidos amenazadores y sombras sospechosas.

El pueblo, que para el que llega de fuera, parece perdido entre vericuetos de montaña junto a la cuenca del río, era un pueblo vivo, lo es aún, pero parece que va perdiendo fuelle. Me gustaría describírtelo para que, como yo, al cerrar los ojos, vieras como era: imagínate un pueblo de cuestas y llanos, con su río y sus barrancos, imagínate un pueblo muy largo y muy delgado que se asoma a un valle que no es tal valle sino una cuenca tan ruidosa y fría en invierno, como seca y calurosa, en verano; una cuenca adornada de huertos y prados verdes allí donde llega el regadío. Imaginate un viejo pueblo de casas de piedra con terraos de launa, situado en ese falso valle, atravesado por tres barrancos que van a morir al río; habitado por personas abiertas, extrovertidas, que sólo hablaban del tiempo, del vino, y de las cosas que venían de fuera, tapando con una gruesa jarapa el más pequeño problema doméstico para que el vecino no gozase con el mal ajeno. Creo que esa algarabía externa y ese recogimiento interior, casi místico, se metieron en el alma de ese niño nada más nacer. No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima contradictorio, con altibajos, húmedo en invierno y seco en verano, a veces pausado, a veces retraído, las más extremoso, de una geografía alejada del mundo que se sabe mundo, pero centro del mundo de ese niño, el que determinó, en gran parte, la formación de su carácter.

Imagínate, delante de ti, ese pueblo largo pero pequeño con sus casas parecidas, con sus ventanas al sur sin cristales, agrupadas a lo largo, en la cercanía de la orilla izquierda del río, sobre los prados de limos y piedras de pizarra. El río pasa por su atardecer y en verano a la puesta del sol las pozas en las que aún queda agua se doran con sus reflejos; queda en realidad un riachuelo perezoso o seco recubierto de largas losas de pizarra y enormes piedra prehistóricas. Desde él, salen tres o cuatro veredas que se meten en el pueblo y se hace calles, antes empedradas con piedras de un gris azulado en las que se advertían las huellas de los mulos y de las cabras. Calles, que recuerda ese niño de su infancia con rastro de barro, de boñigas y cagarrutas. Y entre ellas los barrancos que lo atraviesan por debajo de otras calles, o que son las mismas calles que del río suben. En la puerta de cada casa, una piedra gorda con una hendidura arriba, que permitía sentarse en ella para charlar con los vecinos, y a la vez servía para majar el esparto y ponerle un puñado de sal a las cabras. En los remansos cristalinos del barranco centelleantes flotaban las hojas de los berros. ¡Escucha un momento detrás de las puertas de los corrales!, ¿oyes el cacareo de las gallinas?, se pelean ruidosas picoteando las sobras arrojadas desde arriba. ¿Ves las calles llenas de niños jugando?, uno de esos niños es él, el mismo que se cayó al caz; aún viste calzones cortos a pesar de ser invierno, mira su camisa llena de manchas, sus orejas rojas por el aire frío y su cara llena de churretes de jugar con el barro, y no te pierdas el estadal rojo de San Blas colgado al cuello -como el que tu abuelo te trajo este año-. El estadal le protegía de todo lo malo que en aquellos días podía haber; ahora te protegerá también a ti. Observa los perros, indiferentes a todo ruido y movimiento, tumbados al sol sin preocuparse que el boli les caiga en el lomo o algunos de los niños en su carrera le pise el rabo. Son perros amistosos acostumbrados a un sol agradable y al ajetreo de esa vida inocente. Si te fijas, por el movimiento de los postigos, intuyes detrás de las puertas entreabiertas miradas curiosas que los observan: son las gentes del pueblo que, entre tarea y tarea, les vigilan y les cuidan.

Imagínate el verano y verás esos mismos niños bañándose en las balsas del río. Las balsas estaban hechas por ellos mismos; las de los mayores hasta podían cubrirte. Mira más arriba y veras las paratas y junto al mismo lecho del rio están los bancales llenos de tomates y huertos de habichuelas, también hay berenjenas y frambuesas dando color... Mira más arriba, en las primeras paratas, allí está el padre de ese niño, sólo se le ve el sombrero, pero debajo está él, está agachado, azada en mano, limpiando la cabezá para el riego de las papas y el maíz; les toca el agua los viernes a primera hora; a esa hora oscura en la que al sol le falta rato para saltar por el Cerro Santo. Mira ese joven, que en la noche aún, sube por el barranco silbando, en una mano lleva el farol y en la otra el mancaje de punta; silba o canta para ahuyentar el miedo, pues a esa hora los ruidos de los brazales se despiertan con furia; el joven va medio dormido, pensando que el viernes por la tarde está bien, que trabajará un rato en estas mismas paratas, pero luego acabará en el campo de futbol con los amigos; y que más tarde será mejor aún, en la carretera se verá con los amigos y las amigas, y en medio de una algarabía llena de juegos inocentes e insinuantes miradas seguidas de sofocos, como todos los días, pasearán hasta la fuente de Las Cruces. Sin embargo el viernes de madrugada no es de su agrado, hay que levantarse muy temprano, recorrer la acequia desde el molino de Narila, para que no se pierda ni una gota de agua, acompañar el chorro armado de paciencia, y esperar a que llegue a la pará ahuyentando con silbidos los miedos. Todos los viernes del verano son iguales por la mañana. ¿Puedes ver ahora el pueblo? En ese pueblo que ahora tu te imaginas tuvo ese niño la suerte de nacer.

Su casa, como te he dicho, es una casa grande a mitad de una estrecha calle que se empina hacia el centro del pueblo, y en su bajada se acerca a una fuente, al fondo de la ya conocida placeta que está separada del río por los prados. En esa casa hay unas cámaras muy altas llenas de recuerdos de un pasado y de trastos inútiles que los abuelos había apartado del presente de sus vidas. Ya lo conoces, pero imagina un huerto, el de antes, con un gran caqui y un manzano en medio, y volcado sobre la tapia el lilo que la abuela mimaba -no la tuya, la de ese niño -, y un paseo de parras llenas de uvas que a finales del verano colgaban sobre las cabezas, apoyadas en una red de alambres que se cruzaban en retícula de cuadrados perfectos. En esa casa que ahora tu evocas vivió ese niño los primeros años de su vida. En esas cámaras, que ahora invoco para ti, comenzó a rodar su mundo, pensando en las musarañas, mirando La Contraviesa y soñando las primeras quimeras.

Casi puede decirse que comenzó a vivir, a los cinco años, cuando su primer maestro le aceptó en su escuela, un año antes de lo marcado. Don Francisco le asignó un tutor que debía cuidar de él y protegerle de las travesuras de los mayores, y ahora cree que Ramón lo hizo a conciencia, ni un hermano lo hubiera hecho mejor.

Este maestro vitalísta aunque algo mayor gustaba de sacar al sol su vigor. En los días de primavera precoz que suele traer febrero, llevaba a sus alumnos a pasar las horas de clase al empalme de Yátor o al cerro de la Tinaja. Salían tras él con gran regocijo, atravesaban la plaza del Ayuntamiento, para ganar la carretera; iban desde la desnudez fría de su escuela, desde la oquedad de un antro oscuro, a bañarse en un aire azul de un ámbito vaporoso sin límite, envueltos en un silencio estridente de niños y pájaros, donde reina el egoísmo certero de las lagartijas que no se dejaban sorprender por la inocente saña de los niños. Estaban las lagartijas despatarradas sobre las piedras de los balates, sobre el voluptuoso lecho de líquenes viejos que vejetan entre las piedras y los sentían llegar y se arrojaban de golpe en sus madrigueras. Allí iban ellos a hurgar en los intersticios de las piedras. Alguno se quedaba con su apéndice caudal y entonces -como habían oído- pensaban que los quiebros y meneos de los rabillos cercenados eran maldiciones y pesares que caerían sobre ellos. El hechizo de estos paseos era un sosiego gozoso, una paz perdida, paz sin melancolía ni barruntos, pues la superstición solo dura un segundo a esa edad. Paz toda en sazón y fluente que les devolvía el alma a la quietud donde se dejan las tareas y las normas cotidianas quedan abolidas. El sol era claro y la primavera cargada del efluvio del mastranzo y los primeros hinojos comenzaban a oler... De pronto sonaba una campana a lo lejos y el maestro formaba la fila. Del otro lado del barranco se escuchaba el tintineo de una azada al chocar en la tierra. De vuelta del paseo, cuando se acercaban, veían en la torre a la cigüeña que había vuelto de su errático viaje, que se alzaba de alas ensanchando sus giros, mostrando en el pico un puñado de broza para rehacer el nido y en la garra un palitroque retorcido.

Al año siguiente, en el año que el niño cumplió los seis, estrenaron escuelas y de un sótano oscuro y húmedo pasaron a una soleada aula; de un maestro que enseñaba con paciencia y cariño a otro impaciente, competitivo y defensor de la pedagogía de “la letra con sangre entra”. Y lo cierto fue que el maestro del bigote puso su empeño, y la letra entró sin que la sangre llegara al río.

Relevante en la biografía de ese niño del que te hablo fue el año que cumplió los nueve años, cuando el cura del pueblo, benefactor de su educación, su tutor, y policía espiritual, con la complacencia de su padre y de su abuelo, le internó en el Seminario de Gracia. Recuerda como si ahora lo estuviera viendo, el día en que don Angel les enseñó la galería de mártires de la Guerra Civil, y los entregó a don Pepe Blanes, quien haría a partir de ese día, con mando en sala, de policía espiritual. Se iniciaba ya el otoño. Los álamos del patio, movidos por una ráfaga de viento, los recibieron con una lluvia de confeti dorada. El suelo estaba lleno de hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba haciéndolas girar en confusos remolinos.

 Aquello le pareció al niño que fue el principio de una encerrona. Esa fue su impresión al día siguiente, cuando lo levantaron de noche y el niño creyó que era viernes, día de riego. Pero no lo era y la madrugada iba por otro lado – por lo del "pan y el sudor de la frente", supuso-. Se dijo que era una encerrona cuando se acercó a la verja que daba a la plaza de Gracia para ver el mundo desde el otro lado y un amigo, ya veterano en el lugar, le advirtió de su osadía. Era provocación y pecado desviar hacia fuera la mirada. Aquella pretendía ser una vida de recogimiento en la que sólo cabía mirar hacia dentro para ahuyentar las tentaciones y malos pensamientos. Por esa prohibición es por lo que deseaba tanto mirar la plaza, y la dibujaba a escondidas en las horas de estudio: era una plaza rectangular, casi cuadrada, con unos bancos de madera junto a un puesto de helados y a su alrededor crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores adolescentes y ecos extraños que el niño intuía rebosantes de lujuria. Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines el muro bermejo de un carmen añejo e imponente del que sobresalía la copa inclinada hacía la sierra de un alargado ciprés, donde un extraño relieve hablaba de hombres y tiempos remotos; hombres y tiempos idos, cuya historia perduraba amarrada a aquellos ladrillos milenarios. En la otra esquina, mirando hacía la derecha, en medio de una ciudad de tonos grises, un edificio moderno con grandes carteles de vivos colores, anunciaban ardorosas pasiones que contagiaban y transmitían al paseante que se paraba y, con la boca abierta, como la tenía ese niño detrás de la reja, soñaban aventuras en tecnicolor y cinemascope.

Junto a la verja, la real y la de papel que el niño había dibujado, le volvieron sus pasiones, en la verja tuvo sus primeros sueños, tras al verja multipli y construyó nuevas quimeras; sobre la verja, más de una vez, le retorcieron la oreja, o le mandaron hacer penitencia ante la Inmaculada que enaltecía la puerta del dormitorio de primero. De rodillas durante horas y en duermevela seguía con sus fantasías y a ratos observaba la cara de la Virgen que no dejaba de mirarle con una enorme ternura.

sábado, 22 de febrero de 2025

La Baeza de Machado

 

Desde su llegada a Baeza va a asociar Machado las campanas a la ciudad. Igualmente no podemos olvidar otro elemento que aparecerá en sus textos indisolublemente unido a la imagen de esta “Salamanca andaluza”, como era conocida Baeza en virtud del hermanamiento de su antigua y ya desaparecida Universidad con la veterana institución docente de la ciudad castellana, al igual que por la sobria calidad renacentista de sus calles y plazas. Se trata, claro está, de los olivos, omnipresentes en el paisaje de este campo andaluz y contemplados ya desde su ventanilla en el tren en el que realizara el viaje desde Madrid, utilizando ese medio de transporte moderno a que el poeta era tan aficionado y que, como signo del progreso de los tiempos, aparece con frecuencia en la obra de multitud de escritores y pintores de la época:

Ya en campos de Jaén,

amanece. Corre el tren

por sus brillantes rieles,

devorando matorrales […],

olivares, caseríos

(CXXVII, pp. 550-551).


Pero el olivo cobrará una importancia igualmente desolada en función del irremisible estado de duelo en que se encuentra el poeta. De este modo, frente al álamo castellano, que identifica con la presencia de su añorada Leonor, en cuya compañía paseaba por las riberas del Duero, el olivo jienense le mostrará su inconsolable soledad. Así se evidencia en el poema “Caminos”, que parece constituir una de las primeras muestras por parte de Machado de la captación del paisaje que ahora lo rodea:

De la ciudad moruna

tras las murallas viejas,

yo contemplo la tarde silenciosa,

a solas con mi sombra y con mi pena.

[…]

Caminos de los campos…

¡Ay, ya no puedo caminar con ella!

(CXVIII, p. 545)


Y de manera elocuente y atormentada, se reiterará ese desmoralizado sentimiento de soledad y tristeza que embarga al poeta en los versos finales de su poema CXXI:

Por estos campos de la tierra mía,

bordados de olivares polvorientos,

voy caminando solo,

triste, cansado, pensativo y viejo

(CXXI, p. 546).


Dicho sentimiento será lo que propicie, como ya ha quedado expuesto, que Antonio Machado observe inevitablemente la realidad baezana a través de una suerte de tamiz negativo. Realidad que, no obstante, y según se puede fácilmente constatar, atravesaba verdaderamente una etapa de franco declive, después de siglos pasados de esplendor. Así, sus apenas dos mil setecientos cincuenta y un vecinos, equivalentes a diez mil ochocientas cincuenta y un almas cuando la visitara el erudito navarro, no eran ya suficientes para sostener el funcionamiento de una antiguamente prestigiosa Universidad Literaria, con un notable edificio que es de lo mejor que Baeza conserva y que había sido fundada por Juan de Ávila en 1538 sobre un colegio primitivo. No obstante, su gloriosos días habían ya prescrito, por lo que sería suprimida en el año 1824, destinándose justamente sus nobles estancias al Instituto General y Técnico en el que enseñará Machado.

De ahí, de esa situación crepuscular en que se encuentra sumergida la ciudad que acaba de iniciar el siglo XX, procede su evocación con expresiones considerablemente desafectas en los versos machadianos como “mi rincón moruno” (CXLV), las ya citadas “ciudad moruna” y “murallas viejas” (CXVIII) o la muy conocida incluida en su magnífico “Poema de un día. Meditaciones rurales”:

Heme aquí ya, […]

en un pueblo húmedo y frío,

destartalado y sombrío,

entre andaluz y manchego”

(CXXVIII, p. 552).


Sin embargo, a pesar de su inicial desapego, e incluso rechazo, hacia una localidad sumida en lo que pareciera un nostálgico letargo –desapego que incluso condicionó durante bastante tiempo el acercamiento de los estudiosos a esta etapa de la trayectoria del sevillano-, lo cierto es que Baeza constituye “un lugar inexcusable en la geografía machadiana”, y los años allí transcurridos representan, en opinión de Enrique Baltanás, “un periodo decisivo en la evolución de la poesía, de la biografía y del pensamiento del poeta”. Buena prueba de ello se encuentra en el volumen Antonio Machado y Baeza a través de la crítica, donde el catedrático de la Universidad de Granada Antonio Chicharro reúne los abundantes textos que sobre esta etapa se han ido escribiendo a lo largo de los años.

El lugar en el que vivirá el poeta triste entre noviembre de 1912 y noviembre de 1919 será, además de ese sitio en decadencia que se asemeja a las ciudades muertas que poco tiempo atrás había puesto de moda el modernismo, una suerte de tapiz donde se entrecruzan, de una manera u otra los diversos hilos de toda una serie de presencias literarias, a las que el espíritu cultivado y sensible de Machado no pudo haberse mostrado en modo alguno indiferente.

Así, de primera importancia será la influencia de la literatura ascética y mística del siglo XVI, con la importante actividad que desarrollan en la ciudad autores como el ya mencionado Juan de Ávila, religioso y escritor de origen converso, a quien se ha atribuido con frecuencia el famoso soneto “A Cristo crucificado” (“No me mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido…”), y cuyo papel resultaría fundamental –ya ha quedado dicho- en la puesta en marcha de la Universidad Literaria de Baeza. Pero tampoco se puede olvidar a Juan de la Cruz, quien fundaría en la localidad en junio de 1579 el Colegio de San Basilio, del que fue su primer Rector durante tres años, hasta su traslado a Granada. Se puede señalar, así mismo, que allí escribió, entre otras obras, las últimas estrofas de su Cántico espiritual, y que Baeza iba a ser el lugar de Andalucía donde moraría por más largo tiempo, falleciendo además en la vecina Úbeda en 1591.

De época más cercana ya a la del propio Machado, resulta inevitable mencionar los nombres de dos autores del XIX. En primer lugar, la poeta y narradora Patrocinio de Biedma, nacida en la vecina Begíjar, y que residió durante varios años en Baeza al contraer matrimonio con el hijo del Marqués de San Miguel de la Vega, oriundo de esta localidad, en la que se le dedicó una calle debido al prestigio alcanzado en el mundo de las letras. Y en segundo lugar, al poeta José Jurado de la Parra, nacido en Baeza y conocido entre otras facetas por haber sido el asistente personal de José Zorrilla durante los extensos actos de la coronación poética de éste que tuvo lugar en la ciudad de la Alhambra en 1889. Desde hacía muchos años, ninguno de los dos vivía ya en Baeza cuando hasta allí llegó Antonio Machado, pero sus nombres se tenían bien presentes.

Sin embargo, una presencia literaria mucho más significativa en todos los sentidos vendrá dada por el primer encuentro que Antonio Machado tendrá en junio de 1916 con quien entonces no es sino un jovencito entusiasmado por la música, el folklore popular y la literatura. Su nombre, Federico García Lorca, quien junto con un grupo de alumnos, compañeros de la Universidad granadina, realiza un viaje de estudios promovido por el innovador catedrático de Teoría de la Literatura y de las Artes, Martín Domínguez Berrueta, promotor pionero de unos viajes pedagógicos muy en línea con las doctrinas de la Institución Libre de Enseñanza. Tras arribar a la ciudad en la noche del 8 de junio, el grupo se dedica al día siguiente a visitar los admirables monumentos, siendo recibidos más

tarde por el director y los profesores del Instituto. Al día siguiente, después de una visita fugaz a Úbeda, tiene lugar una fecunda reunión en el propio Instituto, donde Antonio Machado les recitará un poema de Rubén Darío. Al caer la noche se celebra en el Casino de Artesanos una velada artística donde Lorca interpretaría al piano diversos temas populares. El grupo repetirá su excursión un año después, hacia finales de abril o comienzos de mayo de 1917. La relación entre Berrueta y Machado se ha vuelto ya más estrecha, al haber incluso colaborado este último con diez composiciones de “Proverbios y cantares” en el nº 2-3 de la revista Lucidarium (enero de 1917), que dirigía en la Facultad de Filosofía y Letras el mismo catedrático, al que precisamente van dedicados los poemas. En esa segunda visita, se repetirá el encuentro en el Casino, donde Lorca tocará al piano nuevamente canciones populares, así como la Danza de la vida breve, de Manuel de Falla. Por su parte, Antonio Machado lee algunos fragmentos de su extensa composición, “La tierra de Alvargonzález”, que bastantes años después retomaría un ya muy conocido Lorca, como iba a recordar emocionado el poeta hispalense en octubre de 1938:

Por cierto, que allí conocí, hace ahora veintiún años, a García Lorca. Era entonces un chiquillo e iba de excursión artística, no en busca de temas poéticos, sino de motivos musicales populares, pues ya sabe usted que Lorca era excelente músico. ¡Pobre Lorca! Muchos años después, implantada la República, supe que había hecho un ligero arreglo de mi “Alvargonzález” para que lo representara el cuadro de la Barraca.

Federico García Lorca recogería las percepciones que Baeza había causado en su ánimo un año después, cuando publicó su primer libro, Impresiones y paisajes. Se trata de una obra todavía considerablemente influida por sus lecturas del modernismo. De hecho, la recreación de la localidad jienense responde en buena medida al tópico decadentista de la “ciudad muerta”. Así pues, donde Antonio Machado había visto sólo degeneración y declive, el joven Lorca descubrirá la inequívoca poesía de un tiempo que semeja haber quedado detenido en todas aquellas ciudades marcadas por un intenso y sensible pasado histórico y artístico, como Brujas, Venecia y, en España, Toledo, Córdoba, Granada o, claro está, Baeza. Pero curiosamente, coincidirá con el doliente poeta en resaltar el sonido característico de la ciudad: las campanas, si bien en los predispuestos oídos de Lorca parecen repicar de un modo muy distinto:

Todas las cosas están dormidas en un tenue sopor… Se diría que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media… Por todas partes, ruinas color sangre, arcos convertidos en brazos que quisieran besarse, columnas truncadas cubiertas de amarillo y yedra, cabezas esfumadas entre la tierra húmeda, escudos que se borran entre verdinegruras, cruces mohosas que hablan de muerte… Luego, un meloso sonido de campanas que zumba en los oídos sin cesar…

Una última huella literaria que difícilmente pasaría desapercibida para alguien como Antonio Machado se revela evidente en la ciudad de Baeza. En efecto, se trata de un lugar que recuerda inequívocamente al que sería sin duda uno de sus poetas preferidos: Jorge Manrique. Y es que uno de los monumentos más señeros de la ciudad, el palacio de Jabalquinto, había pertenecido a la familia del autor de las célebres Coplas a la muerte de su padre. El edificio, de espectacular fachada isabelina, presenta estilo gótico con influencias mudéjares, y había sido construido por Juan Alonso de Benavides, emparentado con el rey Fernando el Católico, y cuyo primogénito, Manuel, se habría de casar con Luisa, la hija del poeta. De ahí que el palacio ostente, entre los diversos escudos familiares el de los Manrique. Y en propiedad de dicha familia se mantuvo hasta que en 1720 su uso fue cedido al Seminario de San Felipe Neri.

Por añadidura, también en tierras de Jaén, en concreto en la localidad de Segura de la Sierra (que dista poco más de cien kilómetros de Baeza), se cree con bastante probabilidad que habría nacido en 1440 el propio Jorge Manrique, siendo esta localidad el lugar de origen de su madre, doña Mencía de Figueroa, y donde aún permanece su casa noble. Además, está documentado que en la cercana Siles vivió durante mucho tiempo, en el pequeño castillo cuyos restos aún se conservan en la actualidad, don Rodrigo, padre del poeta, que ejercía entonces como Gran Maestre de la Orden de Santiago y que había de fallecer “en la su villa de Ocaña”, donde “vino la Muerte a llamar a su puerta” el 11 de noviembre de 1476. Será a partir de ahí, precisamente, cuando se crearía la obra literaria que tanto iba a influenciar al poeta Antonio Machado.

De hecho, en su inaugural libro Soledades (1903), Machado había incluido una significativa “Glosa”, que habla claramente de sus predilecciones literarias:

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar a la mar,

que es el morir. ¡Gran cantar!

Entre los poetas míos

tiene Manrique un altar

(LVIII, p. 470).


La metáfora manriqueña del tiempo, de la vida como río caminando inapelable hacia el mar de la muerte será una rica fuente de la que beberá Antonio Machado durante toda su trayectoria, vital y literaria. Así, el motivo aparecerá nuevamente, bien que con variaciones, durante su etapa de Baeza:

¡Oh, tú que vas gota a gota,

fuente a fuente y río a río,

como este tiempo de hastío

corriendo a la mar remota

(CXXVIII, p. 554).


Estos versos pertenecen a su ya citado “Poema de un día. Meditaciones rurales”, que constituye sin duda una de sus obras maestras, de lo mejor que salió de su pluma en tierras de Baeza. Se trata de un largo poema de más de doscientos versos, que se muestra especialmente significativo puesto que da cuenta de las profundas reflexiones de Antonio Machado en un momento de cambio de rumbo estético y filosófico. Fechado en 1913, el poeta lo compuso al parecer en su versión casi definitiva entre diciembre de 1912 y enero de 1913, dándolo a conocer inicialmente en la revista madrileña La Lectura un año más tarde.

Las evocaciones de Manrique se dejan entrever en diferentes momentos a lo largo de los versos de la composición:

Algo importa

que en la vida mala y corta

que llevamos

libres o siervos seamos;

mas, si vamos

a la mar,

lo mismo nos ha de dar

(CXXVIII, p. 556).


De hecho, se podría afirmar que el gran protagonista de la misma no es otro que el tiempo, tema central, como es bien sabido, en la obra de Machado, y que en “Poema de un día” aparece determinado por la tristeza y el hastío que dominan sus horas provincianas, cuya desolación trata de mitigar mediante la lectura de los libros que siempre lo acompañan. El tiempo aparece simbolizado en el sonido monótono y rítmico del reloj, que marca, implacable, un tiempo muerto, y que parece carecer de sentido en las sempiternamente repetidas jornadas rurales:

Tic-tic, tic-tic… Ya te he oído.

Tic-tic, tic-tic… Siempre igual,

monótono y aburrido.

Tic-tic, tic-tic, el latido

de un corazón de metal.

En estos pueblos, ¿se escucha

el latir del tiempo? No.

En estos pueblos se lucha

sin tregua con el reló,

con esa monotonía,

que mide un tiempo vacío.

(CXXVIII, p. 552)


En realidad, Machado, abrumado por el dolor de la pérdida de su amada Leonor y sometido a la rutinaria existencia de una vida estancada, muy lejos de la animada agitación cultural de la capital madrileña que frecuentaba años atrás, se siente inmerso en el profundo contraste, o desajuste, entre ese tiempo cronológico e inclemente que mide el reloj y señala el tránsito que lo acerca irremisiblemente a la muerte, y el tiempo psicológico, interior, que muy por el contrario mide las íntimas pulsaciones del alma: “Pero ¿tu hora es la mía? / ¿Tu tiempo, reloj, el mío?” (CXXVIII).

Al año siguiente Machado recibirá, igualmente en febrero, la noticia inesperada del triste final de Rubén Darío, fallecido con cuarenta y nueve años recién cumplidos, pero afectado de una mortal cirrosis debido a sus conocidos excesos con el alcohol. Su buena relación con el vehemente adalid del modernismo queda sobradamente demostrada con los poemas que se habían dedicado mutuamente años atrás. Ahora, Machado le ofrecerá como homenaje un poema escrito en versos alejandrinos, que hace gala de vocabulario y retórica propios del movimiento modernista, y que se publicará en la revista España:

Si era toda en tu verso la armonía del mundo,

¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?

Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares,

corazón asombrado de la música astral, […].

Pongamos, españoles, en un severo mármol,

su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más:

nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo,

nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan

(CXLVIII, p. 598).


Por último, no se pueden olvidar, evidentemente, las composiciones que Machado consagrará a lo largo de estos siete años a la evocación dolorida de su querido amor perdido. Entre estos poemas que componen el ciclo de Leonor, probablemente se podría afirmar que la más conmovedora de todas resulta la que, con forma epistolar y escrita en silvas, dirige a su “buen amigo” y colaborador en Soria, José María Palacio. La adecuada comprensión de la delicada manera en que se alude a la ausencia de la amada primaveral precisa del conocimiento de un dato concreto referente a la geografía de Soria, y es que su camposanto recibe el nombre del Espino:

Palacio, buen amigo,

¿está la primavera

vistiendo ya las ramas de los chopos

del río y los caminos? En la estepa

del alto Duero, Primavera tarda,

¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...

[…]

Con los primeros lirios

y las primeras rosas de las huertas,

en una tarde azul, sube al Espino,

al alto Espino donde está su tierra…

(CXXVI, pp. 549-550)


Si bien escrito el 29 de abril de 1913, el poeta no dará a conocer este poema tan lírico intimismo hasta tres años más tarde, ya en la primavera de 1916. Por entonces, su estado de ánimo irá poco a poco superando su decaimiento emocional y congraciándose de algún modo con la nueva tierra que lo acoge. El estado de duelo en que llegó a Baeza, y el consiguiente quebranto afectivo que lo incapacitaba para percibir muchos aspectos de la realidad circundante ha ido paulatinamente mitigándose, hasta el punto de que llegará a escribir en su momento poemas ciertamente evocadores. Su cambio de actitud se apreciará claramente en unos versos en los que sintomáticamente se refiere ahora al “olivo hospitalario”:

Hoy, a tu sombra quiero

ver estos campos de mi Andalucía,

como a la vera ayer del Alto Duero

la hermosa tierra de encinar veía

(CLIII, II, p. 603).

El paisaje, al que tanta atención prestarían los institucionistas, cobra ahora nueva vida en sus textos:

Desde mi ventana,

¡campo de Baeza,

a la luna clara!

¡Montes de Cazorla,

Aznaitín y Mágina!

[…]

Campo, campo, campo.

Entre los olivos,

los cortijos blancos

(CLIV, I y II, p. 607)


Todo ello concluirá en los meses de otoño de 1919, cuando el poeta, que había solicitado traslado el día 7 de septiembre, anhelando siempre su acercamiento a Madrid, reciba la notificación mediante Real Orden de 30 de octubre de que le ha sido asignada una plaza en Segovia, donde tomará posesión como catedrático del Instituto General y Técnico el 26 de noviembre. Atrás quedan ya los días de meditaciones rurales y de tertulias provincianas en la rebotica de la farmacia de Adolfo Almazán, compañero suyo en el cuadro docente del Instituto. Pero lo cierto es que ahora la localidad jienense comenzará a ocupar un lugar positivo en el fértil espacio de sus evocaciones:

¡Campo de Baeza,

soñaré contigo

cuando no te vea!

(CLIV, IV , p. 608)





Referencias:

- Baltanás, Enrique. Baeza de Machado, de Fanny Rubio, El Libro Andaluz (Málaga), nº 55, junio de 2008, p 36.

- Cerezo, Pedro. El mal del siglo. El conflicto entre Ilustración y Romanticismo en la crisis finisecular del siglo XIX, Madrid / Granada, Biblioteca Nueva / Universidad de Granada, 2003, p. 610.

Chicharro Chamorro, Antonio. Antonio Machado y Baeza a través de la crítica. Granada UGR, 1983.

- Doménech, Jordi. Antonio Machado el creador de Juan de Mairena, siente y evoca la pasión española.Escritos dispersos BVC (1893-1936), ed. cit., p. 230.

- Machado, Antonio. Poesías completas. Austral. 1974