En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

lunes, 7 de octubre de 2024

El Quijote nos hace preguntarnos cómo somos

No hay en todo el mundo una obra literaria más profunda y magnífica. Ésta es, hasta ahora, la última y más grande expresión del pensamiento humano; esta es la ironía más acerba que el hombre ha sido capaz de concebir. Y si el mundo llegara a su fin, y si se preguntara entonces a la gente: “¿Habéis entendido vuestra vida en la Tierra, y a qué conclusiones habéis llegado? El hombre podría señalar, en silencio, el Quijote. 

Dostoievski. (Citado por Hutchinson 2012: 148).


 

Es la pregunta esencial que una lectura profunda del Quijote hace que nos realicemos. Se podría afirmar que esa interrogante constituye nada menos que la trama principal de la obra. Hay dos perspectivas desde las que se puede apreciar el espacio sociológico que animó el mundo de esta novela extraordinaria: desde la mirada que dejó Cervantes sobre los hombres y las situaciones que fue tocando su personaje, y desde el ámbito subjetivo que, con un poco de sutileza, podemos ver rezumado en la conducta del hidalgo manchego. Se trata de dos visiones contrapuestas que, a lo largo de la novela, se enfrentan para crear situaciones aparentemente cómicas, y que son en realidad profundamente aleccionadoras. Y son, si lo miramos bien, aleccionadoras en ese doloroso sentido agustiniano (El sufrimiento es una condición dolorosa de la persona en la que surge la memoria, no permitiendo que nos limitemos a las acciones presentes), y que, paradójicamente, sintetiza la máxima tomista: “la letra con sangre entra”. Porque son golpes durísimos para avivar el sentido común; para despertar del sueño de la inocencia en que nos tiene sumergidos el mundo diario; golpes como aquel que recibió Lázaro de Tormes en la primera lección, cuando empezaba su errancia y su amo el Ciego le pidió que pusiera la oreja en el toro de piedra que está a la entrada del puente de Salamanca para escuchar el ruido de sus entrañas. Antes que oyera nada recibió una tremenda “calabazada” que lo dejó (como diría él) más de “tres días con el dolor de la cornada”; pero eso sólo fue pasajero, porque se quedó con una enseñanza indeleble que le duraría el resto de la vida:

Necio —le dijo su amo—, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el Diablo (Anónimo, 1965: 7).

Es seguro que a nosotros no nos duelan de inmediato las lecciones provocadas por la visión de un loco agujereando cueros de vino, confundiendo los ganados con ejércitos, maltratado por una sarta de presos condenados a las galeras, molido a palos por unos yegüeros, arrastrado por la hélice de un molino de viento, y que hasta nos produzcan risa las escenas en que le avientan un costal de gatos a la cara o lo dejan colgando de un balcón o cuando le escurre el suero de unos quesos desde la bacinica de barbero que trae calzada con la dignidad de un famoso yelmo; aunque, pensados en una segunda oportunidad, estos acontecimientos constituyen lecciones que calan hondo cuando nos percatamos de que los hombres vivimos inmersos en el mismo drama.

¿De qué manera se vincula con nosotros este viejo loco?, ¿de qué manera vivimos un drama semejante al de él? Todos, absolutamente todos, enfrentamos cada día nuestra visión de lo que creemos ser, contra la perspectiva de lo que somos o de lo que el mundo cree que somos. Equivocada o no, inmerecida o bien ganada, inicua o justa, nuestra dimensión social se esgrime frente a nosotros para situarnos, a veces de manera brutal, en la parte del mundo que realmente nos corresponde, la que nos asigna la sociedad. Y es en las situaciones extremas, en las que creemos ser más de lo que somos, en las que soñamos que podemos ser mucho mejores y nos lanzamos a las empresas de la vida con la imagen de ese sueño, en las que perseguimos un anhelo que parece remoto, cuando todo lo que nos rodea se encarga de devolvernos a nuestro sitio, golpeados, revolcados, ridiculizados y seguramente deshechos moralmente. Quien no comprenda este drama vital que nos concierne a todos nosotros, no tendrá capacidad para apreciar la trama de las lecciones que contiene la más importante novela de todos los tiempos.

Veamos cómo empieza este enfrentamiento de perspectivas. Un hidalgo pobre, de provincia, soltero a fuerza de no hallar una contraparte medianamente adecuada, ha dedicado sus ocios a la lectura de las novelas de caballería. Y ha llevado tan lejos esta actividad que semejantes historias acabaron por sorberle el seso. Aquí comienza la primera duda: ¿leer novelas de caballería era en aquellos siglos un entretenimiento honesto? Por un lado, sabemos que muchos personajes como Carlos V, Felipe II, Diego Hurtado de Mendoza, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús; conquistadores como Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés y Alonso Hernández Portocarrero, leyeron estas novelas y aun fueron aficionados a ellas. Por otro, sabemos que estas obras tuvieron muchos opositores, algunos tan influyentes que lograron prohibir su exportación hacia América e incluso su impresión y venta en la propia España (durante las cortes vallisoletanas de 1555). Varias de estas historias generaron pendencias en las tabernas, pues había quien dudara de la castidad de Ginebra y de la caballerosidad de Lancelot, o quien calificara a don Galaor de abusivo y a las doncellas que lo quisieron como unas “mujeres puestas al partido”, es decir, prostitutas.

Leer novelas de caballerías era una actividad que entrañaba peligros, como el de caer en pecado mortal si alguno de estos libros había pasado a formar parte del indice de lectura prohibidas por la Inquisición. Incluso, las historias que parecían más honestas, las de los caballeros que terminaron sus cabalgatas en el cielo convertidos en santos, estaban entre los libros prohibidos por la Inquisición, era el caso de la Caballería celestial del Pie de la Rosa Fragante (1554), de Jerónimo de San Pedro. Mientras que había otras novelas con escenas voluptuosas o muy violentas que jamás tuvieron problemas con las autoridades religiosas y deleitaron a sus lectores de un modo que a todas luces era poco sano. Lo malo no estaba en las lecturas, lo verdaderamente malo era creer que este mundo algún día existió o era susceptible de seguir existiendo y lanzarse a buscarlo pretendiendo ser como alguno de estos héroes. Eso sí era una verdadera chifladura. Porque don Alonso Quijano pudo quedarse en la intimidad de su camarín y ahí, frente al espejo, calzarse la armadura oxidada y tirar mandobles con su vieja espada, brincar en la cama perseguido por un gigante descomunal, arrodillársele a su dama y rechazar cortésmente a una doncella que lo requería en amores, pero eso habría sido conformarse con muy poco. Así es que decidió salir al mundo y mostrarle la fuerza de su brazo y el valor de su ánimo, socorriendo viudas y huérfanos, ayudando a los desvalidos, enderazando “entuertos” de la vida diaria, impartiendo justicia a quien la necesitare.

Ya sabemos que se ordenó caballero en una venta, con un posadero más o menos ilustrado en estos menesteres que, para librarse de un cliente loco, acabó por seguirle la corriente. Y sabemos que, como el Bartolo del Entremés de los romances, quedó en el piso, molido a palos por unos gañanes y declamando con las pocas fuerzas que aún le quedaban:

¿Dónde estás, señora mía,

que non te duele mi mal?

O no lo sabes, señora,

o eres falsa y desleal [...]

¡Oh noble marqués de Mantua,

mi tío y señor carnal! (Quijote I-5; 44).

Es el enorme contraste entre la conducta de los “gañanes” que devuelven a don Quijote a la realidad (los galeotes, los yegüeros, los pastores, etc.) y los ideales que mueven a don Alonso para aventurarse en el mundo constituye la trama de la novela. Sancho Panza es la traba principal de don Quijote, pero todo, absolutamente todo, incluso los personajes que parecen estar con él, tienen como misión frenar sus impulsos. El destino de un hidalgo provinciano era morir en su heredad, con su hacienda completamente extinta, escondido de la gente para no exhibir su pobreza (Tal vez fuera bueno recordar que el descubrimiento de América provocó uno de los mayores desastres económicos de los que se tenga noticia. La hiperinflación dejó saldos desastrosos. La pobreza y el hambre se constituyeron en el denominador común de los siglos XVI y XVII. Estas calamidades tuvieron sus correlatos en la delincuencia, la prostitución y la corrupción. Tan sólo el gobierno de Felipe II se declaró en quiebra nueve veces. Por otro lado, en este periodo se gestó lo que Karl Marx llamó la “acumulación originaria de capitales”, donde el trabajador solo cuenta con su fuerza de trabajo).

El orgullo de estos personajes los imposibilitaba para pedir trabajo o para implorar un mendrugo de pan o para formarse en las puertas de los conventos o las iglesias con el objeto de recibir un poco de “sopa boba”. Pero las lecturas de don Alonso Quijano lo llevan a buscar un mejor destino. Su imaginación se desborda y rebasa su capacidad mental. Loco, se lanza al mundo para emular las aventuras de los héroes que animaron sus lecturas. Y nada, absolutamente nada, detiene sus andanzas. Ni los palos que le dan los rufianes malagradecidos a quienes ayuda, ni los gigantes que lo maltratan, ni los monstruos que lo amedrentan, ni el ridículo en que lo ponen las distintas situaciones, ni sus amigos que pretenden rescatarlo para la cordura, nada lo va a devolver a su destino gris de hidalgo aldeano, sólo una cosa lo vence: cuando descubre el agujero de su media. Lo que no pueden hacer ni el Caballero de los Espejos ni el de la Blanca Luna ni el cura y el barbero, ni todos los enemigos de don Alonso, lo hace un simple agujero en su media. La pobreza asomó su faz, y ésta sí que es un enemigo invencible. La condición social de don Quijote es el preámbulo de la muerte, fue la realidad verdadera que, con todas sus locuras, no pudo evadir y la que acabó llevándolo de regreso a su aldea para liquidar los sueños de un hombre bueno que, a final de cuentas, sólo quiso un mundo mejor para todos.



Referencias

- Anónimo (1965), La vida del Lazarillo de Tormes. Cátedra. Edición de Francisco Rico. 2006.

- Cervantes, Miguel de (1978), Don Quijote de la Mancha. Planeta. Edición con introducción y notas de Martín de Riquer. 1980 Barcelona. 

- Hutchinson, Steven, “El Cervantismo en Estados Unidos”. En: Martínez Mata, Emilio; Ferreiro, Comentarios a Cervantes, Actas selectas del VIII Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas. Oviedo: Fundación María Cristina Masaveu Peterson, 2014, pp. 145-148.

jueves, 3 de octubre de 2024

"Refocilarse con aquellas señoras jacas"


Con el recuerdo de la bella Marcela, y tras el ajetreo del entierro pagano de Grisóstomo, nuestros héroes encuentran el sosiego en un fresco prado junto a un cristalino arroyo. Querían reponer fuerzas y comer lo que hubiera en la alforjas; anhelaban una buena siesta, costumbre que si bien no era propia de caballeros, si lo era de pastores, labradores y, mucho más, de hidalgos.

Todo era agradable en aquella tarde de verano, incluso para el rucio y para Rocinante, a los que dejan sueltos para que pazcan en la abundante yerba. Todo invita por fin al descanso y al deleite del cuerpo. Tanto que hasta el pobre Rocinante siente su sangre arder. Sancho se asombra de verlo “rijoso”, al que las famosos yeguas cordobesas que por allí pactaban habían alborotado. Rocinante parecía tan brioso que decide pasar del delicado pasto y entrar en la sensualidad erótica. Jugar al sexo con las yeguas, o como dice el texto “refocilarse con aquellas señoras jacas”. La frase es una pequeña joya que merecería estar en cualquier antología de la literatura erótica clásica. Cervantes o Cide Hamete, que a la postre es lo mismo, añade que: “en cuanto las olió” se puso garboso y “saliendo de su natural paso” se fue “a comunicar su necesidad con ellas”. Rocinante va hacia ellas contoneándose, “con un trotico picadillo”.

A todos nos parece irónico que esa caja de huesos que es Rocinante imite a Bucéfalo en sus mejores años (lo mismo había hecho su amo arremetiendo contra los gigantes (molinos), como si fuera un héroe de la guerra de Troya). Ese andar enamorado y galán, luciéndose en el trote y en el porte, resulta inolvidable, pero a las jacas, como le pasaba a Marcela con Grisóstomo, parece que le seducía poco el galán, que “al parecer tenían más ganas de pacer” que de lo otro, que, quizá, era un mal momento, o, tal vez, les dolía un poco la cabeza, que en esto no se aclara el autor. Pero la respuesta de las “jacas” no se queda solo en la indiferencia sino que lo cocean y le muerden de tal modo que lo dejan “en pelota” (sin la silla de montar), y además los malvados arrieros lo apalean con saña, hasta tal punto lo golpean que no puede levantarse del suelo -esto nos suena en su amo, pero aquí la aventura ha pasado del caballero al caballo-.

Amo y escudero sienten tanta rabia por la frustración amorosa de Rocinante que deciden a una vengarlo y arremeten contra los veinte arrieros. Don Quijote, frente a todas las leyes de la caballería, hiere con sus espada a uno de ellos, gente “soez y de baja ralea”. Los arrieros se vengan, son más y, a estacazo limpio, los dejan molidos como a Rocinante. Sancho también está dañado y para reparar sus dolores se acuerda de esa “bebida del feo Blas” de la que su amo hablara no ha mucho que obraba milagros, y don Quijote le promete “que antes que pasen dos días…” estará curado de todos los males.

Eso le pasa -piensa don Quijote- precisamente por haber roto el código caballeresco. Don Quijote no se siente afectado pues este asunto nada tiene que ver con la caballería, solo ha sido un lance de amores y sabe de sobra que en estas cuestiones es corriente salir trasquilado al ir por lana, y más cuando los amores no son corteses. Tan afectados quedan caballo y caballero que el uno no puede montar y el otro no podría con la montura, así que el rucio se hará cargo del maltrecho caballero al que el escudero ha de acomodar en su albarda ya que el caballero no se tiene en pie.

Con esa lastimosa imagen llegan los cuatro compañeros de aventuras a otra venta, que por supuesto será castillo… y de los buenos, pues la acogida trae consigo la continuación de la sensualidad erótica: la hija del señor del castillo se había enamorado de él -piensa don Quijote-. En la noche del castillo, será la única vez que nuestro héroe abrace a una dama, aunque el castillo sea venta, la dama sea “otra” y el azar también: “Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuenta de vidrio, pero a él le parecieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia… Y el aliento, que, sin duda alguna olía a ensalada, fiambre y trasnocha, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático.”

Luego la realidad de los palos se impone al deber caballeresco, no es que sea “tan sandio caballero” como para no gozar del momento. Es que no puede, esta molido. Es entonces cuando el arriero que había quedado con Maritormes la ve en brazos de otro y no puede remediar su rabia. Ese otro es nuestro héroe al que le da un puñetazo que le rompe los dientes y le patea de nuevo las costillas, dejándolo maltrecho en el catre.

Es el momento de recurrir al mito del “Bálsamo de Fierabrás”, la panacea para cualquier mal según la Historia de Carlomagno. Don Quijote lo necesita y conoce la fórmula para prepararlo: mezcla lo ingredientes que el ventero da a Sancho, los echa en una olla y los cuece en tanto que reza más de ochenta “paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos” y bendiciones. Se bebe la mezcla y al poco la vomita, suda y pide descansar… ¡Oh! Maravilla, en unas tres horas se siente sano del todo.

Sancho también quiere probar ese prodigio y don Quijote se lo concede, pero Sancho solo es escudero, y esa pócima solo surte efectos en caballeros, le provoca una una angustia inmensa y cuando consigue vomitar lo hace “por entrambos canales”.

Don Quijote tiene prisa, y ahora es él quien ensilla su caballo y enalbarda el rucio. Solo faltaba que el ventero le pidiera que pague la estancia, y lo hizo. “Vos sois un sandío y mal hostelero” le respondió Don Quijote, y sin mirar atrás y sin que nadie le detuviese abandonó el castillo que resultó ser venta.

Don quijote abandona a Sancho. Y es entonces cuando sucede lo de manteo del escudero por una sarta de pícaros y juerguistas: cuatro cargadores de Segovia, “tres agujeros del potro de Córdoba” y dos de la feria de Sevilla. Los gritos de dolor de Sancho llaman la atención de su amo, que por encima de la tapia lo ve subir y bajar, al que, dice el autor, que “si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera”.

Es, quizá, la única vez que el caballero no se porta como todos esperamos de él. Solo otra pobre desgraciada, Maritormes, ayuda a Sancho, dándolo de beber una jarro de agua fresca del pozo que le haría más bien en su cuerpo que el “santísimo bálsamo” de su señor. Pero Sancho prefiere un poco de vino, que la buena moza trae y paga de su propio bolsillo.