En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

jueves, 3 de octubre de 2024

"Refocilarse con aquellas señoras jacas"


Con el recuerdo de la bella Marcela, y tras el ajetreo del entierro pagano de Grisóstomo, nuestros héroes encuentran el sosiego en un fresco prado junto a un cristalino arroyo. Querían reponer fuerzas y comer lo que hubiera en la alforjas; anhelaban una buena siesta, costumbre que si bien no era propia de caballeros, si lo era de pastores, labradores y, mucho más, de hidalgos.

Todo era agradable en aquella tarde de verano, incluso para el rucio y para Rocinante, a los que dejan sueltos para que pazcan en la abundante yerba. Todo invita por fin al descanso y al deleite del cuerpo. Tanto que hasta el pobre Rocinante siente su sangre arder. Sancho se asombra de verlo “rijoso”, al que las famosos yeguas cordobesas que por allí pactaban habían alborotado. Rocinante parecía tan brioso que decide pasar del delicado pasto y entrar en la sensualidad erótica. Jugar al sexo con las yeguas, o como dice el texto “refocilarse con aquellas señoras jacas”. La frase es una pequeña joya que merecería estar en cualquier antología de la literatura erótica clásica. Cervantes o Cide Hamete, que a la postre es lo mismo, añade que: “en cuanto las olió” se puso garboso y “saliendo de su natural paso” se fue “a comunicar su necesidad con ellas”. Rocinante va hacia ellas contoneándose, “con un trotico picadillo”.

A todos nos parece irónico que esa caja de huesos que es Rocinante imite a Bucéfalo en sus mejores años (lo mismo había hecho su amo arremetiendo contra los gigantes (molinos), como si fuera un héroe de la guerra de Troya). Ese andar enamorado y galán, luciéndose en el trote y en el porte, resulta inolvidable, pero a las jacas, como le pasaba a Marcela con Grisóstomo, parece que le seducía poco el galán, que “al parecer tenían más ganas de pacer” que de lo otro, que, quizá, era un mal momento, o, tal vez, les dolía un poco la cabeza, que en esto no se aclara el autor. Pero la respuesta de las “jacas” no se queda solo en la indiferencia sino que lo cocean y le muerden de tal modo que lo dejan “en pelota” (sin la silla de montar), y además los malvados arrieros lo apalean con saña, hasta tal punto lo golpean que no puede levantarse del suelo -esto nos suena en su amo, pero aquí la aventura ha pasado del caballero al caballo-.

Amo y escudero sienten tanta rabia por la frustración amorosa de Rocinante que deciden a una vengarlo y arremeten contra los veinte arrieros. Don Quijote, frente a todas las leyes de la caballería, hiere con sus espada a uno de ellos, gente “soez y de baja ralea”. Los arrieros se vengan, son más y, a estacazo limpio, los dejan molidos como a Rocinante. Sancho también está dañado y para reparar sus dolores se acuerda de esa “bebida del feo Blas” de la que su amo hablara no ha mucho que obraba milagros, y don Quijote le promete “que antes que pasen dos días…” estará curado de todos los males.

Eso le pasa -piensa don Quijote- precisamente por haber roto el código caballeresco. Don Quijote no se siente afectado pues este asunto nada tiene que ver con la caballería, solo ha sido un lance de amores y sabe de sobra que en estas cuestiones es corriente salir trasquilado al ir por lana, y más cuando los amores no son corteses. Tan afectados quedan caballo y caballero que el uno no puede montar y el otro no podría con la montura, así que el rucio se hará cargo del maltrecho caballero al que el escudero ha de acomodar en su albarda ya que el caballero no se tiene en pie.

Con esa lastimosa imagen llegan los cuatro compañeros de aventuras a otra venta, que por supuesto será castillo… y de los buenos, pues la acogida trae consigo la continuación de la sensualidad erótica: la hija del señor del castillo se había enamorado de él -piensa don Quijote-. En la noche del castillo, será la única vez que nuestro héroe abrace a una dama, aunque el castillo sea venta, la dama sea “otra” y el azar también: “Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuenta de vidrio, pero a él le parecieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia… Y el aliento, que, sin duda alguna olía a ensalada, fiambre y trasnocha, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático.”

Luego la realidad de los palos se impone al deber caballeresco, no es que sea “tan sandio caballero” como para no gozar del momento. Es que no puede, esta molido. Es entonces cuando el arriero que había quedado con Maritormes la ve en brazos de otro y no puede remediar su rabia. Ese otro es nuestro héroe al que le da un puñetazo que le rompe los dientes y le patea de nuevo las costillas, dejándolo maltrecho en el catre.

Es el momento de recurrir al mito del “Bálsamo de Fierabrás”, la panacea para cualquier mal según la Historia de Carlomagno. Don Quijote lo necesita y conoce la fórmula para prepararlo: mezcla lo ingredientes que el ventero da a Sancho, los echa en una olla y los cuece en tanto que reza más de ochenta “paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos” y bendiciones. Se bebe la mezcla y al poco la vomita, suda y pide descansar… ¡Oh! Maravilla, en unas tres horas se siente sano del todo.

Sancho también quiere probar ese prodigio y don Quijote se lo concede, pero Sancho solo es escudero, y esa pócima solo surte efectos en caballeros, le provoca una una angustia inmensa y cuando consigue vomitar lo hace “por entrambos canales”.

Don Quijote tiene prisa, y ahora es él quien ensilla su caballo y enalbarda el rucio. Solo faltaba que el ventero le pidiera que pague la estancia, y lo hizo. “Vos sois un sandío y mal hostelero” le respondió Don Quijote, y sin mirar atrás y sin que nadie le detuviese abandonó el castillo que resultó ser venta.

Don quijote abandona a Sancho. Y es entonces cuando sucede lo de manteo del escudero por una sarta de pícaros y juerguistas: cuatro cargadores de Segovia, “tres agujeros del potro de Córdoba” y dos de la feria de Sevilla. Los gritos de dolor de Sancho llaman la atención de su amo, que por encima de la tapia lo ve subir y bajar, al que, dice el autor, que “si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera”.

Es, quizá, la única vez que el caballero no se porta como todos esperamos de él. Solo otra pobre desgraciada, Maritormes, ayuda a Sancho, dándolo de beber una jarro de agua fresca del pozo que le haría más bien en su cuerpo que el “santísimo bálsamo” de su señor. Pero Sancho prefiere un poco de vino, que la buena moza trae y paga de su propio bolsillo.

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