En el prólogo de “Rebelión en la granja”, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: “si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, siempre consideré siguiendo a Orwell que la misión de todo el que escribe no es halagar a nadie, sino desnudarse y más bien aguijonear al lector, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos controvertidos. Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía. Esta melancolía se eleva exponencialmente cuando esa libertad, es manifestada en la redes sociales, pues al descubrir las ideas uno se convierte en blanco de los demás.

lunes, 26 de febrero de 2024

El milagro de la palabra


En el libro El jardín de los senderos que se bifurcan, concebido en 1941, Jorge Luis Borges nos ofrece, en el relato «Pierre Menard autor de El Quijote», un acercamiento a la teoría literaria vigente ahora, a principios del siglo XXI, que pone el acento no tanto en el texto, sino en la manera cómo se lee e interpreta un escrito. Ese cuento es la apoteosis ficcional del lector.

Pierre Menard, personaje inventado por Borges, es un autor del siglo XIX que quiere escribir El Quijote. Su propósito no es el mismo de los contemporáneos de Cervantes que desearon continuar con las aventuras del Caballero de la Triste Figura para aprovechar el éxito del libro y hacer escarnio de su autor. Tampoco se propuso añadir páginas que se le hubieran olvidado a Cervantes, como fue el objetivo del ecuatoriano Juan Montalvo; sino que quiere rescribir la inmortal obra para ser el verdadero autor de El Quijote y ofrecer como propio, línea a línea, coma a coma, ese texto prodigioso.

Un volumen así, de un autor del siglo XIX, es para el lector completamente diferente, aunque sea idéntico, en cada palabra, al que publicó Cervantes. Si el texto se lo atribuimos al llamado Manco de Lepanto, el lenguaje utilizado es el natural al de la época que le tocó vivir al escritor español, a fines del siglo XVI y principios de siglo XVII, pero si pensamos que lo escribió un escritor francés del siglo XIX, el lenguaje nos resulta anacrónico, propio de alguien que conoce el castellano como segunda lengua y que tiene que suplir el habla diaria con el conocimiento que dan viejos libros. En dos palabras, la idea social que tengamos del autor, modifica la interpretación del texto.

Para Borges, todo texto, es definitivamente original porque el acto de creación no está en la escritura sino en la lectura. El crítico francés Gerad Genette (1966:37) continuando esta idea de Borges, sostiene que la génesis de una obra, en el tiempo de la historia y en la vida de un autor, es el momento más contingente e insignificante de su duración. El tiempo de las obras no es el tiempo definido por la escritura, sino por el tiempo indefinido de la lectura y de la memoria. El sentido de los libros está delante de ellos y no detrás, está en nosotros. Un libro no tiene una interpretación definitiva, no es una revelación que debemos sufrir, es una reserva de formas que esperan un sentido, es «la inminencia de una revelación que no se produce» y que cada uno debe crear, basándose en los propios esfuerzos, como decimos en el habla cotidiana.

Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) está considerado el escritor más importante de la lengua española. Su libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, conocido popularmente como El Quijote, es el libro más leído, después de La Biblia. Si algo, fuera de su talento literario, hay que admirar en el hombre Cervantes, es su tenacidad, la voluntad a toda prueba de llevar adelante sus planes, por encima de las las dificultades que la vida le iba poniendo delante.

La primera parte de El Quijote apareció en 1605. Ni antes ni después ha habido un golpe de fortuna como ése. El libro concebido inicialmente en prisión daba rienda suelta a la melancolía y el enfado de su autor, pero era sobre todo una reflexión de vida. Cuando nos internamos en sus páginas nos divertimos y aprendemos. Don Quijote tenía, cuando se lanzó en busca de aventuras, la misma edad que Cervantes y también su mismo aspecto físico. La pareja Quijote-Sancho, al principio símbolos de los sueños y de la realidad, se ha convertido en la más popular de las ficciones literarias. Cervantes expresa lo más profundo que tiene en sí y lo hace con distintas máscaras, obteniendo así una gran libertad para expresarse. El resultado es una ambivalencia de actitud que discurre por todo el libro y aumenta su complejidad. El caballero y su escudero deambulan por España en busca de aventuras, siguiendo el capricho de Rocinante, el único caballo en la literatura que tiene personalidad.

En el texto se establecen una serie de contrastes fijos que determinan los niveles de tensión. Uno de ellos es una situación real y lo que ésta parece a don Quijote. Existe también una expresa diferencia entre los sentimientos nobles y exaltados del caballero y la astucia y egoísmo del campesino Sancho y, de otro lado, una oposición entre los sensatos y agudos argumentos de Don Quijote (loco cuerdo lo llamó el propio autor en boca del Caballero del Verde Gabán) y sus virulentas fantasías cuando el asunto de la caballería preocupa a su magín. Cada situación hace entrar en juego dos de estos contrastes por lo menos y el lector queda con el ánimo en suspenso, hasta saber precisamente cómo se decidirá el conflicto.

Cervantes tenía, como bien se sabe, una desmesurada vocación literaria, y El Quijote ocupaba un lugar preferencial en sus preocupaciones, pero tal hubiera demorado la segunda parte, o no la habría terminado si no hubiera aparecido un libro apócrifo, el llamado ahora Quijote de Avellaneda que pretendía continuar las hazañas del hidalgo manchego. Espoleado por su imitador, Cervantes dio esa segunda parte de su libro en 1615, que redondea las aventuras de sus dos héroes.

Volvamos al principio. La primera parte del libro, aquella de 1605, se tituló El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y la segunda, de 1615, El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Poco se ha reparado en esta ligera diferencia en el título y el rótulo de la primera, el que ha prevalecido para denominar a la novela completa. Todo hace pensar que Cervantes empezó a escribir la novela en 1598. Comienza con una dedicatoria al duque de Béjar. Después nos encontramos con un prólogo en el que se dilucida el propósito de ofrecer una invectiva contra los libros de caballerías; también hay pullas contra Lope de Vega, que había adelantado opinión contra el libro. En la época se acostumbraba que los autores de obras literarias pidiesen a escritores de fama poesías laudatorias para encabezar sus libros.

El propósito irónico de Cervantes quedó claro para los lectores desde el principio, pues inserta a continuación del prólogo una serie de poesías burlescas firmadas por fabulosos personajes de los mismos libros de caballería que se proponía parodiar, lo que también podría ser una manera de convocar a las musas que le eran esquivas. Hallamos sonetos firmados por Amadís de Gaula, don Belianís de Grecia, Orlando el furioso, el Caballero del Febo. Así, el lector puede advertir desde el principio que tenía entre manos una obra de intención satírica y paródica.

La narración se abre con una descripción de las costumbres y estado del protagonista Alonso Quijano, Quijada, Quesada o Quejana. Algunos consideran esta fluctuación de apellidos, como uno de los habituales descuidos de Cervantes, pero existe otra interpretación, aquella que considera más bien la familiaridad con un personaje que necesita ser ubicado, pero por el que no se guarda especial consideración. Tratándose de un personaje de alta alcurnia, Cervantes no se habría permitido esas vacilaciones. Sin embargo, conforme va avanzando la narración, prevalece Alonso Quijano por encima de otras denominaciones.

Este hidalgo tiene cincuenta años, una mediana posición, menguadas rentas que gasta en la compra de libros de caballerías, cuya lectura lo ha conducido a la locura. Obsérvese que desde las primeras líneas del libro, hasta casi el final, don Quijote tiene observaciones llenas de sensatez sobre los más variados asuntos. Es, lo que, acomodándonos al espíritu del libro, podemos llamar un loco «temático». Don Quijote no distingue entre realidad y fantasía tratándose del tema de la caballería y, por consiguiente, cuando se trata de su amada, la sin par Dulcinea; pero en cualquier otro asunto, discurre como el más sabio de los mortales. Como sostiene Gerald Brenan, Cervantes ha hecho a su caballero no sólo más noble, y, pese a sus ansias de renombre, más desinteresado que cualquiera de las personas que nos presenta como cuerdas, sino más inteligente. Un buen ejemplo se hallará en los deliciosos pasajes en los que don Quijote multiplica los argumentos sutiles y convincentes en apoyo de una opinión que todo el mundo puede ver que es errónea. Su inteligencia trabaja más lúcidamente cuando la tesis es difícil de defender. El tema de la locura del Quijote ha hecho correr ríos de tinta. Bástenos decir por ahora que se engarza con una característica de Cervantes que es una de las claves de su modernidad: el desinteresado deleite en lo absurdo, que se complementa con una afición al doble sentido, voluntad de sugerir más que de declarar, gusto por la ambigüedad y la sutileza, en sí mismas. El humorismo más corriente en la época, inglés o francés, tenía implicancias morales, por lo que ahora nos parece menos gracioso. Un poco arbitrariamente puede compararse también a Cervantes con un escritor irreverente de los tiempos actuales, un vanguardista aficionado al disparate puro.

Es así como en la novela Alonso Quijano decide hacerse caballero andante y salir por el mundo en busca de aventuras. Limpia lo mejor que puede una viejas armas que habían sido de sus bisabuelos, y, como no tenían celada, las completa con unos endebles cartones. He aquí el primer grueso desacomodo que llama la atención del lector de esa época. Don Quijote a principios del siglo XVII sale con una armadura que corresponde a finales del siglo XV. Pero no solamente ocurre con la vestimenta. El espíritu arcaico está sobre todo en la manera de comprender la vida y en el lenguaje arcaizante de los libros de caballería. Pero no se tome esta frase al pie de la letra. Conviene matizarla. Cervantes adorna el lenguaje de su época con frases que corresponden a otra, pero el libro en su conjunto responde a las necesidades expresivas de la época en que fue escrito. Quijote habla de un modo arcaizante, pero todos los demás personajes usan el lenguaje corriente en aquellos días.

Alonso Quijano toma como montura un viejo rocín de su propiedad al que bautiza como Rocinante, nombre que le pareció «alto sonoro y significativo» y adopta el nombre de don Quijote de la Mancha, para lo que antepone el don, al que no tenía derecho, y desfigura su apellido, Quijano, con el cómico sufijo «ote». Todo esto es difícil de advertir ahora, pero basta una meditación ligera para advertir la intención de Cervantes. Percibiendo que todo caballero andante debería estar enamorado de una dama a la que se podría encomendar en los trances peligrosos y a quien debería ofrendar los frutos de sus victorias, decide hacer dama suya a una moza labradora «de muy buen parecer» llamada Aldonza Lorenzo, de la que tiempo atrás había estado algo enamorado sin llegar a darle cuenta de sus sentimientos. Y así se va construyendo el imaginario erótico de nuestro héroe. Dulcinea, si reparamos bien, no aparece un solo instante en las páginas de la novela. Don Quijote, en cuya mente se ha verificado la identidad entre Aldonza Lorenzo y Dulcinea, mantendrá esa yuxtaposición celosamente en secreto. Sólo una vez se lo comunica a Sancho cuando necesita enviarle un mensaje a Dulcinea. Así, el escudero sabe la verdad de lo que pasa en la imaginación de su amo. Sancho, en este asunto, engaña dos veces a don Quijote, primero inventándole una escena entre él y Aldonza y después, en la segunda parte del libro, haciéndole creer que Dulcinea es una zafia labradora con la que se encuentran en el camino. Podemos concluir en que si bien Aldonza Lorenzo no aparece nunca en el relato, está muy presente en el imaginario de los dos personajes principales. Don Quijote hablará y obrará siempre como si se tratara de una nobilísima princesa llamada Dulcinea del Toboso. Aldonza Lorenzo es un personaje desfigurado en dos direcciones: idealizada por Don Quijote que la convierte en paradigma de dulzura y nobleza, nobleza degradada por Sancho que hace de ella un monstruo de fealdad y una hembra zafia y soez. Toda la novela se basa en un error, producto de la locura del protagonista que, como se ha dicho, es sensato y prudente en todo lo que no roce con su desviación monomaníaca.

Sancho, con su rusticidad, su avidez, sus miedos y sus sandeces, sirve de contrapunto a las divagaciones metafísicas y amorosas de don Quijote. Al principio es un campesino rudo y hasta cierto punto tonto que no sabe a que tipo de aventuras se ha metido, pero poco a poco va adquiriendo picardía, familiaridad con el mundo fantástico de don Quijote, e inclusive cuando llega a ser gobernador de la deseada ínsula, tendrá juicios certeros y sanos juicios, dictaminando con propiedad en casos de justicia verdaderamente complicados. A partir de la aparición de Sancho Panza, la novela cobra un brío que solo las grandes narraciones tienen. En El Quijote, como explica Gerald Brenan, encontramos aquello tan indefinible pero realmente existente que es el sabor de la España de fines del siglo XVI y principios de XVII. La mayor parte de los escenarios por los que se desplaza la inmortal pareja de Quijote y Sancho son las caminos, las ventas y posadas, que el propio Cervantes conocía a la perfección pues los había recorrido innumerables veces en su condición de recaudador de impuestos. Ese espacio inmenso, proteico, le permitió incluir en su narración a todos los tipos humanos imaginables: clérigos, alguaciles, pastores, comerciantes, condes, barberos, bachilleres, forzados, damas, aldeanas, venteros, mozos de cuerda, doncellas, dueñas, que van entrando y saliendo de la narración sin ser olvidados por los protagonistas. Si la narración da en un primer momento la impresión de ser lineal y que el autor para evitar la monotonía que suele atribuirse a las novelas largas, va intercalado relatos que distraen al lector como el relato hermosísimo de El curioso impertinente u otras historias que cumplen la misma función, descubrimos después, especialmente en la segunda parte, que el recurso más extendido y mejor utilizado por Cervantes es de otra laya: los episodios, inclusive los más apartados de la trama central, se relacionan por un sistema de lo que llamaremos de «ecos» con las peripecias de Quijote y Sancho. Dicho de otro manera, los episodios considerados secundarios en una primera lectura, no están puestos en cada lugar sólo para dar coloratura, indispensable para evitar desmayos en la lectura; son filamentos, delgadas venas de un torrente sanguíneo central, del cual viven y al cual alimentan. Tan es así que el lector cuando cierra el libro, después de terminarlo, tiene la sensación, de que nada falta y nada sobra en esa narración prodigiosa.

Las mejores partes de la novela, es difícil dudarlo, son las conversaciones entre Quijote y Sancho. Mientras uno representa el altruísmo, el otro encarna el propio interés; mientras uno sabe las cosas que dicen los libros, el otro conoce lo que le enseña la vida. Pero a medida que el libro avanza ambos se influyen recíprocamente. El zafio Sancho se va tornando sensato y el soñador Quijote termina por renunciar a la caballería. Estas vidas enlazadas, vivifican y ayudan a diversificar toda la narración, constituyendo un par inmortal que camina por el mundo. Existe un instante crucial en la vida de Sancho y Quijote: es el momento en que Sansón Carrasco informa al amo y al criado de que su historia anda ya impresa en libros. La reacción ante la fama de don Quijote y de su escudero es diversa: el amo, que la ha creado de la nada, pura y sin mancha en su propia mente, la recibe receloso, temiendo que la gloria real no sea tan limpia y bella como la soñada. Sancho, en cambio, se entrega con ingenuidad al goce de este nuevo placer, sentimiento preparado por el novelista con mano maestra.

Habían trascurrido diez años después de la aparición de la primera parte de Don Quijote cuando Cervantes, en 1615, dio a la imprenta la segunda parte. Un año antes, en 1614, un autor desconocido, Alonso Fernández de Avellaneda, cuya identidad no se ha podido determinar, publicó en Tarragona una continuación apócrifa de la novela cervantina con el título de Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, en cuyo prólogo atacó desmedidamente al autor que estaba plagiando. A la distancia, sin embargo, podemos interpretar la aparición de la novela espúrea, como un sesgado homenaje a Cervantes. La aparición de ese libro que se apoderaba de sus personajes causó desazón al gran Cervantes, pero no le hizo perder el hilo de lo que venía pergeñando, antes, más bien, aprovechó algunos episodios de su emboscado antagonista, para aclarar la verdadera autoría de El Quijote.

Uno de los episodios más conmovedores del libro ocurre en el capítulo XXI del primer tomo, cuando don Quijote y Sancho se encuentran con una comitiva formada por doce hombres encadenados que caminan custodiados por guardianes que los conducen, como delincuentes que van, a cumplir la condena remando en las galeras del rey. Don Quijote los detiene y toma conocimiento de las fechorías que han cometido. Entre los galeotes está Ginés de Pasamonte, el más cargado de delitos. Don Quijote, interpretando sesgadamente uno de los fines de la caballería medieval -dar libertad al forzado o esclavizado- aunque ello suponga el olvido de los principios de justicia y de castigo de los malhechores que constituía uno de los puntos esenciales del código caballeresco. Cuando Ginés de Pasamonte y el resto de forzados, son liberados, don Quijote les pide que se presenten ante Dulcinea del Toboso, en nombre del Caballero de la Triste Figura, que es como lo había bautizado Sancho a don Quijote, con su anuencia. Al negarse los galeotes, montó en cólera don Quijote y trató de don hijo de puta a Ginés de Pasamonte, llamándolo Ginesillo de Parapilla. A caballero y escudero les llovieron las piedras y quedaron descalabrados. Viéndose tan mal parados don Quijote dijo a su escudero:

Siempre, Sancho, he oído decir que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar.

El ejemplo propuesto, uno entre tantos otros ricos episodios del libro, nos dan indicios de que El Quijote surgió de las largas y penosas experiencias de frustración y fracaso de Cervantes. La desilusión es uno de los grandes temas de la literatura española y el que mejor la encarna es Cervantes. Gerald Brenan dice que los españoles, que ponen sus esperanzas muy altas, esperan un milagro que las realice, se sienten con frecuencia decepcionados por la vida y que Cervantes también se había iniciado con mucho optimismo, pero la renunciación era ya parte considerable de su naturaleza. Todo esto es verdad, pero acaso no corresponda exclusivamente a los españoles, sino a la especie humana, que asocia madurez con postergación del deseo y con la aceptación de la realidad. En todo caso, quisiéramos rescatar también el otro lado de Cervantes y de su don Quijote: la desaforada capacidad de la idealización de la mujer amada y la fe insobornable en la literatura como vehículo de comunicación entre los hombres.


Referencias bibliográficas

ALBORG, Juan Luis (1967): Historia de la literatura española. Tomo II. Gredos, Madrid.

BRENAN, Gerarld (1958): Historia de la literatura española. Losada. Buenos Aires.

CERVANTES, Miguel (2004) [1605-1615]: Don Quijote de la Mancha. Real Academia Española. Asociación de Academias de la Lengua Española. San Pablo.

DE RIQUER, Martín (1959): «El Quijote». En: Diccionario literario. González Porto-Bompiani. Tomo VII. Montaner y Simón. Barcelona.

GENETTE Gerard (1966): Figures. Edicions du Seuil, Paris.

KENKIK, Malveena (1970): Cervantes. Salvat, Madrid.


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