Una vida sin examen no
merece la pena ser vivida
Apología.
Sócrates
A
veces me obligo a observarme, a juzgarme, aunque sólo sea para
llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veo forzado a
vivir. Lo más profundo de mi autoconocimiento es oscuro, interior,
informulado, secreto como una complicidad conmigo mismo. La mayoría
de los hombres gustan de resumir su vida en una fórmula, a veces
jactanciosa o quejumbrosa, casi recriminatoria; el recuerdo les
fabrica, complaciente, una existencia explicable y clara. Mi vida
tiene contornos menos definidos. Como suele suceder, lo que no fui, o
tal vez lo que quise ser, es quizá lo que más ajustadamente la
define: buen soldado y por eso en modo alguno hombre de guerra;
aficionado a las letras; capaz de cualquier cosa y por tanto un poco
abrumado al pensarlo, porque los límites ahora no sé dónde
situarlos. Sin embargo no me considero de esos hombres que se sitúan
en posición extrema, aunque temo que si soy capaz de llegar a ella,
de donde resbalo cuando me veo o me pienso en esa posición. No soy
melindroso ni tiquismiquis. Tampoco puedo jactarme, como situaba el
filósofo al virtuoso, de una existencia ubicada en el justo medio.
Creo que como la mayoría de los hombres mis pensamientos, mis
hechos, mi potencial de vida se distribuye a lo largo de un amplio
espectro, en una escala muy larga, y como la mayoría de los hombres,
en un muestreo, mis sucesos potenciales o reales, estarían en torno
a la media, aunque, por la influencias de mi geografía y mi tiempo,
seguro que soslayando la moda.
El
paisaje de mis días parece estar compuesto, como la montaña, de
materiales diversos amontonados sin orden alguno. Veo allí mi
naturaleza, ya compleja, formada por partes semejantes de instinto y
de cultura, como dicen los sociólogos de parte innata y parte
adscrita. Aquí y allá afloran los granitos de lo inevitable; por
doquier, los desmoronamientos del azar. Trato de seguir un plan, de
establecer unos parámetros en mi vida, pero pronto me doy cuenta que
este plan es ficticio, una ilusión óptica formado por un relámpago
de mi mente como reflejo de un recuerdo pasado o tal vez futuro. De
tiempo en tiempo, por un encuentro, por un presagio, un rosario de
sucesos me hacen reconocer una fatalidad; pero demasiados caminos no
llegan a ninguna parte, como demasiadas sumas de sucesos no se
adicionan. Percibo la presión de las circunstancias; sus rasgos se
confunden como un reflejo en el agua. Entre el "yo" y los
actos que me constituyen existe una red indefinible. La prueba está
en que sin cesar siento la necesidad de pensarlos, explicarlos,
justificarlos ante mí mismo. Ciertos trabajos efímeros fueron
despreciables, pero otras ocupaciones que abarcan toda mi vida no me
parecen más significativas; y también podría decir lo contrario.
Esencial hay muy poco. Yo podría haber sido otro. Tal vez lo sea;
siempre lo he pensado, siempre me lo he preguntado, ¿y si el “yo”
nada tiene que ver con el ser?
De
todas maneras la mayoría de mí "yo" escapa a esta
definición por los actos: la masa de mis veleidades, mis deseos, mis
proyectos, mis sueños, están ocultos como en una nebulosa y salen,
huyen de mí confundidos o tapados por velados deseos, proyectos,
sueños nuevos, que si se repiten, sólo es en una pequeña parte,
moldeados por el brazo inconformista de un exigente escultor. El
resto es la parte palpable más o menos autentificada por los hechos,
apenas si es más distinta, y la sucesión de los acaecimientos se
presenta tan confusa como en los sueños. De pronto mi vida me parece
trivial, indigna para mis propios ojos, como la del que pasa por la
cera de enfrente sin mirarme a la cara. De pronto me parece única, y
por eso sin valor, inútil. No puedo explicar mis pocos vicios y mis
escasas virtudes no dan para ello; mi felicidad vale algo más, pero
a intervalos, sin continuidad, y sobre todo sin causa aceptable. Pero
como todo humano me resisto a dejarme caer en los brazos del azar, a
no hacer nada esperando que suceda algo. Una parte de mi vida, como
en cualquier vida por insignificante que sea, trascurre en buscar las
razones de ser: el origen, la vida misma, el fin. Traspaso también
este espacio temporal que me inquieta lo desconocido y sobre todo
aquí la duda se eleva por procedimientos geométricos.
A
lo largo de mi vida, sucesivamente, diversos personajes han reinado
en mí, ninguno por mucho tiempo, pero el tirano caído recobraba
rápidamente el poder y volvía a gobernarme. He albergado así, con
el tiempo van desapareciendo muchos, al joven escrupuloso, inclinado
a la disciplina que compartía alegremente las privaciones del campo;
al melancólico soñador de imposibles quimeras, al idealista
defensor de dogmas fracasados, al amante dispuesto a todo por un
momento de vértigo, al joven altanero que se quería comer el mundo,
sin ocultar a sus amigos su desprecio por la forma en que van las
cosas, al revolucionario que quería hacer astillas la comodidad de
la que gozaba. Pero tampoco olvidemos al adulador que para no
desagradar tragaba sapos y culebras, al jovenzuelo que opinaba sobre
cualquier cosa con ridícula seguridad; al conservador apasionado y
frívolo, capaz de perder a un buen amigo por una frase ingeniosa; al
soldado que cumplía con precisión maquinal sus tareas de guerrero.
Y he sido también ese personaje propio del dieciocho, vacante, sin
nombre, sin lugar en la sociedad, pero tan yo como todos los otros,
simple juguete de las cosas, ni más ni menos que un cuerpo, vagando
por la nada, por el capricho ajeno, tendido en un colchón de
farfolla, distraído por un olor, ausente por un dolor, ocupado por
un aliento, vagamente atento a un eterno zumbido de origen dudoso.
He
dudado de quién soy, pero como buen Quijote,
sé que soy el que soy, pero también puedo ser el que piensan que
soy, y sobre todo “sé quién puedo llegar a ser”. Vivo bajo el
estigma del héroe, y soy, por tanto, victima de mis dudas y
dueño de mis pocas certezas, de mi educación y sus compromisos: me
atormentan a veces ciertas cosas sencillas, el incierto futuro, y,
claro, el temor a perder las pocas cosas que me tienen, y la
intimidad más cotidiana.
Texto inédito de: Del cinamomo al laurel. 57