-¡Sí,
sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y,
finalmente, el regocijo de las musas!
-Ese
es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo,señor,
soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguno de las
demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra
y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del
camino. (Cervantes. El Persiles.)
Federico
García
Lorca es
conocido por su habilidad y destreza en el uso de las palabras. Su
obra se caracteriza por el ímpetu y la pasión propia de aquel que
posee el
duende.
Pero ¿qué es el duende? Para un materialista, no cabe duda que, como diría Cervantes, es una
patraña, una invención, una superstición de la tradición
andaluza. Eso es lo lógico pensar. Pero hagamos otra pregunta,
¿creía Federico en el duende? Ese mismo materialista diría que aquí solo cabe una respuesta que es literaria: a Federico le vino muy bien para explicar su expresionismo, su creacionismo y el surrealismo de su obra. Dicho esto, sobre la
base de la obra de Lorca y apoyado en sus palabras diré que el
duende es
esa fuerza creativa desgarradora que penetra en las entrañas de las
personas, seduciéndonos, adentrándonos a través del discurrir de
la palabra en los misterios que acongojan al hombre.
La
inquietud de García Lorca por sondear y penetrar los rincones más
íntimos del ser humano nace de un apasionado amor a la vida y de un
deseo ardiente de exponer a la muerte la fatalidad innata e
inevitable de todo lo viviente. El universo lorquiano está
caracterizado por esa reflexión sobre el tiempo que pasa y la muerte
que nos acecha de manera segura e implacable y que, lejos de quedarse en
un discurso meramente trágico, ofrece al ser humano el impulso más
profundo de desplegar su potencial creativo.
En
el año 1933, en la Sociedad de Amigos del Arte de Buenos Aires,
Federico García Lorca con
el título Juego
y teoría del duende,
impartió
una conferencia
sobre "el espíritu oculto de la dolorida España". En dicha
presentación, Lorca toma la noción de "duende" del folclore y del
flamenco y la transforma en una categoría estética que nos desvela
la visión de la muerte del pueblo español. Allí, el poeta describe
el "duende" no tanto como una cuestión de habilidad, sino como un
estilo verdaderamente vivo. Esto es, en contraste con los
intelectuales de la época, describe esta noción como una
fuerza creativa que surge de ese sentimiento desgarrador que produce
la muerte.
Para entenderlo
nos
referiremos
a su propia biografía.
Desde
su adolescencia desplegó una particular afinidad por el teatro y la
música que no se restringía a la música clásica, sino que
desarrolló una afición especial por aquella procedente del
folclore. Es por este interés por lo que el poeta se sintió pronto
íntimamente ligado a su amigo y compositor Manuel de Falla, con el
que compartió su amor por la música, el teatro y el cante jondo. En
1922, los amigos organizan un Concurso de Cante Jondo en Granada los
días trece y catorce de junio para celebrar el arte del flamenco,
que incluía la música, la canción y el baile. Los principales
objetivos del concurso fueron: ganar respeto para este tipo de arte;
preservar este estilo de la adulteración; recompensar los cantantes
que no eran profesionales y mostrar su influencia.
En
dicho concurso, el diecinueve de febrero de 1922, Lorca pronuncia una
conferencia
titulada “Cante jondo. Importancia histórica y artística del
canto primitivo andaluz”. Esta presentación, que tenía una
intención claramente educativa, nos revela mucho sobre su propia
reflexión acerca del duende y de la muerte. Lorca
trata de diferenciar el cante jondo, con un origen más antiguo en
los sistemas musicales primitivos de la India, del flamenco que
derivaría de éste y se constituiría en el siglo dieciocho. En
palabras del autor:
Se
da el nombre de cante jondo a un grupo de canciones andaluzas, cuyo
tipo genuino y perfecto es la siguiriya gitana, de las que derivan
otras canciones aún conservadas por el pueblo como los polos,
martinetes, carceleras y soleares. Las coplas llamadas malagueñas,
granadinas, rondeñas, peteneras, etc., no pueden considerarse más
que como consecuencia de las antes citadas, y tanto por su
arquitectura como por su ritmo difieren de las otras. Estas son las
llamadas flamencas.
El
cante jondo emerge de nuestro contexto natural “son un árbol más
en el paisaje, una fuente más en la alameda”. Se trata de un canto
primitivo que expresa las más profundas gradaciones de dolor y pena.
“Es el grito de las generaciones muertas, la aguda elegía de los
siglos desaparecidos, es la patética evocación del amor bajo otras
lunas y otros vientos”. Este tipo de música captura, pues, la rara
complejidad de nuestros momentos más intensos como seres humanos,
aquellos que aluden al sentimiento profundo que nos aflige la muerte.
Se trata de un canto que nos desvela esas sombras terribles que nos
golpean y nos sacuden, aquellas que nos conmueven y nos recuerdan el
constante acechar de la muerte.
Vean
ustedes, señores, la trascendencia que tiene el cante jondo y qué
acierto tan grande el que tuvo nuestro pueblo al llamarlo así Es
hondo, verdaderamente hondo, más que todos los pozos y todos los
mares que rodean el mundo, mucho más hondo que el corazón actual
que lo crea y la voz que lo canta, porque es casi infinito. Viene de
razas lejanas, atravesando el cementerio de los años y las frondas
de los vientos marchitos. Viene del primer llanto y el primer beso.
En
este sentido, el duende será esa fuerza creativa que surge
cuando nos vemos cara a cara con la muerte. El esfuerzo difícil que
supone superar este inevitable destino, no conlleva un mero padecer y
aceptar pasivo, sino que genera un proceso creativo significativo. El
duende será esa desgarradora vía
desde la que afrontar la muerte que el folclore andaluz nos desvela.
Lorca cuenta una historia sobre Pastora Pavon, conocida como La Niña
de los Peines (este nombre provenía de unos tangos que solía cantar
y que nunca llegó a grabar que decían: “Péinate tú con mis
peines, que mis peines son de azúcar, quien con mis peines se peina,
hasta los dedos se chupa. Péinate tú con mis peines, mis peines son
de canela, la gachi que se peina con mis peines, canela lleva de
veras”.
Siguió diciendo Lorca: <<Una
vez ella estaba cantando en una pequeña taberna en Cádiz, donde
había especialistas en flamenco. “Jugaba con su voz de sombra, con
su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgos; y se la
enredaba en la cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía en
unos jarales oscuros y lejanísimos.” (Juego y teoría del duende)
La audiencia no hizo nada, sólo guardo silencio. Entonces La Niña
se levantó como una loca, se bebió un gran trago y comenzó a
cantar sin voz, sin aliento, con duende:
 |
La Niña de los Peines
|
La
Niña de Los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la
estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas sino tuétano de
formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en
el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es
decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su
duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó!
Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre, digna, por su
dolor y su sinceridad, de abrirse como una mano de diez dedos por los
pies clavados, pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.
La
audiencia no se pudo contener más y la emoción del duende emergió
en sus cuerpos, ya que cuando el duende escapa todos pueden sentirlo.
Ese sobrecogedor canto que nos conmueve y nos sitúa en un cara a
cara con la muerte. Al igual que la Niña de los Peines, Lorca
no sólo realiza una teoría estética del duende, sino que introduce
el duende en sus propias obras, ofreciendo una visión de la muerte
imponente, que nos enfrenta con el vacío que viene después:
Los
laberintos
que
crea el tiempo,
se
desvanecen.
(Sólo
queda
el
desierto).
El
corazón,
fuente
del deseo,
se
desvanece.
(Sólo
queda
el
desierto).
…
(Poema
del Cante Jondo)>>
Para
Lorca, las coplas populares, ya vengan del corazón de la sierra, del
naranjal sevillano, de los pueblos de la Vega, o de las armoniosas costas mediterráneas, todas
tienen un fondo común: el Amor y la Muerte…, pero un Amor y una
Muerte vistos a través de la Sibila, ese personaje tan oriental,
verdadera esfinge de Andalucía. En el fondo de todos los poemas late
la pregunta, la terrible pregunta que no tiene contestación. Esto
será lo que también marcará el ritmo de su obra: ese hondo
problema emocional, la Muerte, que es la pregunta de las preguntas.
En otras palabras, en el verso lorquiano encontramos esa
angustia hacia la muerte en el que podemos rastrear su propia visión
y su reflexión sobre la misma.
Para
García Lorca el duende es una alternativa al estilo, al
virtuosismo y a la gracia. Lorca distingue entre el duende y otras
fuentes de inspiración como el ángel y la musa y la experiencia
mística. Afirma que el ángel,
puesto que está por encima del hombre, vuela sobre su cabeza
derramando su gracia. Es entonces que el hombre realiza su arte sin
esfuerzo alguno. Contrariamente, el
duende nace y se proyecta desde
el fondo del artista. “El duende no está en la garganta; el duende
sube por dentro, desde las plantas de los pies. Es decir, no es
cuestión de facultad sino de verdadero estilo vivo, es decir, de
sangre; de viejísima cultura y a la vez de creación en el acto”
(“Juego y teoría” 151-53). Debido a su carácter indómito
la magia del duende no depende de la técnica ni del estudio, ni del
estilo logrado con instrucción y práctica. La técnica y el estudio
se reducen al mero dominio y perfección mecánica lograda a través
de la práctica y la imitación que producen un performance
artificial. Por estos motivos, el duende no puede encontrarse en la
sofisticación del domino de una técnica. Por el contrario, la
imposibilidad de su sometimiento lo mantiene en un estado primitivo,
salvaje y natural. De tal manera, el artista debe renunciar a la
técnica y al conocimiento aprendido para que el duende pueda
manifestarse en una creación pura y auténtica.
Respecto
a la musa, contrariamente
al duende, la musa es mansa y dulce. “La musa no crea nada por sí
misma; es una Sibila que ha adquirido sabiduría y se ha hecho
dócilmente sirvienta de un amo” (79). Igualmente, Lorca expresa
que la musa “dicta y sopla, es lejana, fría, despierta la
inteligencia, y la inteligencia es muchas veces la enemiga de la
poesía, porque limita demasiado, eleva al poeta en un trono”
(“Juego y teoría 152). La musa es especialmente una fuente de
inspiración sofisticada, por lo que la disparidad con el duende se
hace más evidente al ser este último primitivo, irracional e
instintivo. La verdadera lucha, afirma Lorca, es con el duende
que quema la sangre, agota, rechaza las formas aprendidas, rompe los
estilos, se apoya en el dolor humano y no tiene consuelo. Ante la
presencia de la muerte, el ángel y la musa escapan. En cambio, el
duende no llega si no ve la posibilidad de muerte (“Juego y teoría”
153-59). Adversamente a lo que sucede con la musa y el ángel, para
conjurar al duende hay que descender, hay que buscarlo en las raíces
atávicas y telúricas de la cultura, desnudarse de formas y estilos
para postrarse ante él después de luchar y perder la contienda.
Llegar
al
duende es como
una especie de arrebato místico,
ya que se busca al duende como se busca a Dios. El mismo Lorca señala
que la manifestación del duende es celebrada con gritos de “¡Viva
Dios!” y que este grito es la expresión de “una comunicación
con Dios por medio de los cinco sentidos”. Santa Teresa describe el
mismo episodio de arrebato místico como arrobamientos
de la siguiente manera:
Veíale
en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía
tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón
algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me
parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor
grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos
quejidos ... No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de
participar el cuerpo algo, y aun harto. (Amor libertado del
Tiempo, 212-13)
Las
tragedias rurales
Lorca
manifiesta en “Arquitectura del cante jondo” que se conjura al
duende en los momentos más dramáticos y nunca jamás para
divertirse, sino para evadirse, para sufrir, y para traer a lo
cotidiano una atmósfera estética suprema. Son finalmente fondo
común el amor y la muerte tanto en el cante jondo como en las
tragedias andaluzas.
El tríptico trágico-rural se desenvuelve sobre una base
fundamental: el conflicto derivado de las relaciones entre el macho y
la hembra. La problemática que se desarrolla a partir de esta base
son conflictos emocionales profundos que conciernen a la cultura y a
la sociedad andaluzas, intensamente represivas y solemnes. Puesto que
existe una noción de muerte omnipresente en la cultura andaluza, la
muerte es una presencia inminente en las tragedias lorquianas. La
muerte constante es el determinante del fin trágico del héroe. Por
este motivo, su destino se convierte en una norma
que le lleva
inexorablemente al sacrificio de muerte. Es la presencia de la muerte
lo que hace posible las manifestación
del duende.
Bodas
de sangre
En
las tragedias rurales de Lorca las mujeres lidian con los obstáculos
atávicos que posibilitan la tragedia como el sometimiento obligado a
costumbres arcaicas y el profundo sentimiento de honra hondamente
ligado a la mujer. En Bodas
se muestran la pasión, la angustia ante la muerte inminente y la
incertidumbre del hombre ante las vicisitudes de su destino
inevitable. El tema central de la
obra es el enfrentamiento entre
dos hombres, el Novio y Leonardo, por una mujer. La novia huye con
Leonardo el mismo día de su boda con el Novio. Por este motivo, los
amantes son perseguidos y la historia termina trágicamente cuando
ambos hombres se matan en una lucha de navajas. El móvil de la obra
es el amor instintivo, pasional e ideal, pero prohibido entre la
Novia y Leonardo. La sensualidad, el amor, el odio entre las familias
y el trágico destino que conlleva a la muerte ensangrentada y
violenta son los elementos que posibilitan la tragedia y la
manifestación del duende.
Retomando
en su teatro trágico la tragedia simbolista, la visión andaluza
característicamente lorquiana se observa en distintos elementos como
los caballos, los cuchillos, los jinetes, la magia de los leñadores
y la luna, así como las flores, las nanas y la sangre. Puesto que la
sensualidad, la sangre y la muerte están íntimamente relacionadas
con el duende y este mantiene lazos profundos con lo telúrico, es en
la tierra donde se alimenta el dolor enduendado
de la Madre. Sobre la sangre derramada de su hijo, la Madre expresa:
“Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque
era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y
topacios pondría yo la tierra empapada por ella” (Bodas
136). La honra, la pasión,
el odio y veneración por la sangre conducen a la fatalidad, la cual
se va desarrollando, en forma de crescendo, hasta que desemboca en la
muerte de Leonardo y el Novio.
Siendo
los cuchillos el instrumento sacrificial por excelencia, el ritual de
muerte tiene lugar en el bosque, lugar mágico donde aparecen los
personajes sobrenaturales de los Leñadores, la Luna y la Mendiga.
Este es el mismo bosque mítico que da lugar a los antiguos ritos
sacrificiales de las tragedias clásicas. Asimismo, es también el
sitio idóneo para la manifestación del duende. Este acecha a los
personajes y brota de las entrañas del Novio y Leonardo, de ahí
vuelve a la tierra en forma de sangre derramada para impregnar de su
esencia el dolor desbordante de la Madre ante el sacrificio y muerte
de su hijo.
Yerma
La
búsqueda constante del artista por la tragedia moderna española y
neosimbolista se observa también en Yerma:
el drama de la maternidad insatisfecha. En ella, el misterio inefable
de la vida y la presencia de la muerte cobran una fuerza especial
debido a los instintos de la protagonista, los cuales se intensifican
hasta desbordarse y culminar en su enduendamiento.
En Yerma
el duende yace dormido dentro de ella, oculto en el fondo de su
sangre y listo para surgir vehementemente desde su vientre vacío. A
pesar de que la presencia del duende está siempre latente en la
obra, es hasta el desenlace cuando por fin se manifiesta irrefrenable
y mortal para dar muerte al marido en manos de la protagonista.
La
idea central de la obra es la maternidad frustrada en una sociedad en
la cual el método primordial de valoración femenina era servir como
vehículos para la preservación de la estirpe. La protagonista es
incapaz de trascender su naturaleza humana en un hijo, lo que provoca
su creciente desquiciamiento. El primer atisbo del duende se
encuentra en el nombre de la protagonista. El duende está hondamente
ligado a la tierra y Yerma
significa tierra árida y estéril. Inevitablemente su nombre es el
símbolo de su propia esterilidad, ya sea esta un impedimento
biológico propio o de su marido. Por lo mismo, en la protagonista la
obsesión por la maternidad que nunca llega crece frenéticamente
hasta terminar en un desenlace trágico.
Los
hijos para la cultura andaluza simbolizaban la raíz de la vida.
Yerma,
sin embargo, no logra ser fecundada ni producir hijos. En el primer
acto se advierte una relación duende-tierra-yerma en el momento en
que Yerma, aún esperanzada, busca el contacto con la fructífera
tierra andaluza para contagiarse de su fertilidad: “Muchas noches
salgo descalza al patio a pisar la tierra, no sé por qué. Si sigo
así, acabaré volviéndome mala” (49). A diferencia de Bodas
de sangre, en esta obra la
Vieja que le ofrece a la protagonista otro semental
para que pueda embarazarse es el único personaje, además de Yerma,
que tiene duende. El duende se manifiesta en la Vieja porque ella
posee y predica un sentido dionisíaco de la vida. Asimismo, la
Vieja, al igual que el duende, es primitiva, natural e instintiva.
Ella vive su vida sin frenos ni convenciones sociales y en franca
oposición a los preceptos impuestos a las mujeres por la sociedad
andaluza en extremo conservadora y reprimente.
Es
preciso recordar que para que la verdadera tragedia ocurra, el
racionalismo y la lógica deben ser eliminados para dar paso a
supersticiones y a creencias en fuerzas sobrenaturales y mágicas.
Asimismo, los conjuros y la hechicería se convierten en rituales
idóneos para las manifestaciones del duende. Esto se ejemplifica en
el cante jondo, donde el uso reiterado de una misma nota es un
procedimiento propio de ciertas fórmulas de encantamiento
(“Arquitectura del cante” 38). La desesperación de Yerma la
lleva a apelar a fuerzas oscuras a través de un conjuro que tiene
lugar una noche en el cementerio. Tanto en los ritos del cementerio
como en la romería del cuadro final, las creencias en lo
sobrenatural también encauzan hacia el duende. Al conjurarlo, el
duende surge como un poder oscuro, misterioso y mágico. De igual
forma, solo se manifiesta abiertamente ante la presencia de muerte,
lo cual ocurre en el cementerio y en la escena final.
El
duende también se asocia al erotismo que se desborda y que se
expresa a través de la carne. En la canción de las lavanderas del
segundo acto abunda un simbolismo erótico-eufemístico que contiene
una atmósfera rebosante de sensualidad. Veamos
algunos fragmentos:
Por
el monte ya llega
mi
marido a comer.
Él
me trae una rosa
y
yo le doy tres
Por
el llano ya vino
mi
marido a cenar.
Las
brisas que me entrega
cubro
con arrayán.
...
Hay
que juntar flor con flor
cuando
el verano seca la sangre del segador.
...
Hay
que gemir en la sábana. (Yerma
72)
Sin
embargo, al contrario de lo que expresa el coro, en la protagonista
la sexualidad tiene como propósito exclusivo la maternidad.
Al
no cumplirse su deseo de maternidad y conforme pasa el tiempo, se
incrementa la desesperanza y la desesperación en ella. La misma
Yerma afirma que “La mujer de campo de que no da hijos es inútil
como un manojo de espinos, y hasta mala” (81). En consecuencia, su
carácter se endurece y la tensión entre ella y su marido se va
acrecentando. Yerma piensa que su esposo es el culpable de su
maternidad frustrada, mas su agudo sentido de honra le impide buscar
los hijos en otro hombre. Su afán de maternidad se convierte en una
obsesión que aniquila cualquier otro sentimiento y termina causando
una ruptura espiritual, psíquica y social en ella, viabilizando así
la tragedia. Su frustración, llevada hasta el punto de la locura,
desemboca en el estrangulamiento de su esposo al darse cuenta que
jamás le daría hijos y que ni siquiera los deseaba. El duende va
germinando en la protagonista conforme crece su desesperación,
acechando el momento preciso para poseerla. Lo anterior ocurre al
final del tercer acto, justamente en el momento en que Yerma,
enduendada,
estrangula a su esposo Juan.
El
problema de Yerma
comienza siendo un problema biológico y termina siendo un conflicto
psicológico. “Ahí están juntas, la debilidad y la grandeza de la
Yerma lorquiana. Criatura pasional, irracional, energuménica, quiere
imponer su voluntad a su cuerpo estéril” (Yerma
28). Siguiendo esta descripción de la protagonista, algunos de los
vocablos vinculados a energúmeno
son: irracional, primitivo, iracundo, furioso, violento, exaltado,
salvaje, frenético, endemoniado, endiablado, poseído. Por otra
parte, el Diccionario de la Real Academia Española lo define como
“persona poseída del demonio” y “Persona furiosa, alborotada”
(“energúmeno”). El duende se apodera del cuerpo de Yerma de la
misma forma en que el demonio posesiona de un ser vivo. A diferencia
de Bodas de sangre,
en Yerma
el duende nace y se manifiesta en la protagonista, y es solo a través
de ella que la obra se impregna de duende.
La
casa de Bernarda Alba
Su
título original fue La casa
de Bernarda Alba. Drama de mujeres en los pueblos de España.
Esta obra —la cual su autor no viera jamás en escena debido a su
muerte trágica y prematura—, es una denuncia del drama de la mujer
atrapada en el tiempo y el espacio de una Andalucía rural fosilizada
e incongruente con la actualidad de su tiempo. Los personajes son
Bernarda Alba y sus cinco hijas Augusta, Magdalena, Amelia, Martirio
y Adela, quienes tienen entre veinte y treinta y nueve años. Otros
personajes son la Poncia, quien es la criada de la casa y María
Josefa, la madre de Bernarda.
Las
hijas, solteras y vírgenes todas, están condenadas a vivir en una
atmósfera asfixiante y reprimente. Su condena es el resultado del
luto de ocho años que les ha sido impuesto por la matriarca Bernarda
ante la muerte de su esposo y único varón de la casa. Bernarda
manifiesta que “¡En
ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de
la calle! Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y
ventanas” (La casa
157). El aislamiento extremo al que son sometidas por Bernarda, así
como el deseo y la desesperación por el amor que les es negado
provoca que los sentimientos de frustración y de intenso odio entre
las hermanas se incrementen hasta culminar en la muerte de la hija
menor, Adela. Esta se entrega a Pepe el Romano, prometido de su
hermana mayor Angustias, y se suicida al creerlo muerto.
En
esta obra existe una lucha feroz entre los instintos pasionales y el
deseo de libertad de las hijas, quienes luchan contra los criterios
de la razón y las convenciones sociales encarnados en Bernarda. Ante
la ausencia de un varón Bernarda asume el papel patriarcal y se
convierte en la tirana de sus hijas. Irónicamente, a pesar de ser
mujer, ella misma se encarga de perpetuar las costumbres
profundamente represoras y de cuidar su casta como si fuera un
hombre. Afirma Bernarda: “Hilo y aguja para las hembras. Látigo y
mula para el varón” (158). Las mujeres luchan por reprimir su
sensualidad reprimida ante el pleno conocimiento de que sus deseos
sexuales y de libertad jamás serán satisfechos. La inexorabilidad
de sus destinos da como resultado profundos odios y envidias entre
las hermanas, sentimientos que encauzan y posibilitan la tragedia y
la manifestación del duende.
Conforme
se aproxima el desenlace, el duende irrumpe con una fuerza
irrefrenable en las mujeres y las impregna de un intenso deseo
sexual, contenido hasta la llegada de Pepe el Romano. En Adela es en
quien se manifiesta más el duende, quien despierta en ella los
instintos pasionales como una fuerza telúrica y demoníaca. Esto
debido a que, a pesar de Bernarda, la hija menor se atreve a
satisfacer en Pepe sus instintos amorosos sin frenos ni ataduras
sociales. El duende posee a Adela con el poder incontenible de la
pasión sexual y la vuelve irracional y salvaje. Vehemente y
apasionada, Adela expresa: “A un caballo encabritado soy capaz de
poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique”. Al final de
la obra, envuelta en un dolor desgarrante al creer a Pepe el Romano
muerto, Adela se suicida por ver perdida su única esperanza de amor
y de libertad.
El
dolor y la desesperación se suman a la lucha feroz por el macho
entre las mujeres enduendadas.
Enardecidas con una pasión sexual ya desbordada, los odios a flor de
piel y la muerte de Adela son elementos que conllevan a la
manifestación total del duende que se venía concibiendo desde el
principio de la obra. Al final, como lo hiciera Yerma, Bernarda
antepone la preservación del honor a su dolor y sus instintos de
madre.
!Descolgarla!
¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si
fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! ... Y no
quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio!
... ¡A callar he dicho! ... Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha
muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho.
¡Silencio!
La
dicotomía entre los deseos pasionales y de libertad de las hijas, y
la autoridad rígida y represora de la tirana Bernarda provoca una
lucha a muerte. En consecuencia, se observan en la obra la casta y el
instinto sexual como las piedras de toque que posibilitan la tragedia
y el enduendamiento.
En
sus tragedias rurales Lorca supo abordar con suprema sensibilidad uno
de los temas clásicos de la literatura universal: la percepción del
amor como algo inasequible, por lo que estas son un clamor al amor
inalcanzable, incapaz de realizarse sin que conlleve a la tragedia.
Los grandes asuntos del hombre como el amor, el universo, el destino
y la muerte caracterizaron las obras líricas y dramáticas
lorquianas. El dramaturgo se centró en la viejísima cultura
andaluza rebosada de folclore
enigmático y profundo. Esta se encontraba anclada en un pasado
escasamente evolucionado; es decir, fuera del dominio del mundo
industrializado que amenazaba con obliterar el carácter y las
tradiciones andaluzas. Lorca bebe
en su creación del folclore:
allí
el artista se instala y da vida al duende para no desvincularse jamás
de lo popular, sino que, por el contrario, rescatar el antiguo
espíritu de España.
La
muerte en el universo Lorquiano
Diversos
especialistas en la obra de Lorca han puesto de manifiesto cómo para
abordar los temas centrales el autor emplea frecuentemente símbolos.
Pero quizás de entre todos los aspectos a tratar el que más destaca
es el de la muerte. Esta obsesión vital que puede rastrearse a
través de los distintos elementos será simbolizada a través de una
gran variedad de elementos, tales como la luna, el arco, la cal, el
agua estancada, la sangre derramada, las hierbas, los metales, etc.
El uso de dichos símbolos, junto con el empleo de figuras literarias
tradicionales como la metáfora o la prosopopeya, caracterizaran
desde sus inicios una obra eminentemente expresiva.
Ya
en sus primeras obras podemos rastrear estos recursos, a través de
las canciones y romances que el autor escribe para transmitirnos
sobre el tiempo y la muerte. Estos se enmarcan en ambientes muy
caracterizados por la luz de la noche y del alba en las ciudades
andaluzas. El recurso de la luminosidad lo encontramos ya en el
«Poema del cante jondo» (1921), en el que Lorca recurrirá a los
faroles, velas y candiles para representar a la muerte. Como ha
puesto de relieve Javier Salazar en su obra, “Cirios, candiles,
velones…”, con su luz amortiguada y balbuciente, son símbolos de
la pena que desprenden las saetas, las siguiriyas o las peteneras,
cuyas coplas, acompañadas por gritos desgarrados, trazan sobre el
aire extraños signos de dolor y muerte. Así leemos en “Candil”
de “Seis caprichos”:
¡Oh,
qué grave medita
la
llama del candil!
Como
un faquir indio
mira
su entraña de oro
y
se eclipsa soñando
atmósferas
sin viento.
Cigüeña
incandescente
pica
desde su nido
a
las sombras macizas,
y
se asoma temblando
a
los ojos redondos
del
gitanillo muerto.
(Poema
del cante jondo)
En
Primeras canciones (1922) y Canciones (1927) transmite
desde ese ardor juvenil propio de un excelente poeta retratos de su
infancia apasionada en las tierras andaluzas. Así leemos en el poema
“Los encuentros de un caracol aventurero”:
Vengo
de mi casa y quiero
Volverme
muy pronto a ella.
Es
un bicho muy cobarde,
Exclama
la rana ciega,
¿No
cantas nunca? No canto,
Dice
el caracol. ¿Ni rezas?
Tampoco:
nunca aprendí.
¿Ni
crees en la vida eterna?
¿Qué
es eso?
Pues
vivir siempre
En
el agua más serena,
Junto
a una tierra florida
Que
a un rico manjar sustenta.
Cuando
niño a mí me dijo,
Un
día, mi pobre abuela
Que
al morirme yo e iría
Sobre
las hojas más tiernas
De
los árboles más altos.
En
este poema se aprecian algunos de los elementos principales que Lorca
utiliza para simbolizar la muerte (el agua serena frente a la
estancada, la hierba, etc.), pero sobre todo cómo la cuestión de la
muerte será una obsesión central desde sus inicios. Un poco más
adelante, en la “Canción otoñal”, Lorca se pregunta “¿Y si
la muerte es la muerte que será de los poetas y de las cosas
dormidas que ya nadie las recuerda?”. Esta angustia por el sentir
del tiempo, por la premura con la que se van agotando nuestros días,
con la congoja que conlleva pensar en el final, en la nada, se palpa
por toda la obra. De este modo, en la canción “Lluvia” leemos:
Es
la aurora del fruto. La que nos trae las flores
Y
nos unge de espíritu santo de los mares.
La
que derrama vida sobre las sementeras
Y
en el alma la tristeza de lo que no se sabe.
La
nostalgia terrible de una vida perdida,
El
fatal sentimiento de haber nacido tarde,
O
la ilusión inquieta de una mañana imposible
Con
la inquietud cercana del dolor de la carne.
En
julio de 1928 Lorca publica su tercer libro poético, el Romancero
gitano. Con esta obra el poeta pretende dar voz a un grupo de
población menospreciado, pero sobre todo hay que encuadrarla como
una obra que se desprende del Poema del cante jondo. En ella
aborda la muerte y el choque del mundo gitano con la sociedad a
través de una poesía que tiene sus raíces en los cantos populares.
Como el propio Lorca indica en Conferencia sobre el Romancero gitano:
El
libro es un retablo de Andalucía con gitanos, caballos, arcángeles,
planetas, con su brisa judía, con su brisa romana, con ríos, con
crímenes, con la nota vulgar del contrabandista y la nota celeste de
los niños desnudos de Córdoba que burlan a San Rafael.
Ahora
bien, no hay que entenderla como una obra folclórica, sino que Lorca
transmite con una maravillosa lírica las diferentes historias,
hechos y romances que le van llegando. Así tenemos la “Muerte de
Antonio el Camborio” en el que narra el asesinato del Camborio:
Tres
golpes de sangre tuvo
y
se murió de perfil.
Viva
moneda que nunca
se
volverá a repetir.
Un
ángel marchoso pone
su
cabeza en un cojín.
Otros
de rubor cansado,
encendieron
un candil.
Y
cuando los cuatro primos
llegan
a Benamejí,
voces
de muerte cesaron
cerca
del Guadalquivir.
En
la misma línea se muestra el “Romance de la muerte de Torrijos”,
en el que leemos:
Entre
el ruido de las olas
sonó
la fusilería,
y
muerte quedó en la arena,
sangrando
por tres heridas,
el
valiente caballero
con
toda su compañía.
La
muerte, con ser la muerte,
no
deshojó su sonrisa.
Sobre
los barcos lloraba
toda
la marinería,
y
las más bellas mujeres,
enlutadas
y afligidas
lo
van llorando también
por
el limonar arriba.
Esta
obra se caracteriza por un gran número de elementos utilizados para
simbolizar la muerte. Los arcos, especialmente aquellos que forman
parte de edificios en ruinas, son un buen ejemplo de ello ya que,
como ha destacado Javier Salazar (Arco, yeso y cal: tres símbolos
de la muerte), muestran el paso del tiempo y la destrucción.
Este elemento recurrente tendrá un significado unívoco relacionado
con la muerte y la aniquilación, como podemos leer en el romance
“Muerto de amor”:
Brisas
de caña mojada
y
rumor de viejas voces
resonaban
por el arco
roto
de la medianoche.
La
cal también será otro elemento clave que anuncia la muerte a los
protagonistas de Lorca. Es el caso del “El emplazado”, en él una
misteriosa voz anuncia al Amargo su final ineludible:
Ya
puedes cortar, si gustas,
las
adelfas de tu patio.
Pinta
una cruz en la puerta
y
pon tu nombre debajo,
porque
cicutas y ortigas
nacerán
en tu costado,
y
agujas de cal mojada
te
morderán los zapatos»…
En
estos romances, al igual que el resto de poemas, podemos apreciar
como hay “un personaje común” que cohesiona toda la obra: la
Pena. No obstante, ésta no hay que asociarla a la melancolía,
la nostalgia, o ninguna otra aflicción o dolencia del ánimo; sino
que viene dada por la acechante pregunta que no haya respuesta: la
muerte. Así dirá Lorca: “La Pena, que se filtra en el tuétano de
los huesos y la savia […]; que es un sentimiento más celeste que
terrestre; pena andaluza que es una lucha de la inteligencia amorosa
con el misterio que la rodea y no puede comprender.” (Conferencia
recital del Romancero gitano).
En
este sentido, el poema que mejor muestra esta visión trágica es el
“Romance de la pena negra”, en el que Lorca nos expone a Soledad
Montoya acongojada por la pena producida por ese ansia sin objeto,
por ese “amor agudo a nada con una seguridad de que la muerte
(preocupación perenne de Andalucía) está respirando detrás de la
puerta:
-¡Soledad,
qué pena tienes!
¡Qué
pena tan lastimosa!
Lloras
zumo de limón
agrio
de espera y de boca.
-¡Qué
pena tan grande! Corro
mi
casa como una loca,
mis
dos trenzas por el suelo
de
la cocina a la alcoba.
¡Qué
pena! Me estoy poniendo
de
azabache, carne y ropa.
¡Ay
, mis camisas de hilo!
¡Ay,
mis muslos de amapola!
-Soledad:
lava tu cuerpo
con
agua de las alondras,
y
deja tu corazón
en
paz, Soledad Montoya.
Este
personaje común también será el que permeará sus obras teatrales:
Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y La casa de
Bernarda Alba (1936). Aunque quizás este se hace más palpable
en Bodas de sangre, en la que la muerte es encarnada por la
luna y la mendiga. En el acto tercero, en la escena del bosque, Lorca
emplea la prosopopeya como figura retórica para dar voz a la luna en
forma de leñador joven con la cara blanca:
[…]
¿Quién se oculta? ¿Quién solloza
por
la maleza del valle?
La
luna deja un cuchillo
abandonado
en el aire,
que
siendo acecho de plomo
quiere
ser dolor de sangre.
[…]
Pues esta noche tendrán
mis
mejillas roja sangre,
y
los juncos agrupados
en
los anchos pies el aire.
¡No
haya sombra ni emboscada,
que
no puedan escaparse!
¡Que
quiero entrar en un pecho
para
poder calentarme!
¡Un
corazón para mí!
¡Caliente!,
que se derrame
por
los montes de mi pecho;
dejadme
entrar, ¡ay dejadme! […].
No
es casual que Lorca escoja la luna, ya que esta será uno de los
símbolos claves con los que Lorca introduce la muerte. Esta será un
elemento recurrente ya que, como ha puesto de relieve Manuel Antonio
Arango (Símbolo y simbología en la obra de FGL), tiene un
poder fatídico, tiene el misterio de vida y de muerte. Arango cree
que incluso las fases de la luna (crecimiento, curso y desaparición)
corresponden al propio proceso de la vida humana que va desde el
nacimiento a la muerte; de ahí que tenga una fuerte relación con
los ritos funerarios. En cualquier caso en Bodas de sangre la
luna será la muerte, pero también la ayudante de la misma. Ella
será la que dejará entrar sus rayos por todas partes, interviniendo
en el final trágico que espera a los hombres. “Ilumina el chaleco
y aparta los botones, que después las navajas ya saben el camino”
le dirá la mendiga. La mendiga será la que conduzca a los muchachos
a su inevitable final. Ésta será el personaje que propicie y
anuncie el nefasto desenlace, aquella que aviva el trágico sentir de
la muerte a través de la violencia desgarradora de la obra:
Flores
rotas los ojos y sus dientes
dos
puñados de nieve endurecida.
Los
dos cayeron, y la novia vuelve
teñida
en sangre falda y cabellera.
Cubiertos
con dos mantas ellos vienen
sobre
los hombros de los mozos altos .
Así
fue; nada más. Era lo justo.
Sobre
la flor del oro, sucia arena.
De
este modo, en Bodas de sangre la muerte acecha a los
personajes, se trata de un destino imparable al que se ven abocados y
marcará el inescrutable final. En cambio, en La casa de Bernarda
Alba y Yerma, la
muerte es el tema secundario que da pie a la obra y le proporciona
cohesión. En el caso de La casa de Bernarda Alba, la obra da
comienzo tras la muerte del segundo marido de Bernarda Alba y la
imposición a sus cinco hijas del luto más riguroso. Por su parte,
en Yerma la muerte será la opción de la protagonista para
resolver el problema que tiene de no poder quedarse embarazada.
En
este sentido, será en su celebrado Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías (1935), donde volveremos a encontrar ese sentimiento
acongojado que nos deja la reflexión sobre la muerte. La elegía
está dividida en cuatro partes, en la que la muerte lo invade todo
de manera feroz. Ésta la escribe poco después de una cogida que
acabó con el torero y amigo Ignacio Sánchez Mejías (1891-1934).
La
obra se divide en cuatro partes con métricas diferentes organizadas
como si fuera una sinfonía, en la que se palpa el incontenible y
doloroso fin del torero. El poeta va a cantar por la muerte de su
amigo, pero en él vamos a encontrar una reflexión aún más
dolorosa, aquella que deja ese sentimiento de frustración, de
angustia, de nada, el no saber que habrá. La muerte se presenta como
algo terrible y fatal porque escapa, no se deja atrapar por esa
seguridad cristiana que apunta a la inmortalidad. Para el poeta, lo
único seguro es que va a llegar, pero no el qué sucederá.
Ya
en la primera parte del poema se advierte la insistencia obsesiva que
ocupa la muerte con el uso repetitivo de “a las cinco de la tarde”.
Este recurso marcará la terrible victoria de la muerte a través de
ese reiterativo recurso, con ese repetido “a las cinco en punto de
la tarde”. Acaba
el poema remarcando:
A
las cinco de la tarde.
¡Ay
qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran
las cinco en todos los relojes!
¡Eran
las cinco en sombra de la tarde!
Y
nada se puede hacer cuando la muerte se posa sobre la persona. Una
vez que ha llegado nuestro momento de poco sirven las intervenciones
e instrumental quirúrgico, que al final más que ayudar se
convierten en auxiliares de la muerte. De ahí que leamos en la
primera parte en una clara referencia al instrumental de la
enfermería que poco pudo hacer por él:
El
viento se llevó los algodones
A
las cinco de la tarde.
Y
el óxido sembró cristal y níquel
A
las cinco de la tarde.
En
la segunda parte, la sangre vertida del torero será el eje que
cohesione y una el canto. Será ese elemento común que también
encontramos en otras obras de Lorca que muestra de una manera
violenta y dolorosa la muerte: “Buscaba su hermoso cuerpo y
encontró su sangre abierta.”
De
la misma manera, en Bodas de sangre, uno de los leñadores
rogaba “¡No abras el chorro de sangre!” Se trata de una visión
que el poeta rechaza tal y como él mismo indica al clamar en
repetidas ocasiones “¡Que no quiero verla!” Sin embargo, será
esta muerte trágica la que convierta, en este segundo canto, al
torero en héroe de mito:
No
hubo príncipe en Sevilla
que
comprársele pueda,
ni
espada como su espada
ni
corazón tan de veras.
Como
un río de leones
su
maravillosa fuerza,
y
como un torso de mármol
su
dibujada prudencia.
Aire
de Roma andaluza
le
doraba la cabeza
donde
su risa era un nardo
de
sal y de inteligencia.
Y
esta visión se hace más evidente en la tercera parte a través de
los distintos lamentos pesimistas que ensalzan esa visión de héroe:
“ya se acabó”, “ya está sobre la piedra” “ya duerme sin
fin”, “estamos con un cuerpo presente que se esfuma”. Sin
embargo, lo más interesante de esta tercera parte es cómo se hace
palpable ese rechazo a la eternidad; esa eternidad que nos alivia
ante el doloroso destino que supone el fin de nuestra existencia:
Yo
quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los
que doman caballos y dominan los ríos:
Los
hombres que les suena el esqueleto y cantan
Con
una boca llena de sol y pedernales.
Aquí
quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante
de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo
quiero que me enseñen dónde está la salida
Para
este capitán atado por la muerte.
Nadie
se libra del destino final, como podemos comprobar en el feroz grito
que lanza al final de esta tercera parte: “¡También se muere el
mar!” Esta negación a la inmortalidad cristiana se puede rastrear
de forma aún más latente en la última parte, titulada “Alma
ausente”. Si recordamos las palabras consoladoras de Jesús, este
decía “El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá.” Lorca,
en cambio, repetirá a su héroe “te has muerto para siempre”:
No
te conoce el toro ni la higuera,
ni
caballos ni hormigas de tu casa.
No
te conoce el niño ni la tarde
porque
te has muerto para siempre.
Y
este “para siempre” adquiere un sentido de incredulidad y
desconfianza en el más allá que se verá claramente reflejado unas
estrofas más adelante cuando leemos:
Porque
te has muerto para siempre,
como
todos los muertos de la Tierra,
como
todos los muertos que se olvidan,
en
un montón de perros apagados.
Del
mismo modo, ya en el prólogo de su Libro de poemas (1921),
cuando Lorca interpela directamente a dios para que hunda su cetro en
el corazón también le indica:
Mas
si no quieres hacerlo,
me
da lo mismo,
guárdate
tu cielo azul,
que
es tan aburrido,
el
rigodón de los astros.
Y
tu infinito,
que
yo pediré prestado
el
corazón a un amigo.
Un
corazón con arroyos
y
pinos,
y
un ruiseñor de hierro
que
resista
el
martillo
de
los siglos.
Este
poema nos muestra, por tanto, como el autor no despliega una
perspectiva fatalista y temerosa. Su visión sobre la muerte no hay
que adscribirla a un mero materialismo negro y trágico que reduce al
hombre a polvo, ceniza y nada, sino que adquiere otro tamiz. Este
poema muestra de una manera formidable cómo la muerte y la reflexión
sobre la misma se convierte en fuerza creativa en la obra de Lorca.
El poeta realiza este poema descubriéndonos sus más sinceros
pensamientos y su más profundo dolor por el fallecimiento de su
amigo. Él lo hace a través de palabras que se convierten en melodía
y que recogen la propia muerte como una sinfonía con duende que
sobrecoge al fallecido. Ya en la primera parte nos estremece cuando
leemos:
Comenzaron
los sones de bordón
a
las cinco de la tarde.
Las
campanas de arsénico y el humo
a
las cinco de la tarde.
Y
la hierbabuena.
Cuando
yo me muera
enterradme
si queréis
en
una veleta.
Así,
la muerte en el universo lorquiano aparece a través del duende, esa
fuerza que nos acongoja, pero nos hace aflorar nuestro fiero impulso
creador. Como dijo
el propio
Lorca en
Teoría
y juego del duende,
en todos los países la muerte es un fin, pero en España esto no es
así, nos levantamos, corremos las cortinas y desplegamos esa
dimensión estética que nos constituye y Lorca será un maestro de
ello.
Concluiré diciendo una evidencia: no
existe mapa ni ejercicio ni
guía que
nos pueda conducir
al duende.
No
puede haberlo.
Se saben los caminos para buscar a dios, dirá Lorca, pero de esa
fuerza creativa llamada duende “sólo se sabe que quema la sangre
como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce
geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor
humano que no tiene consuelo.” (Teoría
y juego del duende).
Lorca
nos muestra un sujeto pasional, agónico y doliente, antes
individuo sentimental que racional, antes
psicológico que físico.
Esa
reflexión desgarradora nos introduce desde el concepto de duende una
filosofía de la creación, que alude al potencial humano para
sobreponerse a su inevitable destino a través de una fuerza
creativa.
La
compresión simbólica de la vida lorquiana, una visión que no trata
de hallar consuelo en la eternidad, sino que se mofa de ese “aburrido
cielo azul”. Lorca no quiere alcanzar la inmortalidad, sino que
busca esos lugares en los que el duende aparece, los bordes de la
herida, el cuerpo desgarrado, aquellos sitios “donde las formas se
funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles”. El poeta
nos enseña así a través de su obra de ese impulso por el que los
andaluces,
interpretamos
la muerte no desde el silencio (como hará la musa) o desde las
lágrimas (como hará el ángel), sino desde la creatividad del
hombre.
Referencías:
Arango,
M. A., Símbolo y simbología en la obra de Federico García
Lorca. Madrid: Editorial Fundamentos, 1995.
García
Lorca, F., Bodas de sangre. Madrid: Espasa Calpe, 1994.
García
Lorca, F., Juego y teoría del duende. Barcelona: Nortesur,
2010.
García
Lorca, F., La casa de Bernarda Alba. Madrid: Cátedra, 2005.
García
Lorca, F., Libro de poemas. Primeras canciones. Canciones. Seis
poemas gallegos. Buenos A: E. Losada, 1944.
García
Lorca, F., Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Madrid:
Castalia, 1988.
García
Lorca, F., Poema del cante jondo. Seguido de tres textos
teóricos de Federico
García
Lorca, F., Romancero gitano. Madrid: Alianza, 2002.
Salazar
Rincón, J., Arco, yeso y cal: tres símbolos de la muerte en la
obra de FGL, Epos XIV (1998), pp. 277-292.
Salazar
Rincón, J., Cirios,
candiles, velones... símbolos de angustia y muerte en FGL,
E. XV (1999), pp. 199-212.