Dice
de él Márquez Villanueva del
personaje del Caballero del Verde Gabán: “No hay personaje
explorado más a fondo por el autor en toda la obra”, aunque habrá
que suponer que con exclusión de don Quijote y Sancho.
Es
evidente que supone una contraposición al modo de vida de don
Quijote. Esta perspectiva se ve afectada por la valoración que cada
crítico haga de la figura de don Quijote. Con la idealización
romántica de don Quijote, empezaron las interpretaciones negativas
del personaje del Caballero del Verde Gabán en el que ven un
carácter poco heroico, y por perseguir una felicidad material y
familiar. Algunos críticos de la segunda mitad del siglo XX, esos
que persiguen un Cervantes maestro del doble discurso por una
supuesta heterodoxia ideológica, o bien por atribuirle el máximo
grado de complejidad artística, han tratado de encontrar en el
personaje de don Diego de Miranda una significación más o menos
velada. Sin embargo, son también numerosos los partidarios de una
interpretación positiva del personaje, hasta el punto de que algunos
ven en él un anhelo íntimo del propio Cervantes, el de vivir de
forma acomodada.
A. Sánchez
incluso va más allá al encontrar un parecido físico entre
el personaje, con la descripción que de sí mismo da Cervantes en el
prólogo de las Novelas ejemplares:
“la
edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro,
aguileño; la vista, entre alegre y grave”(Quijote II, 16)
“Este
que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente bien
lisa y desembarazada, de alegres ojos” (Novelas ejemplares,
Prólogo)
Diego
de Miranda, formula la mejor caracterización del protagonista,
sintetizada en el binomio locura/cordura:
“ya
le tenía por cuerdo, ya por loco, porque lo que hablaba era
concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado,
temerario y tonto” (II, 17).
Y
su hijo reitera esa misma interpretación, de un modo muy expresivo:
“él
es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos” (II, 18).
El
episodio del Caballero del Verde Gabán se introduce en el contexto
de la inesperada victoria de don Quijote sobre el Caballero del
Bosque (Sansón Carrasco disfrazado de caballero andante). En el
inicio del capítulo XVI de la Segunda Parte el narrador muestra la
satisfacción que rebosa don Quijote por su reciente victoria:
“Con
la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote
su jornada” (II, 16).
La
victoria le hace olvidarse de todos los malos momentos pasados hasta
entonces y creerse el más valiente caballero andante:
“Imaginándose
por la pasada victoria ser el caballero andante más valiente que
tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin
conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante;
tenía en poco a los encantos y encantadores; no se acordaba de los
innumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían
dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni
del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia
de estacas de los yangüeses (II, 16).”
Pero
la victoria se había producido, de manera bien poco heroica, al
aprovecharse de que el caballo del contrincante no se había movido
de su sitio y este no había podido poner la lanza en ristre. Don
Quijote, arremete violentamente (y “sin peligro alguno” para él,
como recuerda el narrador) a quien se encontraba inerme a su merced.
Es
en ese momento de felicidad y vanagloria de don Quijote cuando
aparece el nuevo personaje, montado en una hermosa yegua y vestido
con un llamativo gabán verde. Una ropa elegante y un color que era
costumbre utilizar para el viaje y para la caza. Algunos críticos
han encontrado en el vistoso traje, que llama la atención hasta el
punto que se le acaba denominando “el del Verde Gabán”, la base
de partida para su interpretación del episodio.
Así,
Márquez Villanueva, que no duda en afirmar que don Diego de
Miranda “viste como un papagayo”, relaciona el llamativo colorido
de su vestimenta con los colores distintivos del bufón de corte. En
su interpretación, la ropa de don Diego es la de un loco, un signo
de su locura equiparable a los requesones derretidos en la cabeza de
don Quijote. Del mismo modo, establece un paralelo entra la locura de
don Quijote enfrentándose a los leones y la de “salir por ahí
vestidos de verde”. Desde este presupuesto, se establecería en su
opinión un paralelo entre las dos locuras: la “locura cuerda,
rebosante de riesgo”, de don Quijote y la “cordura loca,
acolchada de precauciones”, de don Diego.
Por
el contrario, Gingras (1985) y Bernis (2001),
han puesto de manifiesto claramente que la vestimenta de don Diego es
la apropiada para un viajero de su posición social y riqueza. Bernis
explica que el gabán “jironeado de terciopelo” no se corresponde
con las piezas triangulares llamadas jirones que se incorporaban a
las prendas para darles mayor vuelo, sino que son simplemente tiras o
listones de color superpuestos en los límites del gabán para darle
una mayor dignidad. Los borceguíes, de origen morisco, se habían
convertido en el calzado típico del jinete hispano. También era
habitual que el color del jaez del caballo armonizara con el de los
borceguíes.
El
narrador hace una descripción detallada del traje de don Diego de
Miranda para transmitir una imagen precisa del personaje. Y, en esa
descripción, el gabán es bien relevante, que traslada una imagen de
dignidad y prosperidad. Las observaciones no ofrecen dudas: a don
Quijote le parece “hombre de chapa” (discreto, juicioso) y el
narrador se encarga de resaltar que “en el traje y apostura daba a
entender ser hombre de buenas prendas”. El resto de su descripción
física se corresponde también con la dignidad que se ha destacado.
Hasta la mirada, “entre alegre y grave”, tiene rasgos positivos:
una mirada que no da muestras de orgullo o de frialdad, sino que
incita a la conversación amigable. Las dos figuras, cada una en su
singularidad, llaman la atención del otro:
“… y
si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don
Quijote al de lo verde” (II, 16).
La
interpretación de la figura de don Diego no ofrece demasiadas
dificultades para don Quijote porque llega en seguida a la conclusión
de que es un hombre discreto y de confianza. No ocurre lo mismo con
la de don Quijote, que produce notable extrañeza: “semejante
manera ni parecer de hombre no le había visto jamás”. Le admira
la delgadez del caballo, la altura de don Quijote, la flaqueza y
color amarillo del rostro, las armas, el ademán y compostura, porque
se trata de una “figura y retrato no visto por luengos tiempos
atrás en aquella tierra”.
El
propio don Quijote no solo advierte la atención con que le examina
el viajero sino que es consciente de que la extrañeza que suscita
está justificada. Se explica, y hace ostentación de que su historia
circula ya impresa:
“Esta
figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan
fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que
le hubiera maravillado […] quise resucitar la ya muerta andante
caballería [...] he merecido andar ya en estampa en casi todas o las
más naciones del mundo: treinta mil volúmenes se han impreso de mi
historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares,
si el cielo no lo remedia” (II, 16).
La
presunción de la que hace gala: “en casi todas o las más naciones
del mundo”, y las hiperbólicas cifras de ejemplares impresos (los
treinta mil volúmenes que da por seguros y los treinta millones que
espera), aunque hoy no nos sorprendan, resultaban entonces un
clarísimo disparate, que ponía en evidencia la vanidad desenfrenada
del personaje. En contraste, Sansón Carrasco había formulado un
cálculo mucho más realista en los comienzos de la Segunda Parte:
“el día de hoy están impresos más de doce mil libros” (II, 3).
La
declaración de don Quijote no solo no resuelve la sorpresa y
extrañeza del viajero sino que la aumenta porque no cree posible que
haya caballeros andantes ni “historias impresas de verdaderas
caballerías (...) ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros
andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas
caballerías?”.
La
palabras del Caballero del Verde Gabán son una muestra cortés de su
sentido común, que pone en duda la existencia de caballeros andantes
y, además, descalifica a los libros de caballerías por fingidos e
inmorales, recordando el debate, en la Primera Parte, sobre estos
libros del cura y el canónigo con don Quijote y la contraposición
con los libros de historia.
La
réplica de don Quijote, defendiendo la veracidad de las historias
caballerescas, le lleva al viajero a sospechar de su locura, pero
espera a tener más elementos de juicio
“...de
esta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de
que don Quijote debía de ser algún mentecato y aguardaba que con
otras [razones, palabras] lo confirmase» (II, 16).
La
dialéctica de los personajes no es meramente una cuestión literaria
sobre los libros de caballerías y su historicidad, como había
ocurrido en la Primera Parte con el cura y el canónigo. Ahora el
debate es de mayor alcance, la de dos estilos de vida, tal como se va
a poner de relieve en el resumen de sus vidas y en las demás
circunstancias que aparecen a lo largo de tres capítulos.
La
confrontación entre los dos personajes se había iniciado con la
imagen anacrónica y desgarbada de don Quijote (la delgadez de su
caballo, la longitud de su cuerpo, la flaqueza y color amarillo del
rostro, la armadura desfasada y medio recompuesta), enfrentada a la
potente imagen visual de don Diego de Miranda, montado en una
magnífica yegua, de paso vivaz, y su vistosa vestimenta, que revelan
su buena posición social, además de mostrar, en su forma de ir a la
moda, que su mundo es, sin género de dudas, el actual, sin la
nostalgia del pasado que pretende vivir don Quijote.
Por
supuesto, la confrontación entre los dos modelos se pone de
manifiesto con claridad en la síntesis de sus dos vidas. Es don
Quijote quien solicita al viajero que le dijese quién era, pues él
lo había hecho antes, al notar la extrañeza con que lo miraba.
Don
Quijote había sintetizado su vida respondiendo solo a su idea de ser
un caballero andante. No refiere su experiencia vital, sino la de sus
modelos caballerescos, que no se corresponden en nada con la suya. En
realidad, no ha llegado, pese a sus deseos, a socorrer viudas,
doncellas, huérfanos y pupilos:
Salí
de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo [‘comodidad’]
y entregueme en los brazos de la fortuna, que me llevasen donde fuese
servida [‘donde ella quisiera’]. Quise resucitar la ya muerta
andante caballería, y ha muchos días que tropezando aquí,
despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte
de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo
casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros
andantes (II, 16).
En
cambio, la síntesis que don Diego proporciona de su vida remite a
una experiencia que corresponde de manera concreta a un tipo social y
a un estilo de vida que podemos situarlo con el contexto social de la
época, al de un hidalgo rural acaudalado. Refiere una experiencia
que corresponde a un modelo social de su tiempo, no a una convención
literaria mucho más imprecisa:
—Yo,
señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un
lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que
medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida
con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis ejercicios son el
de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún
perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de
libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y
de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los
umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los
devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el
lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que destos
hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y
muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados y nonada
escasos; ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se
murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de
los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres,
sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi
corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se
apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé
que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora y confío
siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor (II, 16).
Don
Diego inicia el discurso de su vida con una muestra de generosidad:
la invitación a comer, que será la primera de las señales de la
hospitalidad que le caracteriza: acoge en su casa a don Quijote y
Sancho, dispensándoles un trato magnífico.

Se
trata, pues, de un hidalgo rural, como don Quijote, que vive en una
aldea próxima al lugar del encuentro. Pero, a diferencia de este, es
un hidalgo acomodado, lo que le sitúa un grado por encima en el
estamento de la nobleza rural: el de los caballeros. Si Alonso
Quijano pasaba la mayor parte de su tiempo en la ociosidad - lo que
propicia su desmedida afición a los libros de caballerías-, don
Diego vive para su mujer, sus hijos y sus amigos. No caza con halcón
(actividad en exceso aristocrática y gravosa) ni con galgo, como lo
hacía Alonso Quijano, sino perdices con el reclamo y conejos que
saca de su madriguera el “hurón atrevido”. Una caza enfocada,
pues, a la productividad, a conseguir en el menor tiempo posible el
mayor número de piezas, que servirán como alimento.
Es
una caza con engaño, que según
Percas de Ponsetti es reveladora
de la falsedad de don Diego, aunque la caza con reclamo o con red, en
su época, no se percibía como una argucia innoble (la caza o la
pesca deportiva es un concepto de nuestra época). Si lo era para la
alta aristocracia, que la justificaba como un ejercicio preparatorio
para la guerra. Hay notables diferencias entre la caza con galgo de
Alonso Quijano y la que lleva a cabo don Diego. La caza con galgo,
más entretenida, sería apropiada solo para quienes tuvieran
abundante tiempo sin ocupaciones. El galgo solo caza liebres y, por
muy bien que se diera no podría conseguir más de unas pocas liebres
por jornada, en cambio, con el hurón podrían obtenerse veinte o
treinta conejos en el día.
Tiene
un número nada despreciable de libros “hasta seis docenas”, algo
menos que don Quijote, que tenía más de cien. Una biblioteca
variada, que no da opción en ella a los libros de caballerías. Es,
pues, una biblioteca modélica (Sánchez
Aguilar la compara con la de Carlos V en Yuste al final de su
vida), en la que da prioridad a los libros que le interesan como
lector. Aunque hay espacio para los libros de historia y de devoción,
manifiesta una clara predilección por los de “honesto
entretenimiento”, siempre que “deleiten con el lenguaje y admiren
y suspendan con la invención”, requisitos que muy pocos libros
cumplen a su juicio. Esos requisitos que exige don Diego a los libros
de entretenimiento se corresponden de algún modo con las
recomendaciones del personaje del amigo del autor, en el Prólogo de
la Primera Parte:
«procurar
que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien
colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo (…)
procurad también que (…) el discreto se admire de la invención»
(I, Prólogo).
Podría
pensarse que, al menos en lo que respecta a los libros de
“entretenimiento”, don Diego estaría manifestando las
preferencias de Cervantes (en tanto en cuanto este hable por boca del
personaje del amigo del autor, un evidente desdoblamiento de la voz
autorial).
Como
no cabría esperarse de otro modo, don Diego oye misa diariamente y
se confiesa “devoto de Nuestra Señora”, además de confiar en la
“misericordia infinita de Dios Nuestro Señor”. Una religiosidad
intachable pero sin excesos, alejada de cualquier ostentación, que
no resulta llamativa, pero que se manifiesta sincera y evangélica.
En cambio, su comportamiento moral aparece descrito con mayor
precisión. No solo es espléndido con vecinos y amigos y caritativo
con los pobres, sino que, se manifiesta activamente contrario a la
murmuración, a juzgar el comportamiento de los demás y a la
hipocresía y vanagloria, además de perseguir la concordia.
Refiere,
pues, un comportamiento que es todo un programa moral. Algunos
críticos han situado esas ideas morales en el epicureísmo cristiano
de raíz erasmista. La espontánea reacción de Sancho “pareciéndole
buena y santa (la relación de su vida)”, que le besa los pies casi
con lágrimas y que explica como una forma de santidad “me parece
vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los
días de mi vida”, reflejaría, aún desde la simplicidad candorosa
de Sancho, la admiración que produciría su comportamiento.
La
intervención de Sancho da pie a que don Diego, en lugar de negar la
santidad al modo hipócrita de tantos eclesiásticos, rechace la
atribución de Sancho de un modo sincero, sin rastro de vanagloria, a
la vez que muestra admiración por la simplicidad y bondad natural de
Sancho:
No
soy santo (…), sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de
ser bueno como vuestra simplicidad lo muestra”.
Frente
a la espontánea muestra de veneración de Sancho, capaz de sacar “a
plaza la risa de la profunda melancolía de su amo”, el silencio de
don Quijote es interpretado por Márquez
Villanueva como una negación de la ejemplaridad moral del
personaje, además de suponer el hermanamiento entre don Diego y
Sancho Panza. Pero la profunda melancolía de don Quijote no es
aludida aquí como una reacción nada favorable a la relación de su
vida que acaba de hacer don Diego, sino una referencia a su carácter,
a su tristeza, en contraste con la risa que logra suscitar Sancho.
Don
Quijote conduce ahora el diálogo por otros derroteros al preguntarle
al caballero por sus hijos. La respuesta de don Diego se centra en la
decepción que para él supone que su hijo, estudiante en Salamanca,
en lugar de dedicarse al estudio de las leyes o la teología, que
facilitaban el acceso a las profesiones mejor remuneradas y más
prestigiosas (los cargos de la Iglesia y de Audiencias o Consejos
Reales), se entregue por completo al estudio de la poesía. Las
palabras de don Diego manifestando esa íntima contrariedad, nos
llevan a una interpretación negativa del propio personaje:
«tengo
un hijo, que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo
que soy», II, 16.
Resulta
incomprensible que el desencuentro entre padre e hijo en esta
cuestión sea, en la interpretación de Márquez
Villanueva, la causa por la que el personaje se desmoronaría
de su carácter ejemplar para acabar representando una variante de
locura. No puede atribuirse un papel tan desmesurado a la decepción
del padre porque el hijo no satisface sus aspiraciones. Se trata en
realidad de un problema bien frecuente, al que don Quijote da una
respuesta bien sabia:
Los
hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así,
se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las
almas que nos dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde
pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las
buenas y cristianas costumbres (…); y en lo de forzarles que
estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el
persuadirles no será dañoso (II, 16).
Don
Quijote añade, además, que cuando el estudiante tiene medios
económicos suficientes, es decir, que no necesita el estudio de una
profesión para ganarse la vida, bien podrían dejarle los padres
seguir su vocación, incluso la de la poesía, “menos útil que
deleitable”.
De
manera que la contrariedad de don Diego con la vocación de su hijo
se convierte en un medio para tratar, por boca de don Quijote, un
problema sin duda candente, el de las dimensiones de la injerencia de
los padres en la vocación de los hijos. Además, esa preocupación
de don Diego le proporciona un rasgo de humanidad, convirtiendo lo
que era un modelo de conducta excesivamente teórico en un personaje
mucho más próximo a los problemas reales de los padres con los
hijos.
La
muy razonable respuesta de don Quijote se encamina después a la
defensa de la poesía, convirtiendo de este modo la discrepancia de
don Diego con la vocación de su hijo en una hostilidad hacia la
poesía en general, interpretada por algunos críticos como una
oposición entre carácter práctico y altura de miras. Pero don
Diego ha mostrado su decepción porque no se ocupe en las ciencias
prestigiosas, las que proporcionan los puestos más renombrados y
lucrativos (no resultaría tan extraña esta aspiración del padre,
ni mucho menos), mientras que el hijo se dedica a las discusiones
técnicas en las que había desembocado algún humanismo:
«Todo
el día se lo pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal
verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal
epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales
versos de Virgilio» (II, 16).
Si
bien su hijo, don Lorenzo, es poeta, su obsesión le emparenta más
bien con los gramáticos o con el tipo de estudioso que ha convertido
el humanismo en una mera técnica, no muy distante por tanto del
escolástico.
En
el capítulo siguiente, la aparición por el camino de un carro con
dos leones enviados al rey da lugar a un episodio, el del
enfrentamiento de don Quijote con los leones (la “desatinada
aventura”, II, 16), que va a tener una importante incidencia en la
relación entre los dos personajes (y, para algunos críticos, en la
valoración del Caballero del Verde Gabán). Desde que este ha visto
la extraña figura de don Quijote y ha oído sus opiniones está a la
espera de formarse un juicio sobre él, aguardando a que sus palabras
le confirmasen la primera impresión, la de que se trata de “algún
mentecato” (II, 16). En cambio, la extensa intervención sobre la
afición poética del hijo resulta de todo punto digna de aprecio, de
manera que don Diego va mudando de opinión:
«admirado
quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto,
que fue perdiendo de la opinión que de él tenía de ser mentecato
[...]satisfecho en extremo de la discreción y buen discurso de don
Quijote» (II, 16).
Pero
el episodio va a comenzar de un modo bien distinto. Sancho acababa de
comprar unos requesones a unos pastores, depositándolos en la celada
de su amo. Cuando don Quijote, a la vista del carro, le reclama su
celada con urgencia, Sancho, apurado, se la entrega con los
requesones dentro. Su amo se la coloca a toda prisa en la cabeza sin
reparar en los requesones, que, exprimidos, empiezan a soltar su
suero, corriendo por el rostro y la barba del hidalgo. La reacción
de don Quijote ante lo que aparece —para él— como incomprensible
suceso resulta de todo punto cómica. Las palabras de don Quijote y
la justificación de Sancho, echándole la culpa a los encantadores,
producen otra vez la sorpresa de don Diego:
«¿Qué
será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos o se me
derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? [...]todo lo
miraba el hidalgo, y de todo se admiraba [...]¿Leoncitos a mí? ¿A
mí leoncitos, y a tales horas? […] ¡Ta, ta! —dijo a esta sazón
entre sí el hidalgo—. Dado ha señal de quién es nuestro buen
caballero: los requesones sin duda le han ablandado los cascos y
madurado los sesos […] no le pareció cordura tomarse
[‘enfrentarse’] con un loco, que ya se lo había parecido de todo
punto don Quijote» (II, 17).
La
determinación de don Quijote de enfrentarse sin motivo con los
leones y sus cómicas palabras llevan a don Diego a confirmarse en su
primera impresión sobre la locura de don Quijote. Y un poco más
adelante el narrador confirma esa opinión. Por dos veces trata don
Diego de impedir el enfrentamiento con los leones con argumentos muy
razonables:
Los
caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen
esperanza de salir bien de ellas, y no aquellas que de todo en todo
la quitan; porque la valentía que se entra en la jurisdicción de la
temeridad, más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más que
estos leones no vienen contra vuestra merced, ni lo sueñan: van
presentados [‘como presente’] a Su Majestad, y no será bien
detenerlos ni impedirles su viaje (II, 17).
A
los sensatos razonamientos de don Diego ofrece don Quijote una
displicente y descortés respuesta:
Váyase
vuesa merced, señor hidalgo (…), a entender con su perdigón manso
y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es
el mío, y yo sé si vienen a mí o no estos señores leones (II,
17, pág. 672).
Sin
darse por ofendido por las palabras de don Quijote, don Diego insiste
en disuadirle de su temeraria pretensión. Piensa incluso en
impedírselo por la fuerza:
Otra
vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante; que era
tentar a Dios acometer tal disparate, a lo que respondió don Quijote
que él sabía lo que hacía. Respondiole el hidalgo que lo mirase
bien, que él entendía que se engañaba (…) pero viose desigual en
las armas y no le pareció cordura tomarse con un loco, que ya se lo
había parecido de todo punto don Quijote» (II, 17).
Frente
a la arrogancia y descortesía de don Quijote en sus intervenciones,
don Diego no se siente ofendido (ningún caballero se vería ofendido
por un loco) y trata de salvarlo de lo que parece una muerte absurda.
Don Diego ha definido muy bien el carácter temerario y, sobre todo,
gratuito del enfrentamiento. Buena parte de los críticos que
ensalzan la valentía demostrada por don Quijote en la aventura
frente a la sensata prudencia de don Diego se sirven, para poner por
encima la actitud de don Quijote, de las palabras en las que este
reconoce como dos extremos la cobardía y la temeridad, señalando
que:
«menos
mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario
que no que baje y toque en el punto de cobarde» (II, 17).
Una
valoración negativa de la temeridad de don Quijote podríamos verla
en un comentario del narrador, cuando el ventero es molido a palos
por dos hombres que se marchaban sin pagar, acerca de cómo resulta
inevitable que el que no sabe medir sus fuerzas sufra las
consecuencias de su temeridad: «sufra y calle el que se
atreve a más de lo que sus fuerzas le prometen» (I, 44). También
podría verse un correlato entre los argumentos de don Diego para
disuadir a don Quijote y los de Lotario a Anselmo ante su disparatada
y temeraria pretensión, que acabará en tragedia. Y el propio don
Quijote va a defender en otros lugares una tesis muy similar a la de
don Diego (quien había afirmado que «la valentía que se entra en
la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de
fortaleza», II, 17). En primer lugar, cuando sale huyendo ante la
lluvia de piedras del escuadrón de los del rebuzno. Ante el reproche
de Sancho por haber huido, don Quijote afirma que «la valentía que
no se funda sobre la base de la prudencia se llama temeridad, y las
hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su
ánimo» (II, 28). Un capítulo antes, había explicado en un muy
sensato y razonable discurso las razones que justificarían tomar las
armas y arriesgar la vida, afirmando que quien lo hace sin motivo
suficiente carece de todo razonable discurso:
Los
varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas
han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus
personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica;
la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la
tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta,
en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir
la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su
patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar
algunas otras que sean justas y razonables y que obliguen a tomar las
armas, pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa
y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo
razonable discurso (II, 27).
Los
críticos que aprecian el arrojo de don Quijote en el episodio de los
leones pasan por alto no solo que Cervantes diferenciaría muy bien
la temeridad gratuita de la valentía (él mismo había dado ejemplos
de valor en la batalla de Lepanto y en el cautiverio de Argel), sino
que el arrojo de don Quijote causa resultados contraproducentes casi
siempre. Por ejemplo, el joven Andrés, cuando reencuentra al
caballero, le echa en cara su acción:
«déjeme
con mi desgracia, que no será tanta, que no sea mayor que la que me
vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a
todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo» (I, 31).
En
el episodio de los encamisados, el clérigo herido por don Quijote
expone cómo los resultados conseguidos son opuestos a lo que declara
(«es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y
desfaciendo agravios»):
–No
sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos –dijo el bachiller–,
pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna
quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida;
y el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de
manera que quedaré agraviado para siempre; y harta desventura ha
sido topar con vos que vais buscando aventuras (I, 19).
De
manera paradójica, cuando se necesita su violencia —con la que
amenaza a cualquiera que se cruce en su camino—, como en el caso
del ventero, maltratado por dos huéspedes, don Quijote se niega a
darla con un pretexto cómico: primero, manifiesta que no puede
defender al ventero hasta obtener la licencia de la princesa
Micomicona y, conseguida esta, porque quienes le golpean no son
caballeros (I, 44).
La
tensión implícita en la temeridad que quiere llevar a cabo don
Quijote, desoyendo las repetidas y juiciosas advertencias de don
Diego y el leonero, queda rebajada sustancialmente por los elementos
cómicos introducidos por el narrador. En primer lugar, al poner de
relieve cómo el dolor de Sancho por lo que cree segura muerte de su
amo no llega a superar al miedo a los leones:
“...lloraba
Sancho la muerte de su señor (…); pero no por llorar y lamentarse
dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro” (II,
17).
En
segundo lugar, por la referencia que hace el narrador a los
hiperbólicos elogios de Cide Hamete, que inevitablemente ponen en
guardia al lector (como todo lo que Cide Hamete):
Y
es de saber que llegando a este paso el autor de esta verdadera
historia exclama y dice: «¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento
[‘por encima de cualquier encarecimiento’] animoso don Quijote de
la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo
(…) ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con
qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué
alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean
hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú
intrépido, tú magnánimo, con sola una espada, y no de las del
perrillo cortadoras [‘y no de las que llevan la marca de Julián
del Rey’, armero famoso], con un escudo no de muy luciente y limpio
acero, estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que
jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que
te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto, por
faltarme palabras con que encarecerlos» (II, 17).
El
obvio valor simbólico del enfrentamiento con el león, presente
tanto en la épica (el león que se doblega ante el Cid, que va
desarmado, en el Cantar de Mio Cid) como en los libros de
caballerías, queda aquí parodiado por la forma en que el narrador
combina las indicaciones que realzan el arrojo de don Quijote con
otras que revelan el desprecio que el león muestra hacia el
esforzado caballero. Por un lado, el león, al abrir la jaula, parece
de “grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura”, y,
al sacar la cabeza de la jaula, el narrador comenta su “vista y
ademán para poner espanto a la misma temeridad”. Pero, por otro
lado, el narrador indica cómo, en contraste con la tensión de la
escena, el león bosteza bien despacio “y con casi dos palmos de
lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el
rostro”, y cómo, “el generoso león, más comedido que
arrogante”, ignora a don Quijote y le muestra “sus traseras
partes”, en un gesto que resulta simbólicamente despectivo (frente
a los leones que lamen los pies al profeta Daniel o el que baja la
cabeza ante el Cid), a la vez que el narrador degrada cómicamente el
arrojo de don Quijote (“no haciendo caso de niñerías ni de
bravatas”):
“...después
de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las
espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran
flema y remanso se volvió a echar en la jaula” (II, 17).
El
desprecio que el león manifiesta hacia don Quijote, que le está
aguardando espada en mano, podría tener como base la creencia, a la
que alude Erasmo, de que las fieras no hacen daño a los locos (al
igual que tampoco son castigados por los hombres).
La
aventura de los leones resulta paradójica porque el narrador ha
parodiado su función simbólica, aunque, por otro lado, don Quijote
habría dado muestras de un valor excepcional —si no fuera un acto
de locura—, digno por primera vez en toda su historia de darle fama
y renombre (de hecho, el leonero, desconocedor de la locura del
caballero, promete contar la hazaña al mismo rey). Para don Diego,
en cambio, la aventura le confirma que lo que dice don Quijote es
“concertado, elegante y bien dicho”, pero lo que hace le parece
“disparatado, temerario y tonto” (II, 17).
Aunque
aprecia su intrepidez, don Diego se ha reafirmado con lo que ha
ocurrido en la locura de don Quijote, que, en relación a la
sabiduría de lo que dice, le convierte en un “cuerdo loco y un
loco que tira a cuerdo”. Así, a su hijo le explica que le ha
visto:
¿Qué
más locura puedes ser que ponerse la celada llena de requesones y
darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? ¿Y
qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con
leones? (II, 17). (…)
«hacer cosas del mayor
loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen
sus hechos; si bien, para decir verdad, antes le tengo por loco que
por cuerdo (II, 18).
Otra
consecuencia del episodio es, por un lado, servir de confirmación a
don Diego de la locura de don Quijote, y, por otro, que don Diego,
como resultado de ese convencimiento, le trate como tal, es decir,
desiste de razonar discretamente con él, como había hecho hasta
entonces, y sigue la máxima popular de no llevar la contraria a los
locos:
...no
le pareció cordura tomarse [‘enfrentarse’] con un loco, que ya
se lo había parecido de todo punto don Quijote (...) todo lo que
vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel [‘la aguja de
la balanza’] de la misma razón, y (…) si las ordenanzas y leyes
de la caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de
vuesa merced como en su mismo depósito y archivo (II, 17).
Aunque,
a diferencia de los duques o don Antonio Moreno, don Diego no se
burlará de sus ensoñaciones caballerescas ni se aprovechará de
ellas para divertirse a su costa. Antes, al contrario, le tratará
con extrema cortesía y generosidad. La estancia de don Quijote y
Sancho en la casa de don Diego refleja la hospitalidad del caballero
rural y de su familia, a la vez que proporciona una nueva ocasión,
esta vez en diálogo con el hijo, don Lorenzo, para examinar la
condición de don Quijote. El caballero va a ser recibido con
muestras de sincera hospitalidad por el hijo, y la mujer de don Diego
se esmera en agasajar a los invitados. La generosidad de don Diego se
muestra también en el ofrecimiento que hace a su invitado en la
despedida:
La
señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de
mucho amor y de mucha cortesía (…) Casi los mismos comedimientos
[‘cortesías’] pasó con el estudiante» (…) quería la señora
doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar [‘agasajar’] a
los que a su casa llegasen (…) que tomase de su casa y de su
hacienda todo lo que en su grado [‘a su gusto’] le viniese, que
le servirían con la voluntad posible (II, 18).
El
diálogo que se entabla en la casa entre don Quijote y don Lorenzo,
el hijo de su huésped, no solo sirve para juzgar al caballero,
obedeciendo el encargo del padre:
“háblale
tú y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su
discreción o tontería lo que más puesto en razón estuviere”
(II, 18).
Como
había ocurrido antes, en el diálogo con don Diego, ahora también
aparecerán los temas literarios de manera preeminente. A propósito
de la afición poética de don Lorenzo, tratan del género de las
glosas, de las justas literarias y sus premios (al igual que de los
premios académicos) e, inevitablemente, de la caballería andante.
Don Lorenzo acepta la invitación de don Quijote de recitar una glosa
y un soneto, lo que provoca el hiperbólico elogio de don Quijote:
“¡Viven
los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el
mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado […] por las
academias de Atenas […] y París, Bolonia y Salamanca!” (II, 18).
El
disparatado elogio da pie al narrador para comentar la irresistible
fuerza de la adulación, aunque sea en boca de un loco:
¿No
es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don
Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a
cuanto te extiendes, y cuán dilatados límites son los de tu
jurisdicción agradable! (II, 18).
La
facilidad con que don Lorenzo cae en los brazos de la adulación, a
pesar de que poco antes había concluido con seguridad la locura de
don Quijote, recuerda la burla de Erasmo de los poetas por su
debilidad ante la adulación En boca de la Estulticia:
“él
es loco bizarro y yo sería mentecato flojo [‘débil mental’] si
así no lo creyese” (II,
18)
El
encuentro con don Diego de Miranda desempeña, como se ha señalado,
una importante función, la de ofrecer un examen de la locura de don
Quijote, juzgada por el prisma de don Diego y de su hijo. Si la
disonancia entre los hechos y buena parte de las palabras de don
Quijote producen la confusión inicial de padre e hijo, ambos
acabarán sacando una conclusión, que se revela como el juicio más
atinado en toda la obra sobre la locura del caballero. Don Diego
afirmará de él, casi como resumen de otras intervenciones ya
citadas:
“le
he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan
discretas, que borran y deshacen sus hechos», si bien «antes le
tengo por loco que por cuerdo” (II, 18).
El
juicio de don Diego no está basado, como el de otros personajes de
la Segunda Parte, en un condicionante previo, su conocimiento del
personaje por la lectura de la Primera Parte de su historia, como
recuerda el narrador, sino que está determinado en lo que le ha oído
y visto hacer. El examen se produce por duplicado, gracias a la
intervención del hijo, don Lorenzo. Instigado por su padre, enjuicia
a don Quijote, en situaciones distintas, para llegar a la misma
conclusión, que, si bien es rotunda, proporciona una acertada
definición del personaje: “él
es un entreverado [‘entremezclado’] loco, lleno de lúcidos
intervalos” (II, 18).
Por
otra parte, hemos visto que todo el episodio del Caballero del Verde
Gabán viene a ser una contraposición de dos modelos morales y, en
especial, sociales: el del anacrónico y desvariado caballero andante
frente al del caballero acaudalado que se dedica a hacer el bien a
los suyos. No se trata solo de la confrontación entre la aventura y
el sosiego, entre el camino, abierto a un sin fin de posibilidades, y
la casa, donde todo está más o menos previsto. Además de dos
formas de entender la vida, son dos maneras distintas de actuar, dos
modelos de comportamiento social para personas que pertenecen al
mismo estamento. Por un lado, la búsqueda ilusoria de fama, en la
que las motivaciones altruistas (socorrer viudas, doncellas y
huérfanos) resultan irreales y los fines conseguidos, casi siempre
los contrarios a los declarados. La ansiedad de la fama, del
renombre, está tan imbricada con las motivaciones teóricamente
altruistas, que se muestra predominante. Por otro lado, aparece ahora
el modelo de quien es capaz de conseguir el bienestar material y
espiritual de sus prójimos (familia, amigos, vecinos), haciéndoles
partícipes de sus bienes y extendiendo sus virtudes. Por los
rasgos de conducta que muestra, en especial, el tipo de caza que
efectúa, podríamos deducir que esa abundancia de bienes, procede,
más que de la trasmisión hereditaria —como sería el caso de la
nobleza de título con posibles (el caso de don Fernando en la
Primera Parte o los duques en la Segunda)—, de la eficaz
administración y explotación de la hacienda propia, como había
ocurrido, en la Primera Parte, con la de Dorotea, cuyos padres podían
aspirar a ser considerados dentro del estamento de caballeros, pese a
ser labradores, «gente llana», ya que «su riqueza y magnífico
trato les va adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros »
(I, 28). La diferencia se encontraría en la hidalguía de don Diego,
afirmada por él y reflejada en el escudo de armas de su casa. Si
Dorotea se ocupa de administrar eficazmente su hacienda, cabría
deducir que don Diego lleva a cabo esa misma actividad con gran
provecho. Podría pensarse, por los rasgos que nos proporciona
Cervantes, los pequeños detalles que construyen al personaje, que la
base de su riqueza es la supervisión eficaz de su hacienda, el
control de criados y peones: el ojo del dueño es el estiércol que
más engrasa la tierra.
Si
bien resulta indudable que el modelo de don Diego se construye
también sobre determinadas cualidades morales (el epicureísmo
cristiano de raíz erasmista), la confrontación entre los dos
modelos, los representados por don Diego y don Quijote, no se efectúa
en el plano moral fundamentalmente sino en el vital y social, en la
forma de vida que dan muestra, la anacrónica y desatinada de don
Quijote —en cuanto que se identifica con los caballeros andantes,
no en relación con sus virtudes morales y sus sabias opiniones sobre
otros temas— y la sensata y productiva de don Diego.
Don
Diego refleja sin duda valores morales del epicureísmo cristiano,
pero no se constituye en un ejemplo del mismo sino de un modo de vida
que tiene naturaleza social. El epicureísmo reniega de la actividad
enfocada a conseguir riqueza, mientras que propone, en cambio,
alcanzar la felicidad a través de la ataraxia. La riqueza en sí
misma no es un valor para don Diego sino la prosperidad. Aun cuando
prosperidad o utilidad son conceptos que adquirirán un enorme
relieve un siglo más tarde, podemos ver en don Diego a un personaje
cuya vida aparece encaminada con ese fin (además de otros propósitos
morales ya señalados: rehuir la murmuración, la vanagloria y la
falsa piedad, perseguir la concordia, etcétera). No se trata, por
supuesto, del concepto de utilidad que tan importante papel
desempeñará en el ideario de la Ilustración (la utilidad pública,
el fin al que deben encaminarse las actividades de los hombres), sino
una utilidad concebida con una finalidad mucho más reducida:
familia, amigos y vecinos.
Frente
al epicureísmo, no hay referencias que puedan apoyar el énfasis en
don Diego en la idea de la contención ante los deseos, de desapego
ante los bienes de fortuna, una idea fundamental en el epicureísmo.
El texto tampoco da pie a considerar en don Diego, la mesura, la
contención ante los bienes terrenales que propugnan los epicúreos.
Podemos ver en él a un personaje que emplea su inteligencia, su
discreción en obtener la máxima prosperidad a sus posesiones en
beneficio suyo y de sus próximos.
Para
don Diego la caza no sería un simple entretenimiento, un elemento
del ocio de la nobleza (que había sido justificada en último
término, aunque hubiera perdido ya ese valor, como ejercicio
preparatorio para la guerra). Por el modo con que la lleva a cabo, la
caza sería para él una actividad productiva, una forma de
aprovechar las riquezas de la naturaleza, una más de quien se ocupa
del gobierno y administración de su hacienda, de dirigir la siembra
y la recolección, los lagares, el ganado, las colmenas…
Por
las mismas razones, habría que desechar la oposición entre vida
activa y ociosa que se ha visto tantas veces en la confrontación
entre don Quijote y don Diego. La estancia de don Quijote en la casa
de don Diego supone, desde luego, un paréntesis de paz y ocio en la
trayectoria de aquel, enfocada a la aventura; pero no podemos
extender esa conclusión a la vida de don Diego, a quien podemos
suponer que, si confiesa ser “más que medianamente rico”, no lo
obtenido únicamente por
herencia
sino gracias al ejercicio de su discreción, de su saber hacer en el
gobierno de la hacienda, como en el caso de otros labradores ricos en
el Quijote. Si don Quijote contrapone el modelo de los caballeros
andantes con los cortesanos, don Diego no se corresponde en absoluto
con aquellos. Su modo de vida le aproxima al tipo social del labrador
rico, empeñado en conseguir el bienestar material.
La
frontera de la hidalguía que separa a don Diego de los labradores
ricos es en el Quijote una divisoria permeable por el dinero, como
puede observarse en el caso de los padres de Dorotea, a quienes, pese
a tratarse de villanos, la riqueza les va permitiendo alcanzar casi
insensiblemente la categoría social del caballero. Para Cervantes,
la riqueza agraria podía convertirse en un camino válido para
adquirir honra, como en el caso del padre de Leandra, del que se dice
que la virtud coloca en un lugar más elevado la honra que había
adquirido ya por su riqueza:
“había
un labrador muy honrado, y tanto, que aunque es anejo al ser rico el
ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la
riqueza que alcanzaba” (II, 51).
La
interpretación romántica del Quijote, que, como es sabido, idealiza
al protagonista, lleva a una descalificación automática de los
personajes que se oponen a los designios del caballero o que se
ofrecen como modelo enfrentado (el caso de don Diego de Miranda). No
solo se enjuicia al personaje sin atender a lo que indica el texto de
manera meridiana sino que, relegándole sin más al estereotipo del
hidalgo rural con abundantes medios económicos, no se le sitúa en
el contexto de la dinámica entre el sistema de valores y las
experiencias sociales propias de su clase.
El
creciente interés de los nobles por una gestión eficiente de sus
propiedades hay que situarlo en el contexto del cambio cultural que
había desencadenado el Humanismo, propiciando una nueva mentalidad
enfocada a una virtud cívica que, frente a los valores
aristocráticos de rechazo del trabajo y de la ostentación, valora
la frugalidad y la productividad económica. Incluso podría
apreciarse también una dimensión religiosa de plena actualidad por
la controversia luterana: la de la salvación por las obras. Esa
nueva moral social puede llevar a que se considere el trabajo
agrícola compatible con la nobleza.
Don Diego de Miranda, pese a que sin duda se lo podría
permitir y supondría un signo de distinción social, no mantiene
halcón (ni siquiera galgos), porque resultaría un derroche
incompatible con su mentalidad. Caza con hurón y con el reclamo del
perdigón precisamente por su productividad, no porque produzca mayor
solaz. Su condición de caballero, con un linaje atestiguado por el
escudo de armas sobre la puerta principal, no llega a ser un
obstáculo para que su dedicación fuera muy semejante a la de
Dorotea con el propósito de la productividad, de la gestión
eficiente de la hacienda.
Pese
a que, como hemos visto, el Caballero del Verde Gabán resulta
caracterizado por su discreción, el modelo social que representa no
se corresponde con el del cortesano. No es la discreción que actúa
guiada por los criterios de elegancia o sutileza, sino la de la
bondad activa, la de un modelo social utilitarista. El modelo social
que propone Cervantes en el personaje de don Diego sería un reflejo
de un cambio moral y social —que cristalizará más adelante—
consecuencia del nuevo contexto social y económico y de los nuevos
paradigmas que el Humanismo había contribuido a establecer. Una vez
más Cervantes se adelanta a su tiempo.
Bibliografía
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