El 26 de septiembre de 1575, la galera cristiana Sol navegaba frente a la costa norte catalana, cuando en el horizonte asomaron varias velas: eran naves berberiscas en busca de presas. En la Sol viajaban los hermanos Cervantes, Miguel y Rodrigo. Ambos habían peleado en la batalla de Lepanto. La fortuna, o, más bien, la mala fortuna, quiso que Miguel llevara consigo cartas de recomendación de don Juan de Austria dirigidas al duque de Sessa, don Gonzalo Fernández de Córdoba, nieto del Gran Capitán. Esa circunstancia indujo a los piratas a creer que su portador era hombre de elevada posición social, lo que les permitiría pedir una gran suma por él.
Tras ser conducidos a Argel, su dueño pidió quinientos ducados, una cifra tan elevada que hizo que su cautiverio se prolongara durante cinco largos años. Un tiempo que dejó una profunda huella en el alma de Cervantes, como quedó reflejado en su literatura. El Argel del siglo XVI era una ciudad cosmopolita, que rondaba los cien mil habitantes. De hecho, era mucho mayor que el Madrid de la época. En Argel se daban la mano la mayor de las opulencias y las más hondas miserias. El lujo desbordaba las mansiones de los potentados, dueños de esclavos (los cautivos eran una cuarta parte de la población) y poseedores de grandes harenes.
Junto a esas mansiones estaban las prisiones, los llamados baños, donde todo era suciedad, cochambre y miseria. La comida era escasa, y se trabajaba hasta el agotamiento bajo el temor del látigo del capataz. Argel disponía de un enorme puerto y unas fuertes murallas dotadas de una poderosa artillería. Los fieles musulmanes rezaban en docenas de mezquitas que se llenaban cada viernes, y desde los alminares, los almuédanos llamaban a la oración cinco veces al día.
La principal actividad económica era el comercio, en el que participaban los cristianos, pese a que estaba prohibido mercadear con musulmanes. En su puerto podían verse barcos españoles, franceses, ingleses o italianos. Allí se compraba y vendía casi de todo, principalmente, personas. La agricultura tenía también un papel muy relevante, mientras que la cabaña ganadera proporcionaba carne, leche y mantequilla, y en el puerto se cargaban barcos con cueros y gran cantidad de seda.
En Topografía e historia general de Argel se afirma que aquello debía de ser el jardín del paraíso. La obra presenta la mejor descripción de la ciudad y de la vida que latía en ella, y es la única que nos permite acercarnos al Argel que conoció Cervantes, cuyas andanzas se reconstruyen en sus páginas. Se la debemos a la pluma de António de Sousa, un clérigo portugués que fue apresado en 1577 y llevado a Argel, donde permaneció hasta 1581, por lo que coincidió con el alcalaíno durante varios años.
La influencia de ese período en la vida de Cervantes se tradujo en la continuada presencia de cautivos en varias de sus obras. Aparecen, por ejemplo, en El trato de Argel, que recoge numerosas notas autobiográficas y en la que el mismo escritor figura con el nombre de Saavedra. Debió de componerla en 1582, si bien no fue publicada hasta doscientos años después, en 1784
Dicha obra le sirvió de base para una pieza de teatro, Los baños de Argel, que no llegó a estrenarse en vida de Cervantes. Escrita hacia 1600, en ella critica una pieza de Lope de Vega estrenada el año anterior, con el título de Los cautivos de Argel. Algo que pone de manifiesto cómo ese tema revoloteaba en el ambiente de la sociedad. Cervantes volvió a tratarlo en La gran sultana, ambientada en la Constantinopla de 1600, así como en El gallardo español. Ninguna de las dos se estrenó, por lo que fueron incluidas en Ocho entremeses y ocho comedias nuevos, nunca representados.
Particular interés tiene la historia del cautivo, en la primera parte del Quijote. El elemento autobiográfico brota en esa narración cuando, tras su rescate, el personaje afirma: “De todos los sucesos sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida”.
Sin duda, las obras de Cervantes son una magnífica fuente de información sobre la vida de esos desdichados. En ellas, recoge situaciones que él vivió en las prisiones argelinas y que formaron parte de su drama personal. Se refiere, por ejemplo, a los tormentos sufridos por otros cautivos que trataron de fugarse con él, como fue el caso de dos de ellos, torturados hasta morir por haberle ayudado a intentar escapar.
La dureza de esa vida parece ser que le llevó a mandar una carta, por un cautivo que había sido rescatado, a don Mateo Vázquez de Leca, influyente secretario de Felipe II. En ella le pedía que hiciera todo lo que estuviera en su mano para evitar el cautiverio de tantos cristianos.
Se ha debatido mucho acerca de cómo influyeron en Cervantes aquellos años. Para Juan Goytisolo, la estancia en Argel le abrió nuevas perspectivas para comprender que la existencia de religiones, culturas y formas de entender la vida podía desarrollarse de manera diferente a como lo hacían los cristianos viejos. Sin embargo, otros autores, como Luis Astrana Marín o Ángel González Palencia, sostuvieron que Cervantes siempre guardó mala opinión de los moros y que el cautiverio hizo que se aferrase a las formas de vida y a los planteamientos ideológicos propios de los cristianos viejos
En un pasaje del Quijote, el autor afirma que los cristianos cumplen mejor su palabra que los moros, y en el capítulo tres de la segunda parte de dicha obra, cuando el hidalgo habla al bachiller Sansón Carrasco sobre cuestiones relativas a su historia, le dice que “desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna porque todos son embelesadores, falsarios y quimeristas”.
Esa misma opinión sobre los musulmanes la recoge en la jornada segunda de El trato de Argel, cuando asegura: “Porque esta gente, do bondad no mora / no dio jamás palabra que cumpliera / como falsa, sin ley, sin fe y traidora”.
A su vez, en el episodio del morisco Ricote, en la segunda parte del Quijote, pone en boca de aquel las razones que llevaron al rey a tomar la disposición que supuso la salida de sus dominios de unos trescientos mil moriscos: “no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa”.
En aquellos años, estaba muy extendida la creencia de que los moriscos, lo mismo que colaboraban con los berberiscos en sus ataques a las poblaciones costeras, dándoles información, podrían actuar como quinta columna en caso de que los otomanos lanzasen un ataque contra España. Aquella idea se había asentado durante la rebelión morisca de Las Alpujarras, entre 1568 y 1571, y cobró fuerza en las décadas siguientes.
Es posible, como señala Goytisolo, que el autor del Quijote tomara conciencia en Argel de la existencia de otras culturas, pero no acabamos de entender que, tal como afirma el citado autor, pusiera en cuestión los planteamientos en que se sustentaba la monarquía católica de los Austrias. Unos planteamientos basados en la defensa de la unidad religiosa ante el temor de un ataque otomano apoyado por berberiscos e incluso moriscos.
Cervantes, que había combatido en Lepanto y llamado a aquella batalla “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”, no olvidaría nunca cómo eran castigados quienes intentaban escapar del infierno de los baños argelinos y fracasaban en su intento. Las penas más livianas se despachaban con las orejas o la nariz cortadas, pero también podían llegar al terrible suplicio del empalamiento, que se aplicaba a quien había organizado el plan de huida.
Llama la atención el hecho de que Cervantes no sufriera ninguno de esos castigos, a pesar de haber intentado fugarse en cuatro ocasiones, y más aún organizando él mismo esos planes. En su segundo intento, pretendió escapar con una quincena de cautivos, que, en efecto, dejaron atrás el baño y abandonaron Argel para ocultarse en una cueva, bautizada como la cueva de Cervantes, a algo más de una legua de la ciudad. Ocultos allí aguardaron la llegada de la galera que había de recogerlos, fletada por su hermano Rodrigo, quien había logrado ser redimido en 1577 con el dinero reunido por la familia. Pero las cosas salieron mal. La galera fue descubierta y tuvo que huir para no ser apresada, y los fugados, delatados por un renegado, fueron localizados y detenidos de nuevo. Cervantes asumió toda la responsabilidad, pero no fue empalado, ni tampoco le cortaron la nariz o las orejas. Lo más probable es que lo librase de la muerte el hecho de que su dueño estaba convencido de que era una persona por la que podían obtener un elevado rescate, a tenor de las cartas de don Juan de Austria que encontraron en su poder. Su dueño, que entonces era el bey de Argel, lo mantuvo encerrado durante cinco meses.
Después de esa tentativa hubo dos más, que acabaron con la paciencia de su amo, aunque Cervantes siguió sin sufrir el empalamiento, ni corte alguno de apéndice. El bey optó por enviarlo a Constantinopla –en aquellas fechas, Argel era un dominio otomano– para que allí dispusieran de él. Fue en vísperas de embarcar en la nave que lo trasladaría a la capital del Imperio otomano cuando el mercedario fray Juan Gil llegó con la cantidad que exigían por su rescate y compró su libertad.